Los últimos meses resultaron movidos en la por lo general discreta vida pública de Stephen King. En diciembre pasado dio una conferencia en una universidad de Massachusetts, rara aparición pública ante estudiantes y fans, donde se dejó interrogar de buen humor y habló de todo, desde su nueva novela hasta 50 sombras de Grey. Y hace un mes, después de la masacre en la primaria Sandy Hook, en un gesto ciudadano urgente, escribió un ensayo a favor del control de tenencia de armas en Estados Unidos. Lo llamó Guns, se consigue en formato digital a menos de un dólar, y lo recaudado va en beneficio de la Brady Campaign to Prevent Gun Violence, una organización que se ocupa de trabajar para conseguir leyes de control de armas más estrictas. Radar reproduce fragmentos del texto en el que además, por primera vez, King habla de manera extensa y detallada sobre por qué decidió retirar de circulación y de su catálogo Rabia, la novela de 1977 sobre un adolescente que emprende una masacre escolar cuando, después de varios casos de imitación o inspiración, se convirtió en una especie de manual para jóvenes asesinos.
Por Stephen King
Publicado en RADAR
Entre mis primeros y últimos años en la secundaria, escribí mi primera novela, entonces titulada Getting It On. Supongo que si la hubiese escrito hoy, y algún profesor la hubiese leído, hubiese hecho llegar el manuscrito inmediatamente al consejero estudiantil y estaría rápidamente bajo terapia. Pero 1965 era un mundo diferente, uno donde no tenías que sacarte los zapatos antes de abordar un avión y en el que no había detectores de metales en las entradas de los colegios secundarios. Tampoco era un mundo en el que Norteamérica hubiese estado constantemente en guerra durante una docena de años.
Getting It On se trataba de un chico con problemas llamado Charlie Decker, con un padre tirano, una carga de angustia adolescente, y una obsesión con Ted Jones, el chico más popular de la escuela. Charlie lleva una pistola al colegio, mata a su profesor de matemáticas, y toma a todos sus compañeros como rehenes. Durante el asedio posterior comienza a producirse una especie de inversión psicológica, y gradualmente el resto de la clase comienza a ver a Ted en vez de Charlie como el villano. Cuando Ted trata de escapar, sus supuestamente equilibrados compañeros lo cagan a patadas. Charlie pone fin a su último día en la educación pública intentando cometer lo que a veces es llamado un suicidio compasivo.
Diez años después de haberla escrito, cuando la primera media docena de mis libros se convirtieron en bestsellers, me puse a revisar Getting It On, la reescribí y la envié al editor de mis libros en tapa blanda con el seudónimo de Richard Bachman. Se publicó bajo el nombre de Rabia, vendió unos pocos miles de ejemplares y desapareció de escena. O eso fue lo que pensé.
Entonces, en abril de 1988, un estudiante secundario de San Gabriel, California, llamado Jeff Cox, ingresó en su clase de inglés, declaró que “El terrorismo urbano es divertido” y tomó como rehenes a sus compañeros de curso, armado con un rifle de asalto .223, de fabricación coreana. Realizó unas pocas demandas modestas: gaseosas, cigarrillos, sandwiches y un millón de dólares en efectivo. Disparó algunos tiros, pero en las paredes y el techo, en vez de hacerlo contra los chicos. “No creo ser capaz de matar a nadie”, dijo. “No creo que pueda hacerlo.” Uno de los estudiantes le saltó encima cuando estaba hablando por teléfono y lo desarmó. Cuando la policía le preguntó de dónde sacó la idea, les dijo que de una noticia sobre un avión secuestrado que salió en televisión. Ah, y también de una novela llamada Rabia.
Diecisiete meses más tarde, un tímido adolescente de 17 años llamado Dustin Pierce ingresó en su clase de historia en una secundaria de Jackson, Kentucky, con una Magnum .44 y una escopeta. Disparó al techo, e hizo salir a la maestra Brenda Clark y alrededor de una docena de estudiantes. Mantuvo como rehenes a otros once, mientras la policía rodeaba el edificio y un equipo de SWAT era enviado al lugar en helicóptero. Pierce, mientras tanto, hojeaba el libro de calificaciones de Clark y decía: “Mirá lo listo que soy. ¿Por qué estoy haciendo esto?”. Uno por uno, fue dejando salir a sus rehenes, y para las cuatro de la tarde sólo quedaban Dustin y su revólver de Harry el sucio. “Comencé cada vez más a temer que se suicidase”, declaró el negociador de rehenes Bob Stephens. “Parecía estar imitando la trama de un libro que había estado leyendo.” El libro era Rabia. Dustin Pierce no se suicidó ni mató a nadie. Hizo a un lado sus armas y salió con las manos en alto. Lo que realmente quería, según se supo, era ver a su padre. Y que su padre –tal vez por primera vez– lo viese realmente.
