Por Mariano Kairuz
Publicado en RADAR
Es posible que Batman, el caballero de la noche sea la más ambiciosa de las muchas películas de superhéroes filmadas y estrenadas en las últimas dos décadas. Si las historietas de los paladines de la justicia más conspicuos y perdurables nacieron y a menudo funcionaron como reflejos y productos de sus tiempos, la segunda versión cinematográfica del hombre murciélago diseñada por el director Christopher Nolan es lo más explícitamente político que se haya hecho con el personaje. Una película que nos enrostra como ninguna otra sus aspiraciones de artefacto cultural importante, su perfecta autoconciencia de que esto es mucho más que un juego evasivo para nenes. De ser signo y marca de su época.
Y no es que la película esté siempre a la altura de sus propias ambiciones, pero hay que concederle al menos una cosa: la mayor parte del tiempo consigue ser perturbadora en sus ideas y –un poco menos– en su forma de exponerlas. The Dark Night –ése es su título original– es algo así como la evolución final de un personaje que en 69 años de historia ha sufrido muchas vueltas, infinitos giros y renacimientos, y en especial muchos retrocesos; y a la vez es una suerte de regreso a su punto de partida. Algo se intuye en las escenas iniciales de la película, cuando se hace presente en la escena del crimen un tipo vestido de traje de goma y capa oscura y manejando un arma de fuego, y que no es Batman sino uno de los muchos imitadores que –entre Batman inicia y esta continuación directa– salieron a hacer justicia por mano propia. “Vigilantes” nocturnos probablemente tan locos como el superhéroe cuya imagen tomaron prestada, pero con mucha menos preparación. Es apenas un detalle argumental que después no se desarrolla, pero que alcanza para establecer el estado de situación y la atmósfera espesa que cae sobre esa Chicago retro-futurista que es Ciudad Gótica: la densidad de una sociedad enferma de violencia, paranoica, permanentemente en estado de alerta y al borde de una histeria explosiva. Y a su vez remite al primer Batman del historietista Bob Kane, el que apareció en las páginas de la revista Detective Comics a partir de mayo de 1939: un sujeto vestido de rata voladora que sale por las noches con una pistola cargada y dispuesto a usarla. Un escuadrón de la muerte de un solo hombre.
MI NOCHE TRISTE
Aunque nació como encargo de una editorial que buscaba capitalizar el éxito de Superman (creado apenas un año antes), aquel hombre murciélago original fue menos deudor de la ciencia ficción de su época que de la literatura policial de consumo rápido y barato, un género que había encontrado su lugar entre las angustias de la década que arrastró los coletazos de la Depresión. El personaje en principio solitario, delineado por Kane con la asistencia (insuficientemente acreditada) del guionista Bill Finger, fue un éxito, y el año siguiente tuvo su propia revista, pero en una versión un poco aligerada. Ya había sido ablandado por la incorporación de Robin, que le daba al psicópata nocturno alguien con quien hablar, evitándoles a los guionistas tener que englobar (poner en globitos) cada uno de sus soliloquios mentales, y a la vez haciéndolo un poquito menos demente, más accesible para la identificación con el lector. Los tiempos duros siguieron, y al terminar la Segunda Guerra las editoriales, lejos de permitir que sus comics canalizaran el nuevo repertorio de temores y ansiedades de toda una generación, decidieron reformularlos como un espacio de evasión. El resultado (sumado al Comics Code que impuso una autocensura generalizada) fue cierta infantilización del medio, cuyos argumentos se perfilaron cada vez más hacia la ciencia ficción y la especulación fantástica más ingenua. Para los años ’60, muchos superhéroes empezaron a cotizar en baja: en ese contexto fue posible que la primera encarnación de Batman para el cine o la televisión, desde los tempranos seriales estrenados en 1943 y 1949, fuera esa parodia pop que devino uno de los programas de culto más recordados de la televisión norteamericana, pero que a la vez pareció acabar para siempre con toda posibilidad de volver a tomarse en serio al personaje. La serie con Adam West y Burt Ward, que se extendió a razón de dos capítulos semanales (siempre “a la misma batihora y por el mismo baticanal”) entre 1966 y 1968, era brillante, no sólo en sus colores y en sus diseños de arte psicodélicos sino también por sus guiones, que seguían funcionando como una fantasía paladinesca para los chicos más chicos, y simultáneamente como comedia para los adultos, tematizando los desbordes de la imaginación tecnocientífica de su época, pero con un evidente optimismo y fe en el progreso y en la humanidad, aunque todavía no hubieran transcurrido tres años desde el asesinato de JFK, y en una década con no pocas convulsiones políticas y sociales. El mundo criminal quedó, al menos por dos años, reducido a una pandilla de coloridos chiflados que en el fondo no eran más que asaltantes de bancos y ladrones de joyas con cierto gusto por los gestos teatrales.
