2/12/13

“Me voy al mar para ser el mar”

Por Jorge Dubatti (*)
Publicado en PÁGINA 12

¿Cómo nombrar a Alejandro mientras lloro su muerte? Gran espíritu, gran amigo. Actor excepcional, actor-esfinge del teatro argentino de todos los tiempos, clásico y underground a la vez, gigante en el San Martín y en el Parakultural, en el Club del Vino y en el Rojas, el hermano de Batato y el discípulo de Martín Adjemian y Augusto Fernandes. Imágenes imborrables, radiantes, en el corazón: su Demonio en El relámpago, su Polonio y su Actor en Hamlet o la guerra de los teatros, su joven Hitler en Mein Kampf farsa, su Juana de Ibarbourou en El método de Juana, su María Julia en La Carancha, su Wittgenstein en Almuerzo en la casa de Ludwig W. Actor-poeta, poeta-actor, autor de tres libros inefables, referencia esencial de la literatura de la posdictadura (aunque él decía que no era escritor), escritos a mano en cuadernos llenos de dibujos que ocultaba u olvidaba en baúles y que me honra haber rescatado, incluso contra su voluntad: Vagones transportan humo (2000), elegido por Página/12 entre los mejores libros de ese año, Legión Re-ligión. Las 13 Oraciones (2007), La poseída (2008). Me regaló muchos de esos cuadernos, que atesoro y espero publicar.

En una pared del departamento de Miramar que le prestamos con Nora, donde pasó varias semanas, escribió: “Me voy al mar/ para ser el mar”, parte de uno de sus poemas más bellos. Maestro sufi, le regalé El pájaro azul, de Maeterlinck, y enloquecido me dijo que iba a adaptar esa obra, bajo la forma de un Tiltil anciano y decrépito que recuerda su viaje metafísico. A cambio me regaló Los sufis, de Idries Shah, libro que me cambió la vida. Alejandro grabó textos de maestros sufis para mi programa de Radio Nacional, y textos de Octavio Paz, Marosa Di Giorgio y otros poetas; esas cintas son otra forma de conservar su memoria. Recuerdo su visita a la Escuela de Espectadores cuando estrenó Atendiendo al Sr. Sloane: se pasó las dos horas cantando flamenco y recitando poemas, los espectadores en trance. Adorado Alejandro, gracias por tu teatro sagrado y por tu persona luminosa.

(*) Doctor en Historia y Teoría de las Artes.

Me voy al mar
a reconciliarme
con todos los que están adentro
para que salgan afuera
y se vayan
tranquilos ellos
tranquilo yo
otra vez el cuenco de paz.
Me voy al mar a reírme
para volverme rico
para hacer cosas buenas
para enseñar como hacerlo
me voy a descifrar mensajes
porque me llaman
me voy a buscar piedras preciosas
abajo de las olas.

Alejandro Urdapilleta
Vagones transportan humo.

