Por Fernando D´addario
Publicado en PAGINA 12
No se sabe qué habrá sentido Fito Páez cuando los altoparlantes del bunker macrista escupieron, en medio de los festejos por el triunfo PRO, los acordes de “Dale alegría a mi corazón”. Es probable que le haya causado más gracia que asco (el que escribe estas líneas se aventura a proyectar en el vapuleado rosarino sus propios sentimientos al respecto), en una suerte de hidalgo reconocimiento a la ironía del ganador. Macri y los suyos no suelen incurrir en gestos irónicos: sus reacciones, aunque estudiadas, apuntan a lo lineal, a las emociones básicas y elementales. Un lapsus de ligera sutileza –aunque materializado en forma de gastada– siempre es bienvenido.
Gilda, en cambio, no puede opinar sobre la utilización de “No me arrepiento de este amor” porque está muerta. Es posible conjeturar, sin embargo, que no le hubiera desagradado escuchar uno de sus hits en boca de Macri. Su música, al menos, no es hostil al espíritu PRO. “No me arrepiento de este amor” es el prototipo de la cumbia “blanca”, simpática, pum para arriba, ajena a cualquier especulación conflictiva. Una cumbia, digamos, “no crispada”. Le permite a Macri, además, fingir (tras un esfuerzo encomiable) que lo popular no le da tanto asquito.
Pero a Manuel Quieto, líder de La Mancha de Rolando, no le gustó nada prender el televisor y escuchar en cadena nacional su canción “Arde la ciudad”. Un poco porque no se sentía “bienvenido” al jolgorio. Pero fundamentalmente, uno intuye, su irritación fue producto de una evaluación un poco más profunda: el espíritu del tema en cuestión está en los antípodas del clima festilindo post-menemista que Durán Barba eligió para las celebraciones macristas. Aunque las letras no se explican, ésta en particular alude a aquella “fiesta de todos” que la dictadura impuso durante el Mundial ’78 para tapar sus secuestros, sus desapariciones y sus torturas. Cuando Manu Quieto canta “la gente festeja y vuelve a reír, / pero este carnaval, que hoy no te deja dormir, / mires donde mires ella está ahí”, se está refiriendo a la estupidez colectiva que contagió a buena parte de la sociedad argentina hace más de treinta años. Esa clase de alegría boba que se parece al adormecimiento. Manu sabe de lo que habla porque es sobrino de Roberto Quieto, líder montonero secuestrado por la Triple A en 1975. Cuando un comando se lo llevó, Manuel, que tenía un año, estaba en sus brazos.
Sin caer en reduccionismos injustos –no es lo mismo, claro, la dictadura que el conservadurismo neoliberal de Macri–, “Arde la ciudad” podría servir para burlarse amargamente, también hoy, de ese cotillón de globos amarillos y papel picado que el actual oficialismo porteño despliega para instaurar una nueva y artificial “fiesta de todos”. Quieto se quejó apelando al capital simbólico que encierra su canción. La contestación del PRO fue inherente a su lógica: el tema se puede usar porque se le pagó a Sadaic.
Resulta hasta osado pedirle a Macri una lectura comprensiva de los textos que utiliza para arengar a sus adeptos. Durán Barba lo sabe bien y explota esa aparente limitación de su cliente hasta convertirla en una expresión de espontaneidad (¿o impunidad?) positiva. Macri no leyó la letra de “Arde la ciudad” porque su límite es muy preciso: sólo llega hasta el envoltorio de las cosas; su curiosidad musical no trasciende la frontera de un estribillo pegadizo.
Ya que de marketing se trata, podría haber celebrado con la gran marca cultural/turística de la ciudad, bailándose un tangazo de Pugliese con María Eugenia Vidal. ¿O no dijo alguna vez que el tango es “la soja de la ciudad”? Pero tanto artificio se le hubiese vuelto en contra: la presunta idiosincrasia tanguera de los porteños, cargada de nostalgia y cuestionamientos metafísicos, está a años luz de la tilinguería PRO que se pretende inocular en los –bastante permeables, debe reconocerse– vecinos de esta hermosa ciudad.