25/9/12

Javier Daulte sobre Macbeth: Una tragedia de juventud


foto: Alicia Rojo
Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

“La vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y se agita una hora en escena y del cual nunca más se oye. Un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y que no significa nada”. Versos como éstos, tal vez los más perfectos de entre todos los que Shakespeare le dedicó a la escena, han hecho de Macbeth una tragedia eterna, en tanto una generación tras otra vuelve a ella, aún a sabiendas de que es tan grande que abarcará mucho más de lo que cualquiera pudiera abarcar. Porque aceptar que nunca se terminará de desentrañar del todo el misterio estético que la hizo posible no se opone al deseo o la necesidad de volver a ella. En ese sentido, podría decirse que Macbeth ha sido la más desventurada de las grandes tragedias de Shakespeare, al menos para quienes actúan en ella, al punto de considerársela maldita (la concebida apelación de “la obra escocesa”). Se ha señalado también al respecto que la resistencia al éxito que arrastraría la pieza se debe a que, más que ninguna otra, para interpretarla se hace necesario desarrollar un proceso verdaderamente imaginativo, porque sus palabras expresadas intelectualmente fracasan en la tarea de revelar significado. Roland Barthes destacaba en el Macbeth de Jean Vilar la inteligente decisión del gran actor francés de no encarnar al personaje, sino mostrarlo, distanciándose de él. Y así, al negarse a ser Macbeth, Vilar revelaba un Macbeth más consciente, y más libre también, porque era un Macbeth que “se miraba a sí mismo”.
Pero más allá de una imaginación poética inagotable, para el último de sus grandes dramas trágicos Shakespeare parece haber echado mano a todos los artificios que por entonces le ofrecía el teatro, desde una mayor sofisticación en el movimiento de sus actores hasta la concreción de espacios ilimitados para las diferentes escenas. Como si a él mismo le costara encontrar la envoltura escénica que reclamaba la profunda complejidad de su propia obra.
“Nadie duda de que Shakespeare conocía muy bien los secretos del alma humana, pero mejor aún conocía los del teatro”, conviene Javier Daulte, director de la versión de Macbeth estrenada en la sala Martín Coronado. “Por eso, más que cuando se lo lee o se lo ve desde la platea, la verdadera grandeza de Shakespeare se descubre al dirigir una de sus obras. Porque además de la profundidad de sus razonamientos filosóficos y de la belleza de su poesía, lo que más sorprende es su teatralidad, los permanentes riesgos que asume su dramaturgia, de una modernidad impresionante. Siempre fue un referente para mí, porque se trata de un hombre interesado por el escenario, apasionado por esa forma bastarda, imperfecta y efímera del arte que es el teatro. Y otra cosa: siempre me ha llamado la atención que, siendo durante siglos el gran modelo para el teatro occidental, se haya instalado alguna vez esa premisa de que los autores no debían dirigir sus propias obras. Si nuestro modelo no es justamente el teatro de gabinete sino uno creado al pie de escenario, al calor de los ensayos. Por eso no hago análisis de texto con los actores sino que me largo a montar la obra escena por escena. Porque tiene un sentido musical que en ese ordenamiento encuentro la clave misma del montaje”. 

–¿Cuáles son los puntos más altos de esa teatralidad desbordante que encuentra en Macbeth?
–Es una obra que está llena de hits: las brujas proféticas, el bosque que avanza, las apariciones de los espectros, Macbeth alucinando con el puñal, la locura de su esposa. Se nota que Shakespeare atravesaba un período de gran madurez que lo llevó a concebir una dramaturgia muy directa, similar a las del siglo XX, en la que el protagonismo de la trama es excluyente y no hay subhistorias, como en sus obras anteriores. Y en relación con éstas resulta, además, relativamente corta: no hice demasiados cambios en el texto, sólo apenas algunos cortes y, sin sacar ninguna escena, va a durar aproximadamente dos horas.