28/10/13

Adiós al poeta rockero del lado salvaje

Por Roque Casciero
Publicado en PÁGINA 12

Tenía pésimo carácter, era manipulador y lo odiaban casi todos lo que habían trabajado con él, con Andy Warhol a la cabeza. Sin embargo, ninguno de ellos podía dejar de reconocer la dimensión extraordinaria de su obra, su cualidad única para lograr que la poesía, el rock y la vanguardia musical salieran juntos a dar un paseo por el lado salvaje de Nueva York, del mundo, de la vida. Lou Reed, que falleció ayer a los 71 años por causas todavía no determinadas –-había sido sometido a un trasplante de hígado en mayo pasado– fue eso y mucho más, en cinco décadas de carrera que transformaron no sólo al rock sino a la cultura occidental toda. Sin Velvet Underground, la banda que lideró a fines de los ’60, no podría siquiera imaginarse al glam, al punk ni al rock alternativo. Así de monumental fue la influencia de Reed, poeta del rock y rockero poético. Y así lo reconocieron siempre David Bowie, Kraftwerk, Luca Prodan, los Strokes, los Ramones, U2, Iggy Pop, Patti Smith, Duran Duran, Television, R.E.M., Sonic Youth, Pixies y Morrissey, entre muchísimos otros colegas.
Así de enorme, también, es el agujero que deja su fallecimiento en los corazones de miles de seguidores en todo el mundo: la relación con la obra de Reed casi nunca podía ser casual, más allá de que haya tenido algunas canciones que sonaron en las radios. Con él había que ir a lo profundo, dejar que sus palabras lacerantes volvieran a cortar esa llaga mal cicatrizada, hacer propios dolores ajenos como forma de aprendizaje, sufrir y gozar los latigazos, asomarse (desde lejos, en lo posible) a los abismos del suicidio y la adicción, sentir el desgarro de que te arranquen a un hijo de las manos, percibir la espada de Damocles del cáncer sobre tu cabeza, enamorarse de la persona más equivocada posible, teñir de nostalgia un día perfecto, tener sexo en los lugares más cochambrosos, dejar correr la adrenalina del que va a pegar drogas a los barrios bajos, meterse en las orgías más zarpadas... Reed lograba eso con sus canciones. Y no precisaba mirar desde un púlpito ni pretender identificaciones vacuas: era un tipo culto que escribía desde las tripas, como pocos lo han hecho en la historia del rock.
Antes de formatear buena parte de la música contemporánea con el primer álbum de The Velvet Underground, Lou Reed ya había pagado derecho de piso en el mundo de las letras y en el de las melodías. Nacido en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, Lewis Allan
Reed se crió en el seno de una típica familia judía de clase media y aprendió a tocar la guitarra por el interés que le despertaban las canciones que escuchaba por la radio. Como al personaje de su canción “Rock’n’roll”, lo que se colaba por el éter le salvó la vida. Y después, cuando se fue a estudiar literatura a la Universidad de Syracuse –donde tuvo como mentor al poeta Delmore Schwartz–, primero se propuso ser escritor, pero enseguida descubrió que podía hacer que las canciones dijeran algo más que “nena, ¿quieres bailar?”. “Pensé que todos los compositores sólo escribían sobre una pequeñísima parte de la experiencia humana”, contó Reed. “Considerando que un disco podía ser como una novela, podías escribir sobre otras cosas. Era tan obvio que me maravillaba que no estuviera haciéndolo todo el mundo. ¡Agarremos Crimen y castigo y convirtámoslo en una canción de rock and roll!”
Mientras, debió soportar que sus padres lo sometieran a tratamientos de electroshock para “curarle” su bisexualidad y, de paso, esas ideas locas de dedicarse a vivir con una guitarra eléctrica colgando encima de su campera de cuero negra. Cuando salió del hospital, contó más tarde, se había “convertido en un vegetal”. “No podés leer un libro porque llegás a la página 17 y tenés que ir de vuelta a la 1. O dejás el libro durante una hora y cuando querés seguir donde habías terminado, no podés porque no te acordás de lo que leíste. Tenés que empezar todo de nuevo. Si dabas una vuelta a la manzana, te olvidabas de dónde estabas.” Más tarde, Reed volcó en la canción “Kill Your Sons” ese extremo sentimiento de sentirse traicionado por sus padres.
Durante el último semestre en la universidad, mientras tomaba drogas y tocaba con su bandita de la época, Reed compuso dos de las canciones que cambiarían el panorama del corpus literario rockero unos años más tarde, cuando las publicara en el debut de The Velvet Underground: “Heroin” y “I’m Waiting for the Man”. La primera era la descripción de los vaivenes emocionales de un shoot de heroína; la segunda, el cúmulo de sensaciones al ir a pegar esa droga a Harlem. Con ese bagaje, Reed se recibió, volvió a casa de sus padres en Freeport y de allí se fue a Nueva York, donde consiguió trabajo componiendo canciones que remedaran los estilos de moda en el sello Pickwick. Era como una fábrica de temas-chorizo en la que cobraba 25 dólares por semana y no recibía derechos de autor. Las canciones sonaban prefabricadas, compuestas a las apuradas y grabadas con recursos mínimos. Sin embargo, en ese contexto hostil, Reed se formó como compositor, metió algunas letras y sonidos interesantes y conoció a un músico galés que se codeaba con lo más granado de la avant garde neoyorquina pero cobraba unos verdes para grabar en Pickwick: John Cale.
Con el agregado del guitarrista Sterling Morrison y la baterista Maureen Tucker (Angus McLise, el batero original, no llegó a grabar), The Velvet Underground estuvo listo para cruzar la alta poesía con la podredumbre de los callejones y la vanguardia con el más básico rock’n’roll. Entonces Andy Warhol, que ya era toda una estrella, descubrió a la banda y le propuso asociarse a un proyecto llamado Exploding Plastic Inevitable: el cuarteto, hierático y con rigurosos lentes oscuros, tocaba mientras se proyectaban sobre los músicos varias películas del artista plástico en simultáneo, se usaban luces estroboscópicas (una novedad en los ’60) y algunas “estrellas” de la Factory warholiana subían al escenario a bailar y agitar látigos. La entrada de la modelo alemana Nico, que tenía pocos antecedentes como cantante, fue sugerencia de Warhol. Y también fue él quien “produjo” The Velvet Underground and Nico y quien diseñó la banana despegable de su portada.
Las canciones del debut de Velvet Underground, aparecido en marzo de 1967, iban de la placidez de “Sunday Morning” al ruido extremo de “The Black Angel’s Death Song”, del submundo de las drogas de “Heroin” y “I’m Waiting for the Man” a la declaración de amor de “I’ll Be Your Mirror”, de las chicas malas de “Femme Fatale” y “Run Run Run” al sadomasoquismo de “Venus in Furs”. Es una obra monumental, un cachetazo bien neoyorquino al hippismo de la costa oeste, tan influyente como los discos de Los Beatles, los Stones y Bob Dylan. Pero, claro, no vendió demasiadas copias, dada la temática y lo avanzado de su propuesta. Es todo un lugar común, a esta altura, decir que los pocos que compraron el disco comenzaron su propia banda. Un lugar común con mucho fundamento, por cierto.
Si Lou Reed no hubiera vuelto a grabar una sola canción en su vida, igual ese debut de Velvet Underground alcanzaría para ubicarlo bien alto entre los máximos creadores de la historia del rock. Pero hizo mucho, mucho más, incluso a la altura de semejante obra maestra. Con el cuarteto grabó tres álbumes más: el abrasivo White Light, White Heat (’68), The Velvet Underground (’69, ya con Doug Yule en lugar de Cale) y Loaded (’70), antes de refugiarse nuevamente en la casa paterna a ver el horizonte. Algunas de las canciones contenidas en esos álbumes son clásicos de Reed, como “Sister Ray”, “Candy Says”, “Pale Blue Eyes” (la que él prefería entre las de su cosecha), “Sweet Jane” y “Rock’n’roll”.
Lou Reed (’72), su primer disco solista, traía varias de las canciones que habían quedado inéditas en VU, pero su sonido de rock genérico no ayudó a su suerte. Quien sí lo hizo fue uno de sus admiradores, David Bowie, quien le propuso producirle su próximo trabajo. Transformer (‘72) mostraba una cara glam de Reed y la ambigüedad sexual estaba expuesta en primer plano. “Mi primer álbum estaba lleno de canciones de amor, en éste son todas canciones de odio”, dijo el cantante. “Perfect Day”, “Vicious”, “Satellite of Love” y especialmente “Walk on the Wild Side” llevaron al disco a los charts, algo impensado para el poeta oscuro del rock. “Cualquier canción que mencione el sexo oral, la prostitución masculina, las drogas y el valium, y así y todo la pasen por la radio tiene que ser muy cool”, dijo el crítico Nick Kent respecto del “Walk...”.
Si el mundo esperaba otro disco accesible después de Transformer, Reed ciertamente lo decepcionó: Berlin (1973) es la desgarradora historia de una pareja de junkies en la que hay niños que lloran, un suicidio, todo mal... Y así y todo, ese disco conceptual producido por Bob Ezrin es otra obra maestra de Reed. El álbum recién fue tocado en vivo y en orden más de treinta años después de su salida. Ese patrón de “disco comercial” versus “obra artística difícil de digerir” se repetiría más adelante en la carrera de Reed, lo que quizás haya boicoteado sus posibilidades de ventas, pero que ciertamente estableció sus credenciales como artista que se cagaba en las concesiones.
Reed hizo giras en las que simulaba inyectarse mientras cantaba “Heroin”. Se tiñó el pelo de rubio. Bajó a tierra. Dejó las drogas. Volvió a las drogas. Volvió a dejarlas. Estuvo en pareja con una transexual. Se dejó ganar por la vida burguesa. Se casó con una fan. Reapareció como poeta rockero. La muerte de Andy Warhol lo llevó a juntarse con John Cale, lo que desembocó en un regreso bastante pobre (en términos artísticos) de Velvet Underground. Se divorció. Puteó a los republicanos y a los más extremos los acusó de incestuosos. Se casó con la cantante y artista multimedia Laurie Anderson. Grabó un disco basado en Edgar Allan Poe, otro para hacer tai chi y uno con Metallica.
Y en el medio, dejó otra cantidad de obras de una altura difícil de empardar. Por ejemplo, Metal Machine Music (’75), que también es difícil de escuchar: un vinilo doble cuyas cuatro caras solamente contienen ruido blanco y manipulaciones electrónicas. “No hay paneos. No hay sincronización. No”, decía en una suerte de manifiesto el sobre interno de ese álbum que tantos fueron a devolver y que el crítico Lester Bangs declaró el mejor disco de la historia. O The Blue Mask (’78), con una dupla de guitarras impresionante junto a Robert Quine. Y, claro, el enorme New York (’89), en el que retrató como nadie el esperpento del final de la era Reagan-Bush. Y “Magic and Loss” (’92), sobre cómo lidiar con la enfermedad y las pérdidas. Y hasta Ecstasy (2000), que lo trajo a Buenos Aires por segunda vez (la primera había sido en 1996, para la presentación de Set the Twilight Reeling; volvió en 2008 para acompañar a su esposa en un par de temas).
En 1987, hablando sobre su carrera con un periodista de RollingStone, Reed dijo una frase que puede sonar pedante, pero que no está exenta de realidad: “Siempre pensé que si se la veía como un libro, entonces ahí tenés la Gran Novela Norteamericana, cada disco como un capítulo. Están todos en orden cronológico. Agarrá todo, apilalo y escuchalo en orden: ahí está mi Gran Novela Norteamericana”. ¿Habrá sido una tardía justificación para su mentor Delmore Schwartz, que odiaba el rock? ¿O el arrepentimiento por no haber cumplido su sueño juvenil de consagrarse como escritor? Como fuera, su obra, amplificada por el poder de la música, trasciende esas carencias. Pero la idea de escucharla en orden sí tiene sentido. Tal vez sea la mejor manera de despedir a un artista tan crucial que, a pesar de haber sido acusado de convertir a varias generaciones en zombies drogones, les salvó la vida a unos cuantos. Igual que le pasó a él cuando el rock’n’roll le llegó desde la radio.


