16/2/08

Tim Burton por Johnny Depp


En el invierno de 1989 me encontraba en Vancouver, Columbia Británica, haciendo una serie de televisión. Estaba en una situación muy difícil: obligado por contrato a un rollo rutinario que, para mí, rayaba en el fascismo (polis en el cole... ¡Dios!). Mi destino, al parecer, se hallaba en algún lugar entre Chips y Joanie Loves Chaachi. Sólo tenía un número limitado de posibilidades: 1) sobrevivir saliendo lo menos quemado posible, 2) conseguir que me echaran cuanto antes y salir un poco más quemado; 3) abandonar y que me demandaran no sólo por todo el dinero que yo tenía, sino también por todo el dinero de mis hijos y los hijos de mis hijos (lo que, supongo, me habría causado severas quemaduras y posibles ampollas para el resto de mis días y hasta habría afectado a las futuras generaciones de Depps que aún tuvieran que venir). Como he dicho, era un verdadero dilema. La opción 3) quedaba fuera de consideración gracias al consejo extremadamente sensato de mi abogado. En cuanto a la 2), bueno, lo intenté pero no picaron. Finalmente me decidí por la 1): pasaría por ello lo mejor que pudiera.
La quemadura mínima pronto se convirtió en autodestrucción potencial. No me sentía a gusto conmigo mismo, ni con aquel período carcelario autoimpuesto y fuera de control que mi ex representante me había prescripto como buena medicina para el desempleo. Estaba colgado, rellenando el hueco entre anuncios. Farfullando incoherentemente las palabras de un guionista que no conseguía leer ni por obligación (y sin saber, así, qué clase de veneno podían contener los guiones). Pasmado, perdido y embutido en las tragaderas de los americanos como joven republicano. Chico de la tele, galán joven, ídolo de adolescentes, tío bueno. Plastificado, posterizado, posturizado, patentado, pintado, ¡¡¡plástico!!! Grapado a una caja de cereales con ruedas, a 300 kilómetros por hora en una carrera unidireccional, para acabar estrellado en manos de los coleccionistas de termos y tarteras. Chico novedad, chico comercializado. Jodido y desplumado, sin salida de esta pesadilla.
Y de pronto, un día, me llegó un guión de mi nueva agente, un regalo del cielo. Era la historia de un chico con tijeras en vez de manos, un inocente inadaptado en una urbanización. Leí el guión en seguida y lloré como un recién nadio. Asombrado de que alguien pudiera ser tan lúcido como para concebir y escribir una historia así, la volví a leer de inmediato. Me afectó y conmovió de tal manera que mi cabeza se vio inundada por fuertes oleadas de imágenes: los perros que tuve de pequeño, la sensación de ser raro y obtuso mientras crecía, el amor incondicional que sólo niños y perros son lo bastante evolucionados para sentir. Me identifiqué con la historia que me obsesionó por completo. Leí todos los libros infantiles, cuentos de hadas, libros de psicología infantil, todo, cualquier cosa... y entonces la realidad se impuso. Yo era un chico de la tele. Ningún director en su sano juicio me contrataría para este personaje. No había hecho ningún trabajo que demostrara que podía con un papel así. ¿Cómo podría convencer a este director de que yo era Eduardo, de que le conocía de la cabeza a los pies? A mis ojos, eso era imposible.
Se organizó un encuentro. Iba a conocer al director, Tim Burton. Me preparé viendo sus otras películas (Bitelchús, Batman, La gran aventura de Pee-Wee). Alucinado por la innegable magia que ese tipo poseía, estaba aún más seguro de que nunca me vería en el papel. Me avergonzaba de pensar en mí como Eduardo. Después de varios tiras y aflojas con mi representante (gracias, Tracey), me obligó a asistir a la reunión.
Volé a Los Angeles y fui directamente a la cafetería del hotel Bel Age, donde debía encontrarme con Tim y con su productora, Denise Di Novi. Entré fumando como una chimenea, buscando al posible genio de la estancia (yo no sabía qué aspecto tenía) y ¡BANG! le vi sentado en un reservado detrás de una hilera de plantas, tomándose una taza de café. Nos saludamos, me senté y empezamos a hablar... o algo así. Más tarde lo explicaré.
Era un hombre pálido, de aspecto frágil y ojos tristes, con un pelo que expresaba muchas más cosas que la lucha de la noche anterior con la almohada. Un peine con patas habría batido a Jesse Owens a la vista de las greñas de aquel tío. Un mechón hacia el este, cuatro puñados al oeste, un remolino y el resto de aquel sinsentido apuntando a todas partes, norte y sur. Recuerdo que lo primero que pensé fue: “Duerme un rato”, pero no podía decirlo, por supuesto. Y de pronto la idea me golpeó en la frente como un martillo pilón de dos toneladas. Las manos, su forma de moverlas en el aire casi sin control, tamborileando nerviosamente sobre la mesa, su forma ampulosa de hablar (un rasgo que compartimos), los ojos abiertos y atentos, curiosos, ojos que han visto mucho y aún lo devoran todo. Este loco hipersensible es Eduardo Manos de Tijeras.