En febrero de 1996, un chico llamado Barry Loukatis entró en su clase de matemáticas en Moses Lake, Washington, con un revólver calibre .22 y un rifle de caza. Usó el rifle para matar a la maestra Leona Caires y dos estudiantes. Después, blandiendo la pistola en el aire, declaró: “Seguro que esto le gana a la matemática, ¿no es cierto?”. La cita es de Rabia. Un maestro de educación física, en un admirable acto de heroísmo, cargó contra Loukatis y lo redujo.
En 1997, Michael Carneal, de 14 años, llegó a la secundaria Heath, en Paducah, Kentucky, con una pistola semiautomática Ruger MK II en su mochila. Se acercó a un grupo de estudiantes que rezaba después de la escuela, se tomó su tiempo para cargar su arma y ponerse tapones de tirador en los oídos, y abrió fuego. Mató a tres e hirió a cinco. Después dejó caer su arma al piso y comenzó a llorar. “¡Mátenme! ¡Por favor! ¡No puedo creer lo que hice!” Una copia de Rabia fue encontrada en su casillero.
Eso fue suficiente para mí, aun cuando –por entonces– los tiroteos de Loukatis y Carneal eran los únicos relacionados con Rabia de los que tenía conocimiento. Les pedí a mis editores que sacasen la novela de circulación, algo que hicieron, aunque no fue fácil. Por entonces formaba parte de un volumen que reunía los cuatro libros de Bachman (además de Rabia, estaban incluidas La larga marcha, El fugitivo y Carretera maldita, otra novela sobre un tirador con problemas psicológicos). La colección Bachman aún se consigue, pero no van a encontrar Rabia en ella.
De acuerdo con el libro El efecto copycat, escrito por Loren Coleman (Simon & Schuster, 2004), también pedí disculpas por haber escrito Rabia. No señor, no señora. Nunca lo hice y nunca lo haré. Hace falta más que una delgada novela para hacer que Cox, Pierce, Loukatis y Carneal hiciesen lo que hicieron. Eran chicos infelices con problemas psicológicos profundos, chicos que fueron patoteados en su escuela y lastimados en sus casas por negligencia parental o directamente abuso. Parecían estar actuando dentro de un sueño, dos de ellos preguntándose en voz alta después del hecho por qué hicieron lo que hicieron. Con respecto a cómo se encontraban ellos antes de actuar:
Cox pasó varias semanas en una guardia psicológica del condado de Los Angeles, donde se refirió a ponerse una pistola en la boca y tirar del gatillo.
Pierce fue daño colateral de un feo divorcio; su padre se fue y su madre solía contarle al chico que pensaba suicidarse.
Carneal fue acosado por sus compañeros de escuela. Además, sufría de una paranoia tan grande que solía cubrir los respiraderos y las ventanas de los baños de la escuela porque creía que lo miraban cuando hacía sus necesidades. Cuando se sentaba en una silla, levantaba sus pies para que nadie que estuviese escondido debajo lo pudiese agarrar.
Loukatis escribía poemas sobre lo inútil que era su padre y cómo deseaba que estuviese muerto.
Los cuatro tuvieron fácil acceso a las armas. La mayoría de las que usaron estaban en sus casas. Cox compró la suya en la armería de Wolfe, en su ciudad natal de San Gabriel, por 400 dólares. Facilísimo. El empleado del lugar no tuvo razón para no vendérsela: el chico dijo que la semiautomática era un regalo de su padre y tenía la edad suficiente según la ley de California para comprar un arma de fuego.
La madre de Ryan Lanza compró las suyas, como mucha gente lo hace, para defensa de su hogar. Cuando el joven Lanza necesitó usarlas, la mató con ellas.
Mi libro no quebró a Cox, Pierce, Carneal o Loukatis, o los convirtió en asesinos: encontraron algo en mi libro que sintieron que les hablaba porque ya estaban quebrados. Pero sí veo a Rabia como un posible catalizador, y por eso es que lo saqué de circulación. Uno no deja un bidón de nafta donde un chico con tendencias piromaníacas pueda encontrarlo.
Sin embargo, lo hice no sin cierto remordimiento. No porque pensase que era gran literatura –con la excepción de Rimbaud, los adolescentes raramente escriben grandes obras– sino porque contenía un brillante y desagradable núcleo de verdad que era más accesible para mí cuando era joven. Los adultos no olvidan los horrores y las vergüenzas de su niñez, pero esos sentimientos tienden a perder su inmediatez (excepto tal vez en sueños, donde incluso hombres y mujeres mayores se descubren teniendo que dar exámenes para los que no han estudiado, y sin ropas). Las reacciones violentas y emociones retratadas en Rabia provienen directamente de la vida de secundaria que estaba viviendo entonces cinco días a la semana, nueve meses por año. El libro cuenta verdades desagradables, y quien no sienta espasmos de arrepentimiento al cubrir la verdad con una sábana, es un estúpido sin conciencia.