–En cuanto a los cambios, llamó la atención la escena de stand up cuando los famosos “golpes a la puerta”, tras el asesinato del rey Duncan…
Y es sorprendente porque hay quienes me atribuyen aciertos que, en realidad, pertenecen al autor. Esa escena, por ejemplo, es de Shakespeare. Luego de que Macbeth comete su primer y fatal crimen, un momento sumamente denso y terrible, con una oscuridad escénica muy fuerte, es Shakespeare quien introduce la escena del portero, que es un típico monólogo, un stand up. Claro que yo lo cambié bastante –y es una de las pocas que modifiqué mucho–, porque los chistes de la escena original son muy localistas y están anclados en su época. Entonces, llamé a Martín Pugliese, que es un actor de stand up, y escribimos juntos esa escena, que está jugada diferente a la original pero que tiene el mismo sentido dramático que tuvo para él: proponer un intenso anticlima, provocar un quiebre. Esa es una entre tantas muestras de la modernidad envidiable de Shakespeare, así como de su sentido del espectáculo.

–Volviendo a la duración de la obra, verdaderamente resulta vertiginosa: los acontecimientos se precipitan desde el mismo comienzo...
–Resulta una obra veloz porque el protagonista es veloz. Macbeth actúa, y luego piensa. En ese sentido es la contracara de Hamlet, porque reflexiona después de ejecutar sus actos, nunca antes. Incluso lo explicita: “no tengo que pensar, tengo que hacer”. Eso es muy singular y tiene un funcionamiento fantástico en el escenario.

–¿Qué ideas guiaron el proceso de puesta en escena?
–Lo primero que pensé cuando nació el proyecto fue que quería que el espectador entrara a ver a Shakespeare y saliera habiendo visto a Shakespeare. Entre los que presenciaron los ensayos, hay quienes me dicen que se nota mi mano, y yo no quiero que se note. Al menos, no en el sentido que generalmente se entiende por eso. No me interesa que la puesta exprese nada que no pertenezca a la propia obra, más allá de mi inevitable visión contemporánea. Por sobre todo, mi preocupación radica en crear un espectáculo que tenga la consabida vitalidad que se le atribuye al autor. Para eso es necesario tomar un sinnúmero de decisiones, todas complejas, que van desde el espacio hasta la forma y la actuación.

BRUJAS ERAN LAS DE ANTES
Como lo adelanta el propio director, las “funestas hermanas” que predicen a Macbeth su fatal destino son el primer plato fuerte que ofrece la obra. Por eso las imaginó como sensuales mujeres-replicantes a lo Blade Runner, vestidas de negro y siempre acechantes. “Obviamente no tendría sentido reproducir la mitología de Shakespeare en cuanto a las hechiceras. Creo que estas tres mujeres son muy peligrosas, pero por otras razones. Son tentadoras, son caprichosas y son embriagadoras también. Al encuentro de Macbeth y Banquo con ellas lo imaginé como si fueran dos marines que regresan de Irak y deciden entrar en un bar sombrío, donde se encuentran con mujeres que les dan a probar alucinógenos. “¿Estaban aquí esas criaturas, o hemos comido la raíz de la insensatez, que hace prisionera a la razón?”, le pregunta Banquo a Macbeth. Hoy podríamos pensar que tomaron un ácido. También apareció en algún momento La Reina Ácida del film Tommy con The Who”.
Queda claro que la singularidad de este Macbeth aparece tanto en el tratamiento de los personajes como en apostar fuertemente a lo visual y lo auditivo, aprovechando al máximo las posibilidades que brinda la sala Martín Coronado. Una de las cosas que más me entusiasmó de este proyecto fue dirigir a un elenco de veintidós actores en un escenario como éste, que es único en el mundo. Hacer la “experiencia shakespeareana”, por decirlo de algún modo. Desde el principio sabía que quería aprovechar todo: los giratorios, las silletas, el foso. El espacio que apareció fue una fábrica, quería una predominancia metálica, un ámbito que resultara a la vez atrayente y hostil, porque me dije que Macbeth es una obra que tiene esos atributos: nos subyuga, pero también resulta amenazadora. Es un esqueleto de hierro galvanizado, un lugar descarnado que puede matar y, al mismo tiempo, resulta trasparente, parece mucho y no es nada. En definitiva, es como un teatro”.

