29/8/08
27/8/08
Perdonen la tristeza
Por Juan Villegas
Todos rieron parece la película de alguien feliz, aunque tiene algo muy melancólico y ésa es una de las cosas que más me gustan de Bogdanovich. Uno la puede encuadrar dentro de la comedia, pero hay un trasfondo casi triste, que uno no sabe muy bien dónde está, de dónde viene. Es algo constante en sus películas: sus comedias no dejan de ser comedias, pero tiene cierta oscuridad, cierto tinte trágico. También me gusta mucho Texasville, porque pasa algo parecido: es una comedia, muy veloz, pasan muchas cosas, pero siempre está ese fondo triste que sobrevive debajo de la superficie.
Es eso lo que más me fascina de Todos rieron, pero si tuviera que elegir una escena sería la de la pista de patinaje en la que John Ritter sigue a Dorothy Stratten; o esa otra persecución en la que Ben Gazzara sigue a –creo– Audrey Hepburn por las calles de Nueva York. Que es otra cosa que me gusta mucho de la película: cómo muestra Nueva York, de una manera muy distinta a todo lo que uno está acostumbrado a ver en el cine; no es esa cosa “romantizada” de las películas de Woody Allen –por mencionar a otro director que filma mucho Nueva York–, ni la suciedad de las películas de Scorsese. No digo que esté en el medio, pero es algo diferente; tiene un registro muy realista de la ciudad, especialmente desde el sonido –se escucha mucho el ruido de los autos, de la calle–, y desde la fotografía, y a la vez todo el tiempo mantiene ese aire de la comedia, y deja claro que se trata de una ficción. La forma no está anclada en lo que se cuenta sino que hay un contrapunto: entre un registro realista, casi documental en el caso de las persecuciones, y una historia totalmente inverosímil en un punto. Y grandes actuaciones: la de Dorothy Stratten es tal vez la más sorprendente, pero lo de John Ritter, lo de Ben Gazzara y lo de Audrey Hepburn es buenísimo. Y hay otros actores, que después no hicieron casi nada más, que también están muy bien.
Todos rieron es también un poco hermana de Saint Jack, otra que es de la misma época de Bogdanovich, una especie de Casablanca realista en cierto sentido, pero que recurre con total libertad a distintos géneros. Esa libertad en Todos rieron se vuelve increíble, escapa a todas las convenciones de la comedia: en la primera media hora prácticamente no se entiende nada, ni quiénes son esos tipos, ni qué están haciendo, pero no podés dejar de verla y de querer saber qué pasa. Mientras que lo habitual es plantear de entrada el conflicto y los personajes, acá no te enterás de que los protagonistas son detectives creo que hasta los cuarenta minutos, ni tampoco cuál es la relación entre ellos. Y los seguís de todas maneras porque todos los personajes tienen mucho encanto, incluso mientras no sabés cuál es el protagonista de la película, y parece que se fueran prestando entre ellos un poco ese protagonismo.
Es algo raro y encantador que tiene Bogdanovich: como crítico y erudito de cine trata todo el tiempo de ponerse él en el lugar de la tradición “clásica” y a la vez la rompe, sin darse cuenta tal vez, y ésa es una tensión muy productiva en sus películas. Logra que sean muy modernas, y la verdad es que de algún modo los directores clásicos que él reivindica –Howard Hawks, por ejemplo– también se tomaban esa libertad. Por esos medios narra historias que tienen algo muy emotivo, sin subrayarlo, ese tono nostalgioso que uno no sabe dónde está pero que, sin embargo, se siente. Quizá sea algo que, creo yo, lo emparienta con Truffaut: sus personajes pueden estar decepcionados, o ser fracasados, pero las películas tienen mucha vitalidad, son frescas y ligeras. Pero en Truffaut uno sabe o puede intuir un poco de dónde sale esa tristeza y melancolía. En el caso de Bogdanovich quizás haya algo en su cinefilia. En una época contaba la cantidad de películas que vio en cierto período de su vida, y era una cifra imposible; tal vez hay algo, alguna carencia en su vida afectiva, que explica que alguien se entregue tanto a las películas. O puede que su cinefilia tenga algo de obsesión por los muertos. No se muere mucha gente en sus películas, pero les pasa en la realidad, y pareciera que eso lo condena.
