Si es cierto aquello de que una película es tan interesante como lo es su villano, Batman, el caballero de la noche va por el podio de las películas de superhéroes. The Joker, El Guasón, apareció por primera vez en el número 1 de la revista Batman, en abril de 1940, y lleva casi siete décadas sobreviviendo a todos los cambios y las versiones que jalonaron la saga, mostrándose a prueba de chistes malos y reinvenciones serias con cara de poker. Durante mucho tiempo, tres personas se disputaron su autoría: Bob Kane, Bill Finger (respectivamente, el creador de Batman y su co-creador no acreditado) y el dibujante Jerry Robinson. Su imagen original estuvo directamente inspirada en la caracterización del actor alemán Conrad Veidt (el mayor Strasser de Casablanca) en la película muda de 1928 The Man who Laughs, adaptación de la novela de Victor Hugo en la que el protagonista lleva una sonrisa permanente que el rey de Francia le ha marcado con violencia en la cara. El único aporte de Robinson al personaje habría sido el naipe con el comodín que el Joker deja a modo de firma cerca de sus víctimas mortales; o al menos eso decía Kane en los ’90 para terminar con el mito sobre la paternidad del personaje. Aunque no son pocos los que consideran que Kane era un auténtico ladrón que jamás accedió a compartir crédito con sus colaboradores. En sus primeras apariciones, el Guasón dejó más de 35 cadáveres. Desde aquella historieta inicial fue retratado como un sociópata, un asesino serial que mata por diversión, dejando los rostros de sus víctimas paralizados en una grotesca sonrisa. Pero el Comics Code que censuró las historietas en Norteamérica en los años ’50 forzó a los editores de la serie a volver menos peligroso al personaje, cuyos rasgos más siniestros fueron entonces suavizados hasta convertirlo en la figura mucho más vulgar de un asaltante con un par de señas de identidad propias. Se le han dado varios orígenes, pero el más recurrente es ese en el que cae en una pileta de desechos tóxicos que deja su rostro blanco, su cabello verde, sus labios rojos y en esa mueca fatal permanente. El primer actor que encarnó al Joker fue César Romero en la serie camp de los años ’60 (y en la película que se hizo en el ’66 con el reparto televisivo). Romero interpretó a su villano con la misma convicción que le hubiera entregado de haberse tratado de una serie policial adulta en vez de un programa paródico, haciendo evidente la potencia dramática del personaje. Su risa histérica, su sonrisa imborrable (sobre la que, en los primeros planos, podía detectarse el bigote anchoíta que el actor se resistía a afeitarse, debajo del maquillaje blanco), sus movimientos de muñeco maldito: todo lo convertía en el mayor y más temible de los freaks disfrazados a los que el bueno de Batman debía hacer frente ayudando a un departamento de policía que parecía no servir para nada. En los años ’70 comenzó el ciclo de resurrecciones viñeta a viñeta que intentaron devolverle su espesor inicial: primero fue The Joker’s Five Way Revenge (guión de Dennis O’Neil y dibujos de Neal Adams, dos responsables de toda una etapa más o menos seria del “encapotado”), en donde se lo mostró como un maníaco que asesina un poco al azar, y se le confirió una mandíbula puntiaguda destinada a darle un perfil tenebroso. Más tarde, El regreso del Señor de la Noche (The Dark Night Returns, 1986, de Frank Miller) lo proyectó al futuro: recién salido del hospital psiquiátrico, el Arkham Asylum, el Guasón se declaraba curado y reformado en público para, apenas después, sembrar de bombas un parque de diversiones lleno de nenes. En La broma asesina (The Killing Joke, 1988, del guionista Alan Moore y el dibujante Brian Bolland) se redefinió el origen del personaje: “A veces –dice el Guasón sobre su propio trauma originario– lo recuerdo de una manera, a veces de otra. Si debo tener un pasado, prefiero que sea multiple choice”. El inglés Moore, que hizo su aporte desde la Inglaterra del thatcherismo y los altos niveles de desempleo, retrató al Joker como un comediante de stand up fracasado y que, con