El último ladrido

Por Sebastián Ramos 
Publicado en LA NACIÓN

"¿Cómo me mantengo creativo? Me masturbo todos los días, ¿ okey ?" En su último encuentro con la prensa, cuatro meses atrás, durante una conferencia en el festival de publicidad y creatividad de Cannes, Lou Reed, a los 71 años, seguía mostrándose tan filoso como lo han sido siempre su guitarra y su palabra. Acababa de recuperarse de un trasplante de hígado, pero eso no lo iba a detener. "Soy un triunfo de la medicina, la física y la química modernas", escribió tras la operación. "Soy más grande y más fuerte que nunca." Ese perro de dientes apretados, considerado uno de los más grandes poetas que dio el rock norteamericano y uno de los artistas más influyentes de su generación, ayer lanzó al cielo su último ladrido.
"Me temo que es verdad", le confesó su agente británico al periódico The Guardian, luego de que la revista Rolling Stone diera la noticia ayer por la tarde de la muerte de Reed, el músico que desde su irrupción con The Velvet Underground, a mediados de los años 60, en Nueva York, cambió el sonido, la poética y la estética del rock.
Lewis Allan "Lou" Reed nació en Brooklyn el 2 de marzo de 1942, y comenzó a construir su distintiva ruta musical el mismo día en que conoció a John Cale, un músico galés de formación clásica e influenciado por el avant-garde con quien a mediados de los años 60 formó las bandas The Primitives y The Warlocks. Poco después, tras sumar a su proyecto sonoro al guitarrista Sterling Morrison y a la baterista Maureen Tucker, el grupo pasó a llamarse The Velvet Underground y ya nada sería lo mismo.
En la convulsionada Nueva York de 1965, el cuarteto cayó en manos de Andy Warhol, el influyente hombre que actuó como una suerte de manager y padrino artístico al mismo tiempo y que les sugirió invitar a la modelo alemana Nico para que cantara con ellos. Dos años más tarde, The Velvet Underground & Nico , el álbum de la banana en la portada, apareció como un cachetazo vicioso en la escena neoyorquina: sadomasoquismo, drogas duras, sexo corrosivo y marginales sin freno fueron el eje de la lírica de un disco estridente que, desde lo sonoro, plantó las semillas de lo que pronto se conocería como música noise y se consideraría piedra fundamental para el movimiento punk. "El primer disco de Velvet Underground vendió 30.000 copias en los primeros cinco años'', dijo alguna vez Brian Eno. "Creo que cada uno de los que compraron una de esas 30.000 copias armó una banda".
¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?, se preguntó. Foto: AP / Fritz Ress
Pero ésta sería apenas una, la primera, de las tantas veces que Lou Reed marcaría el camino para las generaciones futuras. Dos discos y tres años más tarde de aquel debut movilizador, Reed dejó la banda e inició una carrera solista que lo convertiría en uno de los poetas urbanos más finos y agudos de la vida en las grandes ciudades. De allí que su Nueva York lo llore sin fronteras artísticas (ver aparte) y sus textos (escritos, poemas y canciones) sean considerados hoy fieles retratos de una época.
La década del 70 entonces le depararía a Reed otro encuentro creativo fundamental, y la figura de David Bowie aparecería en su mundo a través de la producción de una de sus mejores placas, Transformer (1972), que incluye clásicos como "Perfect Day", "Walk On The Wild Side" y "Satellite of Love", entre otros.
Luego llegarían obras como Berlin (1973), una especie de ópera rock conceptual y callejera, o Metal Machine Music (1975), su álbum apreciado al mismo tiempo como "el peor disco de la historia" o su "música más libre y experimental".
Músico prolífico, en los años 80 Reed muestra una faceta más alejada de los excesos, y a fines de la década, con New York (1989), termina de definir el estilo de compositor culto e irónico que lo acompañaría hasta estos días.
El cruce decisivo de los años 90 tuvo cara de mujer. Fue entonces cuando conoció a quien fue su compañera inseparable, la artista Laurie Anderson (con quien visitó la Argentina por última vez en 2008, días después de casarse finalmente, para la presentación del espectáculo Homeland ). A su lado, Reed ahondó en su camino espiritual, devino en estudioso del tai chi y cultor de la vida saludable.
No por eso dejó de ser un artista inquieto, y el nuevo milenio lo encontró con proyectos como The Raven ("releí y reescribí a Poe para hacerme otra vez las mismas preguntas. ¿Quién soy? ¿Por qué siento el impulso de hacer lo que no se debe?", escribió en el libro interno del álbum) o como el que quedará en la historia como su último disco en vida: Lulu , un álbum doble en el que volvió a acariciar lo áspero junto al grupo Metallica. "Fue una unión celestial", dijo.
Además, trabajó con directores de teatro y cine como Robert Wilson, Wim Wenders y Julian Schnabel, y acompañó en varias performances y proyectos a su esposa Anderson, incluyendo un "concierto para perros", en una frecuencia que los humanos apenas pueden percibir. A los 70 años, su crítica seguía siendo audaz: "Las canciones han perdido impacto. Incluso las buenas. Están en todas partes, suenan en todas las situaciones, pero muy bajito, sin fuerza. Quiero reivindicar el poder transformador del sonido a mucho volumen, cuando te pega en el estómago y te quita el aliento", dijo años atrás sobre la situación actual del rock.
En abril de este año, Reed recibió un trasplante de hígado y su esposa advirtió en una entrevista con The Times: "Es tan grave como parece. Se estaba muriendo. Uno no hace estas cosas por diversión... No creo que se recupere totalmente de esto, pero sin duda volverá a hacer [cosas] en unos pocos meses. Ya está trabajando y haciendo tai chi. Estoy muy contenta. Es una nueva vida para él".
Ayer, Lou Reed falleció en Southampton, Nueva York, debido a un problema de salud relacionado con su trasplante, según informó su agente literario, Andrew Wylie. El rock ha perdido a su último salvaje.