Mientras tanto, las historietas hicieron lo que pudieron para mantener una franquicia moribunda lo suficientemente “seria”, pero no fue hasta entrados los ’80, después de dos salvajes ciclos de reaganomics, que un par de guionistas consiguieron devolverle al tipo de las orejas puntiagudas algo de la negritud de sus orígenes. En 1986, el dibujante y guionista Frank Miller (el responsable de las historietas Sin City y 300) creó la serie El regreso del Señor de la Noche, que junto con Año Uno (1987) y The Killing Joke (1988), del guionista Alan Moore (el creador de al menos tres “novelas gráficas” adultas: Watchmen, V de Vendetta y Desde el infierno), relanzaron al personaje. Habían hecho falta casi 50 años, atravesar toda la Guerra Fría y que el alerta se volviera una vez más hacia adentro, hacia las calles y la economía doméstica, para que Batman, el vigilante callejero, volviera a recobrar su razón de ser. Las amenazas externas siempre fueron, en todo caso, un trabajo para Superman, afincado en Metrópolis, pero ciudadano del mundo; las motivaciones de Bruno Díaz están arraigadas en la mugre cotidiana.
Entonces, con esos nuevos referentes de historieta a mano, la Warner finalmente produjo la primera película de Batman para un público más o menos adulto; y Tim Burton pudo desplegar su pasión por el diseño de producción dark, pero esencialmente inocente alrededor de Michael Keaton y Jack Nicholson. La película de Burton era irremediablemente nocturna: cuando no es de noche en Ciudad Gótica, el cielo está nublado; y el disfraz de su personaje le permitía moverse a discreción en las sombras. Burton logró capturar el rediseño visual del personaje, la oscuridad circundante como proyección de una oscuridad interior insondable. Aunque no dejaba de ser una negrura de diseño, de dirección de arte, puramente estética, en esta película empezaron a definirse algunos detalles conceptuales que perdurarían en cada una de las siguientes versiones cinematográficas: el batidisfraz como suerte de armadura a prueba de balas, y el batimóvil como vehículo blindado, porque ya no se trata tan sólo de tiempos criminales; hay una guerra en las calles.
Batman vuelve (también de Burton, 1992) ahondó un poco en esa senda: el enmascarado ya no está acá para meter presos a unos cuantos pandilleros sueltos más o menos maníacos sino que va en busca del crimen organizado. Y el crimen a gran escala es el que teje alianzas con el poder político: el inescrupuloso empresario Max Shreck (Christopher Walken) le inventaba al Pingüino (Danny DeVito) una carrera de funcionario público, con la meta de incrustarlo en la intendencia y así tomar por asalto Ciudad Gótica a través de sus negociados espurios (ladrón de guante blanco, proveedor de la patria contratista, el maquiavélico plan de Shreck consistía en robarle a la ciudad su suministro de energía eléctrica para después revendérselo más caro). El verdadero crimen es la corrupción de alto nivel, entretejida con las redes burocráticas del Estado.