Hay toda una historia atrás de Todos rieron, que es la de Dorothy Stratten, la chica de Playboy que salía con Bogdanovich y que fue asesinada por el ex marido de ella. Se convirtió en una especie de película maldita y los distribuidores no la querían estrenar. Había cierto moralismo en ese rechazo, como si Bogdanovich hubiera sido culpable en el crimen por ser el amante de ella. Y entonces, como nadie la quería estrenar, él la compró, la estrenó y fue un fracaso total; y ahí empezó la debacle y la enorme tristeza de su carrera.
Juan Villegas es el director de Sábado y Los suicidas.
Todos rieron parece la película de alguien feliz, aunque tiene algo muy melancólico y ésa es una de las cosas que más me gustan de Bogdanovich. Uno la puede encuadrar dentro de la comedia, pero hay un trasfondo casi triste, que uno no sabe muy bien dónde está, de dónde viene. Es algo constante en sus películas: sus comedias no dejan de ser comedias, pero tiene cierta oscuridad, cierto tinte trágico. También me gusta mucho Texasville, porque pasa algo parecido: es una comedia, muy veloz, pasan muchas cosas, pero siempre está ese fondo triste que sobrevive debajo de la superficie.
Es eso lo que más me fascina de Todos rieron, pero si tuviera que elegir una escena sería la de la pista de patinaje en la que John Ritter sigue a Dorothy Stratten; o esa otra persecución en la que Ben Gazzara sigue a –creo– Audrey Hepburn por las calles de Nueva York. Que es otra cosa que me gusta mucho de la película: cómo muestra Nueva York, de una manera muy distinta a todo lo que uno está acostumbrado a ver en el cine; no es esa cosa “romantizada” de las películas de Woody Allen –por mencionar a otro director que filma mucho Nueva York–, ni la suciedad de las películas de Scorsese. No digo que esté en el medio, pero es algo diferente; tiene un registro muy realista de la ciudad, especialmente desde el sonido –se escucha mucho el ruido de los autos, de la calle–, y desde la fotografía, y a la vez todo el tiempo mantiene ese aire de la comedia, y deja claro que se trata de una ficción. La forma no está anclada en lo que se cuenta sino que hay un contrapunto: entre un registro realista, casi documental en el caso de las persecuciones, y una historia totalmente inverosímil en un punto. Y grandes actuaciones: la de Dorothy Stratten es tal vez la más sorprendente, pero lo de John Ritter, lo de Ben Gazzara y lo de Audrey Hepburn es buenísimo. Y hay otros actores, que después no hicieron casi nada más, que también están muy bien.
Todos rieron es también un poco hermana de Saint Jack, otra que es de la misma época de Bogdanovich, una especie de Casablanca realista en cierto sentido, pero que recurre con total libertad a distintos géneros. Esa libertad en Todos rieron se vuelve increíble, escapa a todas las convenciones de la comedia: en la primera media hora prácticamente no se entiende nada, ni quiénes son esos tipos, ni qué están haciendo, pero no podés dejar de verla y de querer saber qué pasa. Mientras que lo habitual es plantear de entrada el conflicto y los personajes, acá no te enterás de que los protagonistas son detectives creo que hasta los cuarenta minutos, ni tampoco cuál es la relación entre ellos. Y los seguís de todas maneras porque todos los personajes tienen mucho encanto, incluso mientras no sabés cuál es el protagonista de la película, y parece que se fueran prestando entre ellos un poco ese protagonismo.
