Por Sandra de la Fuente
Publicado en TEATRO
La vida del compositor Christian Wolff representa, tal vez mejor que ninguna otra, la convergencia –y también el choque– cultural entre la vieja tradición europea y la vanguardia estadounidense en la música, desde mediados del siglo pasado.
El menor de la célebre constelación de músicos relacionados estéticamente con John Cage nació en 1934, en Niza, la ciudad francesa en la que sus padres se radicaron tras entender que la crisis económica alemana no les permitiría continuar con el trabajo editorial comenzado tiempo atrás, en Munich. Kurt, el padre de Christian, era un conocido editor. Fue responsable de la difusión de la vanguardia literaria centroeuropea, el primero en publicar a Kafka. También publicó a Walter Benjamin y a Robert Musil.
El exilio en Nueva York, en el año 1941, no interrumpió el contacto de los Wolff con el mundo intelectual europeo, en parte porque muchos de sus actores también se habían exiliado en Manhattan pero además porque, a poco de haber llegado a Estados Unidos, la familia consiguió crear la editorial Pantheon Books y las Series Bollingen, dedicadas a la difusión de la obra de Jung y sus continuadores.
SEIS CLASES EN SEIS SEMANAS
“De esos primeros tiempos en Nueva York, recuerdo la presencia en casa de Hannah Arendt”, comenta Christian Wolff en la charla telefónica que mantiene con esta cronista desde la granja donde vive hoy, en Vermont, poco antes de viajar a Buenos Aires para participar del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín. Wolff también recuerda las discusiones en la casa familiar ubicada en Washington Square sobre El héroe de las mil caras, el libro de Joseph Campbell publicado por sus padres. El círculo intelectual de los Wolff no hizo más que ampliarse luego de su llegada a Estados Unidos. Las reuniones y discusiones incluían a artistas estadounidenses como la coreógrafa Jean Erdman y el poeta Edward Estlin Cummings, y no dejaban de lado las relaciones con músicos de la vieja escuela como Rudolf Serkin. El joven Christian no tardó en incorporar a John Cage dentro de ese núcleo tan amplio como selecto.
“Es cierto que mi destino como pianista parecía más o menos trazado”, reconoce Wolff apenas se le pregunta por ese entorno intelectual y por sus comienzos en el piano. “El único problema es que yo no estudiaba lo suficiente como para convertirme en un pianista. No sabía muy bien hacia dónde orientarme. Y, apenas entrado en la adolescencia, postergaba el momento de dedicarme al estudio de las obras, me distraía escribiendo mis composiciones que todavía no tenían un tono personal ni estaban trabajadas con mucho criterio. Se las llevaba a mi maestra, sin demasiada convicción estética, pero seguro de que demorarían el tiempo de la práctica instrumental”.
Fue esa maestra de piano, Grete Sultan, quien lo puso en contacto con John Cage y le abrió las puertas de un nuevo universo musical. Suele decirse que fueron sólo seis clases, pero el número suena más a exageración mítica que a realidad. ¿Qué pudo haber aprendido de composición en tan poco tiempo?
“¡Efectivamente, fueron sólo seis clases distribuidas en seis semanas!”, confirma Wolff del otro lado de la línea. “En ese momento, las ideas compositivas de Cage estaban vinculadas con la creación de timbres nuevos –en percusión y a través del piano preparado–, además de un muy calculado procedimiento estructural basado en espacios composicionales definidos por longitudes relacionadas proporcionalmente (lo que él llamaba ‘estructura rítmica’). A mí me interesaba esa búsqueda de timbres nuevos, pero especialmente el procedimiento estructural, que era tan lógico como útil para componer una pieza. Sus desarrollos sobre el uso del azar, que más precisamente significaban componer sin permitir que surgiera la expresión personal del compositor, también empezaban a aparecer en esos tiempos. Y yo adherí sin ninguna dificultad, naturalmente, a esa idea de desalojar la autoexpresión en la música.
”Entonces, en esas seis clases me enseñó cómo usar las estructuras rítmicas. Me dio también algunos ejercicios de contrapunto en el estilo de Palestrina y analizamos el primer movimiento de la Sinfonía op. 21 de Webern. En seis semanas, terminé el análisis de Webern, empecé a utilizar la estructura rítmica y ambos desistimos de los ejercicios de contrapunto. A ambos nos aburrían, y yo no era bueno en esa técnica. De cualquier modo, llegué a escribir algunas piezas e inventé varios procedimientos, algunos de ellos derivados de la estructura rítmica. En ese punto, Cage me dijo que toda la instrucción había sido planeada para que yo pudiera aprender una disciplina de trabajo y que creía que yo ya la había adquirido así que no veía la necesidad de seguir con las clases. Lo que siguió fue una relación muy fructífera, con encuentros regulares en los que conversábamos y nos mostrábamos los nuevos trabajos”.
