12/11/94

Tom Wolfe y el nuevo periodismo

Por Pablo Lettieri
Publicado en EL ESPEJO

Autor de La izquierda exquisita, Los años del desmadre (Crónicas de los setenta) y de la famosa La hoguera de las vanidades -una provocativa y satírica disección de la clase alta neoyorquina de los ochenta llevada al cine por Brian De Palma-, el norteamericano Tom Wolfe realiza en este trabajo un análisis de cómo surgió, a mediados de la década del sesenta, un nuevo fenómeno que revolucionó el panorama literario norteamericano: el Nuevo Periodismo.
En esa época, el periodismo se limitaba a la elaboración de noticias y reportajes. Si un periodista aspiraba a acceder al rango literario, debía abandonar la prensa popular. Para ellos, el periodismo era una especie de rampa de lanzamiento hasta llegar a lo verdaderamente importante, la ambición era poder subir al peldaño superior, el de Escritor.
Hasta que a principios de los sesenta comenzó a gestarse un nuevo concepto, que consistía en hacer un periodismo que se leyera como si fuera una novela, utilizando técnicas y procedimientos de la literatura de ficción. Los nuevos periodistas debían introducirse en el interior de los personajes y las historias sobre las que escribirían, cambiando frecuentemente el punto de vista del narrador -recurso no utilizado hasta entonces- y asimilando así los vertiginosos cambios que experimentaba la sociedad norteamericana.
Wolfe describe también el impacto que causó este fenómeno en la sociedad literaria de Estados Unidos, cómo fue atacado desde diversos medios conservadores y la resistencia, amargura, envidia y resentimiento que generó en gran parte de los periodistas.
En la segunda parte del libro, una antología de textos de Rex Reed, Terry Southern, Norman Mailer, Nicholas Tomalin, Barbara Goldsmith, Joe McGinnis, Robert Christgau, John Gregory Dunne, y del propio Wolfe, funcionan a manera de demostración de las proposiciones del autor.

El Nuevo Periodismo
Tom Wolfe, Anagrama, España, 214 páginas.

11/10/94

1984


Quien controla el pasado, controla el futuro.
Quien controla el presente, controla el pasado.