Es algo raro y encantador que tiene Bogdanovich: como crítico y erudito de cine trata todo el tiempo de ponerse él en el lugar de la tradición “clásica” y a la vez la rompe, sin darse cuenta tal vez, y ésa es una tensión muy productiva en sus películas. Logra que sean muy modernas, y la verdad es que de algún modo los directores clásicos que él reivindica –Howard Hawks, por ejemplo– también se tomaban esa libertad. Por esos medios narra historias que tienen algo muy emotivo, sin subrayarlo, ese tono nostalgioso que uno no sabe dónde está pero que, sin embargo, se siente. Quizá sea algo que, creo yo, lo emparienta con Truffaut: sus personajes pueden estar decepcionados, o ser fracasados, pero las películas tienen mucha vitalidad, son frescas y ligeras. Pero en Truffaut uno sabe o puede intuir un poco de dónde sale esa tristeza y melancolía. En el caso de Bogdanovich quizás haya algo en su cinefilia. En una época contaba la cantidad de películas que vio en cierto período de su vida, y era una cifra imposible; tal vez hay algo, alguna carencia en su vida afectiva, que explica que alguien se entregue tanto a las películas. O puede que su cinefilia tenga algo de obsesión por los muertos. No se muere mucha gente en sus películas, pero les pasa en la realidad, y pareciera que eso lo condena.
Hay toda una historia atrás de Todos rieron, que es la de Dorothy Stratten, la chica de Playboy que salía con Bogdanovich y que fue asesinada por el ex marido de ella. Se convirtió en una especie de película maldita y los distribuidores no la querían estrenar. Había cierto moralismo en ese rechazo, como si Bogdanovich hubiera sido culpable en el crimen por ser el amante de ella. Y entonces, como nadie la quería estrenar, él la compró, la estrenó y fue un fracaso total; y ahí empezó la debacle y la enorme tristeza de su carrera.
Juan Villegas es el director de Sábado y Los suicidas.
Osvaldo y Coca
Osvaldo Cartery y Luisa Inés Cartery más conocida como
"Coca”, que actualmente tienen sesenta y nueve años, fueron los campeones
del mundo en la categoría de salón o tango milonguero en el año 2004, cuando
ambos contaban con sesenta y seis años de edad. El jurado supo valorar la
elegancia y ritmo de esta pareja, los “pies de azúcar” de Osvaldo y “la
dulzura” de Coca. A partir de ahí, juntos han viajado por distintos países como
Checoslovaquia, Estocolmo, Alemania e Italia , donde han enseñado su personal
estilo.
Osvaldo y Coca bailan juntos desde que se conocieron en una
milonga de Buenos Aires. Tuvieron que dejar de bailar tango durante treinta
años, para poder criar a sus hijos, y fue después, en su madurez, cuando al
retomar el tango fueron descubiertos por Carlos Gavito, comenzaron las
exhibiciones por las principales milongas de Buenos Aires y consiguieron ganar el campeonato del
mundo. Han ido cosechado éxitos y
reconocimiento mundial por su baile, éxitos que no han cambiado para nada a
esta pareja entrañable, cercana y plena de sabiduría de un estilo de tango
propio de una generación y una época que los amantes del tango no podemos
olvidar.
25/8/08
Harlan Coben: Postales sangrientas
Por Andrea Aguilar
Publicado en EL PAIS (España)
Publicado en EL PAIS (España)
Una de las bromas que Harlan Coben repite con más frecuencia cuando viaja al extranjero es que Los Soprano no es un documental. Sentado en el salón de su casa, una bonita mansión de 1865 en Ridgewood, próspero suburbio de Nueva Jersey, el escritor la enuncia de nuevo y sonríe. A continuación, se declara fan de la serie televisiva y señala la dirección que uno debería tomar para llegar al Bada Bing, el club de strip-tease en el que el mafioso Tony y su banda pasaban el día. "¿Recuerdas la tienda que sale en la segunda temporada? Ésa está a un par de calles de aquí", Coben sonríe de nuevo. Viste bermudas naranjas, mocasines de ante y una camiseta. Es grande, mide cerca de dos metros, y lleva la cabeza rapada. Su aire deportivo aporta desenfado a este salón de paredes forradas de madera y sofás con tapicería de seda.
