25/4/08

"El mal y el bien,
la prosperidad y la adversidad,
la gloria y la pena,
todo pierde con el tiempo
la fuerza de su acelerado principio."

Fernando de RojasLa Celestina

Naomi Klein y la doctrina del shock


Por Silvina Friera

La musa de la antiglobalización, que vendió más de un millón de ejemplares en todo el mundo con No logo, llama la atención de los hombres. En el hotel céntrico donde se aloja, no es una turista más; camina con la familiaridad de quien conoce el terreno que pisa, se siente “como en casa” en esta ciudad en la que vivió durante 2002. Elegante y cuidadosa de su imagen –para sus encuentros con la prensa contó con la ayuda de maquilladora y coiffeur–, Naomi Klein se toma con humor su regreso al país. Cuando llegó, el sábado pasado, la densa nube de humo que cubría la ciudad impidió que el avión aterrizara inmediatamente en Ezeiza. “Prefiero la otra Argentina, en la que había fuego por la política, y no ésta, que me sofocó de entrada con tanto humo”, bromea la periodista canadiense, que hoy a las 19.30 presentará en la Feria su último libro, La doctrina del shock (Paidós), que bien podría definirse como “la historia no oficial del libre mercado”. En este trabajo de investigación de más de 600 páginas, Klein demuestra cómo el capitalismo emplea constantemente la violencia y el terror contra el individuo y la sociedad.
Nieta de un sindicalista de la empresa Disney e hija de una pareja formada por una artista feminista y un objetor de la guerra de Vietnam que huyó a Canadá, seguidora entusiasta de Eduardo Galeano, John Berger y Susan Sontag, Klein no vino sola a la Argentina. Además de su marido, Avi Lewis, con quien realizó el documental La toma, sobre los obreros de Bruckman y Zanon, la acompaña el cineasta británico Michael Winterbottom, con quien filmará un documental sobre La doctrina del shock en Buenos Aires, donde encontró la materia prima de su último libro. “Acá tomé lecciones de historia simplemente caminando y hablando con amigos por las calles. Fue el período donde más aprendí en poco tiempo, fue una experiencia muy intensa, porque ellos cambiaron la forma en que veía el mundo”, recuerda la periodista en la entrevista con Página/12. Esos amigos –Marta Dillon, Claudia Acuña, Silvia Delfino y Sergio Ciancaglini, entre otros– le contaron de las sangrientas raíces del proyecto de la Escuela de Chicago, comandada por Milton Friedman, “el hombre de la libertad”, según The Wall Street, y compartieron sus propios recuerdos y tragedias personales con Klein.
Gran gurú del movimiento a favor del capitalismo de libre mercado, Friedman fue el responsable de crear “la hoja de ruta de la economía global, contemporánea e hipermóvil en la que hoy vivimos”, plantea Klein. Durante más de tres décadas, el economista de Chicago y sus poderosos seguidores esperaron a que se produjera una crisis de primer orden o estado de shock para vender al mejor postor los pedazos de la red estatal a los agentes privados. “Algunas personas almacenan latas y agua en caso de desastre o terremotos; los discípulos de Friedman almacenan un montón de ideas de libre mercado”, ironiza la autora. Friedman aprendió lo importante que era aprovechar una crisis o estado de shock a gran escala durante la década del setenta, cuando fue asesor del dictador chileno Augusto Pinochet.
Si las privatizaciones, la desregulación gubernamental y los recortes en el gasto social solían ser impopulares entre la gente, “pero con el establecimiento de acuerdos firmados y una parafernalia, oficial, al menos se sostenía el pretexto del consentimiento mutuo entre los gobiernos que negociaban, así como una ilusión de consenso entre los supuestos expertos”, ahora, el mismo programa ideológico “se imponía mediante las peores condiciones coercitivas posibles: la ocupación militar de una potencia extranjera después de una invasión o inmediatamente después de una catástrofe natural de gran magnitud”. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, “ya no tenían que preguntar al resto del mundo si deseaban la versión estadounidense del ‘libre mercado y la democracia’; ya podían imponerla mediante el poder militar y su doctrina de shock y conmoción”, afirma Klein. “La administración Bush aprovechó la oportunidad generada por el miedo a los ataques para lanzar la guerra contra el terror, pero también para garantizar el desarrollo de una industria exclusivamente dedicada a los beneficios, un nuevo sector en crecimiento que insufló renovadas fuerzas en la debilitada economía estadounidense.” Aunque Friedman declaró que su propuesta era liberar al mercado de la tenaza estatal, Klein advierte que las elites políticas y empresariales sencillamente se han fusionado, “intercambiando favores para garantizar su derecho a apropiarse, desde los campos petrolíferos de Rusia, pasando por las tierras colectivas chinas, hasta los contratos de reconstrucción otorgados para Irak”. La periodista canadiense repasa, en esta exhaustiva investigación, cómo en Chile, Irak, Sudáfrica, Argentina y China la tortura ha sido el socio silencioso de la cruzada por la libertad de mercado global.

