Pablo Capanna
Publicado en Ñ
Hoy que todos flotamos en un océano de información, dando ansiosas brazadas o aferrados a algún madero del Titanic moderno, ¿qué puede decirnos alguien que vive en un insignificante suburbio de Londres, no tiene acceso a Internet y escribe a mano?
Si hay alguien así que merezca ser escuchado, aunque sea porque nos enfrenta con una incómoda imagen del mundo, es James Graham Ballard. No sólo es uno de los grandes escritores del último siglo; es casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global. Cuando la moda obliga a ser trasgresores y ya queda poco por transgredir, quizás él, que se limitó a seguir sus propias obsesiones, sea uno de los que calaron más hondo. Medido con el rasero de Eco, Ballard podría ser tanto apocalíptico como integrado. Oscila entre la condena apocalíptica del mundo actual y una delectación casi morbosa con sus perversiones, lo cual hace más inquietante sus textos.
Por décadas, Ballard fue capaz de seducirnos con una misma historia, que a veces ni siquiera es historia. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Huxley, pero quizás más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, acabará por cruzarse con él.
Rotulado (y marginado) como "escritor de ciencia ficción", recién alcanzó el reconocimiento cuando Spielberg le tendió una mano con El Imperio del Sol.
En sus comienzos admiraba a Graham Greene, luego fue Greene quien lo com paró con Conrad, y llegó la hora de que los críticos lo compararan a él con Greene. Obtuvo la bendición de Susan Sontag, el reconocimiento de Baudrillard y hasta el elogio de Martin Amis. Alguien descubrió una foto donde aparecía conversando con Borges. Algún otro incorporó el adjetivo "ballardiano" al diccionario Collins y es casi inevitable que los medios se lo apropien, en cuanto se harten de "dantesco" y "kafkiano".
Paul Tillich dijo alguna vez que vivir en un suburbio permitía tener una perspectiva más amplia que la que uno tiene en la urbe. Hace cincuenta años que Ballard vive en una sencilla casa de Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto y traspasado por las autopistas. Viajó bastante por las costas mediterráneas, pero nunca pensó en mudarse. Alguna vez Charles Platt lo llamó "el profeta de Shepperton".
A quien se asombre de la información que parece haber tras sus textos, habrá que recordarle que durante mucho tiempo encontró inspiración en el papelero de un amigo biólogo, más fascinado por el lenguaje de la ciencia que por sus contenidos. Como buen surrealista, sostuvo que la ciencia y la pornografía se parecen porque ambas son analíticas.En su autobiografía, Ballard ni siquiera habla de sus últimas novelas; prefiere retomar la historia de su infancia, que ya había narrado en El Imperio del Sol (1984), en La bondad de las mujeres (1991), en un documental de la BBC y hasta en una crónica del Sunday Times.
Toda su vida giró en torno las durísimas experiencias que marcaron el fin de su infancia. Criado en el barrio europeo de Shanghai, tuvo su Caída cuando repentinamente pasó de una casa con diez sirvientes chinos sin nombre, a las penurias y humillaciones de un campo de prisioneros japonés. Allí nació el poderoso símbolo de la piscina seca donde se amontonan las basuras del último verano.
Cuando conoció Inglaterra, se sintió tan ajeno a esa sociedad que hasta llegó a tener rechazo por el paisaje inglés. Lejos de una familia que nunca le había dado afecto, pasó por un internado, que "le recordaba al campo de concentración, de no ser por la comida, que era peor". Luego fue portero, vendedor de enciclopedias y redactor de una revista industrial. Hasta se entrenó como piloto en una base de bombarderos nucleares en Canadá.