23/10/13

¿Es todavía Shakespeare nuestro contemporáneo?

Por Jan Kott

Quiero empezar con la descripción de un pequeño incidente, una escena si se quiere, que tuvo lugar a finales de la década de 1850. El sitio es Jersey, en las islas anglonormandas. En una tarde de invierno dos hombres están dando un paseo al lado del mar. El uno es viejo, el otro es su hijo. El joven le pregunta al viejo:

—Padre, ¿qué piensas de este exilio?
El viejo le responde:
—Que va a durar mucho tiempo.
Silencio.
Pasado un minuto o algo así, el joven pregunta:
—Padre, ¿y qué vas a hacer?
El padre responde:
—Me pondré a mirar el océano.
Tras otro momento, el viejo le pregunta al joven:
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Voy a traducir a Shakespeare —replica el hijo.
El viejo era, por supuesto, Víctor Hugo, y su hijo se convirtió en uno de los primeros traductores de Shakespeare al francés. El pequeño incidente ayuda a responder la pregunta del título. Shakespeare es casi siempre en un sentido u otro nuestro contemporáneo, sólo que hay épocas en que, para parafrasear a George Orwell, resulta más contemporáneo que en otras.
Shakespeare era desde luego el contemporáneo de Víctor Hugo, pero incluso en este incidente hay dos perspectivas temporales diferentes. Está, de un lado, la intemporalidad de los mares, el océano, que bañaba las costas de Jersey al igual que lo hiciera con las playas de Beachy Head que aparecen en el Rey Lear. Pero también está el tiempo específico del exilio. Víctor Hugo fue desterrado por Napoleón el Pequeño en 1855 y permaneció en las islas anglonormandas hasta1870; durante este tiempo Shakespeare fue su contemporáneo, el de toda su familia, toda vez que sus palabras parecían un comentario directo sobre la condición que estaban padeciendo entonces.
No era éste el primer encuentro de Víctor Hugo con Shakespeare. Supongo que apenas tendré que mencionar el prefacio a Cromwell (1827), aparecido unos años antes del gran espectácu­lo romántico deHernani (1830). ¿Qué estaba en juego allí? Que la historia no se comporta como las tragedias neoclásicas quisieran hacérnoslo creer. La historia es repugnante. Tiene mal olor. ¿Pero podían ellos, educados en Racine, tolerar en un escenario trágico a reyes deslenguados como cocheros y a reinas que se comportan como verduleras? El impacto de Shakespeare sobre todo el período romántico fue muy fuerte. Para la generación de Víctor Hugo, y para los un poco más jóvenes que él, la alternativa era entre Racine, que no era su contemporáneo, y Shakespeare, que sí lo era.
¿Pero qué queremos decir aquí con “contemporáneo”? Creo que es obvio. Es algún tipo de relación entre dos épocas, la que ocurre sobre el escenario y la otra que ocurre fuera de él. Uno es el tiempo habitado por los actores, el otro es el tiempo habitado por la audiencia. La relación entre ambos tiempos determina finalmente si Shakespeare ha de considerarse contemporáneo o no. Cuando las dos épocas están conectadas estrechamente, entonces Shakespeare es contemporáneo.
Déjenme citar el discurso que Hamlet le echa a Polonio sobre los actores: “que los traten bien, porque ellos son los resúmenes y breves crónicas del tiempo”. La palabra más importante aquí es “tiempo”. ¿Cuál tiempo? Shakespeare era el contemporáneo personal de sus audiencias en el Globe y en Blackfriars, no tan lejos de donde estamos sentados ahora. Era, por primera vez, el contemporáneo de alguien porque vivía al mismo tiempo. Iba al mismo mercado al que iban sus audiencias. Escribió sus obras para esos visitantes al mercado. Compartía con ellos las imágenes de la ciudad, los carnavales y el folclor. Éste es el primero y principal sentido en que Shakespeare fue un contemporáneo.
Pero cuando nos valemos de este pequeño cliché interesante —Shakespeare como nuestro contemporáneo—, no estamos pensando en el sentido que acabo de mencionar. Queremos decir que Shakespeare se ha vuelto un contemporáneo de nuestros cambiantes tiempos y que estos tiempos han modificado la percepción que tenemos de Shakespeare. Cualquiera sabe que Víctor Hugo influyó en el resto de los románticos con su apego a Shakespeare, pero Shakespeare también fue influido por Víctor Hugo y su generación. Shakespeare siempre ha sido influido por aquellos que lo interpretan, de Hugo a Brecht y Beckett. Tenemos una especie de relación dialéctica doble: los tiempos que cambian y las imágenes cambiantes de Shakespeare.
Tal vez la mejor manera de apreciar esta imagen cambiante de Shakespeare y de los personajes shakesperianos sea partiendo de dos citas muy conocidas, una de Goethe y otra de Brecht. La primera viene en Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, donde Goethe describe a Hamlet de la siguiente manera: “Un ser bello, puro, noble y de moral elevada, que no tiene la fuerza nerviosa del héroe, se va a pique bajo el peso de algo que no puede ni cargar ni dejar de cargar. Todos los deberes son sagrados para él, pero el del presente le resulta demasiado pesado”. Aquí la palabra más importante es “presente”.
¿Cuál era el presente de entonces? Estábamos en 1795, tres años después de la ejecución del rey francés, Luis XVI, uno o dos años después de la de Danton, y uno después de la de Robespierre. Ese era el tiempo francés. ¿Y el alemán? En Alemania era el momento de cien o doscientos reinos y de multitud de cortes. Los jóvenes idealistas de Alemania en esa época no pertenecían a la generación de Goethe, que tenía 47 años, sino a la de Heinrich von Kleist, cuyo gran drama histórico El príncipe de Homburg había sido publicado diez o quince años antes de producida la cita de Goethe. Este príncipe también era un soñador inseguro de sí mismo y, como Hamlet, un caso para los psicólogos. En los afiches de provincia franceses, Hamlet solía ser calificado de “distraído”. El príncipe de Homburg compartía con él esta característica. A partir de Goethe y para la generación inmediatamente posterior, Hamlet era un alma noble, demasiado débil a la hora de medírsele a los problemas de su tiempo. Esa era la visión contemporánea.
La perspectiva de Brecht era diferente. En El pequeño organón para el teatro (1949), escrito poco después de terminada la Segunda Guerra Mundial, describía la obra así: “El teatro siempre debe estar atento de las necesidades de su tiempo. Tomemos, por ejemplo, la vieja obraHamlet. Yo creo que desde la óptica de estos tiempos turbios y sangrientos...”. ¡Siempre el tiempo! ¡El tiempo! ¡El tiempo para ser contemporáneo, el tiempo para empezar el diálogo, la comprensión, el tiempo de Shakespeare y el tiempo de leer a Shakespeare, nuestro tiempo, el de ustedes, el tiempo de Shakespeare!... “de estos tiempos turbios y sangrientos en que escribo, en vista de las clases criminales que están en el poder y de la desesperanza general, la trama de esta obra se debe entender como sigue...”. Brecht afirma que es un tiempo de guerra y que Fortinbrás acaba de empezar otra guerra contra Polonia. Hamlet se encuentra con el joven Fortinbrás que pasa al frente de sus tropas. Es la primera vez que Shakespeare menciona a Polonia; y mientras nosotros ahora poco nos molestamos en hablar de Polonia cuando discutimos Hamlet, para Brecht en 1949 Polonia era un lugar central, conectado con el tiempo de Hamlet y con sus escritos al respecto. “Abrumado por el ejemplo guerrero de Fortinbrás, Hamlet se devuelve y emprende una carnicería salvaje en la que masacra a su tío, a su madre y luego se masacra a sí mismo, dejando a Dinamarca en manos de los noruegos”.