A sus 46 años ha publicado 15 novelas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. "En Francia mi obra gusta mucho y también en una docena de países más, lugares como Tailandia o Bulgaria. Uno nunca sabe por qué pasa esto", afirma. Su género es el negro, el thriller. Pero Coben no habla de conspiraciones políticas, ni de plagas, ni de terroristas, ni siquiera de familias mafiosas americanas. En sus libros escribe sobre sus vecinos, sobre la zona norte de Nueva Jersey y los ricos suburbios de césped cortado al ras. Lo suyo tiene más que ver con Mujeres desesperadas que con Tony Soprano y sus matones. "Esto es el sueño americano, los dos coches, los 2,4 hijos, la valla de madera alrededor de la casa. Y aquí es donde a mí me gusta jugar", dice. Un terreno fértil por el que Coben se mueve con soltura, salpicando la idílica postal con asesinatos, misteriosas desapariciones, traiciones, degollamientos y violaciones. Ni siquiera los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la avalancha de ficción que han generado le han hecho cambiar de rumbo. "Hablé un poco de ello en La promesa, la novela anterior a El bosque [recién editada en España], pero he tardado bastante. Ésta es una de las zonas que se vieron más afectadas por el ataque, es el corazón de la tragedia. No hay un día en que no me cruce con alguna viuda o crío que perdió a su esposo o padre en las torres".
En El bosque (RBA), el fiscal del distrito de Essex, el viudo Paul Copeland, se funde en un abrazo con su hija de seis años y consigue olvidar por un momento a "los chicos que violan, a las chicas que desaparecen en el bosque, a los asesinos en serie que rebanan gargantas, a los cuñados que traicionan tu confianza, a los padres en duelo que amenazan a niñas pequeñas". Para acabar de hacerse una idea del argumento de este libro situado en Ridgewood, el mismo pueblo donde el escritor vive, cabría añadir a la fauna de El bosque a un hippie trastornado, madres inmigrantes, curtidos policías y abogados despiadados. "Sí, en esta novela hay un campamento de verano, el KGB y el juicio de una violación. Tiro muchas bolas al aire, pero lo que me gusta es ver que todo cae donde debe. Se me dan bien las tramas". Y no le convence eso de guardarse nada en la manga para el siguiente libro. Aquí y ahora es la filosofía que guía su trabajo: "Yo cada idea que tengo la meto en la novela que estoy preparando en ese momento".
Así las cosas, Coben no duda en llevar a sus personajes al límite, y Copeland, Cope para los amigos, tiene que hacer frente al caso más importante de su carrera como fiscal, la violación de una stripper negra a manos de un grupo de universitarios blancos y ricos en una fraternidad. Simultáneamente, un cadáver arroja nueva luz en el caso de la desaparición de su hermana 20 años atrás en un campamento de verano en el que dos jóvenes fueron degollados. "Cope es un tipo listo que ve las cosas con cierto sarcasmo", dice el escritor. El apellido de este personaje parece una advertencia -el verbo cope significa arreglárselas-. Para hacer frente a todo esto el fiscal cuenta con la inestimable ayuda de Loren Muse, un personaje que reaparece en su siguiente libro y cuyo nombre también es revelador -muse significa cavilar, reflexionar-. En este caso, el autor no lo eligió. Desde hace años subasta los nombres de al menos cinco personajes de sus novelas. El dinero, cerca de 50.000 dólares en la última ocasión, lo dona a una organización benéfica. "Siempre digo lo mismo, usaré el nombre pero puede que sea el de una prostituta, así que, por favor, comprueba que la persona a la que haces este regalo tiene sentido del humor".
Coben no escatima ironía ni humor en sus libros, y afila su pluma al hablar en El bosque, por ejemplo, acerca de una función escolar que las atildadas madres de Ridgewood graban con ansia desde sus videocámaras. La directora del colegio de sus hijos parece que aún se está riendo de aquello. ¿Y sus vecinas? "Todas dicen que saben perfectamente de lo que hablo, que esas madres son tremendas. El jorobado nunca ve su joroba, ¿no?", bromea.