–También se nota una intención por trabajar mucho la sonoridad del espectáculo.
–Quería música electrónica, como industrial, y llamé a Diego Vainer, con quien nunca había trabajado, porque pensé que era el único que iba a poder plasmar un universo sonoro acorde a ese espacio sombrío. En cuanto a lo corporal, era fundamental poder representar la violencia permanente de la historia, para lo cual conté con la colaboración de Carlos Casella. Después, traté de inculcar en el elenco la importancia de lo colectivo en este montaje, que se cuenta verdaderamente entre todos.

–A propósito, se trata de un elenco joven…
–Pienso que Macbeth es una tragedia de juventud, un tiempo en el que todo es posible, desde lo sublime hasta la catástrofe. Por lo general, las obras de Shakespeare están interpretadas por actores que tienen edad como para ser los abuelos de los personajes. En esta versión, los actores son jóvenes porque los personajes también lo son (de hecho, son más jóvenes todavía). Alguien como Macbeth, capaz de “abrir al enemigo desde la entrepierna a la quijada”, no puede ser un sexagenario. Y lo que les pasa se debe en parte a su juventud, a cierta perversa ingenuidad también, que los lleva a no meditar sobre las consecuencias de sus actos. Su huida hacia adelante tiene que ver también con eso. Creo mucho en este matrimonio, nunca tuve dudas de que hay un amor muy fuerte entre ellos. Se pelean porque se importan, y se convencen mutuamente porque como matrimonio funcionan muy bien. Al fin y al cabo, sólo quieren ser reyes y disfrutar. Pero no tienen suerte, la fiesta se les arruina enseguida. Pero mientras les dura son felices, por eso era importante para mí el momento de la coronación.  

EL DEMONIO ESCOCÉS
Al liquidar la rebelión en contra del rey, un hombre queda muy cerca del trono. Tan cerca que descubre que tiene la posibilidad de obtenerlo. Para ello empieza matando al viejo monarca, pero después tiene que matar a los testigos y a los hijos y familiares. Y luego tiene que matarlos a todos, porque todos están en su contra. Finalmente, él mismo será asesinado para que un nuevo rey lo suceda. Así contado, Macbeth no difiere de los anteriores dramas históricos de Shakespeare: ya en Julio César y en Ricardo III había intentado representar el mal desatado en el mundo, consumiéndose y consumiéndolo todo. ¿Qué tiene entonces de particular el “demonio de Escocia” para seguir fascinándonos después de cuatro siglos? “Macbeth es un hijo de puta pero es, también, un héroe trágico”, dice Daulte. “Porque asume su tragedia, la catástrofe que generó. Después de la muerte Lady Macbeth, llega a una comprensión nihilista de la vida, que no nos es tan ajena como quisiéramos pensar. Y en ese “nada tiene sentido” se cifra su último gesto, el de morir con la armadura puesta, un gesto que lo ennoblece. Y que produce cierta empatía en el espectador”.

–Héroe o villano, las razones por las que nos seduce un personaje muchas veces nos resultan extrañas.
–¿Por qué nos importa un personaje? Es una pregunta difícil, la pregunta del millón. Uno mismo se lo pregunta cuando escribe. Una obra siempre es un ensayo: “¿qué pasaría si…?”. Macbeth se equivoca, y se equivoca mucho. Es muy ingenuo también, hasta cierto punto. Tiene un momento de duda, ella lo convence y luego ya no puede parar. Existe sí en Macbeth la justificación a partir de que ha salvado al reino, ya que gracias a él descubren la traición de Cawdor. Entonces, ¿no es lícito que se pregunte por qué gobierna otro, si el que salvó al reino fue él? Por eso también es entendible que desconfíe de Banquo, porque piensa que puede aspirar a lo mismo que él. Macbeth se atreve a cometer muchos actos que forman parte de nuestra fantasía, a quitar los obstáculos del camino a cualquier costo. ¿No mataríamos para lograr nuestros deseos? No es tan complicado pensarlo. Expresarlo ya es otra cosa y hacerlo ni hablar. Todo el espectáculo trata de instalar en el espectador ese interrogante. ¿Qué hace que seamos o no seamos Macbeth? Y tal vez sea justamente por eso que volvemos una y otra vez a esta obra de una extraña, rara belleza.

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