George Orwell
1984

25/9/94

El teatro, una droga contra la angustia

Por Cristina Banegas
Publicado en CLARIN

Empecé a actuar en teatro en septiembre de 1967. Hace 25 años. Cuando hice la cuenta de la cantidad enorme de horas de vuelo me pareció que tanto tiempo era una exageración; que cómo había hecho para ir tantas miles de veces a meterme en un camarín, ponerme otra ropa, peinarme, maquillarme y buscar desde dónde saltar a ese otro lugar que es un escenario. No es sencillo hacer un corte en la vida personal y a cierta hora cada noche ser un personaje, hacer otros gestos, decir otras palabras que casi nunca son las que uno diría si se quedara en su casa.
Ese pasaje entre lo privado y lo público, entre lo real y lo imaginario no siempre es seguro ni tranquilo. Ni se trata solo de una cuestión técnica. He salido a actuar desde los lugares emocionales más inconcebibles y sé qué violento puede llegar ser ese paso que nos hace entrar en escena. Me llevó muchos años darme cuenta de que casi siempre antes de actuar me pasaba algo angustioso, un sentimiento de desasosiego que me hacia ir al escenario como si fuera el único lugar posible donde yo era alguien. Como si actuar fuera una droga contra la angustia. Siempre hago el chiste de que actuar es un viaje de ida, porque la sensación de "trip" a veces es muy fuerte. El sentimiento de que esa hiperrealidad del escenario es muchísimo más intensa que la realidad. Como cuando en medio de una función viene una de esas correntadas de imágenes que arrasan con todo y entonces la actuación se hace tan transparente que desaparece y uno desaparece y el escenario desaparece porque empieza a suceder otra realidad y estamos todos, los actores, los espectadores, los técnicos en otro lugar, en otro tiempo.
Debo haberme pasado miles de horas ensayando. En los ensayos suceden algunos de los mejores momentos del teatro. Flashes de aparecidos, gente como en trance, travesías por países desconocidos, como si el grupo fuera una nave del tiempo que inventa planetas.
Algunos pensamos que es como una banda que se arma y se prepara para un asalto. Cada obra es un banco distinto, requiere sus propias estrategias para llegar al tesoro. Es una máquina, un animal mitológico distinto cada vez, que va creciendo en el ojo del director, sostenido por esa única mirada que la hace vivir. Esa privacidad le da un toque como de besarse a escondidas, de entrar clandestinamente a un lugar desconocido, es una intimidad muy rara la de los ensayos.
El público parece un fantasma muy lejano que se acerca a medida que la obra va emergiendo. Entonces empieza a sentirse la sed de estrenar, una necesidad creciente de que vengan de una vez, que todo esto se termine y llegue el público. Siempre antes de estrenar tengo un sentimiento medio lumpen, como de desafío. Ya van a ver, les vamos a perforar el alma. Esa electricidad. Fugaz pero que marque. Que no se olviden. Aunque se olviden.
Cuando termina la función siempre me agarra una cierta urgencia para irme de ahí. Si por los atuendos del personaje tengo que tardar más y escucho cómo se van yendo mis compañeros, me da un ligero terror de quedarme encerrada, que se vayan todos del teatro y se olviden de mí —yo de chica miraba los programas de Narciso Ibáñez Menta—. Siempre tiene un toque de fuga mi manera de salir del camarín.
He tenido buenos y malos compañeros de viaje. Con algunos nos hemos divertido como desaforados actuando juntos. El efecto multiplicador del placer de compartir un buen momento de teatro es algo que siempre se agradece. Con otros nos hemos odiado más o menos disimuladamente. Cada obra es una red de relaciones distintas. Cada función es una trama de historias cotidianas distintas. Entre el bar de antes y el bar de después de actuar, la vida personal, los chismes, las complicidades, esa promiscuidad de los camarines, la trastienda de lo que pasa en el escenario.
Cuando las obras se terminan y ya no hay que ir más al teatro, las primeras semanas hay como un síndrome de abstinencia. Toda esa energía que no va a parar más a la función empieza a estallarme en la cara, no tengo donde colocarla, qué hacer con ella. Y me vuelvo peligrosamente sensible, inaguantable, me creo cualquier cosa, como un efecto rebote del imaginario, como una deformidad del oficio.
Este cuerpito que me va quedando grande ha empapado muchos trajes, destrozado zapatos en unos cuantos escenarios. ¿Cuántos personajes faltan? ¿Cuántos que no hice ya no haré? ¿Qué marcas dejaron? ¿Cómo puedo pasarme la vida haciendo esto?
Hay actores que creen que los personajes son fantasmas, que pueden volver a reclamar por las escenas que no nos salieron. Otros creen que son personas capaces de enseñarnos a vivir mejor. Están los que creen que los personajes no existen y que son solo construcciones de signos más o menos complejos. Y también están los que creen que las personas no existen. He pasado mucho tiempo buscando la religión del teatro, ese borde entre la fe y la creencia, entre la vanidad y la verdad. Yo soy la que está entre cajas, en esa penumbra del escenario, en ese adentro del afuera, donde con un solo paso entro en la luz. Yo estoy ahí, rezando antes de saltar. Se actúa para Dios.
Una vez trabajé en una obra en la que al final me mataban. Quedaba un rato tendida en el piso del escenario, con los ojos abiertos, llorando casi siempre. Era invierno y la calefacción del teatro no andaba. Lloraba de frío, de muerte y las lágrimas, por la posición de mi cabeza rodaban hasta caer adentro de mis orejas. La obra se terminaba. Apagón y aplausos. Me levantaba y todos nos preparábamos para saludar. Luz. Más aplausos. Entonces me inclinaba hacia adelante, reverenciando al público y al bajar la cabeza las lágrimas caían de mis orejas. Mojaba con el llanto de las orejas la madera del escenario.

