foto: Alicia Rojo
Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO
“La
vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y se agita
una hora en escena y del cual nunca más se oye. Un cuento narrado por un
idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada”. Versos como éstos,
tal vez los más perfectos de entre todos los que Shakespeare le dedicó a la
escena, han hecho de Macbeth una
tragedia eterna, en tanto una generación tras otra vuelve a ella, aún a
sabiendas de que es tan grande que abarcará mucho más de lo que cualquiera pudiera
abarcar. Porque aceptar que nunca se terminará de desentrañar del todo el
misterio estético que la hizo posible no se opone al deseo o la necesidad de
volver a ella. En ese sentido, podría decirse que Macbeth ha sido la más desventurada de las grandes tragedias de
Shakespeare, al menos para quienes actúan en ella, al punto de considerársela
maldita (la concebida apelación de “la obra escocesa”). Se ha señalado también al
respecto que la resistencia al éxito que arrastraría la pieza se debe a que,
más que ninguna otra, para interpretarla se hace necesario desarrollar un
proceso verdaderamente imaginativo, porque sus palabras expresadas intelectualmente
fracasan en la tarea de revelar significado. Roland Barthes destacaba en el
Macbeth de Jean Vilar la inteligente decisión del gran actor francés de no
encarnar al personaje, sino mostrarlo, distanciándose de él. Y así, al negarse
a ser Macbeth, Vilar revelaba un
Macbeth más consciente, y más libre también, porque era un Macbeth que “se miraba
a sí mismo”.
Pero
más allá de una imaginación poética inagotable, para el último de sus grandes
dramas trágicos Shakespeare parece haber echado mano a todos los artificios que
por entonces le ofrecía el teatro, desde una mayor sofisticación en el movimiento
de sus actores hasta la concreción de espacios ilimitados para las diferentes
escenas. Como si a él mismo le costara encontrar la envoltura escénica que
reclamaba la profunda complejidad de su propia obra.
“Nadie
duda de que Shakespeare conocía muy bien los secretos del alma humana, pero
mejor aún conocía los del teatro”, conviene Javier Daulte, director de la
versión de Macbeth estrenada en la sala Martín Coronado.
“Por eso, más que cuando se lo lee o se lo ve desde la platea, la verdadera
grandeza de Shakespeare se descubre al dirigir una de sus obras. Porque además
de la profundidad de sus razonamientos filosóficos y de la belleza de su poesía,
lo que más sorprende es su teatralidad, los permanentes riesgos que asume su
dramaturgia, de una modernidad impresionante. Siempre fue un referente para mí,
porque se trata de un hombre interesado por el escenario, apasionado por esa
forma bastarda, imperfecta y efímera del arte que es el teatro. Y otra cosa: siempre
me ha llamado la atención que, siendo durante siglos el gran modelo para el
teatro occidental, se haya instalado alguna vez esa premisa de que los autores
no debían dirigir sus propias obras. Si nuestro modelo no es justamente el teatro
de gabinete sino uno creado al pie de escenario, al calor de los ensayos. Por
eso no hago análisis de texto con los actores sino que me largo a montar la
obra escena por escena. Porque tiene un sentido musical que en ese ordenamiento
encuentro la clave misma del montaje”.
–¿Cuáles son los puntos
más altos de esa teatralidad desbordante que encuentra en Macbeth?
–Es
una obra que está llena de hits: las
brujas proféticas, el bosque que avanza, las apariciones de los espectros, Macbeth
alucinando con el puñal, la locura de su esposa. Se nota que Shakespeare atravesaba
un período de gran madurez que lo llevó a concebir una dramaturgia muy directa,
similar a las del siglo XX, en la que el protagonismo de la trama es excluyente
y no hay subhistorias, como en sus obras anteriores. Y en relación con éstas
resulta, además, relativamente corta: no hice
demasiados cambios en el texto, sólo apenas algunos cortes y, sin sacar
ninguna escena, va a durar aproximadamente dos horas.