Hay algo en la forma que Coben tiene de afrontar la escritura que le asemeja a los deportistas. Más allá de las bolas en el aire y los principios y finales bien delimitados, le gustan las fechas de entrega, el más difícil todavía y la acción. Es más, reconoce que con sus amigos escritores de lo que habla es de deporte. Dan Brown es uno de ellos. Fueron juntos a la universidad y eran miembros de la misma fraternidad donde el novelista conoció a su esposa. Ninguno de los dos pensaba entonces en ser escritor. Mary Higgins Clarke es la única excepción a la regla de no hablar de libros con amigos escritores.
Myron Bolitar, el personaje que protagoniza siete de las novelas de Harlan Coben, es agente deportivo, un tipo normal que se ve envuelto en una serie de intrigas. Un buen día, sin embargo, Coben decidió abandonarle. "Lo dejé después de siete libros porque ya le habían pasado muchas cosas. Él se enfrenta a los casos de una forma personal, no es Sherlock, no es policía, ni investigador, y esto plantea unos límites. ¿Cuántas catarsis puede afrontar alguien así sin perder credibilidad como personaje? Myron me miró y me dijo que ya era suficiente. Además, era una cuestión de ego, quise demostrar que podía escribir otras cosas".
Cuenta que le vino a la cabeza la historia de un hombre felizmente casado cuya mujer muere de forma misteriosa y su cuerpo nunca se encuentra. Cuatro años después el mismo hombre recibe un correo con un enlace en el que ve cómo una cámara sigue a su mujer en directo. Esa historia es No se lo digas a nadie, la novela que lanzó a Coben a las listas mundiales de superventas y cuya adaptación cinematográfica, de producción francesa, acaba de estrenarse en Estados Unidos. Aquélla no era una historia para Myron.
En la película Coben hace un cameo. Está satisfecho con la experiencia y comenta divertido que ayer mismo volvió a verla por vigésima vez. El pase fue en Ridgewood con sus amigos y vecinos. Dice que nunca ha pensado en escribir guiones. "En las películas trabaja mucha gente y a mí me gusta serlo todo: el actor, el director y el guionista. Además, esos tipos de Hollywood que escriben guiones con lo que sueñan es con hacer novelas, que es justo lo que yo hago", comenta divertido. A pesar de todo, a Coben le gusta escribir diálogos. En sus libros son rápidos e ingeniosos y reconoce que no le importa que lo sean, incluso más que en la vida normal. "Si se puede, ¿por qué no hacerlo?". Coben dice que en las palabras que sus personajes intercambian ha encontrado un filón para definirlos. "Los diálogos me parecen una de las mejores formas de desarrollar un personaje. La forma en la que uno habla, lo que uno dice en determinadas ocasiones, es muy revelador".
Harlan Coben lo pasa bien escribiendo. Le gusta hacerlo por las mañanas, cuando sus cuatro hijos y su mujer, una pediatra, ya se han puesto en marcha. Normalmente acude a algún café o biblioteca del pueblo. "Soy un escritor de calle. En casa uno siempre encuentra algo mejor que hacer. También me dan arrebatos. Escribí las últimas 40 páginas de El bosque en un solo día". Dice que lo suyo es el entretenimiento. "Yo escribo el tipo de libro que uno se llevaría para unas vacaciones. He trabajado en temas de turismo y me encanta pensar que con mis libros el lector prefiere quedarse en la habitación de un hotel para saber qué va a ocurrir en la siguiente página que bajar a cenar o ir a la playa".
Apenas investiga o se documenta antes de escribir. A veces le basta con llamar al fiscal jefe de Nueva Jersey, un amigo de la infancia con quien jugaba al béisbol. "Le digo: '¿Si pasara esto o aquello, cómo sería el proceso?'. Él me lo aclara y ya está", cuenta divertido. En otras ocasiones, para evitar errores ha optado por situar algunas de sus historias en un pueblo inexistente del norte de Nueva Jersey, así sus lectores y vecinos no le atosigan si se equivoca al situar una parada de autobús.