20/7/94

Viajes al corazón de las tinieblas

Por Pablo Lettieri

El corazón de las tinieblas fue escrita entre 1898 y 1899, en un momento en el que Conrad --para quien llevar a cabo una novela requería un gran esfuerzo-- parecía encontrar mayor facilidad de lo que era habitual en él. Como casi toda su obra es semiautobiográfica. Relata su propia experiencia como marino en el Congo y está «un poco, y sólo un poco, más allá de los hechos reales...»
La historia comienza con el joven capitán Charles Marlowe y el encargo, por parte de una compañía dedicada a la comercialización del marfil, de buscar a Harry Kurtz, el jefe de una misión perdida en los confines de la selva del Congo y que, según rumores, víctima de su misticismo y de la naturaleza ha sido arrastrado por la locura mesiánica.
A medida que avanza en su búsqueda, Marlowe comprenderá que este muy especial viaje no sólo lo llevará a descubrir los oscuros límites de un territorio misterioso, sino también los más oscuros límites de su propia alma.
Si bien El corazón de las tinieblas no es una de las novelas que hicieron famoso a Conrad -comparada, por ejemplo, con Lord Jim o Nostromo- se encuentran presentes en ella muchos de los temas que lo obsesionaban: el problema de la soledad humana, la lucha del hombre enfrentado a la naturaleza, y la angustia por la sensación de vacío, que es la condición espiritual del hombre del siglo XX. El hombre ocupa el centro de su obra, y Conrad está preocupado en probarlo constantemente en situaciones extremas. La tripulación de El negro del Narcisus se encuentra amenazada exteriormente por la tormenta e interiormente por el miedo a la muerte. En La línea de sombra, el joven capitán supera su arrogancia inicial y petulante hasta reconocer sus debilidades físicas y morales.
En El corazón de las tinieblas, Conrad sitúa a dos personajes opuestos en un mismo territorio hostil y los somete a una prueba de carácter. Por un lado, Marlowe -que es su propia proyección dentro del relato- representa la racionalidad y soporta el peso de las leyes sociales. Y aunque no deja de reconocer la fuerza de sus instintos que la selva parece despertar, no se deja conquistar por ella.
Kurtz, en cambio, está desprovisto de presiones sociales, carece de auto-control. “Su corazón está hueco”. Simboliza la oscuridad interior del ser humano. La permanencia en soledad con la naturaleza acaba por dominar a un hombre que no tiene en su interior la capacidad de dominar sus propios instintos.
Pero al final, nada es como parece ser. Kurtz descubre el terrible efecto que la selva ha provocado en él (“¡El horror!”) y lo pagará con la muerte. Y si bien Marlowe ha logrado escapar de los hechizos de ese horror, los cambios provocados durante su estancia no van a desvanecerse con el tiempo. Después del viaje, Marlowe no podrá ser el mismo.
Marlowe y Kurtz simbolizan ambas caras de la naturaleza humana. Y permiten a Conrad enunciar la eterna pregunta sin respuesta: “¿podremos dominar aquella cosa muda o ella nos dominará a nosotros?”.

“Apocalypse Now”:
Coppola filma a Conrad en el infierno vietnamita
El proyecto de filmar Apocalypse Now se había iniciado en 1969, en tiempos de la intervención de Estados Unidos a Indochina. El guionista John Milius y George Lucas se unieron con el fin de filmar una película ambientada en Vietnam. Le pidieron opinión a Francis Ford Cóppola y éste les aconsejó utilizar el argumento de El corazón de las tinieblas. Abandonado el proyecto poco tiempo después por sus iniciadores, Cóppola decide hacerse cargo del proyecto. Comenzaría entonces para él una travesía bastante similar a la de Marlowe.
El sólo hecho de la elección de los personajes principales del film provocó que Cóppola estuviera varias veces al borde del suicidio: Steve McQueen, Al Pacino, James Caan, Jack Nicholson, Robert Redford y Gene Hackman fueron algunos de los actores que quiso incluir en el proyecto y que, por diversos motivos, no pudieron aceptar. Finalmente, decide contratar para el papel del Capitán Willard (el Marlowe del film) a un actor hasta entonces desconocido: Martin Sheen.
Una vez comenzado el rodaje en las Filipinas, a principios de 1976, siguieron los problemas con un film que parecía interminable: un tifón destruye los decorados, el equipo de filmación no soporta la comida asiática (por lo que deben gastarse miles de dólares de comida norteamericana) y los helicópteros destinados a la filmación deben viajar al sur para reprimir una revuelta guerrillera.
El elenco, por otra parte, parecía haberse contagiado la locura que se desprende de las páginas de Conrad. Martin Sheen filma las primeras escenas más borracho que lo que aparece en el film. Dennis Hopper está tan drogado que no recuerda ni una línea del guión, aunque insiste en improvisarlas. Y Marlon Brando se presenta excedido de peso, con su cabeza rapada (decisión que toma sin consultar a nadie, ni siquiera al director) y, para colmo, con la intención de modificar completamente el libreto, según su parecer, «idiota, previsible y sin sentido dramático».
Finalmente, y luego de nuevas dificultades que se suceden durante el montaje, es exhibida durante el Festival de Cannes en 1979. Si bien el guión de Cóppola se basa en El corazón de las tinieblas, se notan también influencias de La reina africana, de John Huston y el Derzu Uzala de Akira Kurosawa. En su momento, Cóppola aclaró que «Apocalipsis Now se trata de una relación experimental y muy personal que debe enfrentar el público con la guerra. Hay una serie de cuestiones abiertas dentro del film, y su final se asemeja a un ejercicio jungiano». Nunca se supo con exactitud a qué final se refería Cóppola, ya que en la versión original el Capitán Willard (Marlowe) mata a Kurtz pero se queda en sus dominios reemplazándolo. Y en la versión definitiva decidida por el público, Willard cumple su misión y regresa a la civilización. Más allá de resultar algo excesiva la pretensión de ejercicio jungiano, lo cierto es que este film de casi dos horas y media de duración ha quedado como uno de los mejores acercamientos a un infierno llamado Vietnam. Y el monólogo final de Brando interpretando al mesiánico Kurtz en el infierno camboyano, como una de las mejores escenas de la historia del cine.