Pero, si es verdad que las instrucciones de Cage fueron rápidamente asimiladas por Wolff, hay que decir también que el encuentro sirvió de catalizador para las reflexiones metodológicas que Cage venía realizando. Porque en ese tiempo, Bollingen Books había publicado el I Ching y el joven alumno decidió regalárselo a su maestro: “El libro no estaba disponible en inglés desde hacía muchísimo tiempo”, cuenta Wolff. “Y a mí me pareció que a John podía interesarle. Yo me sentía siempre en deuda con él porque no me cobraba las clases. Él había decidido no cobrarme incluso sin que yo se lo hubiera pedido, creo que un poco por imitar la actitud que Schoenberg había tenido con él, cuando se ofreció a darle lecciones gratuitas sabiendo que a aquel joven le iba a resultar dificilísimo pagarle. Como sea, yo siempre buscaba algo para gratificarlo y tuve la impresión de que el I Ching iba a intersarle.”
Hay un silencio en la línea, pero no se debe a una interrupción en la comunicación sino a que Wolff, de pronto, se queda evocando aquel momento singular y particularmente siginificativo para las futuras concepciones compositivas de Cage: “Recuerdo que miró la contratapa del libro, la grilla para identificar hexagramas. Se detuvo en esos croquis un largo rato. Unos meses después, me confesó que estuvo entretenido con ese material durante mucho tiempo antes de ponerse a estudiar el libro completo. Me dijo que, apenas le entregué el libro, se dio cuenta de que allí encontraría un método de trabajo. La grilla muestra cómo realizar los 64 posibles hexagramas con ocho trigramas combinados en posiciones primarias. Y eso le resultaba muy útil para dar un marco metodológico a sus ideas compositivas. Pero como él no era una persona frívola no quedó apegado al hallazgo de una mera técnica, de un procedimiento formal, sino que se adentró en el libro completo y estudió el I Ching como filosofía, como religión.
–¿El interés de Cage por la filosofía oriental surgió con la lectura del I Ching?
–No, no. Por el contrario, John ya estaba muy interesado en filosofía oriental y leía mucho sobre budismo. Por eso, cuando mis padres publicaron el libro, se lo llevé entusiasmado, sabiendo que le interesaría.
–El libro sistematizó las ideas de Cage sobre el azar en la composición, ¿no es cierto?
–De algún modo, sí. Él había pensado ya muchas cosas acerca del azar, pero no estaba del todo satisfecho con lo que había conseguido. En ese momento no podía decir hasta qué punto el libro marcaba un punto de cambio respecto de sus ideas anteriores. Ya había compuesto algunas obras valiéndose del cubo mágico, pero la manera en que el I Ching abre varias posibilidades y te hace elegir finalmente entre un número acotado le interesó muchísimo. Podríamos decir que vi el nacimiento de un nuevo método composicional. Lo que es cierto, también, es que más tarde usó el libro para lo que fue escrito: lo consultó para intentar resolver cuestiones vitales.
–Volviendo al resultado de las lecciones de Cage, resulta significativo que alguien ligado familiarmente a la tradición musical europea como usted, se desentendiera completamente del contrapunto. ¿Sostuvo esa idea a lo largo de toda su obra?
–Sobre el contrapunto, sigo pensando más o menos lo mismo que en aquellos primeros años. No me interesa demasiado. Creo que en algún momento escribí que el contrapunto, la armonía, la melodía y todas las categorías comunes a los procedimientos musicales no son necesarias como punto de partida, aunque es probable que aparezcan en la obra ya como un accidente o como resultado de la utilización de otros procedimientos. Creo que también dije, al principio de los años ‘50, que en cierto punto toda la música se vuelve melódica. Creo que nuestras ideas generales tenían que ver con la independencia de los sonidos, con la desconexión, la discontinuidad, con eso que Henry Cowell definió como sacarse de encima toda esa goma de pegar, ese engrudo –el contrapunto, la armonía, el desarrollo motívico– que se utiliza para sostener y dar continuidad a los eventos musicales. Pero mentiría si dijera que me mantuve completamente apegado a esa idea y tengo que reconocer que, especialmente a partir de los años ‘80, empecé a utilizar bastante el contrapunto.
–A partir de esas seis clases, usted pasó a formar parte de un núcleo de compositores que cambió la historia de la música, un grupo conocido como Escuela de Nueva York, que integraron también Morton Feldman y Earle Brown, junto con el pianista David Tudor. Pero, más allá de haber estados juntos en la Nueva York de esos años, no es fácil encuadrarlos a cada uno de ustedes dentro de una misma escuela. Esa idea parece más impuesta por la distancia histórica que por una vinculación estética real. ¿Cómo fue esa relación?