¡“Dejando a Dinamarca en manos de los noruegos”! Vaya síntesis más extraña para la trama de Hamlet. Pero ésa era la perspectiva de Brecht después de la Segunda Guerra Mundial: no se dejan territorios para ser ocupados por el rey, por otro rey. “Esto habiendo sucedido, el joven Hamlet ha hecho un uso en extremo defectuoso de sus poderes de razonamiento. Confrontado con lo irracional, su razón se torna totalmente impráctica, y él se vuelve una víctima trágica de la discrepancia entre su razonamiento y sus actos”.
Es asombroso que después de todo no estemos tan lejos de Goethe. Se da una escisión, que en el caso de Goethe era ante todo una escisión de carácter. En Brecht hay una escisión ideológica o, finalmente, una escisión entre el pasado y el presente. Para Hamlet, según Brecht, el presente era demasiado difícil, al igual que para el Hamlet según Goethe.
Este tipo de oposición, la escisión interna, me parece en cierta medida representada en el contraste entre Wittenberg y Elsinor o, en términos de Brecht, entre los viejos hábitos y la nueva ilustración de Wittenberg. Wittenberg es un centro universitario, un lugar para las artes, la investigación histórica y las humanidades. En cambio, Elsinor es un lugar sangriento y medieval. ¿Pero dónde vive la audiencia, en Wittenberg o en Elsinor? Goethe miraba a Elsinor desde la óptica de su Wittenberg-Weimar. No así Brecht. Para un director de Hamlet, ésta es una de las cuestiones más importantes. ¿Está su audiencia en la prisión de Elsinor o fuera de ella? Para Goethe el personaje más contemporáneo de la obra era el joven Hamlet. Para Brecht en 1949 lo era Fortinbrás. Ahí estaba la diferencia.
Un último ejemplo. Hace unos años estaba yo en Dubrovnik, una ciudad renacentista con bellas facilidades turísticas a orillas del Mediterráneo. Allá tienen un festival de teatro durante el verano con muchas representaciones. La gente bebe, baila, hace el amor... y va al teatro. Hay también un castillo, donde suelen escenificar a Hamlet; y en una producción que vi allí, la corte de Claudio iba vestida con trajes modernos. Los actores parecían gente de la playa. En tan agradable compañía, de repente llega el espectro y grita: “¡Venganza, Hamlet, venganza!”.
¿Venganza por qué cosa? ¿Por el Holocausto? ¿Por la época de Stalin? ¿Por la época de Hitler? El espectro parecía bastante ridículo. No supe qué era lo que estaba tratando de hacer el director. El sentido de la obra se veía totalmente contrariado. Estábamos en Dubrovnik, muy lejos de un Elsinor que representaba algo del pasado, del pasado medieval. Incluso el Holocausto era parte de la historia. El presente era la playa, hacer el amor y beber vino. El espectro era algo diferente, tal vez una idea vieja, una ideología vieja, una historia antigua.
Este parece ser el punto crucial, pues demuestra cómo Shakes­peare podía ser nuestro contemporáneo hace veinticinco años, mientras que hoy lo es menos. En los últimos diez años, nuestra comprensión de Shakespeare ha cambiado. Yo mismo me siento un poco como un espectro. Veinticinco años es mucho tiempo. En una producción shakesperiana inglesa en los años setenta, ¡el espectro salió vestido con un uniforme militar de la Primera Guerra Mundial! ¡Así de largas entonces eran las necesidades de venganza!
Pero el Shakespeare de hace veinticinco años era contemporáneo mío de otra manera también, en la medida en que era asimismo el contemporáneo de otras personas relativamente jóvenes: Peter Hall, Peter Brook, Kenneth Tynan y Martin Esslin. Nosotros podíamos ver esa contemporaneidad no sólo en Hamlet, sino igualmente en las ambiguas relaciones sexuales en las obras de Shakespeare, Shakespeare visto a través de los ojos de Jean Genet, y Genet visto a través de los ojos de Shakespeare. Podíamos montar a Shakespeare de forma simple y directa porque significaba mucho para nosotros. Pero eso fue hace mucho tiempo, y aun dejando atrás mi metáfora sobre la oposición entre Wittenberg y Elsinor, quisiera enfatizar que las obras de teatro tienen que inscribirse en un contexto definido, en un tiempo definido, en un lugar definido.
Muchas veces hoy en día parece que los montajes de Shakespeare no están inscritos en ningún tiempo ni en ningún lugar. Yo siento una gran admiración por Ariane Mnouchkine, pero cuando veo grandes muñecas japonesas y samurais y una especie de kabuki fingido en sus producciones shakesperianas, pienso para mí mismo: “aquí lo japonés es falso y Shakespeare es falso”. Bien diferentes son los montajes de Shakespeare en el propio Japón, como los de Kurosawa, cuyas películas ustedes tal vez conocen, El trono de sangre, o Ran, que significa “estampida”, o furia, o locura. Kurosawa encontró un lugar histórico alternativo para Shakespeare. Lo contemporáneo en Shakespeare para Kurosawa es el terror, el terror del Rey Lear y el terror de El trono de sangre. El Lear de Kurosawa es como el Lear de Peter Brook, intemporal pero contemporáneo. El único Shakespeare que no es nuestro contemporáneo es el Shakespeare sin tiempo ni lugar.

