17/2/08

La primera vez que leí Drácula

Por Stephen King
Publicado en RADAR LIBROS

Leí Drácula por primera vez a los nueve o diez años, alrededor de 1957. No recuerdo qué me impulsó a leerlo, tal vez algo que me había comentado algún compañero de clase o quizás alguna película de vampiros programada en el Cine de terror de John Zacherley, pero en cualquier caso me apetecía leerlo, de modo que mi madre lo sacó prestado de la biblioteca pública de Stratford y me le dio sin comentario alguno. Tanto mi hermano David como yo éramos lectores precoces, y nuestra madre alentaba nuestra pasión sin apenas prohibirnos lectura alguna. Con frecuencia nos daba un libro que uno de los dos había pedido y comentaba “es una porquería”, sabedora de que aquella observación no nos disuadiría, sino más bien al contrario. Además, mi madre sabía bien que incluso la porquería tiene su lugar en el mundo.
Para Nellie Ruth Pillsbury King Semilla de maldad era una porquería. La escalera circular, de Mary Roberts Rinehart, era una porquería. The Amboy Dukes, de Irving Shulman, era una porquería descomunal. Sin embargo, no nos prohibió leer ninguno de aquellos libros, aunque sí otros. Mi madre denominaba los libros prohibidos “porquería con mayúsculas”, pero Drácula no se encontraba entre ellos. Los únicos tres libros prohibidos que recuerdo con claridad son Peyton Place, Kings Row y El amante de Lady Chatterley. A los trece años ya los había leído todos, y los tres me habían gustado, pero ninguno podía compararse con la novela de Bram Stoker, en la que horrores ancestrales colisionaban con la tecnología y las técnicas de investigación más modernas de la época. Aquel libro era sencillamente único.
Recuerdo con toda claridad y profundo afecto aquel libro de la biblioteca de Stratford. Poseía aquel aire acogedor y gastado que siempre tienen los libros de biblioteca muy solicitados, con las esquinas de las hojas dobladas, una mancha de mostaza en la página 331, el leve olor a whisky derramado en la 468... Sólo los libros de biblioteca hablan con tal elocuencia muda de la influencia que las buenas historias ejercen sobre nosotros, de la permanencia inalterable y silenciosa de las buenas historias frente a la naturaleza efímera de los pobres mortales.
–Puede que no te guste –me advirtió mi madre–. Me parece que no es más que un montón de cartas.
Drácula constituyó mi primer encuentro con la novela epistolar y una de mis primeras incursiones en la ficción adulta. Resultó que no constaba tan solo de cartas sino también de fragmentos de diario, recortes de periódicos y el exótico “diario fonográfico” del doctor Seward, conservado en cilindros de cera. Una vez disipado el desconcierto inicial ante aquel rosario de géneros, lo cierto es que me encantó el formato. Poseía cierta cualidad de fisgoneo justificado que me resultaba tremendamente atractiva. También me encantó la trama. Había muchos pasajes aterradores, como cuando Jonathan Harker se da cuenta de que está encerrado en el castillo del Conde, la sangrienta escena en que clavan la estaca a Lucy Westenra en su tumba, el instante en que abrasan la frente de Mina Murray Harker con la hostia consagrada... Pero lo que me provocó una reacción más acusada (no olvidemos que por entonces contaba tan solo nueve o diez años) fue el grupo de aventureros intrépidos que se lanzaba en ciega y valiente persecución del conde Drácula, ahuyentándolo de Inglaterra, siguiéndolo por toda Europa hasta su Transilvania natal, donde la trama alcanza su desenlace en el crepúsculo. Diez años más tarde, al descubrir la trilogía de El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien, pensé: “Esto no es más que una versión algo menos tenebrosa del Drácula de Stoker, con Frodo en el papel de Jonathan Harker, Gandalf en el papel de Abraham Van Helsing y Sauron en el papel del Conde”.
Creo que Drácula fue la primera novela adulta realmente satisfactoria que leí en mi vida, y supongo que no es de extrañar que me marcara tan pronto y de forma tan indeleble.

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