–En cuanto a los cambios,
llamó la atención la escena de stand up
cuando los famosos “golpes a la puerta”, tras el asesinato del rey Duncan…
–Y es sorprendente porque hay quienes me atribuyen
aciertos que, en realidad, pertenecen al autor. Esa escena, por ejemplo, es de
Shakespeare. Luego de que Macbeth comete su primer y fatal crimen, un
momento sumamente denso y terrible, con una oscuridad escénica muy fuerte, es Shakespeare
quien introduce la escena del portero, que es un típico monólogo, un stand up. Claro que yo lo cambié
bastante –y es una de las pocas que modifiqué mucho–, porque los chistes de la
escena original son muy localistas y están anclados en su época. Entonces,
llamé a Martín Pugliese, que es un actor de stand
up, y escribimos juntos esa escena, que está jugada diferente a la original
pero que tiene el mismo sentido dramático que tuvo para él: proponer un intenso
anticlima, provocar un quiebre. Esa es una entre tantas muestras de la
modernidad envidiable de Shakespeare, así como de su sentido del espectáculo.
–Volviendo a la duración
de la obra, verdaderamente resulta vertiginosa: los acontecimientos se
precipitan desde el mismo comienzo...
–Resulta
una obra veloz porque el protagonista es veloz. Macbeth actúa, y luego piensa.
En ese sentido es la contracara de Hamlet, porque reflexiona después de ejecutar
sus actos, nunca antes. Incluso lo explicita: “no tengo que pensar, tengo que
hacer”. Eso es muy singular y tiene un funcionamiento fantástico en el
escenario.
–¿Qué ideas guiaron el
proceso de puesta en escena?
–Lo
primero que pensé cuando nació el proyecto fue que quería que el espectador entrara
a ver a Shakespeare y saliera habiendo visto a Shakespeare. Entre los que presenciaron
los ensayos, hay quienes me dicen que se nota mi mano, y yo no quiero que se
note. Al menos, no en el sentido que generalmente se entiende por eso. No me
interesa que la puesta exprese nada que no pertenezca a la propia obra, más
allá de mi inevitable visión contemporánea. Por sobre todo, mi preocupación
radica en crear un espectáculo que tenga la consabida vitalidad que se le
atribuye al autor. Para eso es necesario tomar un sinnúmero de decisiones,
todas complejas, que van desde el espacio hasta la forma y la actuación.
BRUJAS ERAN LAS DE ANTES
Como lo adelanta el propio director, las “funestas
hermanas” que predicen a Macbeth su
fatal destino son el primer plato fuerte que ofrece la obra. Por eso las
imaginó como sensuales mujeres-replicantes a lo Blade Runner, vestidas de negro y siempre acechantes. “Obviamente no tendría sentido reproducir la mitología
de Shakespeare en cuanto a las hechiceras. Creo que estas tres mujeres son
muy peligrosas, pero por otras razones. Son tentadoras, son caprichosas y son embriagadoras
también. Al encuentro de Macbeth y Banquo con ellas lo imaginé como si fueran dos
marines que regresan de Irak y deciden entrar en un bar sombrío, donde se
encuentran con mujeres que les dan a probar alucinógenos. “¿Estaban aquí esas criaturas, o hemos comido
la raíz de la insensatez, que hace prisionera a la razón?”, le pregunta Banquo
a Macbeth. Hoy podríamos pensar que tomaron un ácido. También apareció
en algún momento La Reina Ácida del film Tommy
con The Who”.
Queda
claro que la singularidad de este Macbeth
aparece tanto en el tratamiento de los personajes como en apostar fuertemente a
lo visual y lo auditivo, aprovechando al máximo las posibilidades que brinda la
sala Martín Coronado. “Una de las
cosas que más me entusiasmó de este proyecto fue dirigir a un elenco de
veintidós actores en un escenario como éste, que es único en el mundo. Hacer la
“experiencia shakespeareana”, por decirlo de algún modo. Desde el principio sabía
que quería aprovechar todo: los giratorios, las silletas, el foso. El espacio
que apareció fue una fábrica, quería una predominancia metálica, un ámbito que
resultara a la vez atrayente y hostil, porque me dije que Macbeth es una obra que tiene esos atributos: nos subyuga, pero
también resulta amenazadora. Es un esqueleto de hierro galvanizado, un lugar
descarnado que puede matar y, al mismo tiempo, resulta trasparente, parece
mucho y no es nada. En definitiva, es como un teatro”.
–También se nota una
intención por trabajar mucho la sonoridad del espectáculo.