29/9/13

21 Harsh But Eye-Opening Writing Tips From Great Authors

1. The first draft of everything is shit.
Ernest Hemingway

2. Never use jargon words like reconceptualize, demassification, attitudinally, judgmentally. They are hallmarks of a pretentious ass. 
David Ogilvy

3. If you have any young friends who aspire to become writers, the second greatest favor you can do them is to present them with copies of The Elements of Style. The first greatest, of course, is to shoot them now, while they’re happy. 
Dorothy Parker

4. Notice how many of the Olympic athletes effusively thanked their mothers for their success? “She drove me to my practice at four in the morning,” etc. Writing is not figure skating or skiing. Your mother will not make you a writer. My advice to any young person who wants to write is: leave home. 
Paul Theroux

5. I would advise anyone who aspires to a writing career that before developing his talent he would be wise to develop a thick hide. 
Harper Lee

6. You can’t wait for inspiration. You have to go after it with a club. 
Jack London

7. Writing a book is a horrible, exhausting struggle, like a long bout with some painful illness. One would never undertake such a thing if one were not driven on by some demon whom one can neither resist nor understand. 
George Orwell

8. There are three rules for writing a novel. Unfortunately, no one knows what they are. 
W. Somerset Maugham

9. If you don’t have time to read, you don’t have the time — or the tools — to write. Simple as that. 
Stephen King

10. Remember: when people tell you something’s wrong or doesn’t work for them, they are almost always right. When they tell you exactly what they think is wrong and how to fix it, they are almost always wrong.
Neil Gaiman

11. Imagine that you are dying. If you had a terminal disease would you finish this book? Why not? The thing that annoys this 10-weeks-to-live self is the thing that is wrong with the book. So change it. Stop arguing with yourself. Change it. See? Easy. And no one had to die. 
Anne Enright

12. If writing seems hard, it’s because it is hard. It’s one of the hardest things people do. 
William Zinsser

13. Here is a lesson in creative writing. First rule: Do not use semicolons. They are transvestite hermaphrodites representing absolutely nothing. All they do is show you’ve been to college. 
Kurt Vonnegut

14. Prose is architecture, not interior decoration.
Ernest Hemingway

15. Write drunk, edit sober. 
Ernest Hemingway

16. Get through a draft as quickly as possible. Hard to know the shape of the thing until you have a draft. Literally, when I wrote the last page of my first draft of Lincoln’s Melancholy I thought, Oh, shit, now I get the shape of this. But I had wasted years, literally years, writing and re-writing the first third to first half. The old writer’s rule applies: Have the courage to write badly. 
Joshua Wolf Shenk

17. Substitute ‘damn’ every time you’re inclined to write ‘very;’ your editor will delete it and the writing will be just as it should be. 
Mark Twain

18. Start telling the stories that only you can tell, because there’ll always be better writers than you and there’ll always be smarter writers than you. There will always be people who are much better at doing this or doing that — but you are the only you. 
Neil Gaiman

19. Consistency is the last refuge of the unimaginative. 
Oscar Wilde

20. You must stay drunk on writing so reality cannot destroy you. 
Ray Bradbury

21. Don’t take anyone’s writing advice too seriously. 
Lev Grossman

8/9/13

Una luz en la ventana


Por Truman Capote

En una oportunidad fui invitado a una boda. La novia me pidió que viajara en auto desde Nueva York con otros dos invitados, un matrimonio de apellido Roberts, a quienes no conocía. Era un día frío de abril, y en el viaje a Connecticut esta pareja, de unos cuarenta años, me resultó agradable. No eran personas con quienes querría pasar un largo fin de semana, pero era simpáticos. 

Sin embargo, en la recepción se consumió una enorme cantidad de alcohol; yo diría que mis compañeros conductores del auto consumieron un tercio del total. Fueron los últimos en irse, como a las once de la noche, y yo me sentía preocupado al acompañarlos, pues sabía que estaban borrachos. Lo que no sabía era cuán borrachos. Habíamos hecho unos treinta kilómetros. El auto avanzaba tortuosamente mientras Mr. y Mrs. Roberts se insultaban de la manera más extraordinaria, en un diálogo digno de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? Comprensiblemente, en un momento dado Mr. Roberts se equivocó en una curva y fuimos a parar a un camino de campaña. Empecé a pedirles, a rogarles, que detuvieran el auto y me dejaran bajar, pero estaban tan absortos en sus vituperios que me ignoraron. Finalmente el auto se detuvo (temporariamente) al rozar un árbol. Aproveché la oportunidad para abrir la portezuela y desaparecer en un bosque. Después de un rato el maldito vehículo reanudó su marcha, dejándome solo en medio de la helada oscuridad. Estoy seguro de que mis amigos no me echaron de menos, y Dios sabe que yo tampoco. 

Sin embargo, no me hacía muy feliz quedarme desamparado en ese lugar en una fría y ventosa noche. Eché a andar con la esperanza de llegar a una carretera. Después de media hora, no había visto signos de vida. De repente, junto al camino, vi una casita de madera con un porche y una ventana iluminada por la luz de una lámpara. Me dirigí de puntillas, subía al porche y miré por la ventana. Había una mujer vieja, de suave pelo canoso y rostro redondo y agradable, sentada junto a un hogar encendido, leyendo un libro. Había un gato acurrucado sobre su falda, y varios otros dormitando a sus pies. 

Llame a la puerta, y cuando me abrió le dije (me castañeteaban los dientes): 

-Lamento molestarla, pero he tenido una especie de accidente y querría usar su teléfono para llamar a un taxi. 