Coben recibe muchas cartas y correos. "El 99% son estupendas", asegura. Dentro del 1% restante las que más le molestaron fueron las que recibió tras publicar El bosque. Le acusaban de haber copiado el caso de violación de un juicio real en el que se daban los mismos factores raciales. Le insultaban porque decían que tomaba partido por la muchacha negra y que tras su libro se escondía una serie de juicios políticos. Coben incluyó una nota en la edición de bolsillo explicando que el caso fue posterior a la novela y que lo suyo era todo ficción. "No soy un gran fan de los crímenes reales", zanja. Tampoco mucho de la política, al menos, de forma abierta. En sus libros evita estos temas. No quiere que sus lectores le juzguen por sus ideas. A pesar de todo, al hablar del candidato demócrata Barack Obama, pierde la timidez. "Creo que es una situación maravillosa y un verdadero paso adelante. Obama representa un cambio verdadero".
Como lector, Coben llegó al thriller de la mano de William Goldman. Él tenía 15 años y su padre le pasó Marathon man. No pudo soltarlo hasta que lo terminó. De ahí extrajo una de sus máximas: "Lo más importante es hacer un libro irresistible. Se trata de que cada frase atrape al lector según avanza la historia", afirma convencido. Coben no guarda especial reverencia a los maestros del género. De hecho, piensa que hoy se está viviendo la verdadera edad de oro del thriller. "Nunca antes se había escrito tanto y tan bien".
Harlan Coben viene de Newark, una ciudad deprimida y violenta, la misma en la que nació Philip Roth. "Él es mi escritor favorito de todos los tiempos, es una institución en sí mismo, y aunque ha estado lejos de Nueva Jersey desde hace mucho, American Pastoral es la novela que mejor explica aquello". La otra cara de los amables suburbios del norte del Estado. Coben piensa que esa ciudad todavía está resentida por los disturbios y revueltas raciales de los sesenta. "De alguna manera nunca se ha recuperado de aquello y quizá esto sea en parte por su proximidad con Nueva York. Hay iniciativas que intentan cerrar esa herida y cambiar las cosas, pero es sólo un nenúfar en el pantano". Mientras tanto, Coben mantiene su apuesta por los suburbios del norte. "El sueño americano es un sueño universal por prosperar. Intento que mis personajes sean gente corriente de la calle, gente que uno podría conocer. Me interesa el heroísmo cotidiano", explica. ¿Ahuyenta así sus miedos? "Imagino que sí, pero en el fondo uno como padre tiene miedo todos los días, eso es algo inherente a tener hijos. Por eso juego con ello". -
A sus 46 años ha publicado 15 novelas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. "En Francia mi obra gusta mucho y también en una docena de países más, lugares como Tailandia o Bulgaria. Uno nunca sabe por qué pasa esto", afirma. Su género es el negro, el thriller. Pero Coben no habla de conspiraciones políticas, ni de plagas, ni de terroristas, ni siquiera de familias mafiosas americanas. En sus libros escribe sobre sus vecinos, sobre la zona norte de Nueva Jersey y los ricos suburbios de césped cortado al ras. Lo suyo tiene más que ver con Mujeres desesperadas que con Tony Soprano y sus matones. "Esto es el sueño americano, los dos coches, los 2,4 hijos, la valla de madera alrededor de la casa. Y aquí es donde a mí me gusta jugar", dice. Un terreno fértil por el que Coben se mueve con soltura, salpicando la idílica postal con asesinatos, misteriosas desapariciones, traiciones, degollamientos y violaciones. Ni siquiera los atentados del 11 de septiembre de 2001 y la avalancha de ficción que han generado le han hecho cambiar de rumbo. "Hablé un poco de ello en La promesa, la novela anterior a El bosque [recién editada en España], pero he tardado bastante. Ésta es una de las zonas que se vieron más afectadas por el ataque, es el corazón de la tragedia. No hay un día en que no me cruce con alguna viuda o crío que perdió a su esposo o padre en las torres".