Después de compartir tres o cuatro cafeteras, hablando cada uno sobre las frases inacabadas del otro, pero entendiéndonos a pesar de todo, acabamos la reunión con un apretón de manos y un “encantado de conocerte”. Salí de la cafetería con un subidón de cafeína, mordiendo la cucharilla del café como un perro rabioso. Ahora me sentía todavía peor a causa de la sincera conexión que había notado entre nosotros durante la reunión. Los dos entendíamos la perversa belleza de una jarrita con forma de vaca, la fascinación por las uvas de resina, la complejidad y la fuerza que se pueden encontrar en un tapiz de Elvis sobre terciopelo, viendo, más allá de la materialidad, el profundo respeto por “aquellos que no son otros”. Estaba seguro de que podríamos trabajar bien juntos y convencido de que, si se me daba la oportunidad, podría llevar a buen fin su visión artística de Eduardo Manos de Tijeras. Mis oportunidades eran, como mucho, escasas... si existían. Gente más conocida que yo no sólo estaba siendo considerada para el papel sino que estaba luchando, batallando, peleando, pateando, gritando y rogando por él. Un solo director había dado la cara por mí y era John Waters, un gran cineasta proscripto, un hombre por el que tanto Tim como yo sentíamos gran respeto y admiración. John se había arriesgado por mí ofreciéndome la oportunidad de parodiar mi imagen “dada” en Cry Baby. Pero ¿vería Tim en mí algo que le hiciera aceptar ese riesgo? Yo esperaba que sí.
Esperé durante semanas, sin oír noticias a mi favor. Mientras tanto, seguía preparando el papel. No era algo que quisiera hacer porque sí, sino algo que tenía que hacer. No por razones de actuación, de ambición, avaricia o taquilla, sino porque aquella historia se había instalado en el centro de mi corazón y se resistía a ser expulsada. ¿Qué podía hacer? En el momento en que estaba a punto de resignarme a ser el chico de la tele para siempre, sonó el teléfono.
–Dígame –contesté.
–Johnny... eres Eduardo Manos de Tijeras –dijo una voz, con sencillez.
–¿Qué? –salió de mi boca.
–Eres Eduardo Manos de Tijeras.
Colgué el teléfono y me repetí esas palabras. Y luego se las repetí a todo el mundo con quien me topé. Joder, no podía creerlo. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo y darme el papel. Pasando de los deseos, esperanzas y sueños del estudio de tener a una gran estrella con tirón demostrado de taquilla, me eligió a mí. Inmediatamente me convertí en una persona creyente, convencido de que se debía a alguna clase de intervención divina. Para mí, este papel no era sólo un avance en mi carrera. Este papel era la libertad. Libertad para crear, experimentar, aprender y exorcizar algo de mí. Me rescataba del mundo de la producción de masas, de la muerte en la televisión comecocos, por aquel joven brillante y extraño que había pasado su juventud haciendo dibujos raros y pateando las calles de Burbank sintiéndose, él también, bastante monstruoso (como descubriría más tarde). Me sentía como Nelson Mandela. Me recuperaba de mi hastiada visión de “Hollyweird” y de lo que significaba no controlar nada de lo que verdaderamente necesitas para ti.
En esencia, debo casi todo el éxito que por suerte haya podido tener a aquella alucinante reunión con Tim. Porque si no hubiera sido por él, creo que hubiera seguido adelante con la opción 3) y abandonado aquel puto programa mientras aún me quedaba un resquicio de dignidad. Y también creo que gracias a que Tim confió en mí, Hollywood me abrió sus puertas, jugando a un curioso “sigan al jefe”.
Desde entonces, he vuelto a trabajar con Tim en Ed Wood. Fue una idea de la que me habló sentados en el Café Formosa de Hollywood. A los diez minutos, ya estaba decidido a hacerlo. Para mí, casi no importa lo que Tim quiera rodar... yo lo hago, puede contar conmigo porque confío en él ciegamente, en su gusto, su visión, su sentido del humor, su corazón y su cerebro. Creo que es un verdadero genio, y no diría esa palabra de mucha gente, podéis creerme. No se puede poner etiquetas a lo que hace. No se le puede llamar magia, porque eso implicaría algún truco. No es sólo habilidad, porque eso suena como algo que se ha aprendido. Lo que tiene es un don muy especial que no vemos todos los días. No es suficiente llamarle cineasta. El título de genio le sienta mejor, no sólo en cine, sino en dibujo, fotografía, pensamiento, imaginación e ideas.
Cuando me pidieron que escribiera este prólogo decidí hacerlo desde la perspectiva de cómo me sentía sinceramente en el momento en que me rescató: un perdedor, un inadaptado, otro trozo de carne para el consumo de Hollywood.
Es muy difícil escribir sobre alguien a quien quieres y respetas cuando existe tan gran relación de amistad. Es igualmente difícil explicar la relación de trabajo entre un actor y un director. Lo único que puedo decir es que conmigo Tim no necesita más que decir unas cuantas palabras inconexas, torcer la cabeza, mirarme de soslayo o de una determinada manera y ya sé exactamente lo que quiere para la escena. Y siempre he hecho lo que he podido para dárselo. Así es que tendría que decir lo que siento por Tim sobre el papel, porque si se lo dijera a la cara lo más probable sería que se riera como una bruja y me diera un puñetazo en un ojo.
Es un artista, un genio, un excéntrico, un amigo enloquecido, brillante, valiente, locamente divertido, leal, inconformista y sincero. Estoy en deuda con él y le respeto más de lo que nunca podría expresar en un papel. El es él y ya está. Y es, sin lugar a dudas, el mejor imitador de Sammy Davis Jr. del planeta.
Nunca he visto a nadie tan inadaptado adaptarse tan bien. A su manera.


Este retrato está incluido en Tim Burton por Tim Burton, Mark Salisbury, editor, Prólogo de Johnny Depp. (Editorial ALBA.)

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