-Qué lástima – dijo sonriendo -, pero no tengo teléfono. Soy demasiado pobre. Pero entre, por favor. – Al pisar la tibia habitación, me dijo -: Dios mío, muchacho, está helado. ¿Puedo darle un café? ¿Una taza de té? Tengo un poco de whisky que dejó mi esposo… murió hace seis años. 

Le dije que un poco de whisky me vendría muy bien. 

Mientras lo servía me calenté las manos en el fuego y examiné la habitación. Era un recinto alegre, ocupado por seis o siete gatos comunes, de pelajes variados tonos. Leí el título del libro que leía Mrs. Kelly (ése era su nombre, como me enteré luego). Era Emma de Jane Austen, una de mis autoras favoritas. 

Cuando regresó, con un a vaso con hielo y una polvorienta botella de bourbon, me dijo: 

-Siéntese, siéntese. No tengo visitas muy a menudo. Claro, tengo mis gatos. De todos modos, ¿quiere quedarse a dormir? Tengo un hermoso cuarto de huéspedes que hace año nadie ocupa. Mañana puede caminar hasta la carretera y alguien lo llevará a la ciudad, donde encontrará un mecánico que le arregle el auto. Esta a unos ochos kilómetros. 

Le pregunté cómo podía vivir tan aislada, sin auto ni teléfono. Me dijo que su buen amigo el cartero, se encarga de sus compras. 

-Albert. Un amigo tan querido, tan fiel. Pero se jubilará el años que viene. Entonces no sé qué haré. Pero ya surgirá algo. Tal vez un nuevo cartero que sea amable. Dígame, ¿qué clase accidente tuvo? 

Cuando le expliqué lo que había sucedido realmente, dijo indignada: 

-Hizo muy bien. Yo no subiría a un auto manejado por alguien que haya olido siquiera un poco de jerez. Así perdí a mi marido. Estuvimos casados cuarenta años, cuarenta felices años, y lo perdí porque lo atropelló un auto conducido por un borracho. De no ser por mis gatos… - Acarició un gato atigrado, color anaranjado, que ronroneaba en su falda. 

Conversamos junto al fuego hasta que se me empezaron a cerrar los ojos. Hablamos de Jane Austen (“Ah, Jane. Mi tragedia es que he leído todos sus libros tantas veces que me los sé de memoria”) y de otros autores admirados: Thoreau, Willa Cather, Dickens, Lewis Carroll, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hawthorne, Chejov, De Maupassant. Tenía la mente clara y la conversación variada. La inteligencia iluminaba sus ojos avellana igual que la lámpara que derramaba su luz sobre la mesita, a su lado. Hablamos de los duros inviernos de Connecticut, de los políticos, de lugares distantes (“Nunca he estado en el extranjero, pero si tuviera oportunidad iría al África. Muchas veces he soñado con las verdes colinas, el calor, las hermosas jirafas, los elegantes por todas partes”), de la religión (“Por supuesto que fui católica de niña, pero ahora, casi me alegra decir que tengo una mentalidad amplia. Debe ser por tantas lecturas”), la jardinería (“Cultivo todas las verduras que consumo, y también las envaso, por necesidad”). Finalmente: 

-Discúlpeme por charlar tanto. No sabe le placer que me causa. Pero es muy tarde. Por lo menos para mí. 

Me llevó arriba, y me acosté cómodamente en una cama matrimonial, bajo una buena cantidad de edredones hechos de retazos. Entonces ella volvió, para darme las buenas noches y desearme buenos sueños. Me quedé despierto, pensando. Qué experiencia excepcional ser una mujer anciana y vivir sola en el medio de la nada. De repente un desconocido llama a su puerta en la noche, y no solo le abre, sino que lo hace pasar, le da la bienvenida y le proporciona alojamiento. De haber estado yo en lugar y ella en el mío, dudo que yo hubiera tenido el valor, y mucho menos la generosidad, de hacerlo. 

A la mañana siguiente me dio el desayuno en la cocina. Café y bizcochos calientes y crema en lata, pero tenía hambre y me pareció delicioso. La cocina era más vieja que el resto de la casa. La heladera hacía ruido y todo parecía a punto de fenecer, excepto un aparato bastante moderno, metido en un rincón: una congeladora. 

Ella no dejaba de conversar: 

-Me encantan los pájaros. Me siento tan culpable de no tirarles migajas en el invierno, pero no puedo permitir que se acerquen a la casa. Por los gatos. ¿Le gustan los gatos? 

-Sí. Tuve una siamesa llamada Toma. Vivió hasta los doce años, y viajamos juntos a todas partes. Por todo el mundo. Cuando murió no quise tener otro. 

-Entonces tal vez entienda esto – dijo, llevándome hasta la congeladora y abriéndola. Adentro no había nada más que gatos congelados, conservados perfectamente. Docenas de gatos. Sentí algo extraño -. Todos mis viejos amigos. Que se han ido. No puedo perderlos. Del todo. Rió y dijo: - Supongo que pensará que estoy un poco chiflada. 

Publicado en Música para camaleones, Sudamericana, Buenos Aires, 2000. Traducción: Rolando Costa Picazo.



5/7/13

A la deriva

Por Horacio Quiroga

El hombre pisó blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.


El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.


El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

 El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

—Un jueves...

Y cesó de respirar.


Relato publicado en Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917)



26/4/13

"Uno" (1943)


Música: Mariano Mores
Letra: Enrique Santos Discepolo

Uno, busca lleno de esperanzas
el camino que los sueños
prometieron a sus ansias...
Sabe que la lucha es cruel
y es mucha, pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina...
Uno va arrastrándose entre espinas
y en su afán de dar su amor,
sufre y se destroza hasta entender:
que uno se ha quedao sin corazón...
Precio de castigo que uno entrega
por un beso que no llega
a un amor que lo engañó...
¡Vacío ya de amar y de llorar
tanta traición!

Si yo tuviera el corazón...
(¡El corazón que di!...)
Si yo pudiera como ayer
querer sin presentir...
Es posible que a tus ojos
que me gritan tu cariño
los cerrara con mis besos...
Sin pensar que eran como esos
otros ojos, los perversos,
los que hundieron mi vivir.
Si yo tuviera el corazón...
(¡El mismo que perdí!...)
Si olvidara a la que ayer
lo destrozó y... pudiera amarte..
me abrazaría a tu ilusión
para llorar tu amor...