Política y economía

–¿Por qué no es frecuente que se relacione, como usted hace en el libro, al neoliberalismo con la violencia y las torturas?
–Creo que por muchas razones, pero la principal es que la historia la contaron los ganadores y, como toda historia de ganadores, está narrada de una manera “muy limpia” y triunfante. Si pensamos en Chile, teníamos a los Chicago Boys, que eran financiados por la fundación Ford. Cuando se los cuestionaba por las violaciones a los derechos humanos llevadas a cabo por Pinochet, ellos decían que eran técnicos, que no tenían nada que ver con esa situación. El principal financista de los grupos de derechos humanos en Chile también era la Fundación Ford, y estos grupos decían que sólo les interesaba que se respetara la ley, que no les interesaba ni la política ni la economía. La Fundación Ford trataba de asegurar que política y economía nunca se entrelazaran. No se relacionaba el neoliberalismo y la tortura por la tiranía de la especialización, abogados por un lado y economistas por el otro que sólo se ocupaban de sus disciplinas. Pero si leemos a Rodolfo Walsh o a Eduardo Galeano, nos encontramos con un análisis completo e integral de la situación.

–El material del libro, sobre todo la parte en la que recuerda los experimentos de electroshocks en pacientes psiquiátricos financiados por la CIA en la década del 50, resulta bastante desesperanzador. ¿Encuentra alternativas?
–Entiendo por qué el material del libro es un tanto deprimente cuando uno lo lee, incluso yo misma me deprimí un poco en algunas instancias (risas). Pero el libro expresa un acto prometedor. Justamente a partir de mi experiencia en la Argentina me di cuenta de la importancia de la memoria histórica para poder resistir y de alguna manera veo al libro como una contribución a la memoria colectiva. Hay una luz de esperanza porque cuando el neoliberalismo falla surge un nuevo espíritu que nos revela una alternativa. Una de las cosas que me hace tener esperanzas es que veo un cambio político en Estados Unidos; cada vez observo cómo más personas están resistiendo y levantándose contra el corporativismo. Y esto es muy nuevo, porque durante mucho tiempo de lo único que se hablaba era de Bush y de su incompetencia.

–¿El contexto electoral norteamericano está vinculado con este cambio que percibe?
–En realidad, la situación electoral lo único que hace es tirarnos hacia atrás. De alguna manera, los movimientos antiglobalización, las protestas de Seattle, que surgieron a fines de los ’90, marcaron un cambio a la hora de hablar del neoliberalismo y el corporativismo. La era Bush y la era del 11 de septiembre con la guerra del terror eclipsaron todas las otras cuestiones políticas, lo cual generó una gran pérdida de conciencia de la situación. Pero después se vivió una especie de coletazo contra Bush, no tanto en cuanto a su agenda política o económica, sino más hacia su persona. Pero por suerte estamos una vez más enfocados hacia la mecánica misma del poder. Hay dos millones de personas que están perdiendo sus hogares mientras el gobierno está preocupado por rescatar a Wall Street. Si uno se fija quiénes están financiando las campañas de Hillary Clinton y Obama, son el Citibank y JP Morgan. Es la primera vez en catorce años que los demócratas obtienen más dinero de los fabricantes de armas que los republicanos. Hillary Clinton ha obtenido más financiación de las compañías de defensa que la que obtuvo John McCain. Ni Clinton ni Obama están aprovechando este gran momento de radicalización que se está viviendo en la sociedad, ninguno tiene planes concretos para retirarse de Irak. Al contrario, quieren mantener la zona verde, que de alguna manera es una ocupación. Obama dijo la semana pasada que el pueblo norteamericano era amargo, que no tenía mucho sentido del humor, y en realidad tiene razón, porque la gente está cansada y furiosa.

–En el libro se percibe una defensa importante de Keynes. ¿Una alternativa sería recuperar la figura de un Estado más fuerte que regule la economía?
–No veo el libro sólo como una defensa del keynesianismo. Creo que es importante entender que el keynesianismo era una conciliación: el New Deal se logró por el masivo movimiento de los socialistas y de los sindicatos, pero no fue suficiente, no fue más allá. No me parece que plantee que la alternativa sea volver al keynesianismo. Estoy a favor de la descentralización, del cooperativismo; no estoy diciendo que volver al modelo keynesiano sea la gran solución.