Cuando quiso ser psiquiatra estudió Medicina dos años, pero quedó para siempre atrapado por la siniestra magia de las salas de disección, que selló su fantasía y su estilo. Fue entonces cuando se enamoró del surrealismo y del psicoanálisis, que parecían encarnar la trasgresión, y de la ciencia ficción, que entonces hervía de ideas estimulantes. Fue el iconoclasta de la ciencia ficción. Rechazado, admirado y vanamente imitado, propuso explorar un ambiguo "espacio interior" en lugar del espacio cósmico. Rompió con todas las convenciones de la novela catastrófica, para explorar la "arqueología del psiquismo".
Inundó al planeta en El mundo sumergido (1962), lo hizo árido en La sequía (1964) y lo congeló en El mundo de cristal (1966). Sus novelas apenas se parecían a la ciencia ficción convencional. Eran una suerte de alquimia que David Pringle sintetizó en los "cuatro elementos" ballardianos: el agua (el pasado), la arena (el futuro), el cemento (el presente) y el cristal (la eternidad).
Su primer y único amor fue Mary, la periodista con quien se casó. Se mudaron a Shepperton, un anodino suburbio cercano al aeropuerto y fueron un matrimonio poco convencional, con tres hijos que vinieron uno tras de otro. Entonces, una tremenda "injusticia de la naturaleza" (así escribió Ballard) se llevó a Mary en una semana. Víctima de una trivial infección, Mary murió en 1963, cuando pasaban unas vacaciones en Alicante.
Ballard tuvo amigas y hasta una "compañera", pero nunca pensó que nadie pudiera ocupar el lugar de Mary. Le hizo frente al dolor y se dispuso a criar a sus hijos sin ayuda, para lo cual desplegó insospechadas virtudes maternales. Todavía recuerda esos años como los más felices de su vida y confiesa que sus hijos de dieron la infancia que no había conocido.
Paradójicamente, ese fue su período nihilista. Cuesta imaginar al "psicópata" que escribía La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973) después de servirles el desayuno a los chicos, llevarlos al colegio y poner en marcha el lavarropas. Ese Ballard que organizó una polémica exposición de autos chocados y un concurso literario para adictos no era un Warhol sino un perfecto amo de casa; una persona que cualquiera hubiera tomado por ferretero o empleado de correos. Escribió Crash temiendo que sus hijos tuvieran un accidente, y por esos días él mismo estuvo a punto de morir cuando se dio vuelta su auto. Nunca renegó de aquellas obras, pero hoy prefiere verlas como una drástica elaboración de su duelo.El psiquiatra globalAños después, Ballard la emprendió con el entorno urbano, e inició su demolición en Rascacielos (1975), La isla de cemento (1974) y Hola América (1981), donde mostraba la fragilidad de los lazos sociales en situaciones límite. Cuando todos soñaban con la NASA, Ballard anticipaba el fin de la era espacial e imaginaba el día que caerían las estaciones espaciales. Antes del posmodernismo, diseñó la utopía posmoderna de Vermilion Sands. Antes que los punks y el teatro de Kantor, afirmó que "no hay futuro" y escenificó desolados paisajes de basura y chatarra. En el fundamental prólogo que escribió para la versión francesa de Crash, diagnosticó que "muerte del afecto" era la raíz del nihilismo. Habló de ese "presente insaciable" que con sus falsas novedades nos quita la posibilidad de pensar un futuro mejor.
En su etapa hipermoderna, profundizó su obsesión por el nihilismo de los no-lugares: encontró la psicopatología de la opulencia en barrios cerrados, shoppings y aeropuertos. Noches de cocaína (1996), Super Cannes (2001) y Milenio negro (2003) fueron historias un tanto morosas, cuyo germen estaba en Furia feroz , un texto de 1988 : un policial narrado de manera no lineal, con asepsia ballardiana y mediatizado por informes psiquiátricos y documentales. Retomaba así sus pesadillas urbanas de los Setenta, que ahora empalidecían ante la realidad. Kingdom Come (2006) es su última versión, quizás la más desesperada.Aun septuagenario, Ballard seguía resistiéndose a la canonización. Sin ser tan espectacular como otros, siguió siendo tan irritativo como en la época en que hizo su terrible profecía de Ronald Reagan. Personajes como Thatcher, Bush, Blair o Berlusconi son para él los frutos del "sueño de la razón". A dos años de Malvinas, habló de "la melancolía de los conscriptos argentinos heridos" en Malvinas. Comparó la caída de las Torres Gemelas con un guión del cine catástrofe, brotado del inconsciente norteamericano. En 2003 se opuso públicamente a la invasión de Irak, anticipó un atentado en Londres y rechazó un título nobiliario, declarándose "republicano".
