Por Facundo García
Publicado en PAGINA 12
La puntualidad es la cortesía de los reyes. Por eso hace rato que Alfredo Alcón espera amablemente que llegue el cronista. Cae la tarde, y el teatro Mar del Plata –donde el actor está presentando Los reyes de la risa junto a Guillermo Francella– está en penumbras. Es el principio de un encuentro en el que se hablará del gobierno nacional, de la oposición, de arte y de sexo. Pasiones, en definitiva: “Vengan, vamos por acá”, invita él, y se interna por el laberinto de bambalinas con la soltura de un nene entre sus juguetes. En dos minutos se esfuma de los palcos del primer piso y reaparece en el centro del escenario. “Ubicate por acá. Pero ojo, porque si te quedás mucho tiempo vas a tener que actuar en la obra”, bromea.
Si las luces están apagadas da la impresión de ser un señor maduro, rodeado por un aura de fragilidad que descoloca a los que están acostumbrados a verlo en papeles vigorosos. Pero cuando se acomoda en el centro de la escenografía, su cadencia es otra. Alcón se magnifica hasta el vértigo. “Y qué lindo sería que a cada persona le correspondiera un decorado, ¿no? Aunque bueno, a veces le endilgamos a alguien un espacio de acuerdo con lo que nosotros creemos que le corresponde, y casi lo obligamos a permanecer ahí”, dice.
Además uno cambia continuamente. Nadie se corresponde con un único decorado toda la vida.
Cambiás a cada segundo. Si nos pusiéramos a enumerar todos los pensamientos que han pasado como pescaditos por nuestra mente desde que arrancamos esta charla, nos sorprenderíamos. Pero somos cabezas duras: tratamos de ordenar el mundo, de clasificarlo en términos fijos, hasta que vienen huracanes y nos sacuden la estructura. El día en que uno aprende a convivir con esos huracanes, se da cuenta de que puede ser más flexible. A mí me gusta el cambio. Detesto los lugares estáticos. Una sala repleta de gente haciendo ruido, y yo teniendo que esperar, sin posibilidad de hacer nada para modificar eso: ésa es para mí la descripción del infierno.
Pasiones
La necesidad de “que pase algo” lo persigue desde siempre. Una noche, el Alfredo niño le pidió a su papá que le bajara la luna. El hombre accedió: trajo una escalera y empezó a subir estirando las manos al cielo. La adrenalina de ver cómo ascendía por los peldaños dejó su huella en el hijo. “Yo soñaba. Hacía fuerza para que el cielo se abriera y bajaran los ángeles tocando sus trompetas –se transporta–. Tanto deseaba que ocurriera algo determinante, que una vez agarré una estampita de la Virgen de mi madre, la rompí en pedacitos y se la tiré en la cara, sólo para originar una reacción.” De ahí a la dramaturgia había unas pocas cuadras. “Cuando mi familia iba al teatro era distinto. Nos preparábamos quince días antes. Mi madre y mi abuela se vestían con sus mejores ropas y veíamos a potencias como Margarita Xirgu. ¿Cómo no me iba a apasionar con eso? (se ríe para adentro) Obvio, nadie me avisó que después iba a tener que dar funciones todos los días, si no hubiera evaluado mejor en qué me metía.”
¿Y consiguió esos cambios que buscaba?
Casi. El hecho estético es “la inminencia de una revelación que no se produce”, como decía Borges. Hay días en que antes de comenzar la función sentís que el público está respirando a tu ritmo. Y cuando es un gran texto, toda la sala palpita. Surge un silencio extraño. El público no siempre se da cuenta. Pero a ver: ¿por qué fue al teatro? ¿Por qué espera que le cuenten una historia? Para ver si entiende algo más. Entonces hacés lo tuyo, y por un brevísimo segundo intuís un paisaje sin nombre. Después se termina. Caés de nuevo y te parece que lo que estás haciendo es una mierda.