En El bosque (RBA), el fiscal del distrito de Essex, el viudo Paul Copeland, se funde en un abrazo con su hija de seis años y consigue olvidar por un momento a "los chicos que violan, a las chicas que desaparecen en el bosque, a los asesinos en serie que rebanan gargantas, a los cuñados que traicionan tu confianza, a los padres en duelo que amenazan a niñas pequeñas". Para acabar de hacerse una idea del argumento de este libro situado en Ridgewood, el mismo pueblo donde el escritor vive, cabría añadir a la fauna de El bosque a un hippie trastornado, madres inmigrantes, curtidos policías y abogados despiadados. "Sí, en esta novela hay un campamento de verano, el KGB y el juicio de una violación. Tiro muchas bolas al aire, pero lo que me gusta es ver que todo cae donde debe. Se me dan bien las tramas". Y no le convence eso de guardarse nada en la manga para el siguiente libro. Aquí y ahora es la filosofía que guía su trabajo: "Yo cada idea que tengo la meto en la novela que estoy preparando en ese momento".
Así las cosas, Coben no duda en llevar a sus personajes al límite, y Copeland, Cope para los amigos, tiene que hacer frente al caso más importante de su carrera como fiscal, la violación de una stripper negra a manos de un grupo de universitarios blancos y ricos en una fraternidad. Simultáneamente, un cadáver arroja nueva luz en el caso de la desaparición de su hermana 20 años atrás en un campamento de verano en el que dos jóvenes fueron degollados. "Cope es un tipo listo que ve las cosas con cierto sarcasmo", dice el escritor. El apellido de este personaje parece una advertencia -el verbo cope significa arreglárselas-. Para hacer frente a todo esto el fiscal cuenta con la inestimable ayuda de Loren Muse, un personaje que reaparece en su siguiente libro y cuyo nombre también es revelador -muse significa cavilar, reflexionar-. En este caso, el autor no lo eligió. Desde hace años subasta los nombres de al menos cinco personajes de sus novelas. El dinero, cerca de 50.000 dólares en la última ocasión, lo dona a una organización benéfica. "Siempre digo lo mismo, usaré el nombre pero puede que sea el de una prostituta, así que, por favor, comprueba que la persona a la que haces este regalo tiene sentido del humor".
Coben no escatima ironía ni humor en sus libros, y afila su pluma al hablar en El bosque, por ejemplo, acerca de una función escolar que las atildadas madres de Ridgewood graban con ansia desde sus videocámaras. La directora del colegio de sus hijos parece que aún se está riendo de aquello. ¿Y sus vecinas? "Todas dicen que saben perfectamente de lo que hablo, que esas madres son tremendas. El jorobado nunca ve su joroba, ¿no?", bromea.
Hay algo en la forma que Coben tiene de afrontar la escritura que le asemeja a los deportistas. Más allá de las bolas en el aire y los principios y finales bien delimitados, le gustan las fechas de entrega, el más difícil todavía y la acción. Es más, reconoce que con sus amigos escritores de lo que habla es de deporte. Dan Brown es uno de ellos. Fueron juntos a la universidad y eran miembros de la misma fraternidad donde el novelista conoció a su esposa. Ninguno de los dos pensaba entonces en ser escritor. Mary Higgins Clarke es la única excepción a la regla de no hablar de libros con amigos escritores.
Myron Bolitar, el personaje que protagoniza siete de las novelas de Harlan Coben, es agente deportivo, un tipo normal que se ve envuelto en una serie de intrigas. Un buen día, sin embargo, Coben decidió abandonarle. "Lo dejé después de siete libros porque ya le habían pasado muchas cosas. Él se enfrenta a los casos de una forma personal, no es Sherlock, no es policía, ni investigador, y esto plantea unos límites. ¿Cuántas catarsis puede afrontar alguien así sin perder credibilidad como personaje? Myron me miró y me dijo que ya era suficiente. Además, era una cuestión de ego, quise demostrar que podía escribir otras cosas".
Cuenta que le vino a la cabeza la historia de un hombre felizmente casado cuya mujer muere de forma misteriosa y su cuerpo nunca se encuentra. Cuatro años después el mismo hombre recibe un correo con un enlace en el que ve cómo una cámara sigue a su mujer en directo. Esa historia es No se lo digas a nadie, la novela que lanzó a Coben a las listas mundiales de superventas y cuya adaptación cinematográfica, de producción francesa, acaba de estrenarse en Estados Unidos. Aquélla no era una historia para Myron.