–Usted señala que los auténticos enemigos de la teoría de Friedman no eran los marxistas, sino los keynesianos norteamericanos, los socialdemócratas europeos y los desarrollistas de lo que entonces se llamaba Tercer Mundo. ¿Quiénes serían hoy los enemigos del neoliberalismo?
–El socialismo democrático siempre ha sido el mayor peligro para el neoliberalismo. La atracción que genera la democracia con la combinación de una red de contención social siempre ha sido “la gran amenaza”. Después de que Allende fuera electo, Kissinger le dijo a Nixon que temía que el modelo chileno se propagara por el mundo. Creo que las tácticas de ayer y de hoy son las mismas, por ejemplo, la forma en que se demoniza a Hugo Chávez y Evo Morales. Lo mejor que le pasó a Chávez es haber perdido el referéndum porque ahora es mucho más difícil presentarlo como autoritario cuando aceptó y respetó el resultado. Cuando vemos que con la única figura con la que no se puede tratar en Irak es con Al Sadr, empezamos a comprender claramente cuál es la amenaza de Irak. Al Sadr es un nacionalista fundamentalista, los otros líderes son tan fundamentalistas como él en cuestiones de religión, pero la diferencia es que Al Sadr quiere tener el control de la economía de Irak. Nos enfrentamos a la misma lucha y la misma batalla que hemos tenido en los últimos treinta años y las mismas amenazas. Las figuras que no tienen respeto por la democracia son un don para los neoliberales.

18/4/08

Mónica Cabrera

Por Carolina Prieto
Publicado en PAGINA 12


The Cabrera’s Company es una usina de producción de obras de humor comandada por Mónica Cabrera, mujer orquesta responsable del texto, la interpretación y la dirección de puestas desopilantes como Arrabalera, El Club de las bataclanas, El sistema de la víctima y Dolly Guzmán no está muerta.
Desde hace casi una década, la artista –que en cada unipersonal se multiplica en una galería de personajes desorbitados e inquietantes– trabaja con un puñado de personas con quienes cristaliza espectáculos de una comicidad arrolladora y lúcida sin ser críptica. El resultado es la carcajada estridente, la risa que ilumina aristas dolorosas de la realidad y un público cada vez más numeroso que disfruta a pleno.
Antes de partir a México y a Estados Unidos, la creadora de 49 años dará a conocer en la sala Tuñón del Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543), Limosna de amores, nuevo trabajo en el que aborda temas como el amor, el poder y los escollos del capitalismo mediante una serie de criaturas arquetípicas que se pasean en la inmensidad de un desierto. “Es una obra algo sesentista: se mete con cuestiones como la base del capitalismo, el amor en ese sistema, la guerra, el trabajo. Creo que nos hará reflexionar básicamente sobre dos cuestiones: por qué uno está con tal persona y por qué nos dedicamos a trabajar en tal o cual cosa”, arriesga la actriz, formada en el estudio de Alejandra Boero y dedicada a montar tragedias clásicas y contemporáneas antes de zambullirse en el humor.
Para explorar la naturaleza de los afectos y de la actividad productiva en el capitalismo, Cabrera mutará en una reina, un legionario extranjero, una pitonisa, un mercader, una prostituta y una enamorada ciega. “Podrá parecer una obra infantil por el modo de enunciación de los personajes y por una aparente linealidad pero, de a poco, irán asomando los dobleces”, agrega. La búsqueda del amor será una constante en casi todos, como también cierta atmósfera existencialista: “Es que cada uno le habla a la reina como si le hablara a Dios”.
A su tremenda expresividad gestual y corporal (los ojos, la postura y los tonos de voz se modifican de un personaje al otro en forma notable) se suman dotes musicales adquiridos a pura práctica, ya que nunca pisó una clase de canto. Una voz potente y melodiosa suele lucirse en tangos y boleros que terminan de delinear las desgracias de sus criaturas. Pero esta vez el clima sonoro será otro. “Limosna de amores es una canción de Lola Flores que yo iba a cantar, pero con Claudio Martini decidimos que la obra tendría finalmente letra y música original. Así que escribí los textos, él compuso y resultó un estilo Kurt Weill: mucho piano y aires de cabaret”, describe esta mujer de 49 años que no les teme a los escenarios grandes a pesar de ser la única que los habita. “Mi estilo puede aturdir un poco si estoy muy cerca del público, hasta puede molestar. Y me gusta que el público mire con comodidad, que haya distancia como para que no se sienta incluido de prepo. En general, a la gente no le gusta participar.”
Unas semanas atrás, Cabrera protagonizaba en el Centro Cultural Caras y Caretas un policial que define de “absolutamente porteño”: Dolly Guzmán no está muerta, sobre una artista venida a menos que simula haber desaparecido para volver a ser noticia. La pieza absorbía muchas de las atrocidades que aparecen en la sección policiales de cualquier diario, más referencias a episodios centrales de la historia argentina reciente en un cóctel vertiginoso, tanto como el desfile frenético de El sistema de la víctima, donde no dejó títere con cabeza. La hipocondríaca, la paranoica, la despechada, la suicidada, hasta una anciana tilinga y gagá pero con un despotismo intacto, y una mujer que alucina voces y se interna motu proprio en un psiquiátrico. Seres que hicieron estallar de risa y conmovieron al público heterogéneo del Patio del Aljibe del Recoleta repleto de jóvenes, señoras paquetas del barrio, habitués del teatro, visitantes casuales de ese centro cultural. Hasta la cantante argentina Liliana Felipe y la actriz mexicana Jesusa Rodríguez la vieron, y se la llevan en junio próximo al D. F. para que participe del encuentro de Cabaret Político, en la sala El Viciol.
Al mes siguiente, la intérprete que admira a Ana Magnani, Bette Miller, Marilú Marini, Olinda Bozán y Niní Marshall actuará en Miami, en el Festival de Teatro Latino. Una vez de vuelta, recorrerá veinte ciudades del interior con la obra que estrena ahora. Y va por más. “En octubre quiero hacer un espectáculo bien político. Ponerme tres sacos y de acuerdo al saco elegido, como si fuera un capo cómico, hacer un discurso político distinto. Tengo que ponerme a escribir, y obviamente el modelo es Tato Bores”, adelanta. Todos sus unipersonales serán pronto publicados en un libro compilado por el investigador Jorge Dubatti. ¿Cómo llegó a este género, al que considera un “posgrado actoral, porque tengo que captar y sostener yo sola la atención”, y al que se dedica desde hace unos diez años?
Del estudio de Boero salió con mucha experiencia para dirigir teatro clásico y contemporáneo, pero no estaba conforme con la tibia repercusión, más a nivel del público que de la crítica. Decidió entonces escribir y subirse al escenario. “Al escribir mis propios textos no puedo escaparme de quien soy. Mi forma de ver la vida tiene que ver con el humor, hasta en los momentos más terribles”, confiesa. De todas formas, no hay que creerle mucho cuando asegura que lo suyo “no es oscuro ni complicado”. Es cierto: no hace falta conocer lo último del off para no quedar fuera de sus obras, pero éstas igual resultan muy atractivas.Rodeada de un grupo de personas que plasman sus ideas, advierte, cansada pero satisfecha, que “ser una fábrica de espectáculos te lleva a estar las 24 horas concentrada en esto”. Igual se las ingenia para hacer radio: los sábados a las 23 en La voz de las Madres (AM 530) conduce El Bataclán, un programa hecho de entrevistas, llamados, datos e informes de ficción con el sello delirante y bizarro de su creadora, que en cada emisión toca un tema puntual.