Después de los dos despropósitos del director Joel Schumacher (Batman eternamente y Batman y Robin, con Val Kilmer y George Clooney, respectivamente), que volvieron a sumir al personaje en un ridículo sin fondo, la saga debió ser reanudada, una vez más. Christopher Nolan, que venía de hacer Memento y Noches blancas, devolvió al personaje a sus tiempos: si, al igual que la Ciudad Gótica de Burton o incluso todavía más, la nueva y caótica urbe tiene bastante de la Chicago años ’40, Batman inicia (2005) fue una película insoslayablemente post 11 de septiembre. Batman inicia creó un mundo repleto de freaks peligrosos e intentó saldar cuentas abiertas desde los comienzos del personaje, interrogándose sobre el origen de esos freaks, dedicándole un rato importante al trauma originario del héroe freak (Bruce Wayne/Bruno Díaz, en su infancia, testigo del asesinato a sangre fría de sus padres), y preguntándose por todos esos juguetes hi-tech que hasta entonces dimos por sentados: ¿cómo hace para fabricarse el batimóvil, el batitraje, la baticomputadora, sin exponer su doble identidad? La respuesta está en un departamento marginal de las Wayne Industries consagrado a desarrollos científicos militares. Las cosas se vuelven menos cool y más funcionales, utilitarias: en lugar y bien lejos del batimóvil con súper onda de los ’60, entra en escena un pequeño tanque todo terreno, apto para la guerra en el desierto como en el asfalto. Lo mismo vale para su nueva armadura negra, con sus alas de kevlar que se extienden para permitirle volar. También se les provee a los padres de Bruce Wayne una enorme conciencia de clase: proveniente de una familia que ha sido multimillonaria por al menos seis generaciones, el padre de Bruno Díaz educa a su hijo en las injusticias distributivas del capitalismo, le señala a aquellos que han nacido sin sus privilegios y la necesidad de hacer siempre algo por ellos. Un elemento central de Batman inicia es el monorriel que provee un sistema de transporte y comunicación económico, moderno y popular alrededor del cual se organiza la urbe y que, se nos informa, nació de un proyecto de Wayne padre. La fatal ironía de la historia es que a los padres de Bruce los mata justamente uno de esos desarrapados a los que intentaba ayudar en esa sociedad golpeada por la depresión. Y hay más: las explicaciones siguen acumulándose a medida que avanza la película. Si siempre pudo sonar un poco arbitrario que un personaje con semejantes poderes (nunca sobrenaturales sino económicos, tecnológicos, de recursos informativos y de formación intelectual y física) se dedicara a combatir el crimen tan sólo en una ciudad, ahora Ciudad Gótica ya no es una pequeña gran urbe sino la capital misma de la maldad, la corrupción, la podredumbre humana; donde la policía está comprada, donde no quedan instituciones sanas. Una secta milenaria que se hace llamar La Liga de las Sombras, con su ejército de ninjas liderado por un tal Ra’s Al Ghul y que se autoadjudica la prerrogativa de mantener a raya el mal en el mundo (“incendiamos Roma, incendiamos Londres; a Ciudad Gótica intentamos destruirla a través de la economía”), planea hundirla en el terror y borrarla del mapa. Con un plan secreto e invisible: envenenar el aire y el agua con un alucinógeno capaz de desquiciar a toda la población. Aquella primera película de Nolan hizo del terrorismo –y el gas venenoso particularmente, tres años después de la paranoia del ántrax– una presencia explícita y una referencia obvia a terrores contemporáneos.
La nueva película retoma las cosas exactamente donde las dejó aquel inicio: el teniente –todavía no ascendido a comisionado– Gordon (Fierro para los seguidores de la serie televisiva) le da las gracias a Batman por evitar la hecatombe, pero se permite dejarle una inquietud: ahora que las autoridades han debido valerse de una pequeña gran ayuda parapolicial para detener un poco el caos, ¿qué pasará con la “escalada” entre justicieros y criminales? Armas cada vez más grandes y poderosas, explosiones más destructivas, ambos bandos subiendo la apuesta. Nolan pareció decidido a hablar –como no lo hicieron las resurrecciones de Superman, ni de Hulk, ni de Spiderman– bien directamente del Occidente contemporáneo, de sus terrores internos, su todos contra todos y la falta de una respuesta institucional sólida, a partir de una línea argumental casi tan vieja como la propia historieta de Batman: la del payaso terrorista.