Ballard siempre desconfió de las entrevistas, pero nunca se negó a darlas, sin importarle si su interlocutor era apenas un lector devoto. Entonces, solía repetir casi textualmente pasajes enteros de sus ensayos y textos periodísticos, o citaba parlamentos enteros de alguna de sus novelas, como si hubiera encontrado la fórmula definitiva y ya no quisiera modificarla.
Hace dos meses se publicó su autobiografía Miracles of Life (2008), que le costó completar. En la última página, se despide abruptamente de la vida, revelando un diagnóstico terminal. Pero así como hace este anuncio con la frialdad quirúrgica propia de alguno de sus personajes, el libro termina por aparecer como un canto a la vida familiar.En una entrevista de hace un cuarto de siglo se mostraba cansado, pero pensaba que evitar el nihilismo era una de las razones que lo animaban a seguir. Y añadía: " Siempre es posible darle la espalda a un universo bastante insípido si uno es capaz de rehacer por lo menos una pequeña parte de él a su imagen y semejanza...".
Ese fue el desafío que logró superar cuando realizó el deseo oculto de muchos escritores: transfigurar su medio cotidiano a su imagen y semejanza. Lo hizo con una tremenda novela surrealista: La Compañía de Sueños Ilimitada (1979) donde se convertía en un mesías sufriente que intentaba redimir poéticamente las opacas vidas de Shepperton y sus vecinos. En el final, el protagonista resucitado se reencontraba con "Miriam" en esas "nupcias de lo animado y lo inanimado, de los vivos y de los muertos", que cantó el hermético William Blake.
Que así sea.
Si hay alguien así que merezca ser escuchado, aunque sea porque nos enfrenta con una incómoda imagen del mundo, es James Graham Ballard. No sólo es uno de los grandes escritores del último siglo; es casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global. Cuando la moda obliga a ser trasgresores y ya queda poco por transgredir, quizás él, que se limitó a seguir sus propias obsesiones, sea uno de los que calaron más hondo. Medido con el rasero de Eco, Ballard podría ser tanto apocalíptico como integrado. Oscila entre la condena apocalíptica del mundo actual y una delectación casi morbosa con sus perversiones, lo cual hace más inquietante sus textos.
Por décadas, Ballard fue capaz de seducirnos con una misma historia, que a veces ni siquiera es historia. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Huxley, pero quizás más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, acabará por cruzarse con él.
Rotulado (y marginado) como "escritor de ciencia ficción", recién alcanzó el reconocimiento cuando Spielberg le tendió una mano con El Imperio del Sol.
En sus comienzos admiraba a Graham Greene, luego fue Greene quien lo com paró con Conrad, y llegó la hora de que los críticos lo compararan a él con Greene. Obtuvo la bendición de Susan Sontag, el reconocimiento de Baudrillard y hasta el elogio de Martin Amis. Alguien descubrió una foto donde aparecía conversando con Borges. Algún otro incorporó el adjetivo "ballardiano" al diccionario Collins y es casi inevitable que los medios se lo apropien, en cuanto se harten de "dantesco" y "kafkiano".
Paul Tillich dijo alguna vez que vivir en un suburbio permitía tener una perspectiva más amplia que la que uno tiene en la urbe. Hace cincuenta años que Ballard vive en una sencilla casa de Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto y traspasado por las autopistas. Viajó bastante por las costas mediterráneas, pero nunca pensó en mudarse. Alguna vez Charles Platt lo llamó "el profeta de Shepperton".