12/4/08

El profeta del nihilismo global

Pablo Capanna
Publicado en Ñ

Hoy que todos flotamos en un océano de información, dando ansiosas brazadas o aferrados a algún madero del Titanic moderno, ¿qué puede decirnos alguien que vive en un insignificante suburbio de Londres, no tiene acceso a Internet y escribe a mano?
Si hay alguien así que merezca ser escuchado, aunque sea porque nos enfrenta con una incómoda imagen del mundo, es James Graham Ballard. No sólo es uno de los grandes escritores del último siglo; es casi una suerte de psiquiatra del nihilismo global. Cuando la moda obliga a ser trasgresores y ya queda poco por transgredir, quizás él, que se limitó a seguir sus propias obsesiones, sea uno de los que calaron más hondo. Medido con el rasero de Eco, Ballard podría ser tanto apocalíptico como integrado. Oscila entre la condena apocalíptica del mundo actual y una delectación casi morbosa con sus perversiones, lo cual hace más inquietante sus textos.
Por décadas, Ballard fue capaz de seducirnos con una misma historia, que a veces ni siquiera es historia. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Huxley, pero quizás más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, acabará por cruzarse con él.
Rotulado (y marginado) como "escritor de ciencia ficción", recién alcanzó el reconocimiento cuando Spielberg le tendió una mano con El Imperio del Sol.
En sus comienzos admiraba a Graham Greene, luego fue Greene quien lo com paró con Conrad, y llegó la hora de que los críticos lo compararan a él con Greene. Obtuvo la bendición de Susan Sontag, el reconocimiento de Baudrillard y hasta el elogio de Martin Amis. Alguien descubrió una foto donde aparecía conversando con Borges. Algún otro incorporó el adjetivo "ballardiano" al diccionario Collins y es casi inevitable que los medios se lo apropien, en cuanto se harten de "dantesco" y "kafkiano".
Paul Tillich dijo alguna vez que vivir en un suburbio permitía tener una perspectiva más amplia que la que uno tiene en la urbe. Hace cincuenta años que Ballard vive en una sencilla casa de Shepperton, un suburbio londinense adosado al aeropuerto y traspasado por las autopistas. Viajó bastante por las costas mediterráneas, pero nunca pensó en mudarse. Alguna vez Charles Platt lo llamó "el profeta de Shepperton".
A quien se asombre de la información que parece haber tras sus textos, habrá que recordarle que durante mucho tiempo encontró inspiración en el papelero de un amigo biólogo, más fascinado por el lenguaje de la ciencia que por sus contenidos. Como buen surrealista, sostuvo que la ciencia y la pornografía se parecen porque ambas son analíticas.
En su autobiografía, Ballard ni siquiera habla de sus últimas novelas; prefiere retomar la historia de su infancia, que ya había narrado en El Imperio del Sol (1984), en La bondad de las mujeres (1991), en un documental de la BBC y hasta en una crónica del Sunday Times.
Toda su vida giró en torno las durísimas experiencias que marcaron el fin de su infancia. Criado en el barrio europeo de Shanghai, tuvo su Caída cuando repentinamente pasó de una casa con diez sirvientes chinos sin nombre, a las penurias y humillaciones de un campo de prisioneros japonés. Allí nació el poderoso símbolo de la piscina seca donde se amontonan las basuras del último verano.
Cuando conoció Inglaterra, se sintió tan ajeno a esa sociedad que hasta llegó a tener rechazo por el paisaje inglés. Lejos de una familia que nunca le había dado afecto, pasó por un internado, que "le recordaba al campo de concentración, de no ser por la comida, que era peor". Luego fue portero, vendedor de enciclopedias y redactor de una revista industrial. Hasta se entrenó como piloto en una base de bombarderos nucleares en Canadá.
Cuando quiso ser psiquiatra estudió Medicina dos años, pero quedó para siempre atrapado por la siniestra magia de las salas de disección, que selló su fantasía y su estilo. Fue entonces cuando se enamoró del surrealismo y del psicoanálisis, que parecían encarnar la trasgresión, y de la ciencia ficción, que entonces hervía de ideas estimulantes. Fue el iconoclasta de la ciencia ficción. Rechazado, admirado y vanamente imitado, propuso explorar un ambiguo "espacio interior" en lugar del espacio cósmico. Rompió con todas las convenciones de la novela catastrófica, para explorar la "arqueología del psiquismo".
Inundó al planeta en El mundo sumergido (1962), lo hizo árido en La sequía (1964) y lo congeló en El mundo de cristal (1966). Sus novelas apenas se parecían a la ciencia ficción convencional. Eran una suerte de alquimia que David Pringle sintetizó en los "cuatro elementos" ballardianos: el agua (el pasado), la arena (el futuro), el cemento (el presente) y el cristal (la eternidad).
Su primer y único amor fue Mary, la periodista con quien se casó. Se mudaron a Shepperton, un anodino suburbio cercano al aeropuerto y fueron un matrimonio poco convencional, con tres hijos que vinieron uno tras de otro. Entonces, una tremenda "injusticia de la naturaleza" (así escribió Ballard) se llevó a Mary en una semana. Víctima de una trivial infección, Mary murió en 1963, cuando pasaban unas vacaciones en Alicante.
