Para Lola…
1.
Provengo de una familia para la cual la literatura no se encontraba entre sus prioridades por lo que, desgraciadamente, no tuve ningún incentivo referido a la lectura. Pero recuerdo que, cuando recién estaba aprendiendo a leer, un día mi maestro nos llevó a la biblioteca del colegio. Y para mí fue un deslumbramiento. A partir de entonces, los libros se convirtieron en objetos mágicos, fascinantes. Porque comprendí que ellos me ofrecían la posibilidad de descubrir el mundo.
La bibliotecaria me prestó el primer libro que leí en mi vida: Sandokán, el Tigre de la Malasia, que debía devolver dos semanas más tarde. Era de la inolvidable colección Robin Hood, y recuerdo que lo llevaba todo el tiempo conmigo, como si fuera un amuleto. O mejor: un talismán, un objeto precioso. Al poco tiempo, con mis propios ahorros, compré ese mismo libro porque quería conservarlo. Hoy, casi cuarenta años después, aún lo conservo. Y cada tanto lo saco de mi biblioteca y vuelvo a hojearlo, a recorrer sus páginas, y a sentir esa maravillosa sensación original de infinito goce. Nuevamente, ese “deslumbramiento” que me provocó al leerlo por primera vez. Creo que fue entonces que decidí que era eso lo que quería para mi vida: leer y escribir. Pero no podría asegurarlo con exactitud. Tal vez no sea cierto y esa vivencia responda a un deseo un poco caprichoso de la memoria. De cualquier manera, no importa. Como decía un gran escritor latinoamericano: “uno no es lo que ha vivido sino lo que elige recordar de lo que vivió”.
2.
Durante mi infancia y adolescencia, de una u otra forma los libros siempre estuvieron cerca de mí. Claro que esa etapa, tan importante en la vida de una persona, en mi caso coincidió con los años más oscuros de la historia argentina: los de la dictadura militar. Y se sabe que por entonces los libros –o al menos algunos– pasaron a ser tan peligrosos como un arma. Aún así, recuerdo cómo me sobrecogió la lectura del cuento Casa tomada de Julio Cortázar en 1980, mientras cursaba el primer año de la secundaria. Ahora pienso que mi profesor de literatura de entonces, el señor Ares (no recuerdo su nombre), tuvo un cierto grado de valentía al darnos a conocer a un escritor que estaba claramente prohibido. Si bien no comprendí entonces el sentido profundo de ese relato, en el que dos hermanos van siendo cercados por una casa cuyas habitaciones “desaparecen”, algo de su fuerza alegórica sin dudas provocó una alteración en mi mente adolescente y poco entrenada. El mismo profesor Ares, al comprobar mi interés por los libros, me obsequió (con un poco de temor y muchas reservas) un libro que también me impresionó: Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski. Sólo mucho tiempo después entendí el por qué de sus temores al traerme ese texto al colegio en un sobre marrón que no me permitió abrir hasta que estuviera en mi casa. Dostoievski es hoy uno de mis autores predilectos y su lectura me transporta a la patria de la infancia.
(No quiero olvidarme de aclarar que por estos años, fines de los setenta y comienzos de los ochenta, la biblioteca del colegio se encontraba clausurada y desvastada, luego de una visita que los militares hicieran en el colegio, del cual se llevaron no sólo los libros que consideraban “subversivos” sino también a varios sacerdotes que consideraban de igual modo.)
3.
Me cuesta un poco decidir títulos y autores cuya lectura pudiera recomendar a niños y adolescentes. Son tantas y tan buenas las opciones al alcance de cualquiera (sobre todo en lo referido a autores argentinos) que resultaría ocioso y un tanto presumido. Pero puesto a elegir uno entre tantos, me quedo con Monteiro Lobato, el magnífico escritor brasileño a quien, lamentablemente, descubrí ya siendo adulto. Fundamentalmente, su relecturas de los mitos griegos adaptados para el lector infantil. Y, por supuesto, no quiero olvidar a los títulos de la inolvidable colección Robin Hood, que aún se pueden hallar en cualquier librería de “viejos”.
4.
Siento agradecimiento, además, porque gracias a ellos hoy me gano, humilde y orgullosamente, el sustento para mi familia.
Y me reconforta saber que, entre las pocas cosas que dejaré a mis hijos, se encuentra mi querida biblioteca, que espero ellos sepan disfrutar como lo hice yo.