5/12/11

Ironías de la historia

Por Horacio González
Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

Las ironías de Carlos Pagni, una de las revelaciones del diario La Nación –si descartamos el humor superado de Carlos Reymundo Roberts, señorito jovial que reproduce jornadas de jocosidad antiplebeya tal como lo dice su nombre y podían darse en un delicioso foyer de algún club exclusivo de caballeros a finales del siglo XIX–, no tienen indudablemente un tono amistoso. Es que la ironía, que a veces es un instrumento pudoroso de la amistad, suele ser también una malicia complaciente de las conciencias que no quieren verse todo el tiempo ejerciendo un acto de vituperio. Es así que lo hacen también con autocontención, provocando la sucinta risa del agraviado, que finalmente comprende, aflojando tal vez su empaque. ¿Qué se comprende? Que el agravio puede ser gratuito, y que puede picar menos o más según la importancia que se le dé a la vibración humillante que quede resonando en el aire. Sea como sea, como decisión de ataque, la ironía es el instrumento de una cautela. O la pedagogía del desprecio ejercido con discreción.
En este terreno, observando nada más que cuestiones de estilo, Clarín sigue con su complejo aparato aforístico –me refiero a sus editoriales principales–, con remates coloquiales alrededor de expresiones barriales y una sentenciosidad que aunque preanuncia catástrofes, lo hace con un dejo sobrador, por momentos una picaresca de sobreentendidos suburbanos, a veces un cancherismo que sabe el juego de todos los implícitos: es el humor de las redacciones viejas, tamizadas por un profesionalismo desencantado y diálogo con núcleos densos de interés que por ser tácitos, deben crear una lengua que apenas los rodee, los diga con habilidades sibilinas, tocando incluso cuerdas atrevidas, no es raro que progresistas, pero de desciframiento un tanto aceitoso, no siempre fácilmente asequibles. Pero La Nación ha encontrado nuevas plumas, de naturaleza irónica, que conviven con los retazos de las viejas posiciones. En lo perseverante del diario está el sostén de los dictámenes áulicos de Morales Solá o Grondona, con mayores o menores simetrías históricas y dosis más o menos dosificadas de acrimonia, casi siempre con oscuras, graves advertencias; en los rebordes, los retablos espirituales de los que se sienten injuriados por los signos y atmósferas de época, y en el caso que nos ocupa, por Institutos que aluden a viejos próceres y reverdecimientos de historiografías rosistas que, no por ser conocidas, dejan de esparcir sagrados espantos.
Pero Pagni no. Espanto ninguno. Bien por ahí. Todo le estimula su filoso instrumento irónico, con el cual trata un manojo de suspicacias que usualmente no pasarían de pobres prejuicios de un sector que cree que los lenguajes sociales están establecidos con el rigor definitivo de los estamentos culturales del mundo clásico. No en Pagni. En él se convierten en el ajuar despreciativo de un hombre de mundo, son pequeñas obritas del periodismo contemporáneo sus sobreentendidos mordaces; sus elegantes condenas a un mundo intelectual que sin embargo no se priva de mostrar que conoce; y sus palabras seleccionadas para la risa de los cofrades. Sabe ofender. Pero uno también sabe reír y sabe sentirse ofendido, con dignidad de lector. Es decir, puede leerse algo que nos concierne como si fuera dirigido a otro o como si solo fuera un conjunto de enconos de un hábil prestidigitador, lo que vendría a equivaler a la ética supersticiosa del lector, recomendada por cierto escritor universal argentino. Pagni sabe a quién me refiero, o si no dirá que “los humanistas escriben difícil”. Pero en verdad no escribimos sobre Pagni, sino sobre un personaje de ficción cuya figura parece poseer una cabeza calva con sonrisa de lansquenette –Pagni sabe lo que es– protegiendo con sonrisa de medio tono sus humoradas presuntamente destructivas.