–Quería
música electrónica, como industrial, y llamé a Diego Vainer, con quien nunca
había trabajado, porque pensé que era el único que iba a poder plasmar un
universo sonoro acorde a ese espacio sombrío. En cuanto a lo corporal, era
fundamental poder representar la violencia permanente de la historia, para lo
cual conté con la colaboración de Carlos Casella. Después, traté de inculcar en
el elenco la importancia de lo colectivo en este montaje, que se cuenta verdaderamente
entre todos.
–A propósito, se trata
de un elenco joven…
–Pienso
que Macbeth es
una tragedia de juventud, un tiempo en el que todo es posible, desde lo sublime
hasta la catástrofe. Por lo general, las obras de
Shakespeare están interpretadas por actores que tienen edad como para ser los
abuelos de los personajes. En esta versión, los actores son jóvenes porque los
personajes también lo son (de hecho, son más jóvenes todavía). Alguien como
Macbeth, capaz de “abrir al enemigo desde la entrepierna a la quijada”, no
puede ser un sexagenario. Y lo que les pasa se
debe en parte a su juventud, a cierta perversa ingenuidad también, que los
lleva a no meditar sobre las consecuencias de sus actos. Su huida hacia
adelante tiene que ver también con eso. Creo mucho en este matrimonio, nunca
tuve dudas de que hay un amor muy fuerte entre ellos. Se pelean porque se
importan, y se convencen mutuamente porque como matrimonio funcionan muy bien.
Al fin y al cabo, sólo quieren ser reyes y disfrutar. Pero no tienen suerte, la
fiesta se les arruina enseguida. Pero mientras les dura son felices, por eso
era importante para mí el momento de la coronación.
EL DEMONIO ESCOCÉS
Al
liquidar la rebelión en contra del rey, un hombre queda muy cerca del trono.
Tan cerca que descubre que tiene la posibilidad de obtenerlo. Para ello empieza
matando al viejo monarca, pero después tiene que matar a los testigos y a los
hijos y familiares. Y luego tiene que matarlos a todos, porque todos están en
su contra. Finalmente, él mismo será asesinado para que un nuevo rey lo suceda.
Así contado, Macbeth no difiere de
los anteriores dramas históricos de Shakespeare: ya en Julio César y en Ricardo III
había intentado representar el mal desatado en el mundo, consumiéndose y
consumiéndolo todo. ¿Qué tiene entonces de particular el “demonio
de Escocia” para seguir fascinándonos después de cuatro siglos? “Macbeth es un
hijo de puta pero es, también, un héroe trágico”, dice Daulte. “Porque asume su
tragedia, la catástrofe que generó. Después de la muerte Lady Macbeth, llega a
una comprensión nihilista de la vida, que no nos es tan ajena como quisiéramos pensar.
Y en ese “nada tiene sentido” se cifra su último gesto, el de morir con la
armadura puesta, un gesto que lo ennoblece. Y que produce cierta empatía en el
espectador”.
–Héroe o villano, las
razones por las que nos seduce un personaje muchas veces nos resultan extrañas.
–¿Por
qué nos importa un personaje? Es una pregunta difícil, la pregunta del millón. Uno
mismo se lo pregunta cuando escribe. Una obra siempre es un ensayo: “¿qué
pasaría si…?”. Macbeth se equivoca, y se equivoca mucho. Es muy ingenuo también,
hasta cierto punto. Tiene un momento de duda, ella lo convence y luego ya no
puede parar. Existe sí en Macbeth la justificación a partir de que ha salvado
al reino, ya que gracias a él descubren la traición de Cawdor. Entonces, ¿no es
lícito que se pregunte por qué gobierna otro, si el que salvó al reino fue él?
Por eso también es entendible que desconfíe de Banquo, porque piensa que puede
aspirar a lo mismo que él. Macbeth se atreve a cometer muchos actos que forman
parte de nuestra fantasía, a quitar los obstáculos del camino a cualquier costo.
¿No mataríamos para lograr nuestros deseos? No es tan complicado pensarlo.
Expresarlo ya es otra cosa y hacerlo ni hablar. Todo el espectáculo trata de
instalar en el espectador ese interrogante. ¿Qué hace que seamos o no
seamos Macbeth? Y tal vez sea justamente por eso que volvemos una
y otra vez a esta obra de una extraña, rara belleza.