–En principio, fue con Morton con quien tuve un vínculo más cercano. Earle no llegó a Nueva York hasta el ‘52, y en ese año yo ya pasaba muchísimo tiempo en la universidad de Harvard, donde había ingresado en el otoño del ‘51. Hablábamos mucho acerca de lo que escribíamos, nos mostrábamos las obras. John también formaba parte de esos encuentros. No discutíamos demasiado, no tratábamos de imponer un sistema estético sino que más bien teníamos la idea de que cada uno hacía las cosas de manera muy diferentes de los otros y que así debía ser. Lo que sí compartíamos era la idea de indeterminación, el uso de una notación alternativa a la clásica y el ideal de mundos sonoros más abstractos que, de algún modo, negaban cualquier tipo de expresión subjetiva. Nos veíamos como grupo, pero un grupo en el que cada uno hacía su propio y nuevo camino. Y, sobre todo, nos apoyábamos mutuamente.
–¿Usted necesitaba la solidaridad de un grupo? ¿Se sentía solo en su camino haciendo una música para pocos?
–No me preocupaba demasiado que a poca gente le gustara la música que hacía porque había gente que sí la apreciaba y mucho: bailarines, artistas plásticos, muy de vez en cuando algún otro músico, y por supuesto, Cage, Feldman, Brown y Tudor. No, no me sentía solo, pero sabía que formaba parte de un grupo muy reducido.
LO CLÁSICO Y LO EXPERIMENTAL
–Ha hablado de limitar la expresión de una subjetividad en la música. Y es cierto, su música parece obstinada en negar todo tipo de desarrollo dramático. Por eso, sorprende un poco saber que ha dedicado su vida académica al estudio de la literatura clásica y en especial a las tragedias de Eurípides. ¿De qué modo vincula la experiencia de la literatura clásica con su música?
–No tengo manera de vincularlas. Me apasiona la lectura de los clásicos. Me parece que el espíritu clásico tiene un misterio. Como no quise volverme un académico de la música –quería poder hacer siempre con la música lo que me gustara, conservar la más completa libertad–, entonces elegí la literatura como un modo de vida académica, profesional. Hace once años me jubilé y sigo disfrutando de la literatura. También sigo componiendo estrictamente lo que me interesa.
–¿Sigue buscando nuevos sonidos? ¿Sigue apostando a la originalidad de los años ‘60?
–Sí, sigo apostando a la originalidad, si por esto se entiende no dar nada por sentado. Sigo cuestionándome esos hábitos constructivos que, alrededor de los años ’50, dieron como resultado el neoclasicismo de Stravinski o el serialismo de Schoenberg. Nosotros hemos intentado caminos alternativos, nuevos. No estoy muy seguro de que hoy busque nuevos sonidos con el mismo entusiasmo con el que emprendí la búsqueda en aquellos años. Pero lo que hacía en ese tiempo era experimental, procedía sin saber exactamente dónde terminaría, cómo concluiría la pieza. Y tengo que reconocer que todavía sigo en esa búsqueda, aunque de un modo diferente. De hecho, creo que la buena música del pasado se caracteriza por haber sido experimental para su tiempo. No hay otro modo de que la música tenga vitalidad. También pienso lo experimental en términos más amplios, como aquello que insinúa la posibilidad de un cambio. Y esa es una idea política: lo experimental en música puede ser una imagen de la posibilidad de un mundo diferente y mejor.
–Ahora que habla de política y del mundo, me gustaría saber si sigue adhiriendo al marxismo, si sigue pensando que es factible un progreso en la música, en el arte, en el mundo.
–El marxismo, o de un modo más general, la izquierda, emergió en la música durante los años ‘70 (aunque habría que aclarar que Hanns Eisler, el alumno de Schoenberg, ya en los años ‘30 era un músico con orientación marxista). No sé si se puede pensar en un camino de progreso a través del arte. Por lo menos esa idea hoy no puede reducirse a un enunciado simple sino a varios y con múltiples derivaciones. Pero sí creo que al hacer música –como al desarrollar cualquier otra actividad– uno puede comportarse mejor o peor en términos políticos, mostrarse autoritario o democrático. Y, como dije antes, al adoptar una actitud experimental, uno también adopta un punto de vista político, aunque sólo sea el de ofrecer una imagen de esperanza y de cambio. Esa actitud experimental nos permite salir de un mundo que está bastante dañado sin ser antes ganados por la nostalgia.