La cuestión de esta nota atañe a la creación del Instituto Dorrego, que Pagni considera una “ventanilla” donde un grupo le ganó la competencia a otro; donde el prócer fusilado sería una metáfora banal de fusilamientos, que cualquier político usaría para referirse a un maltrato eventual por parte de la prensa. No es así, pero por lo menos debe haber sido divertido escribirlo, un hallazgo para la noble tribuna. La palabra ventanilla puede significar en Proust un viaje por el campo, en Pagni, una imputación. La palabra fusilamiento recorre en cambio toda la historia moderna y siempre es acertado meditar un poco antes de hacerla parte de una chanza. Pero esas chocarrerías elegantes que intentan recrear las redacciones periodísticas de la época en que Rubén Darío y Lugones escribían en los diarios, son ahora utilaje menor. Alcanza para justificarlo en el club dirigido por Roberts, pero no para proporcionarle la indulgencia que se les dedica a los ingenios chispeantes que además dicen verdades. Disociemos aquí las cosas.
No es verdad que haya habido ninguna puja, se sabe. Lo que además se comienza a saber es lo que también ya se sabía. Circularidades, Pagni, circularidades. Que el país tiene en debate, entre tantas otras cosas, la formas y los fundamentos de la elaboración de sus grandes textos de historia contemporáneos, esto es, su pasado en cuestión, pues no hay ninguna sociedad que conserve en absoluta quietud sus criptas ilustres ni que quiera reemplazarlas por otras simétricamente invertidas. Lo que se quiere es presentar el principio de reformulación permanente de las raíces intelectuales de todo proceso histórico, donde cada tiempo presente tiene derechos nuevos a la interrogación responsable y meditada, no por eso sin combate. El combate por la historia, como dijo Lucien Febvre.
Es más, la garantía efectiva de la democracia consiste mucho más en considerar la historia como un conjunto de saberes colectivos en revisión antes que efectuar una clausura que incluso teniendo rasgos de gran originalidad, como la que intenta Ernest Renan en Francia en los mismos tiempos en que Saldías escribe aquí su historia de Rosas, deja la educación no en manos del Estado ya realizado, no de una clase profesional –siquiera de historiadores oficiales–, sino de grandes sacerdotes laicos, pregramscianos, que a fuer de pacificadores colectivos dejan un relato escolar brillante pero disecado.
Revisar es preciso. Vivimos y no podemos dejar de vivir una época en la cual la sociedad tiene que generar vigorosas corrientes de opinión autónomas que lancen atrevidas fórmulas de reescritura, nuevos métodos de investigación y nuevos ingenios sobre las grandes hipótesis sobre la relación tiempo-texto (¿es otra cosa la historia?). La hora latinoamericana, que Deodoro Roca formulaba como consigna de otra generación argentina, vuelve a reclamar ahora nuevas pasiones y posturas. En cuanto al Estado... funda Institutos, sí. Redacta decretos sobre ellos, sí. Pero esto supone mucho más una oferta de discusión que el proyecto de fabricar un escudo de Aquiles, ya elaborado y pintado incluso en su diversidad concluida, listo para la marcha. No. Un Estado garantiza libertades no sólo cuando las define y las sostiene desde afuera, sino cuando discute consigo mismo. Un ejemplo parecido, Pagni, es la buena academia discutiendo consigo misma. El historiador liberal norteamericano Nicolas Shumway, con una visión que introduce cierto elemento de liviandad en el tratamiento de la historia (unas “ficciones orientadoras”, una “invención de la nación”, terminologías de algún modo hoy triunfantes) en su libro La invención de la Argentina, da sin embargo una interpretación cercana al artiguismo y mucho menos a lo que hoy seguiríamos llamando imprecisamente mitrismo.
Otro ejemplo más interesante: si cotejamos la Historia de la Nación Latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos, con Historia contemporánea de América Latina, de Tulio Halperin Donghi, podrán surgir toda clase de distinciones y diferencias. A éstas las conocemos de memoria. Pero surge, además, que en ambos casos la historia es producto de una decisión de escritura compleja, la escritura-irónica de combate en Ramos (usted la entiende, Pagni) y la escritura-tiempo de Halperin, no menos irónica, tratando sobre indecidibles así como Ramos trata de la historia como absoluta decisión política entre la frustración y la salvación. Estilos contrapuestos, pero mostrando que la historia que interesa es la que pone en revisión, primero, sus propios instrumentos en una sociedad que examina sin miedo sus escrituras y lenguajes públicos. La historia es irónica, Pagni. Cuando a algunos –sabemos que no a usted– les parece que un Leviatán se queda con todo, todo un país demuestra que se trataba de avanzar un paso más en la discusión colectiva.


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