“Heart of Darkness”:
Una adaptación demasiado fiel
Mucho se ha discutido acerca de las adaptaciones que el cine ha llevado a cabo de novelas famosas. William Burroughs cuenta que una vez le preguntaron a Raymond Chandler: «¿Cómo se siente con lo que Hollywood le hizo a sus novelas». Y dice que Chandler contestó: «¿Mis novelas? ¿Por qué? Hollywood no les hizo nada. Todavía están allí, en mi biblioteca».
La anécdota sirve para entender una verdad tan simple como contundente: una cosa es una novela y otra -muy distinta- es la adaptación que, bien o mal, haga un director de cine sobre la misma.
Y tal vez allí radique la principal dificultad de Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas), el film de Nicolas Roeg sobre la novela de Conrad. Y esa dificultad es que respeta demasiado al original. Se parece demasiado a la obra de Conrad y pierde así originalidad y fuerza. La travesía de Marlowe por el río en busca de Kurtz se hace por momentos tediosa, no transmite esa sensación de misterio e intriga en su figura que sí se revela en las páginas de Conrad y que convierte al relato en algo tan poderoso. Cuando nos empezamos a intrigar por Kurtz, allí aparece, en el cuerpo de John Malkovich. Sin embargo, el film posee algunos aciertos: no abusa del recurso de la voz en off y transcribe textualmente algunas de las mejores pasajes de la novela.

1/7/94

Polaroids de locura ordinaria


Por Fito Páez


Bajó por el callejón
en donde estaba él
después vomitó ese ron
manchando la pared


El sol le caía bien
entrando en la avenida
su vida no era mas su vida
pero eso estaba okey


La veo cruzar
cruzando un bosque
la veo alejándose de mí


Sus tetas y sus dos hermanas
tomaban un café
me acuerdo de la mañana
que me mostró su piel


Estábamos en un bar
y se cortó la cara
vibraba como en un nirvana
luego se echó a correr


La veo cruzar
cruzando un bosque
la veo alejándose de mí


Pasábamos todo el día
tirados en la cama
el tiempo maldita daga
lamiéndonos los pies


Brillaba era una perla
y nunca hacía nada
después dijo que me amaba
y se hundió la gillete


Sangró, sangró, sangró, 
y se reía como loca
no he visto luz
ni fuerza viva tan poderosa
de todas ellas
ella fue mi frase mas hermosa
todo su cuerpo con espinas
y a mí me siguen las moscas

27/6/94

X generation

Por Pablo Lettieri

Tienen entre 25 y 30 años. Son seres que han renunciado a la obsesión por el consumo y las modas. No tienen muchas expectativas en el modelo de sociedad propuesto como ideal, del que se sienten marginados. Parecen cínicos y desencantados y tratan de pasar inadvertidos, evitando una etiqueta que ya se les ha adjudicado: son la Generación X.