un hijo en camino y ahogado por sus penurias económicas, acepta un encargo presuntamente menor de una banda criminal: el golpe a una fábrica de naipes cuyo acceso es a través de un laboratorio. Todo lo que puede salir mal sale mal y, en plena fuga de la ley, se produce el accidente en el tanque tóxico que lo deforma de por vida. Lo fundamental es que el personaje es humanizado al conocerse su historia previa: “Lo único que se necesita para reducir al hombre más cuerdo del mundo a la locura, es un mal día. ¿Vos tuviste un mal día una vez, no es cierto? Tuviste un mal día en el que todo cambió”, le dice el psicópata a su contraparte vestido de murciélago. Cuando Batman volvió al cine por primera vez en más de dos décadas y con estas historietas trágicas (y Año 1, de Miller) como referentes cercanos, el primer villano invitado fue, inevitablemente, el Guasón. El guión de la película de Tim Burton (1989) sumergía a Batman y a su archinémesis en una calesita psicologista al crearles orígenes cruzados: cerca del final, en un flashback, se nos revela que así como Batman es en parte responsable por el accidente del Guasón en la planta química, fue el Guasón quien, años atrás, cuando era un joven delincuente callejero, mató de dos tiros a los padres de Bruno Díaz. El Joker de Jack Nicholson conseguía ser perturbador –mucho humor negro y esa sonrisa acentuada por la cara de asco que el actor venía entrenando desde El resplandor, de Kubrick–, pero corría con desventaja: nunca dejábamos de ver a Jack Nicholson detrás del maquillaje. En eso Batman, el caballero de la noche encontró algo enteramente nuevo: Heath Ledger –en la última actuación que llegó a completar antes de morir por sobredosis de tranquilizantes, en enero pasado– realmente desaparece en su personaje. Inspirado, se dice, en el Alex de La naranja mecánica y en Sid Vicious, de la historia previa del Joker sólo conocemos la versión que él nos cuenta –que papá, de chico, le habría abierto con un cuchillo esa sonrisa de la que no pudo descansar nunca más– y apenas atisbamos su cara lavada en un único plano. La versión para la prensa cuenta que Ledger realmente se obsesionó por sacar adelante una creación original y que se encerró en una habitación de hotel por un mes tratando de encontrar gestos y una voz propia. Y los resultados están a la vista. Es el primer Guasón que no está sonriendo todo el tiempo, pero que tiene permanentemente presente su desfiguración: Ledger se esmeró en cada uno de sus pequeños tics, como el de pasarse la lengua por los labios, como si la mueca violenta que porta en la cara le resecara la boca todo el tiempo. Su Joker está en sintonía con las aspiraciones “realistas” de Christopher Nolan; menos circo colorinche y más locura verdadera. Un Guasón que no quiere dinero, no quiere un puesto político; un fundamentalista del Mal que sólo quiere destrucción; el producto de una sociedad violenta que quiere que esta misma sociedad se autodestruya. Un loco peligroso, como su mayor enemigo; pero en el fondo apenas más que un tipo con la cara y el pelo medio despintados; un anormal perfectamente normal. “El Joker para nosotros no tiene arco dramático, no tiene desarrollo, no aprende nada a lo largo de la película”, explicó Nolan en una entrevista. “Es un absoluto: atraviesa la película un poco como el tiburón de Spielberg; es antes que nada un catalizador de la acción, y la gente reacciona a lo que él hace. Para esto necesitaba un actor que no tuviera miedo, que estuviera completamente preparado para tomar un papel icónico y apropiárselo. Antes de que tuviéramos siquiera un guión, Heath Ledger me dijo que él podía hacerlo. Ambos lo vimos de la misma manera: un personaje enteramente consagrado a la idea de pura anarquía, al deseo de buscar el caos, de echar abajo todo a su alrededor sólo para su diversión.” Y un temerario que desdeña las armas de fuego con un argumento noble aprendido de su propia experiencia personal: de cara al cuchillo, las víctimas revelan, en el último instante, su rostro verdadero.
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