Hasta donde yo sé, la escuela secundaria apestaba cuando fui, y probablemente siga apestando. Suelo prevenirme de la gente que la recuerda como los mejores años de su vida con mucho cuidado y cierta dosis de piedad. Para la mayoría de los chicos, es una época de dudas, nervios, dolorosa autoconciencia e infelicidad. Son los que tuvieron suerte, en realidad. Para la subclase patoteada –los débiles, esmirriados, y chicas que reciben rutinariamente toda clase de apodos denigrantes– son años miserables y llenos de dos clases de odio: el que sentís por vos mismo y el que sentís por los idiotas que te empujan en los pasillos, te bajan los pantalones cortos en la clase de gimnasia y eligen esa clase de encantadores sobrenombres como Putito o Cara de Rana, que se te pegan para siempre. En los rituales iraquíes de madurez, los futuros soldados tenían que correr desnudos cuesta abajo por un pasillo formado por guerreros armados con palos con la punta llena de espinas. En la secundaria, la meta es el Día de Graduación en vez de la pluma de la adultez, pero imagino que el sentimiento es casi el mismo.
Tuve amigos en la secundaria –incluyendo una novia que se la jugó por mí cuando necesitaba que alguien se la jugase, Dios la bendiga– y era dueño de un sentido del humor con el que gané cierto respeto (y también un par de castigos, un trueque que valió la pena). Eso me permitió salir adelante. Aun así, no podía esperar a que llegase el momento de dejar la secundaria y conocer gente que no considerase tirar hacia arriba de los calzones de los más débiles una parte válida de la interacción social.
Si así fue para mí, un tipo más o menos promedio, ¿cómo habrá sido para chicos como Jeff Cox, Dustin Pierce, Barry Loukatis o Michael Carneal? ¿Es realmente tan sorprendente que hayan terminado encontrando un hermano del alma en el ficcional Charlie Decker? Pero eso no los excusa, o les da un pasaporte para expresar su odio y miedo. Charlie se tenía que ir.
Era peligroso. Y lo era de demasiadas formas.
SOLUCIONES NO; MEDIDAS RAZONABLES
No tengo nada en contra de los propietarios de armas, los tiradores deportivos o los cazadores –mientras los animales que cacen sean plaga o que se coman lo cazado–, pero las armas a las que nos referimos no se usan para matar ciervos o practicar tiro. Si se usa una Bushmaster en un ciervo para pegarle más de un tiro, el pobre animal se convierte en un pedazo de carne. Las semiautomáticas tienen sólo dos propósitos. Uno es que el dueño vaya a un campo de tiro de vez cuando, grite yeehaw y se erotice ante el fuego rápido y el vapor que sale del cañón. Su otro uso –su único otro uso– es matar gente.
Después de Sandy Hook, los partidarios de las armas deben preguntarse si su entusiasmo en proteger incluso los límites distantes de la tenencia de armas tiene algo que ver con preservar la Segunda Enmienda o si solamente es un deseo obcecado de aferrarse a lo que tienen y al demonio con el daño colateral. En ese caso, déjenme sugerirles que no es una posición sustentable, moralmente hablando.
Hace poco leí, online, una defensa de este tipo de armas escrita por una mujer de California. Me dejó boquiabierto. Las armas, decía, son sólo herramientas. Como las cucharas, decía. ¿Prohibirían las cucharas simplemente porque la gente las usa para comer demasiado?
Señora: a ver si puede matar veinte chicos de primaria con una cuchara.
Las armas no son herramientas –salvo que se dé vuelta una pistola y se use la empuñadura para clavar un clavo–. Las armas son armas. Las automáticas y semiautomáticas son armas de destrucción masiva. Cuando los lunáticos quieren declarar la guerra contra los que están desarmados e indefensos, éstas son las armas que usan. En la mayoría de los casos, son compradas legalmente. Estas máquinas de matar se venden por Internet mientras escribo esto. La pregunta se ha hecho muchas veces, pero supongo que debo repetirla: ¿cuántos tienen que morir antes de que entreguemos estos juguetes peligrosos? ¿Los asesinatos tienen que ser en el mall donde uno compra? ¿En el barrio? ¿En la propia familia? Uno espera un poco más de espíritu público y ciudadanía que eso, incluso en este país políticamente hecho mierda. Un arma no tiene nada que ver con una cuchara. Un arma es un arma.
En enero de 2013 el presidente Obama anunció –ante los predecibles aullidos de indignación de la derecha– veintitrés órdenes ejecutivas y tres iniciativas mayores para ayudar a restringir la diseminación de armas y endurecer las penalidades por uso ilegal y posesión (la respuesta de la NRA fue una publicidad vil que sugería que las hijas de Obama estaban recibiendo tratamiento especial, como si un ataque terrorista no fuera siquiera una posibilidad para la familia del presidente).