Ballard tuvo amigas y hasta una "compañera", pero nunca pensó que nadie pudiera ocupar el lugar de Mary. Le hizo frente al dolor y se dispuso a criar a sus hijos sin ayuda, para lo cual desplegó insospechadas virtudes maternales. Todavía recuerda esos años como los más felices de su vida y confiesa que sus hijos de dieron la infancia que no había conocido.
Paradójicamente, ese fue su período nihilista. Cuesta imaginar al "psicópata" que escribía La exhibición de atrocidades (1970) y Crash (1973) después de servirles el desayuno a los chicos, llevarlos al colegio y poner en marcha el lavarropas. Ese Ballard que organizó una polémica exposición de autos chocados y un concurso literario para adictos no era un Warhol sino un perfecto amo de casa; una persona que cualquiera hubiera tomado por ferretero o empleado de correos. Escribió Crash temiendo que sus hijos tuvieran un accidente, y por esos días él mismo estuvo a punto de morir cuando se dio vuelta su auto. Nunca renegó de aquellas obras, pero hoy prefiere verlas como una drástica elaboración de su duelo.
El psiquiatra globalAños después, Ballard la emprendió con el entorno urbano, e inició su demolición en Rascacielos (1975), La isla de cemento (1974) y Hola América (1981), donde mostraba la fragilidad de los lazos sociales en situaciones límite. Cuando todos soñaban con la NASA, Ballard anticipaba el fin de la era espacial e imaginaba el día que caerían las estaciones espaciales. Antes del posmodernismo, diseñó la utopía posmoderna de Vermilion Sands. Antes que los punks y el teatro de Kantor, afirmó que "no hay futuro" y escenificó desolados paisajes de basura y chatarra. En el fundamental prólogo que escribió para la versión francesa de Crash, diagnosticó que "muerte del afecto" era la raíz del nihilismo. Habló de ese "presente insaciable" que con sus falsas novedades nos quita la posibilidad de pensar un futuro mejor.
En su etapa hipermoderna, profundizó su obsesión por el nihilismo de los no-lugares: encontró la psicopatología de la opulencia en barrios cerrados, shoppings y aeropuertos. Noches de cocaína (1996), Super Cannes (2001) y Milenio negro (2003) fueron historias un tanto morosas, cuyo germen estaba en Furia feroz , un texto de 1988 : un policial narrado de manera no lineal, con asepsia ballardiana y mediatizado por informes psiquiátricos y documentales. Retomaba así sus pesadillas urbanas de los Setenta, que ahora empalidecían ante la realidad. Kingdom Come (2006) es su última versión, quizás la más desesperada.
Aun septuagenario, Ballard seguía resistiéndose a la canonización. Sin ser tan espectacular como otros, siguió siendo tan irritativo como en la época en que hizo su terrible profecía de Ronald Reagan. Personajes como Thatcher, Bush, Blair o Berlusconi son para él los frutos del "sueño de la razón". A dos años de Malvinas, habló de "la melancolía de los conscriptos argentinos heridos" en Malvinas. Comparó la caída de las Torres Gemelas con un guión del cine catástrofe, brotado del inconsciente norteamericano. En 2003 se opuso públicamente a la invasión de Irak, anticipó un atentado en Londres y rechazó un título nobiliario, declarándose "republicano".
Ballard siempre desconfió de las entrevistas, pero nunca se negó a darlas, sin importarle si su interlocutor era apenas un lector devoto. Entonces, solía repetir casi textualmente pasajes enteros de sus ensayos y textos periodísticos, o citaba parlamentos enteros de alguna de sus novelas, como si hubiera encontrado la fórmula definitiva y ya no quisiera modificarla.
Hace dos meses se publicó su autobiografía Miracles of Life (2008), que le costó completar. En la última página, se despide abruptamente de la vida, revelando un diagnóstico terminal. Pero así como hace este anuncio con la frialdad quirúrgica propia de alguno de sus personajes, el libro termina por aparecer como un canto a la vida familiar.
En una entrevista de hace un cuarto de siglo se mostraba cansado, pero pensaba que evitar el nihilismo era una de las razones que lo animaban a seguir. Y añadía: " Siempre es posible darle la espalda a un universo bastante insípido si uno es capaz de rehacer por lo menos una pequeña parte de él a su imagen y semejanza...".
Ese fue el desafío que logró superar cuando realizó el deseo oculto de muchos escritores: transfigurar su medio cotidiano a su imagen y semejanza. Lo hizo con una tremenda novela surrealista: La Compañía de Sueños Ilimitada (1979) donde se convertía en un mesías sufriente que intentaba redimir poéticamente las opacas vidas de Shepperton y sus vecinos. En el final, el protagonista resucitado se reencontraba con "Miriam" en esas "nupcias de lo animado y lo inanimado, de los vivos y de los muertos", que cantó el hermético William Blake.
Que así sea.

