Por Hernán Guzzetti
Publicado en LA NACION
El río Luján, que la circunda, es el testigo infaltable de su vida. La Pulpería fue construida en 1830, asegura su actual dueño, Roberto "Cacho" Di Catarina, más conocido como "el pulpero". Sin embargo, Cacho aclara que su primer propietario fue Buenaventura Céspedes, que la compró en 1868, y sólo en 1910 la adquirió Salvador Pérez Méndez, su abuelo. De aquella época data su fachada, con imborrables huellas del paso del tiempo.
En la entrada de la Pulpería un palenque evita que los caballos se escapen y un cartel advierte que es la última pulpería en pie. Sus paredes son de 45 centímetros de espesor y están asentadas en barro. Su mostrador es de estaño y madera, y sobre las estanterías posan botellas que, camufladas por el polvo y las telarañas, encierran muchas anécdotas.
En la Pulpería hay calor y calidez. Del calor se encarga una poderosa salamandra, y la calidez la aportan dos modernos gauchos. El pulpero asegura que en otros tiempos su abuelo atendió a Segundo Sombra, que en la década del 20 trabajaba de resero y paraba allí para que sus bueyes descansaran. El audaz Juan Moreira fue otro de los que supieron acodarse en el legendario mostrador. Di Catarina conserva el amarillento pedido de captura del irreverente gaucho, que data de agosto de 1869.
HISTORIAS
Cada lugar de la Pulpería encierra historias. Unos guantes de box penden de una de las estanterías. "Es que antes las discusiones se resolvían los viernes, en peleas de boxeo a 5 rounds que organizaba mi abuelo a tales fines", recuerda Di Catarina. Sin embargo, el paisaje es muy distinto. Los visitantes son jóvenes que llegan en auto y lo estacionan al lado de Cachito, el caballo que el pulpero amansó personalmente. Los parroquianos de hoy hicieron de la Pulpería un símbolo, y por ello formaron la Agrupación Gaucha, que concurre a los diferentes desfiles de Mercedes.
Escuchar los relatos del pulpero hace pensar que la historia es un círculo que, muchas veces, se cierra sobre sí mismo. Cacho Di Catarina cuenta que su abuelo hizo quitar las rejas que estaban emplazadas sobre el mostrador y que protegían al pulpero de los robos. "No hacían falta porque la situación económica en aquel entonces no era tan mala", dice el pulpero citando a su abuelo. Sin embargo, la inseguridad ya dejó su huella en la Pulpería, y en lo que va del año sufrió dos robos. "Voy a tener que reponer las rejas, pero en la puerta. No estoy acostumbrado a la inseguridad, y por eso me cuesta meterle llave a todo", dice, con un dejo de tristeza.
El delivery parece ser otra de las caprichosas reiteraciones de la historia. Hoy es una costumbre urbana, pero Cacho cuenta que acompañaba a su padre a hacer el reparto de mercadería. Claro, que los pedidos no se hacían por teléfono, sino que los parroquianos se acercaban a la pulpería para hacer los encargos. Los comestibles descansaban en un sótano que hoy sólo está ocupado por la oscuridad.
Los gauchos, el pulpero y los caballos parecen postales de otra época. Sin embargo, tienen vida y movimiento en la Pulpería de Mercedes.