Publicado en THE INDEPENDENT
El 15 de diciembre pasado, en una avant première realizada en Nueva York, Jeff Bridges se mostró entusiasmado por el brillante futuro que le espera a la chica de 13 años que lo acompañaba. La muchachita dio una vuelta para las cámaras y, sin aliento, les dijo a los reporteros que había terminado sus exámenes de séptimo grado durante la filmación, y que se preparaba para el octavo. En la película, Bridges interpreta a un sheriff venido abajo, con un parche en el ojo, a quien la chica contrata para vengar la muerte de su padre, asesinado por un renegado llamado Tom Chaney, que tiene una quemadura de pólvora en la mejilla...
¿El argumento suena conocido? Por supuesto. La versión original de Temple de acero (True Grit) se estrenó en 1969, dirigida por el veterano Henry Hathaway, y le dio un Oscar al personaje principal, interpretado por el mejor cowboy de todos los que se vieron en pantalla: John Wayne. Después de toda una vida en las películas, fue el único Oscar de Wayne, a los 62 años (“Guau”, dijo Wayne, al recibir la estatuilla de manos de Barbra Streisand. “Si me hubiera puesto ese parche 35 años más temprano...”). Pero la película fue un éxito por varias razones. Por empezar, era para toda la familia. En su núcleo estaba la precisa, precoz, hiperarticulada y muy cristiana jovencita, Mattie Ross, que siempre se abre camino y logra intimidar a Rooster Cogburn, el tuerto y alcohólico hombre de ley. Por otro lado presentaba tres desagradables villanos, Jeff Corey, Dennis Hopper y Robert Duvall, y en el lado de los buenos estaba el cantante country Glen Campbell, haciendo –no muy bien– de un soldado de Texas llamado LaBoeuf. La luminosa fotografía de la película era responsabilidad de Lucien Ballard, el director de fotografía favorito de Sam Peckinpah. Presentaba un climático tiroteo en el que Cogburn, insultado de manera intolerable por cuatro enemigos montados, toma las riendas con la boca y galopa hacia ellos, disparando y recargando un rifle con una mano y un revólver con la otra. Y tenía un final feliz, en el que Rooster visita a Mattie en su rancho familiar: ella le dice que le gustaría que los enterraran juntos y él, diciendo “ven a ver alguna vez a este viejo gordo”, salta una cerca en su espléndido caballo nuevo.
¿Qué fue, entonces, lo que pudo haber persuadido a Joel y Ethan Coen, los niños terribles de Hollywood, los más peculiares e inteligentemente extraños cineastas, de realizar una remake de Temple de acero? En su versión, además de Bridges, están Matt Damon como LaBoeuf, Josh Brolin como el asesino Chaney y la sorprendente Hailee Steinfeld como Mattie. Ciertamente hay algunos clásicos toques Coen: una escena inicial que es un largo, lento acercamiento de cámara, una risible escena de linchamiento, una coda final que es un lento y largo alejamiento de la cámara, un momento surrealista en el que un oso a caballo surge del helado bosque de Colorado. Pero la mayor parte de la película no se toma libertades demasiado shockeantes con respecto a la trama original. Los primeros comentarios en Estados Unidos lo llamaron “una pieza reverencial de nostalgia”, y asumieron que, por una vez, los Coen quisieron hacer un film “normal”. ¿Puede eso ser verdad?
Una visión tan limitada pierde de vista el punto principal. De hecho pierde dos puntos: el primero es que la nostalgia es lo último que les interesa a los Coen. Temple de acero es una película sobre la redención, y tanto su tema como su idioma son tan modernos como Wikileaks. La narrativa sobre el tipo venido abajo, el alcohólico, el corrupto, el anticuado, el retirado o caído en desgracia moral que de pronto encuentra el camino de retorno y se levanta en medio de una gran aventura, es el mito más potente en la cinematografía moderna. Está por todos lados. Dos semanas después del estreno de Temple de acero llegará Country Strong, la historia de Kelly Canter (Gwyneth Paltrow), una cantante alcohólica que acaba de salir de rehabilitación después de su arresto por desorden público, y al salir a la ruta descubre que una irritante joven rival está cantando sus canciones. Es una versión con agregado de lágrimas y peleas con novios del papel que Jeff Bridges hizo el año pasado en Crazy Heart, el cantante country & western en decadencia que gana el corazón de Maggie Gyllenhall.
El año pasado, Michael Caine interpretó al soldado retirado que se convierte en vigilante urbano en el thriller de venganza inglés Harry Brown. Dos años atrás, un casi irreconocible Mickey Rourke virtualmente se interpretó a sí mismo en El luchador, sobre un luchador de catch que se niega a sucumbir a una nueva carrera detrás de un mostrador de venta de salchichas. Llegó poco después de que Clint Eastwood fuera en Gran Torino Walt, un viudo retirado de su trabajo en una fábrica y ex combatiente de Vietnam cuya vida parece confinada a regar su jardín y a gruñirles a sus relaciones, hasta que se redime a sí mismo salvando a sus vecinos orientales y dispersando a una pandilla local a balazos.
Todas estas películas vuelven sobre el clásico que Sidney Lumet filmó en 1982 sobre El veredicto, el drama de tribunales de David Mamet: allí Paul Newman era Frank Galvin, un alcohólico, decadente, etc., abogado que tomaba un caso de mala praxis médica. Todos siguen la misma trayectoria, mostrando ante el espectador cómo un desesperanzado terminal se embarca en una aventura de gloria o muerte. Donde los Coen tienen un logro particular es en darle a su héroe decadente un orgullo subversivo, aun en su desesperanza: el Rooster de Jeff Bridges nunca duda, ni por un momento, de sus habilidades, aun cuando falla al dispararle a una botella de whisky en el piso. Su autoconfianza personal llega de la mano de un viaje nocturno para salvar a un ser humano, más que por derrotar a un enemigo o ganar un premio. Así es una película que conmueve más que el acostumbrado triunfo-del-decadente.
La segunda virtud que los críticos parecen no haber advertido es que los Coen no intentan hacer una remake del film, sino que tratan de hacer una versión más fiel del libro. La novela de Charles Portis en la que se basa Temple de acero apareció en 1968 y causó cierta conmoción en círculos literarios, pero fue rápidamente eclipsada por el ruido alrededor del Oscar para John Wayne. Los hermanos Coen volvieron a la astuta ficción de Portis porque les gustó no exactamente la trama sino su estilo único con el lenguaje. Hasta aquí, los críticos estadounidenses no parecen haberse dado cuenta de que Portis les dio a sus personajes un formato de conversación que encaja perfectamente con el amor de los Coen por las comunidades extrañas, fuera de norma. Empezando por el hecho de que no hay una idea clara de cómo hablaban los cowboys en 1880, los Coen se burlan de todo el género de tipos duros haciendo hablar a todos de un modo bastante formal. ¿En qué otro western una jovencita podría señalarle a un soldado de Texas su “inefectiva persecución” de un villano? ¿En cuál un soldado podría decirle a un sheriff que “parece haberse graduado de merodeador a ama de leche”?
Temple de acero es una remake que tiene sentido. Toma el material original, un libro que subvierte y demuele las más honestas convenciones del género western, y retuerce sus tácticas. Pero también honra el habla única del original, encontrando en ello un lenguaje con el que los realizadores pueden liberar su alegre infierno. El resultado es maravilloso: una película que sirve para graficar la diferencia entre una remake y una genuina reinvención.