A quien se asombre de la información que parece haber tras sus textos, habrá que recordarle que durante mucho tiempo encontró inspiración en el papelero de un amigo biólogo, más fascinado por el lenguaje de la ciencia que por sus contenidos. Como buen surrealista, sostuvo que la ciencia y la pornografía se parecen porque ambas son analíticas.En su autobiografía, Ballard ni siquiera habla de sus últimas novelas; prefiere retomar la historia de su infancia, que ya había narrado en El Imperio del Sol (1984), en La bondad de las mujeres (1991), en un documental de la BBC y hasta en una crónica del Sunday Times.
Toda su vida giró en torno las durísimas experiencias que marcaron el fin de su infancia. Criado en el barrio europeo de Shanghai, tuvo su Caída cuando repentinamente pasó de una casa con diez sirvientes chinos sin nombre, a las penurias y humillaciones de un campo de prisioneros japonés. Allí nació el poderoso símbolo de la piscina seca donde se amontonan las basuras del último verano.
Cuando conoció Inglaterra, se sintió tan ajeno a esa sociedad que hasta llegó a tener rechazo por el paisaje inglés. Lejos de una familia que nunca le había dado afecto, pasó por un internado, que "le recordaba al campo de concentración, de no ser por la comida, que era peor". Luego fue portero, vendedor de enciclopedias y redactor de una revista industrial. Hasta se entrenó como piloto en una base de bombarderos nucleares en Canadá.
Cuando quiso ser psiquiatra estudió Medicina dos años, pero quedó para siempre atrapado por la siniestra magia de las salas de disección, que selló su fantasía y su estilo. Fue entonces cuando se enamoró del surrealismo y del psicoanálisis, que parecían encarnar la trasgresión, y de la ciencia ficción, que entonces hervía de ideas estimulantes. Fue el iconoclasta de la ciencia ficción. Rechazado, admirado y vanamente imitado, propuso explorar un ambiguo "espacio interior" en lugar del espacio cósmico. Rompió con todas las convenciones de la novela catastrófica, para explorar la "arqueología del psiquismo".
Inundó al planeta en El mundo sumergido (1962), lo hizo árido en La sequía (1964) y lo congeló en El mundo de cristal (1966). Sus novelas apenas se parecían a la ciencia ficción convencional. Eran una suerte de alquimia que David Pringle sintetizó en los "cuatro elementos" ballardianos: el agua (el pasado), la arena (el futuro), el cemento (el presente) y el cristal (la eternidad).
Su primer y único amor fue Mary, la periodista con quien se casó. Se mudaron a Shepperton, un anodino suburbio cercano al aeropuerto y fueron un matrimonio poco convencional, con tres hijos que vinieron uno tras de otro. Entonces, una tremenda "injusticia de la naturaleza" (así escribió Ballard) se llevó a Mary en una semana. Víctima de una trivial infección, Mary murió en 1963, cuando pasaban unas vacaciones en Alicante.
Ballard tuvo amigas y hasta una "compañera", pero nunca pensó que nadie pudiera ocupar el lugar de Mary. Le hizo frente al dolor y se dispuso a criar a sus hijos sin ayuda, para lo cual desplegó insospechadas virtudes maternales. Todavía recuerda esos años como los más felices de su vida y confiesa que sus hijos de dieron la infancia que no había conocido.