De todas las medidas razonables, la más importante y la que –creo– no será llevada a cabo es la prohibición de venta de armas de asalto como la Bushmaster y el AR-15. No ocurrirá en parte por la influencia de la NRA en muchos congresistas y senadores, pero también porque muchos partidarios de las armas se aferran a las semiautomáticas de la misma manera que Amy Winehouse y Michael Jackson se aferraban a la mierda que los estaba matando. Hay mucha racionalización pero muy poco debate verdadero sobre el tema de prohibir las armas de asalto. Lo que obtenemos en general son gritos incoherentes de indignación y furiosas referencias a la “agenda liberal”. Cuando escucho a los partidarios de las armas y a la NRA sanatear con este tema me viene la imagen de un niño pequeño teniendo un berrinche, en el suelo, revolcándose con las manos tapándose los oídos. “¡No! ¡No! ¡No! ¡La la la, no te escucho, no te escucho!”
Lo que no pueden escuchar, porque no quieren, es que la restricción de armas de alto calibre funciona, posiblemente porque estos locos están tan tremendamente locos que necesitan un mapa para ponerse los pantalones a la mañana. James Holmes puede haber pensado que era el Guasón pero no lo era; era un tonto con un par de tornillos flojos. La mayoría de ellos lo son.
Aquí tienen otro estúpido: Martin Bryant, de Porth Arthur, en Tasmania. El 28 de abril de 1996 se lanzó a una carnicería con un AR15 que compró vía una publicidad en un diario –muy sencillo–. Este tarado feliz se cargó una docena en un café muy concurrido, luego fue a una tienda de souvenirs donde mató a unos cuantos más, después se movió hasta un estacionamiento, donde mató todavía más. La cuenta final fue 35 muertos y 23 heridos. Calificó su tarea de “muy divertida” y en la corte se rió salvajemente cuando el juez le leyó los cargos y pronunció los nombres de los muertos. Ahora está cumpliendo una sentencia de 1035 años en la prisión Ridson y con eso probablemente será suficiente. Para él al menos, si no lo es para los familiares y amigos de las víctimas.
Para Australia, sin embargo, sí fue suficiente. El gobierno prohibió o restringió las armas automáticas (y también las escopetas semiautomáticas del tipo que Eric Harris usó en Columbine). Y en cuanto a las automáticas que estaban en la calle, el gobierno autorizó una enorme compra que eventualmente recuperó para el estado unas 600.000 armas. Casi el 20 por ciento de las armas en manos privadas. Desde los asesinatos de Bryant y las subsecuentes leyes más duras, los homicidios por arma de fuego descendieron casi un 60 por ciento en Australia. Los partidarios de las armas para todos odian esta estadística, y la discuten, pero –como le gusta decir a Bill Clinton– no es una opinión. Es aritmética.
Al final, esta especie de prohibición sólo puede ser conseguida de una manera: se conseguirá si los partidarios de las armas la apoyan. Puedo escuchar risas y comentarios como que los cerdos van a silbar y los caballos van a volar antes de que esto suceda pero, bueno, soy un optimista. Si la suficiente cantidad de tenedores de armas le piden al Congreso que haga lo correcto, e insisten en que se sume la NRA, los resultados pueden sorprendernos.
Yo no saqué Rabia de circulación porque lo demandaba la ley; estaba protegido por la Primera Enmienda y la ley no podía pedirme que la retirara. La retiré porque a mi juicio podía estar lastimando a la gente y por eso era responsable retirarla. Las armas de asalto van a permanecer accesibles a los locos hasta que las poderosas fuerzas pro armas en este país decidan hacer un cambio similar. Deben aceptar la responsabilidad, reconociendo que la responsabilidad no es lo mismo que la culpabilidad. Tienen que decir: apoyamos estas medidas no porque lo pide la ley, sino porque es lo más prudente.
Hasta que eso pase, las matanzas van a continuar. Vamos a ver el ULTIMA NOTICIA, los videos filmados con celular de gente corriendo, los parientes llorando, los carrozas funerarias. Vamos a ver, una y otra vez, qué fácil es para los locos entre nosotros conseguir armas de destrucción masiva.
EPILOGO
Poco después de terminar este texto, un adolescente de Nuevo México asesinó a sus padres y a tres hermanos más chicos. Trató de llevar el AR15 que encontró en el closet de sus padres a un Walmart cercano y comenzó a dispararle a la gente hasta “eventualmente ser asesinado en el intercambio de fuego con los representantes de la ley” (la declaración). Un amigo lo hizo desistir de cumplir con esta parte del plan.
Cerca de ochenta personas por día mueren en Estados Unidos por heridas de armas de fuego.