Pero, Dios, te trajo a mi destino
sin pensar que ya es muy tarde
y no sabré cómo quererte...
Déjame que llore
como aquel que sufre en vida
la tortura de llorar su propia muerte...
Pura como sos, habrías salvado
mi esperanza con tu amor...
Uno está tan solo en su dolor...
Uno está tan ciego en su penar....
Pero un frío cruel
que es peor que el odio
-punto muerto de las almas-
tumba horrenda de mi amor,
¡maldijo para siempre y me robó...
toda ilusión!…

22/4/13

Nick Cave: "Este disco fue como una rehabilitación feliz"


Por Alexis Petridis 
Publicado en THE GUARDIAN

Es un domingo por la mañana y Nick Cave –bronceado y pulcramente trajeado- recibe a la prensa en la sala del primer piso de un restó en Brighton. Nacido en Australia, después de vivir a lo largo de los años en Berlín, Londres y San Pablo, ha pasado este último decenio convirtiéndose en uno de los habitantes más famosos de esta localidad al borde del mar. “Cave, el rey del Rock”, como persiste en llamarlo el diario local cuando sale en sus páginas, parece ser visible en la ciudad. Quizá porque se niega a vestirse con informalidad –nada menos que como una estrella pop, como corresponde. Lo cierto, dice, es que en realidad él no quería mudarse a Brighton: fue idea de su mujer. Antes, sus visitas a la ciudad le habían dejado una impresión negativa. “Era el lugar al que trataba de ir para desintoxicarme”, señala con sequedad. “Lo único que sabía de este sitio era que transpiraba a más no poder en un cuarto de hotel durante tres días”.
Cave sigue siendo capaz de ver atisbos del fin de los tiempos en los lugares más improbables. “Los mensajes de texto son apocalípticos en cierto nivel”, murmura cuando se menciona el título del primer simple de Push The Sky Away: We No Who U R. Ha protestado en más de una oportunidad por el cliché de los periodistas que contrastan su pasado (disoluto, saturado de droga, propenso a golpear tanto a miembros del público como a entrevistadores, tan bohemio en su organización personal que sus dos hijos mayores nacieron con 10 días de diferencia de mujeres que estaban en distintos continentes) con su vida en estos últimos tiempos, como prócer musical notable, feliz en su matrimonio, abstemio y no fumador, entrevistado encantador e ingenioso y autor de dos novelas, el prólogo a una edición del Evangelio según Marcos y dos películas: la muy premiada La proposición, de 2005 y Los ilegales de 2012, recibida más fríamente) Push The Sky Away se grabó en un estudio residencial en Francia. En el video del making off queda sentado que se trató de un experimento de vida comunitaria, que le sorprende un poco que la banda haya emprendido. “No creo que nadie a nuestra edad, acostumbrado cada uno a hacer las cosas a su modo, quiera irse a vivir con un grupo de otros tipos durante tres semanas en un lugar del que ni siquiera se puede salir. Fue muy fuerte. Es como una maldita rehabilitación o algo por el estilo. Como una rehabilitación feliz si es que eso existe”. Frunce el entrecejo. “En realidad, olvidemos lo de la rehabilitación feliz, porque va a terminar siendo el título. No fue en realidad como una rehabilitación. Pero la intensidad sí fue real. Me gustó mucho”.
Dice que el entorno influyó en el sonido “como de viaje y atmosférico” de Push The Sky Away: es muy distinto del rock de garage movido de su predecesor, Dig Lazarus Dig!!! y también del estruendo visceral de Grinderman, su proyecto paralelo con sus compañeros de Bad Seeds, Warren Ellis, Jim Sclavunos y Marty P. Casey. Es indiscutible que las letraspermiten captar mejor la formación de las letras más densas del álbum, entre éstas Higgs Boson Blues, una fantasmagoría de imágenes apocalípticas que asimila no sólo el descubrimiento de la partícula sub-atómica por parte del Colisionador Hadron, sino a Robert Johnson, el asesinato de Martin Luther King y a Miley Cyrus. La estrellita de Disney termina la canción “flotando en la piscina” en lo que parece ser la última incorporación al elenco creciente de damas que hallan finales lúgubres en las canciones de Cave. “Bueno, no sé si está boca abajo”, frunce el ceño. “Tal vez está en un colchón inflado. Si está acostada en un colchón la imagen es, en cierto modo, aún más devastadora, considerando la naturaleza de la canción y el colapso espiritual absoluto que se está produciendo a su alrededor. No, digamos que no está simplemente en un colchón. Quiero decir: no tengo nada en particular contra Miley Cyrus. Todo esto surgió porque estaba en Madame Tussauds con mis hijos y ellos se pusieron a abrazar la obra en cera de Miley Cyrus. En la sala siguiente estaba Elizabeth Taylor como Cleopatra. Ellos toqueteaban a Miley Cyrus, y yo les dije, bueno, esperen un momento, acá tienen a Elizabeth Taylor. ‘¿Quién?’ Y eso me causó cierto impacto, y por eso está flotando en la piscina”.
Pese a que el tema no le agrada, es algo que podría estar ligado en parte a la absoluta disparidad entre los extremos de su vida. Hace unos años recibió un doctorado de la misma universidad que había dejado 30 años antes. “Estaba hundiéndome en una energía negativa porque había fracasado, básicamente le había fallado a la universidad que me daba el doctorado. Y cuando estaba cruzando la puerta para ir a buscar el diploma, se lo dije a mi madre. Y mi madre...” Su voz se apaga. “Me matará por decir esto, porque es una mujer muy digna. Pero mi madre dijo: ‘La cabeza en alto y que se vayan al carajo”. Se ríe. “Tiene 85”.
Hay una parte de él que desearía retirarse, dice. “Creo que es la mayor hazaña de honestidad artística que puede haber. Tirar los guantes y decir: se acabó. Pero todavía no llegué a ese punto, siento que no estoy en la línea de llegada. Tal vez así se sienta uno cuando piensa todo el tiempo, maldición, que paren. Pero me gustaría estar en posición de retirarme, decir simplemente: ‘Me encanta la vida que hago y quiero a los que me rodean y me alegra pasar tiempo con ellos y no hacer nada’”. Sin embargo, su producción parece más torrencial que nunca: desde que cumplió 50 en 2007, hizo cuatro álbumes –dos con The Bad Seeds, dos con Grinderman- compuso la música y grabó siete bandas de sonido cinematográficas, publicó una novela y también una compilación de sus letras, y escribió una película.
“Me entusiasmo excesivamente con las cosas. Si alguien me dice: ‘¿Querés hacer esto?’ Yo le digo: Sí. ¡Puedo hacerlo! ¡Como no! Y a la semana pienso, maldición, tengo que hacer esta porquería. Es un problema para mí y es un problema para la gente con la que trabajo. Digo que sí cuando no debería decir que sí”. Sonríe y dice, con cierta pesadez: “Ahora, con esta única entrevista, arruiné toda mi carrera de guionista, probablemente tenga un montón de tiempo disponible. ¿Hay algo? Hago teatro, stand up...”.

notas