Paradójicamente, ese fue su período nihilista. Cuesta imaginar al "psicópata" que escribía La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973) después de servirles el desayuno a los chicos, llevarlos al colegio y poner en marcha el lavarropas. Ese Ballard que organizó una polémica exposición de autos chocados y un concurso literario para adictos no era un Warhol sino un perfecto amo de casa; una persona que cualquiera hubiera tomado por ferretero o empleado de correos. Escribió Crash temiendo que sus hijos tuvieran un accidente, y por esos días él mismo estuvo a punto de morir cuando se dio vuelta su auto. Nunca renegó de aquellas obras, pero hoy prefiere verlas como una drástica elaboración de su duelo.El psiquiatra globalAños después, Ballard la emprendió con el entorno urbano, e inició su demolición en Rascacielos (1975), La isla de cemento (1974) y Hola América (1981), donde mostraba la fragilidad de los lazos sociales en situaciones límite. Cuando todos soñaban con la NASA, Ballard anticipaba el fin de la era espacial e imaginaba el día que caerían las estaciones espaciales. Antes del posmodernismo, diseñó la utopía posmoderna de Vermilion Sands. Antes que los punks y el teatro de Kantor, afirmó que "no hay futuro" y escenificó desolados paisajes de basura y chatarra. En el fundamental prólogo que escribió para la versión francesa de Crash, diagnosticó que "muerte del afecto" era la raíz del nihilismo. Habló de ese "presente insaciable" que con sus falsas novedades nos quita la posibilidad de pensar un futuro mejor.
En su etapa hipermoderna, profundizó su obsesión por el nihilismo de los no-lugares: encontró la psicopatología de la opulencia en barrios cerrados, shoppings y aeropuertos. Noches de cocaína (1996), Super Cannes (2001) y Milenio negro (2003) fueron historias un tanto morosas, cuyo germen estaba en Furia feroz , un texto de 1988 : un policial narrado de manera no lineal, con asepsia ballardiana y mediatizado por informes psiquiátricos y documentales. Retomaba así sus pesadillas urbanas de los Setenta, que ahora empalidecían ante la realidad. Kingdom Come (2006) es su última versión, quizás la más desesperada.Aun septuagenario, Ballard seguía resistiéndose a la canonización. Sin ser tan espectacular como otros, siguió siendo tan irritativo como en la época en que hizo su terrible profecía de Ronald Reagan. Personajes como Thatcher, Bush, Blair o Berlusconi son para él los frutos del "sueño de la razón". A dos años de Malvinas, habló de "la melancolía de los conscriptos argentinos heridos" en Malvinas. Comparó la caída de las Torres Gemelas con un guión del cine catástrofe, brotado del inconsciente norteamericano. En 2003 se opuso públicamente a la invasión de Irak, anticipó un atentado en Londres y rechazó un título nobiliario, declarándose "republicano".
Ballard siempre desconfió de las entrevistas, pero nunca se negó a darlas, sin importarle si su interlocutor era apenas un lector devoto. Entonces, solía repetir casi textualmente pasajes enteros de sus ensayos y textos periodísticos, o citaba parlamentos enteros de alguna de sus novelas, como si hubiera encontrado la fórmula definitiva y ya no quisiera modificarla.
Hace dos meses se publicó su autobiografía Miracles of Life (2008), que le costó completar. En la última página, se despide abruptamente de la vida, revelando un diagnóstico terminal. Pero así como hace este anuncio con la frialdad quirúrgica propia de alguno de sus personajes, el libro termina por aparecer como un canto a la vida familiar.En una entrevista de hace un cuarto de siglo se mostraba cansado, pero pensaba que evitar el nihilismo era una de las razones que lo animaban a seguir. Y añadía: " Siempre es posible darle la espalda a un universo bastante insípido si uno es capaz de rehacer por lo menos una pequeña parte de él a su imagen y semejanza...".
Ese fue el desafío que logró superar cuando realizó el deseo oculto de muchos escritores: transfigurar su medio cotidiano a su imagen y semejanza. Lo hizo con una tremenda novela surrealista: La Compañía de Sueños Ilimitada (1979) donde se convertía en un mesías sufriente que intentaba redimir poéticamente las opacas vidas de Shepperton y sus vecinos. En el final, el protagonista resucitado se reencontraba con "Miriam" en esas "nupcias de lo animado y lo inanimado, de los vivos y de los muertos", que cantó el hermético William Blake.
Que así sea.