11/4/08

El futuro será una guerra de psicóticos

Por Jeannette Baxter
Publicado en Ñ


No es difícil entender por qué se apodó el Profeta de Shepperton a J. G. Ballard. Su primera novela importante, El mundo sumergido, exploró las implicaciones de una catástrofe ecológica décadas antes de que el calentamiento global y el Acuerdo de Kyoto ingresaran a la conciencia pública. Luego, en su famosa novela Exhibición de atrocidades, Ballard pronosticó el ascenso de Ronald Reagan de cowboy de Hollywood a presidente de los Estados Unidos. Hasta los parámetros de la muerte de la princesa Diana en un túnel de París en 1997 estaban, en cierto modo, esbozados en Crash. Como advirtió Salman Rushdie en su momento, la naturaleza novelesca de la vida de Diana no era el cuento de hadas que creíamos sino un relato pornográfico de sexo, muerte y fama que Ballard había escrito veinticinco años antes. Con la aparición de su decimooctava novela, Milenio negro, Ballard demostró una vez más sus facultades de prolepsis: en momentos en que las fuerzas antiterroristas ingresaban al aeropuerto de Heathrow en febrero de 2003, Ballard daba los últimos toques a su propio trabajo sobre terrorismo urbano, una novela que comienza con una explosión en la Terminal 2 de Heathrow. En el transcurso de los últimos cincuenta años, la mirada indiscriminada y resuelta de Ballard se esforzó por penetrar las innumerables realidades superficiales de nuestra modernidad perturbada y por bucear en su energía inconsciente. Ballard habla aquí de sommeliers, de política, de la globalización y del papel del arte (literario y visual) en el siglo XXI. Esta entrevista se realizó por fax en enero de 2004.