X es el símbolo de la indefinición por excelencia, que parece ser el estigma de los jóvenes de los 90. Indefinición y vacío de ilusiones y proyectos. Abulia y desencanto. La Generación X representa a los hijos de la recesión y la crisis. Seres de clase media que prefieren moverse dentro del terreno de la escasez. Deben arreglarse con poco porque han renunciado a trabajos no tan mal pagos pero alienantes. Han dejado de luchar por el éxito, la fama y el dinero para retirarse a pequeñas casas despojadas de los lujos del consumo y vivir de malos empleos que les permiten otra perspectiva, lejos del vértigo de las grandes ciudades. Infantiles, inocentes, inteligentes, demoledores. La Generación X oscila entre el idealismo y la incredulidad. Su cinismo es el arma de crítica y rechazo a la antigua moral. Y, al mismo tiempo, la búsqueda de una moral verdadera, menos hipócrita. Son los que suceden a los yuppies, la «generación de la nada», seres devorados por el marketing, desesperados consumidores de marcas y modas, y habitantes de lujosos lofts.
El nombre de Generación X responde a la urgente necesidad de un diagnóstico de época de la identidad de estos jóvenes, marginados del hiperconsumo pero al mismo tiempo tampoco pobres.
Dentro de este clima generacional, la incomunicación típica de las grandes ciudades provoca seres menos interesados por el amor que por la verdadera amistad. La imposibilidad de la independencia total que les impone la sociedad de fin de siglo hace poco probable el desarrollo de relaciones más o menos estables.

Hippies, Mayo Francés y después
Si hay algo claro en estos nuevos jóvenes de los 90 es que se ubican muy lejos de las generaciones que los precedieron y que ejercían una militancia por el mañana. Su militancia se limita únicamente a la dignidad del presente, asumido como complejo y, sobre todo, inestable. Un puesto de trabajo no es para siempre. Una pareja tampoco. No poseen mucha confianza en el éxito profesional o en el ascenso social. El cuadro de situación es claro en ese sentido: esta nueva generación se reconoce como apolítica. Desconfía de los postulados militantes de los 70, toma sus distancias. Cómo no desconfiar de los ideales de aquella generación, la del famoso mayo francés del 68, que decía no interesarse por el poder y que hoy se encuentra totalmente asimilada por él: militantes devenidos en gerentes, viejos hippies convertidos en yuppies.
Sin embargo, aunque no se reconocen como culpables del actual estado de las cosas, tampoco se consideran inocentes víctimas. Carecen de la intencionalidad reivindicativa de sus predecesores. No se sienten rebeldes sino «residuos» de un sistema perverso. Tampoco intentan constituirse en un movimiento ni adherir a un uniforme como los hippies o los punks -uniformes que rápidamente fueron incorporados por la moda-. No tienden a manifestarse sino a ocultarse. No buscan la explosión sino la introspección.


Las referencias culturales
Como cualquier otro subgrupo social, estos nuevos «slackers» (desertores) se reconocen en ciertos códigos culturales que le son afines. Tanto la música de rock como el cine han recogido esta suave estética del vacío y la abulia. Grupos como Nirvana, Red Hot Chilli Peppers o Pearl Jam sintetizan lo que ha dado en llamarse el grunge, una mixtura del idealismo hippie de los 70 y el nihilismo punk de los 80. Las prendas rotas, aspectos andrajosos y una apariencia de «nada me importa» son los síntomas más representativos de esta corriente.
Asimismo, jóvenes directores como Gus Van Sant (Mi mundo privado), Hal Hartley (La verdad increíble) o Ben Stiller (Reality Bites) también muestran en sus films a esta paradigmática juventud.
No es casual que sus ídolos sean los hijos de viejos hippies, devenidos hoy en estrellas cinematográficas. Son admiradores de Winona Ryder -la protagonista del ya mencionado film Reality bites de próximo estreno en Argentina- que pasó muchos años viviendo en comunidad y sus padres pertenecen a la legendaria contracultura bitnik de la costa oeste norteamericana. River Phonix -el actor de Mi mundo privado, recientemente fallecido a causa de una sobredosis- simboliza al nuevo James Dean de los 90 y ese siniestro valor de los jóvenes famosos muertos.