EL PAYASO TERRORISTA
El Guasón, el Joker de Batman, el caballero de la noche, es, sin vueltas, un terrorista. Y lo que es más importante todavía en medio del virus que ha obligado a inventar orígenes y explicaciones a todo y a todos (superhéroes extraterrestres, freaks urbanos, monstruos verdes, caníbales) en el Hollywood actual: es un terrorista fabricado puertas adentro. Podría ser el tipo que un día entró a la universidad decidido a vaciar su ametralladora sobre sus compañeros y sus docentes. A este Joker no le interesa el dinero: apenas lo usa para fabricarse chascos más grandes y más siniestros, para seguir provocando terror. Hay una escena muy elocuente en la que junta una enorme montaña de dólares, la usa de colchón y luego le prende fuego. Lo que busca el Guasón es desestabilizar; hacer estallar lo que ya está latente entre la ciudadanía. En un par de momentos de resonancias demasiado obvias, el Guasón comunica sus amenazas con videítos de baja resolución, acaso a lo Al Qaida. Ya no es el
freak que se crea mutuamente con Batman sino un tipo con una historia personal terrible, pero perfectamente cotidiana (al parecer, papá era un tipo violento), que es peligroso porque, como un hombre bomba, se comporta como si no tuviera nada que perder. El modus operandi del Joker consiste en poner a civiles contra civiles: “Hacelos tener miedo un par de días y vas a ver cómo se matan entre ellos”. El guión de El caballero de la noche juega con la misma tesis de la reciente La niebla, la película de Frank Darabont basada en un relato de Stephen King, en la que un grupo de personas queda atrapado en un supermercado, rodeadas por una neblina que oculta una amenaza que no alcanzan a distinguir, y entre quienes enseguida surgen recelos y se forman facciones, y antes de que hayan pasado siquiera dos días, ya asoman los fanáticos religiosos desesperados, capaces de reclamar sacrificios humanos para salvarse. Pero (la de Batman es una franquicia muy grande que está generando películas demasiado caras como para animarse a ser condenada por misántropa), a diferencia de La niebla, El caballero de la noche no lleva su oscura, peligrosa propuesta hasta las últimas consecuencias.
LAS ULTIMAS CONSECUENCIAS
Un aire de gravedad recorre todas estas instancias de Batman, el caballero de la noche, una película desprovista de todo sentido del humor (con algunas excepciones a cargo del Joker), la más oscura que se le ha dedicado al personaje. No se propicia ninguna simpatía por los personajes del “bando del bien”; Batman está cada vez más aislado del mundo, frío, insoportable; todo el tiempo parece proponerse la posibilidad de que se está volviendo loco y peligroso, quizás hasta fascista, y de que esté a punto de perder el control y de ponerse por encima del resto de los mortales. Nolan eleva la apuesta poniéndole un villano a su medida. “No quisimos hacer todo de noche”, dijo en una entrevista. “Si Batman controla la noche en Ciudad Gótica, entonces el Joker es mucho más peligroso de día, y por lo tanto las escenas diurnas se vuelven mucho más amenazantes y más interesantes. ¿Cómo hace Bruce Wayne para lidiar con todo esto también durante el día?”
El otro gran tema del nuevo Batman es el fin de las instituciones. A falta de una respuesta efectiva por parte de las autoridades, aparecen por todos lados justicieros individuales que se mueven al margen de la ley. Entre policías comprados por la mafia y alcaldes que parecen atados de manos, el comisionado recurre a uno de estos psicópatas de doble personalidad como si lo tuviera a sueldo (¡la batiseñal!). En El caballero de la noche se presenta al personaje del fiscal Harvey Dent (actuación consagratoria de Aaron Eckhardt), que en plena campaña, dice algo así como: “Cuando recuperemos la paz civil y volvamos al orden, ya se ajustarán cuentas con Batman por todas las veces que violó la ley; pero mientras tanto, es lo mejor que tenemos”. Dent es, a su vez, el Caballero Blanco de Ciudad Gótica, el hombre en el que la ley ve una esperanza, una posibilidad de devolverle la administración de justicia al sector público. Hasta Bruce Wayne ve en Dent alguna chance de retirar a su otro yo de una buena vez, lo que lo decide a bancarle su campaña política. Pero antes queda un pequeño trabajo por hacer: retirar al payaso terrorista de las calles. Para eso habrá que violar una o dos reglas más: a sus batijuguetes, Batman suma esta vez un “sonar” que le permite guiarse en la oscuridad, pero que además opera como un sistema de vigilancia panóptico, a través de la red de comunicaciones por telefonía celular de Ciudad Gótica. En otras palabras: sí, Batman puede, si quiere, escuchar las conversaciones privadas de todos sus conciudadanos. Su experto-en-tecnología de confianza, Lucius Fox (el tipo que le proveyó el batimóvil, el batitraje y el resto de sus baticosas, interpretado de vuelta por Morgan Freeman), le advierte que esta vez está yendo demasiado lejos; que su nuevo artilugio implica la concentración de demasiado poder en una sola persona. Y aunque Batman insiste en que es sólo por esta vez, en que es por un bien mayor, su discurso suena conocido: “Para defender la libertad y el bienestar de los habitantes de Ciudad Gótica es necesario violar algunos de sus derechos básicos, como el de su privacidad”. Corren tiempos de guerra, y Batman se está volviendo más Halcón que murciélago.