Borges decía aquello de la “inminencia de una revelación” a propósito del arte. Pero también hay quien experimenta así al fenómeno que llamamos Argentina.
Supongo que tiene que ver con que para terminar de revelarnos tenemos que definir mejor nuestro sentido de pertenencia, y no necesariamente a partir de elementos rimbombantes. Mis abuelos, sin ir más lejos, se largaban a recordar “el sol de mi pueblo”, “la plaza de mi pueblo” y hasta “el vino de mi pueblo”, aunque sospecharan que no iban a volver ahí nunca más. Una vuelta yo estaba juntando unos mangos para ver si podía pagarles un viaje a su lugar natal. Le pregunté a mi abuelo si realmente estaba interesado en regresar allá por unos días. ¿Y sabés qué me dijo? “Por supuesto. Quiero ver si creció un arbolito que planté.” ¡El viejo me dio una respuesta poética!
Cuando se habla de pasiones, a Alcón se le ilumina el semblante. Se entiende por qué encarnó a El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilson, y al demonio que tentaba al Nazareno Cruz de Favio. “Un apasionado es siempre peligroso para los que están arriba. Y una sociedad que te permite apasionarte y cuestionar es lo contrario a una sociedad fascista”, sentencia.
¿Será por eso que se le tiene tanto miedo al debate y la polémica?
El debate que proponen algunos políticos se parece a la pelea entre dos vecinas que se llevan mal. Yo he discutido con gente de derecha que te argumentaba y te permitía tener debates fascinantes. Pero con la derecha argentina eso no pasa. Y no te pido tanto como un pensamiento, ¿eh? No seamos tan pretenciosos. Hablemos, por ejemplo, del lenguaje. De elegir los sustantivos, los adjetivos y los verbos que sean adecuados. Hay una aridez tremenda. Se limitan a gritar “¡y el año que viene, ya van a verrr!”. Vos les ves el brillo en la mirada y te das cuenta de que lo de ellos es un odio barato. Porque hasta en el odio, que no es bueno, puede haber creatividad y sutileza.
¿Nunca se le dio por militar?
No me afilié a ningún partido. No obstante –y por motivos muy concretos– idealicé al peronismo durante mi infancia. Nosotros éramos de Ciudadela. Mi padre trabajaba en una fábrica y me acuerdo de que un día vino feliz, contando que estaban aplicando unas leyes bárbaras: las ocho horas de trabajo, el aguinaldo, las vacaciones. Yo era chico y no entendía mucho, pero percibía mayor tranquilidad en casa, a un nivel casi energético.
Las simpatías de Alcón tienen más raíces profundas. Cuesta imaginarlo en la escuela (¿Lo pondrían las maestras a actuar de San Martín en todos los actos?). Como sea, él se limita a relatar que hubo una mañana de esta tierra en la que él era chiquito y espiaba la ciudad desde su balcón. Esa mañana su universo tembló. “A los ocho o nueve años me asomé para ver una comitiva que venía por la General Paz. ¿Y a quién veo en la ventanilla de uno de los autos? A Evita. Ella no estaba saludando gente, ni a nadie. Simplemente se trasladaba a algún acto. Pero por un segundo me miró y nos quedamos los dos así, quietos. Después el auto siguió, y me guardé esa mirada.”
Y cuando se integró al ambiente teatral ¿ya estaba politizado?
En cierta medida sí. Cuando quise estudiar teatro, a los catorce, fue un escándalo en casa. “Vago”, me decían. Para colmo mamá ya había quedado viuda y yo era hijo único, así que el peso de mi elección era mayor. Necesitaba conseguir trabajo en un horario que me permitiera cursar en la escuela de teatro. Medio como manotazo de ahogado, escribí a la Secretaría de Trabajo y Previsión. Mi vieja me decía: “¡No les pongas que querés estudiar teatro! ¡No te van a dar bola!”. Y sin embargo lo puse. A la semana recibí una respuesta con siete u ocho laburos para que fuera a presentarme. Yo sé que Evita no se debe haber ocupado personalmente de una minucia así, pero la carta tenía su firma.
