Por Silvina Friera
Publicado en PAGINA 12
Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”. Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad.
La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico.
Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro.
Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.”
De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante.
En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh.
Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable.
Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”.
A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”.
Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!”.