Usted admite que es un consumidor más voraz de textos visuales que de textos literarios. ¿Cuándo empezó a interesarse en las artes visuales y en qué medida eso influyó en la trayectoria de su escritura? ¿Qué opinión tiene del panorama artístico contemporáneo?
Empezó poco después de llegar a Inglaterra, a fines de los años 40, cuando todavía iba a la escuela. En Shanghai no había museos ni galerías, pero el arte me gustaba mucho. Dibujaba y copiaba, y a veces pienso que mi carrera de escritor fue el consuelo de un pintor frustrado. A fines de los años 40, en Inglaterra persistía cierta controversia en relación con Picasso, Braque y Matisse, mientras que los surrealistas estaban más allá de la crítica. Los surrealistas fueron una revelación, si bien las reproducciones de Ernst, Dalí y De Chirico eran difíciles de conseguir y se encontraban con más frecuencia en los manuales de psiquiatría. Me los devoraba. Los surrealistas, y el movimiento pictórico moderno en su conjunto parecían ofrecer la clave del extraño mundo de la posguerra con su amenaza de guerra nuclear. Las dislocaciones y ambigüedades del cubismo, el arte abstracto y los surrealistas me recordaban mi infancia en Shanghai. A fines de la década del 40 también leí mucho, pero del menú internacional (Freud, Kafka, Camus, Orwell, Aldous Huxley) más que del inglés. Sin embargo, la novela moderna tenía un tono derrotista que a los dieciséis años me resultaba deprimente. A partir de Joyce había tenido lugar una gran migración interna. El Ulises tenía algo asfixiante. Los grandes pintores modernos, en cambio, desde Picasso hasta Francis Bacon, estaban dispuestos a enfrentarse al mundo, como lo hacían los amantes brutales en uno de los divanes de Bacon. Había un rastro de semen que aceleraba la sangre. No creo que ningún pintor en particular me haya inspirado, excepto en un sentido general. Más bien fue una cuestión de corroboración. Las artes visuales de Manet en adelante parecían mucho más abiertas que la novela al cambio y la experimentación, si bien eso es sólo en parte culpa de los escritores. La novela tiene algo que resiste la innovación. ¿El panorama artístico actual? Es muy difícil de juzgar, dado que la fama y la presencia mediática de los artistas están indisolublemente unidas con su trabajo. Los grandes artistas del siglo pasado tendían a hacerse famosos en la última etapa de su carrera, mientras que ahora la fama forma parte del trabajo de los artistas desde el primer momento, como en los casos de Emin y Hirst. En la actualidad hay una lógica que atribuye más valor a la fama cuanto menos acompañada esté de logros reales. No creo que en este momento sea posible llegar a la imaginación de la gente por medios estéticos. La cama de Emin, la oveja de Hirst, los Goyas desfigurados de Chapman, son provocaciones psicológicas, pruebas mentales en las que los elementos estéticos no son más que un contexto. Es interesante que las cosas sean así. Asumo que se debe a que ahora el medio, que es ante todo un entorno mediático, está sobresaturado de elementos estetizantes (comerciales televisivos, packaging, diseño y presentación, etc. ) pero empobrecido y entumecido en lo que respecta a profundidad psicológica. Los artistas (pero no los escritores, lamentablemente) tienden a desplazarse a los lugares en que la batalla es más enconada. En el mundo actual todo es objeto de diseño y packaging, y Emin y Hirst tratan de decir que esto es una cama, que esto es la muerte, que esto es un cuerpo. Tratan de redefinir los elementos básicos de la realidad, de recuperarlos de manos de los publicistas que secuestraron nuestro mundo.


En "Milenio negro" dice que la revolución de la clase media en Chelsea Marina se convertirá en parte del "calendario folclórico... a celebrarse junto con la última noche de los bailes de egresados y del tenis de Wimbledon". Si es inevitable que la revolución adquiera un nuevo envase, ¿dónde quedamos nosotros? ¿El arte puede ser vehículo para el cambio político? Las revoluciones reenvasadas tienden a ser las pseudorrevoluciones, o las que fueron ante todo acontecimientos mediáticos. La destrucción del World Trade Center el 11 de setiembre todavía no se reenvasó en algo más atractivo para el consumo. Otro hecho revolucionario, el asesinato de JFK, se diluyó con rapidez como consecuencia de la intensa cobertura mediática, la infinita repetición de la filmación de Zapruder y la proliferación de teorías conspirativas. Pero el propio Kennedy era en buena medida una construcción mediática con un atractivo emocional tan calculado como cualquier campaña publicitaria. Su vida y su muerte fueron ficciones casi por completo. Una verdadera revolución, como a su manera lo fue el 11 de setiembre, siempre surge de algún lugar inesperado. Lo que sostengo en Milenio negro es que en nuestro mundo por completo pacificado los únicos actos que van a tener alguna importancia van a ser los actos de violencia sin sentido. En el futuro el principal peligro no va a proceder de actos terroristas por una causa, por más equivocada que pueda ser, sino de actos terroristas sin causa alguna. ¿Si el arte puede ser un vehículo para el cambio político? Sí, asumo que gran parte del atractivo de Blair (como el de Kennedy) es estético, así como gran parte del atractivo nazi reside en un triunfo de la voluntad estética. Sospecho que muchos de los grandes cambios culturales que preparan el camino para el cambio político son sobre todo estéticos. La parrilla del radiador de un Buick es una declaración tan política como la parrilla del radiador de un Rolls Royce. Una protege una máquina estética que conduce un optimismo populista; la otra resguarda un orden social exclusivo y jerárquico. El art deco transatlántico de la década de 1930, que se usaba para vender desde vacaciones en la playa hasta aspiradoras, puede haber contribuido a que en 1945 el electorado británico votara la salida de los conservadores.