Historias para una cultura acelerada
El título de Generación X proviene de la novela homónima de Douglas Coupland, un joven periodista canadiense nacido en una base de la OTAN en Alemania, que se convirtió rápidamente en best seller primero en Estados Unidos y luego en Europa.
Pensado como un libro «que describa lo que les pasaba a mis amigos», la historia narrada por Coupland es la de tres jóvenes que abandonan sus respectivos mundos para refugiarse en la tranquilidad del desierto de Palm Springs, en California, donde viven de trabajos mediocres pero en un escenario distinto. Mientras contemplan la naturaleza, se cuentan historias y dejan que los días se sucedan. No se trata de un cambio para mejorar, sino por la necesidad del cambio.
Hastiados de las computadoras y del mundo de marketing de las grandes ciudades, reconocen que en el terreno estéril del desierto las cosas no marchan del todo bien pero, al menos, marchan de otra manera.
En medio de la vida de estos tres seres autoexiliados en el desierto aparecen sus propias historias, plagadas de referencias de época, que reflejan sus propias confesiones y miedos. Todo enmarcado por una serie de consignas y neologismos que aparecen al costado de las páginas y que componen un glosario de items ideológicos -«comprar no es crear», «no soy un objetivo del mercado», «nuestros padres tenían más»-, y definiciones del nuevo tiempo -«punto de engorde» (cubículo de oficina donde se encuentra la computadora); «McJob» (trabajo mal pagado); «exitofobia» (miedo al éxito)- entre muchas otras.

Generación X made in Argentina
Es difícil poder decidir si los rasgos de esta nueva especie urbana pueden encontrarse en los jóvenes de nuestras ciudades. Si embargo, si bien pudo desarrollarse una versión porteña del yuppie neoyorquino -aunque, como corresponde a un país subdesarrollado, mucho más pobre, se puede concluir que, con rasgos diferenciales, existe una Generación X Argentina.
Más allá de esa juventud idealizada por algunos formadores de opinión, hay gran cantidad de hombres y mujeres de entre 25 y 30 años que descreen de las ventajas de vivir en una Buenos Aires cada vez más enferma y con menos oportunidades de desarrollo personal. Miran con recelo el esquema de competencia feroz propuesto como ideal y que obliga a una carrera esquizofrénica para encontrar un espacio, cada vez más limitado.
Son los que se convierten en pequeños cuentapropistas o buscan empleos que apenas les permiten sobrevivir pero que al menos les aseguran alguna tranquilidad. No obstante, estas limitaciones no permiten lograr una independencia más o menos estable. Y es así que algunos abandonan el hogar familiar para vivir en pequeños ambientes que muchas veces se ven obligados a compartir para conservar esa «libertad a medias», mientras otros deben continuar habitando a regañadientes en la casa de los padres. Para estos últimos, su habitación se convierte en el pequeñísimo espacio de libertad, un «bunker» donde resistir hasta que los vientos cambien.

¿Retrato de época o moda pasajera?
Las pregunta es: ¿La Generación X refleja un modelo de juventud que se corresponde con la realidad o simplemente es una etiqueta más de la sociedad de consumo? Sea como sea, algunos de los rasgos de esta Generación X están presentes en muchos jóvenes que parecen haber asimilado, al menos, una de las más penosas paradojas de la vida moderna: perder la juventud para conseguir dinero para luego derrochar ese dinero en la recuperación de la juventud perdida.
Han superado la fiebre posmoderna y la obsesión por el consumo, en sus más variadas y engañosas formas. Y reivindican para ellos el derecho a no comprar y a tener expectativas mínimas de vida, si tener que pagar un alto costo por ello.

1/6/94

El huevo de la serpiente

Por Pablo Lettieri
Publicado en EL ESPEJO

Vegetan en la marginalidad de las principales ciudades europeas. Son generalmente desempleados, y ahogan sus frustraciones atacando extranjeros y profanando tumbas. Constituyen una verdadera preocupación para los gobiernos debido a su desmedido crecimiento. Son los «cabezas rapadas», los Skinheads.

Solingen es una pequeña ciudad alemana cercana a Bonn. La mayor parte de sus 150 mil habitantes trabajan en la actividad metalúrgica, en especial en la fabricación de tijeras, famosas en todo el mundo. En las calles de esta aparentemente apacible localidad se puede leer la frase Auslander raus! (¡Fuera extranjeros!). Algo alejada del centro se encuentra la Plaza Weyersberg, donde los Skinheads se juntan para tomar cerveza y molestar a los extranjeros. Cerca de esa plaza, el año pasado cuatro «cabezas rapadas» incendiaron una casa donde murieron cinco mujeres turcas, entre ellas tres niñas, en el que se considera el peor ataque racista de la Alemania de posguerra.