¿Qué espera de la política?
Espero justicia en su sentido más elemental. Que los pobres también tengan derecho a elegir, a conquistar su chance de saber quiénes son en lo más hondo sin que otros les elijan el destino. Espero que el mundo los respete lo suficiente para que puedan buscar, equivocarse y perder un poco el tiempo sin que eso signifique pasar hambre.
Nos venimos acercando a la pregunta y llegó: ¿me cuenta qué opina del gobierno de Cristina?
Le veo cosas que me interesan mucho. Lo que pasa es que en Latinoamérica hay un asentamiento terco de la pobreza como condición de las mayorías. Dos por tres, para hablar mal del Gobierno te dicen que si vas a Chile vas a encontrar una potencia mundial, y resulta que vas y hay taperas de barro igual que acá, en Ecuador o en Brasil. Ahora han parado un poco con esa zoncera de que “salvo nosotros, los demás nadan en la abundancia”. Conducir este país no es fácil, no es administrar Suecia. Por otra parte, la misma Presidenta se ha ocupado de decir que queda mucho por hacer. Yo tengo ganas de creer, y sentir eso ya es mucho.
En algunos sectores se vive un clima especial. De fe, digamos.
Exactamente. Me encanta que los jóvenes, que parecían lejos de todo, se hayan calentado y tengan ganas de ver de qué se trata y de involucrarse en serio. Es como si se hubieran dado cuenta de que sólo con buenas intenciones no arreglamos nada. No es tan complejo: con que algunos ganaran menos ya sería bastante. No puede, no debe ser imposible el equilibrio. De lo contrario, no lo necesitaríamos tanto.
Como artista, usted vive encarnando seres diversos, así que debe conocer bien la “paleta humana”. ¿Qué tipo de personajes necesitaría la Argentina, si el país fuera una obra teatral?
Antes que nada, aclaro que yo no tengo dones de conducción política. Si algún día me ves como ministro, preocupate (risas). Brecht escribió “pobre del país que necesita héroes”, y no estaba errado. Por supuesto que uno puede pensar en el Che Guevara, que fue un héroe necesario. Pero sin duda era más necesario encontrar el camino para que triunfaran sus ideas y él no muriera como murió. No sé si hacen falta estrellas. Si lográramos mantener coherencia y persistencia en las ideas –con todos los caminos que hay que transitar para conseguir eso, porque a veces hay que gambetear un poco sin perder el rumbo– estaríamos haciéndonos un gran favor. Ojo: la trampa está muy bien hecha: hasta el mismo pobre a veces cree que la miseria es su destino porque así lo manda Dios. Después de hablar de Evita, se me vino a la mente la mirada del Che, mirá vos.
En breve, la multitud empezará a hacer fila para ver el show. “¡Te dije, si te quedás un rato más en el escenario, te meto en la obra!”, se divierte Alcón. Hay aroma de final, y el entrevistado se incomoda cuando se le sugiere que a lo mejor ya tiene su lugar en la historia. “Si querés apostamos –ironiza–. Lo más probable es que dentro de un par de décadas no se acuerde nadie, y no me molesta en absoluto.” La memoria precipita una imagen que lo caló: “Había un maestro que se llamaba Pedro López Lagar. Agustín Alezzo y otros estudiantes de teatro iban a verlo cuatro o cinco veces seguidas, de tanto que lo admiraban. Y un día me lo encontré sentadito, esperando para saludar a una actriz más joven que no sabía de él ni quería salir de su camarín para conocerlo. Me dolió tanto verlo solo que me acerqué y le mentí. Le inventé que la mujer no iba a salir porque estaba sufriendo un tremendo dolor de muelas. Si talentos como el de aquel ídolo cayeron en el olvido y el aislamiento, ¿quién soy yo para que me recuerden?”.