La mayoría de sus novelas puede leerse como una celebración provocadora del poder transgresor y transformador de la imaginación. En "Milenio negro", sin embargo, la imaginación está por completo ausente. Su frase "el apocalipsis tapizado" alude de manera alarmante a una impasse crítica e imaginativa, ¿verdad? ¿Esa declinación de la vida mental es algo terminal? Nada es terminal, gracias a Dios. A medida que vacilamos, el camino se extiende solo, se bifurca y se desvía. Pero la vida actual del Occidente próspero tiene algo muy sofocante. El aburguesamiento, la suburbanización del alma, avanza a un ritmo alarmante. La tiranía se hace dócil y sumisa y lo que prevalece es un totalitarismo blando, tan obsequioso como un sommelier. No se permite que nada nos inquiete ni perturbe. Lo que nos gobierna es la política del grupo de juegos. El principal papel de las universidades es prolongar la adolescencia hasta la mediana edad, momento en el cual la jubilación temprana garantiza que careceremos de los medios o la voluntad para producir un cambio importante. Cuando Markham (no JGB) usa la frase "apocalipsis tapizado", revela que sabe lo que en verdad está pasando en Chelsea Marina. Es por eso que se acerca a Gould, que ofrece un escape desesperado. Mi verdadero temor es que el aburrimiento y la inercia puedan llevar a la gente a seguir a un líder trastornado con muchos menos escrúpulos morales que Richard Gould, que nos pongamos botas y uniformes negros y adoptemos el aspecto del asesino sólo para mitigar el aburrimiento. Un neofascismo insensato y malsano, un racismo hábilmente estetizado, podrían ser las primeras consecuencias de la globalización, cuando Classic Coke y el merlot de California sean las únicas bebidas del menú. Por momentos miro las casas para ejecutivos del Valle del Támesis y siento que ya está aquí, que espera que le llegue el día sin tener demasiada conciencia de sí.


Sus últimas novelas experimentan con la polémica teoría de que la transgresión y el asesinato son correctivos legítimos de la inercia social. Si los actos de violencia y resistencia al mismo tiempo nos perturban y nos dan energías, ¿qué implicancia tiene para el lector esa falta de unidad moral? Las ideas sobre las ventajas de la transgresión en mis tres últimas novelas no son algo que quiera ver concretarse. Son más bien posibilidades extremas que pueden llegar a imponerse a la realidad como consecuencia de las presiones sofocantes del mundo conformista que habitamos. El aburrimiento y una sensación de completa futilidad parecen llevar a muchos crímenes sin sentido, desde los episodios de Columbine y Hungerford hasta el asesinato de Dando, y hubo decenas de crímenes similares en los Estados Unidos y otras partes en los últimos treinta años. Esos crímenes absurdos son mucho más difíciles de explicar que los atentados del 11 de septiembre y dicen mucho más del estado trastornado de la psique occidental.


Se habla muy poco del humor cambiante de su trabajo, pero sus novelas están sembradas de bromas, desde las impasibles confrontaciones de "Exhibición de atrocidades" y "Crash" hasta las observaciones irónicas de "Milenio negro". ¿Por qué el humor le resulta tan importante y por qué a algunos lectores les cuesta tanto reírse con su trabajo? Me complace que piense eso. La gente, sobre todo los estadounidenses demasiado moralistas, a menudo me consideran pesimista y carente de humor, pero yo creo que tengo un sentido del humor casi maníaco. El problema es que es algo irónico. Los lectores dicen que Milenio negro los hizo reír, lo cual es una excelente noticia, pero es cierto que la idea de una revolución de la clase media tiene en sí algo muy gracioso. Sin embargo, tal vez eso sea un indicio de cuán lavado tiene el cerebro la clase media. La idea de que podemos rebelarnos parece ridícula. En la introducción a "Crash" diagnosticó que "la muerte del afecto" era la principal enfermedad del siglo. ¿Cuál es su diagnóstico para el siglo XXI? Un siglo es mucho tiempo. Hace veinte años nadie podría haber imaginado los efectos que tendría Internet: florecen relaciones, se hacen amistades por e-mail, hay una nueva intimidad y una poesía accidental, para no hablar de la más extraña de las pornografías. Toda la experiencia humana parece revelarse como la superficie de un nuevo planeta. Dudo mucho que Internet o alguna otra maravilla tecnológica puedan detener la caída en el aburrimiento y el conformismo. Sospecho que la especie humana avanzará como un sonámbulo hacia ese vasto recurso que vaciló en abordar: su propia psicopatía. Ese patio de juegos del alma nos espera con las puertas abiertas de par en par, y la entrada es gratis. En resumen, una psicopatía electiva vendrá en nuestra ayuda, como lo hizo muchas veces en el pasado: la Alemania nazi, la Rusia stalinista, todas esas pesadillas que constituyen buena parte de la historia humana. Como señala Wilder Penrose en Super Cannes, el futuro será una enorme lucha darwinista entre psicopatías enfrentadas. A nuestra pasividad se suma que estamos ingresando en una etapa profundamente masoquista. Todo el mundo es una víctima, ya sea de los padres, de los médicos, de los laboratorios farmacéuticos, hasta del amor. ¡Y cómo lo disfrutamos!


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