El huevo de la serpiente
Los Skinheads aparecieron por primera vez en Gran Bretaña a fines de los años 60. Nacieron al grito de «Paki bashing» (algo así como «reventar a los pakistaníes»), consigna que incluía el asalto, maltrato y hasta asesinato de cualquier elemento extranjero que llegara a Inglaterra. En los setenta, sus operaciones comenzaron a declinar, pero luego encontraron contención en el partido nacionalista British Movement, en cuyas filas operaron hasta 1982, cuando esta facción desapareció.
Aunque en forma desorganizada, en los años siguientes establecieron distintos grupos, de los cuales el más importante fue Skrewdriver (Destornillador), cuyo líder, Ian Stuart Donaldson, tenía el apoyo del National Front (Frente Nacionalista), un partido de derecha radical.
A principios de los ochenta estos grupos comenzaron a emigrar hacia otros países europeos. Su estilo pseudoideológico comenzó a ganar adeptos entre los desempleados franceses primero y luego se extendieron a Alemania, Bélgica, Holanda, Escandinavia, Italia y España. Pero el mayor crecimiento tuvo lugar en Estados Unidos. Cuando llegaron hace poco más de cinco años eran sólo unos 400. En un año llegaron a 4.500 y siguen sumando miembros. Como en Europa, su accionar consiste en ataques a negros, judíos y a cualquier otra minoría racial o inmigrante.

Radiografía de un skin
Es importante tener en cuenta que los grupos ultraderechistas europeos mantienen profundas diferencias entre sí, producto de las distintas nacionalidades, ideologías y religiones de sus miembros. Pero tienen, al menos, un punto en común: el odio al extranjero.
Así, el antisemitismo de los neonazis ha derivado en xenofobia y por eso los Skinheads alemanes odian a los turcos, los franceses a los árabes, los españoles a los latinoamericanos, los austríacos a los húngaros y checos, y los rusos a los caucasianos.
Los Skinheads no suelen contar con una estructura política organizada, ya que tienden a ser nihilistas y se niegan a sumarse a algún tipo de agrupación. Son utilizados, no obstante, como punta de lanza por los grupos tradicionales de extrema derecha, que los consideran tropa fácil para acciones callejeras.
Al igual que los neonazis, los Skinheads rescatan viejos símbolos de los escombros de la primera mitad del siglo XX: cruces svásticas, uniformes alemanes, manoplas con tachas de metal, borceguíes. Desconocen el significado de estos símbolos pero no ignoran el efecto de terror que producen.
Tampoco poseen una ideología enraizada ni conciencia específica del significado de sus razonamientos filonazis. Son seres «anti»: anticapitalistas y antiliberales por ser pobres. Antisocialistas por oposición al establishment intelectual europeo. Pero su nazismo muere en la mera simbología, que reemplaza a la doctrina, y -como se ha visto- primero se ejerce la violencia y solamente después se busca la justificación ideológica.

Lo qué hay detrás
Más allá de las prácticas de violencia callejera, el extremismo de derecha y la xenofobia son consecuencia de la etapa de reconstrucción de los países capitalistas europeos, que empiezan a devolver la mano de obra del Tercer Mundo utilizada para su crecimiento hace tres décadas. Por otra parte, los gobiernos nunca hicieron una evaluación seria de las implicancias sociales de la unificación alemana tras la caída del Muro de Berlín. Y es este otro de los motivos por los cuales la simpatía hacia las acciones de estos grupos violentos creció de manera preocupante en Alemania. Un estudio realizado recientemente en ese país revela que el 35 por ciento de la población manifestó «comprender las tendencias derechistas como resultado del problema de los extranjeros».
Si los prejuicios raciales persisten a pesar de carecer de cualquier contenido lógico o racional, es porque permiten que se inculpe a un determinado grupo -los extranjeros- de los desequilibrios propios de un sistema injusto. Y porque impiden a los postergados rebelarse contra los verdaderos causantes de sus frustraciones. En resumen, el surgimiento del neonazismo contemporáneo no es otra cosa que una reacción contra el mercado mundial, disimulada bajo la máscara de la xenofobia.
Sin embargo, representa un grave riesgo minimizar estos fenómenos, por más patéticos y retrógrados que parezcan. En los años 30, quienes vieron en el nacionalsocialismo un mal menor ante el supuesto «verdadero peligro» que constituía el comunismo, se llevaron una sorpresa llamada Adolf Hitler.


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