En la película Coben hace un cameo. Está satisfecho con la experiencia y comenta divertido que ayer mismo volvió a verla por vigésima vez. El pase fue en Ridgewood con sus amigos y vecinos. Dice que nunca ha pensado en escribir guiones. "En las películas trabaja mucha gente y a mí me gusta serlo todo: el actor, el director y el guionista. Además, esos tipos de Hollywood que escriben guiones con lo que sueñan es con hacer novelas, que es justo lo que yo hago", comenta divertido. A pesar de todo, a Coben le gusta escribir diálogos. En sus libros son rápidos e ingeniosos y reconoce que no le importa que lo sean, incluso más que en la vida normal. "Si se puede, ¿por qué no hacerlo?". Coben dice que en las palabras que sus personajes intercambian ha encontrado un filón para definirlos. "Los diálogos me parecen una de las mejores formas de desarrollar un personaje. La forma en la que uno habla, lo que uno dice en determinadas ocasiones, es muy revelador".
Harlan Coben lo pasa bien escribiendo. Le gusta hacerlo por las mañanas, cuando sus cuatro hijos y su mujer, una pediatra, ya se han puesto en marcha. Normalmente acude a algún café o biblioteca del pueblo. "Soy un escritor de calle. En casa uno siempre encuentra algo mejor que hacer. También me dan arrebatos. Escribí las últimas 40 páginas de El bosque en un solo día". Dice que lo suyo es el entretenimiento. "Yo escribo el tipo de libro que uno se llevaría para unas vacaciones. He trabajado en temas de turismo y me encanta pensar que con mis libros el lector prefiere quedarse en la habitación de un hotel para saber qué va a ocurrir en la siguiente página que bajar a cenar o ir a la playa".
Apenas investiga o se documenta antes de escribir. A veces le basta con llamar al fiscal jefe de Nueva Jersey, un amigo de la infancia con quien jugaba al béisbol. "Le digo: '¿Si pasara esto o aquello, cómo sería el proceso?'. Él me lo aclara y ya está", cuenta divertido. En otras ocasiones, para evitar errores ha optado por situar algunas de sus historias en un pueblo inexistente del norte de Nueva Jersey, así sus lectores y vecinos no le atosigan si se equivoca al situar una parada de autobús.
Coben recibe muchas cartas y correos. "El 99% son estupendas", asegura. Dentro del 1% restante las que más le molestaron fueron las que recibió tras publicar El bosque. Le acusaban de haber copiado el caso de violación de un juicio real en el que se daban los mismos factores raciales. Le insultaban porque decían que tomaba partido por la muchacha negra y que tras su libro se escondía una serie de juicios políticos. Coben incluyó una nota en la edición de bolsillo explicando que el caso fue posterior a la novela y que lo suyo era todo ficción. "No soy un gran fan de los crímenes reales", zanja. Tampoco mucho de la política, al menos, de forma abierta. En sus libros evita estos temas. No quiere que sus lectores le juzguen por sus ideas. A pesar de todo, al hablar del candidato demócrata Barack Obama, pierde la timidez. "Creo que es una situación maravillosa y un verdadero paso adelante. Obama representa un cambio verdadero".
Como lector, Coben llegó al thriller de la mano de William Goldman. Él tenía 15 años y su padre le pasó Marathon man. No pudo soltarlo hasta que lo terminó. De ahí extrajo una de sus máximas: "Lo más importante es hacer un libro irresistible. Se trata de que cada frase atrape al lector según avanza la historia", afirma convencido. Coben no guarda especial reverencia a los maestros del género. De hecho, piensa que hoy se está viviendo la verdadera edad de oro del thriller. "Nunca antes se había escrito tanto y tan bien".
Harlan Coben viene de Newark, una ciudad deprimida y violenta, la misma en la que nació Philip Roth. "Él es mi escritor favorito de todos los tiempos, es una institución en sí mismo, y aunque ha estado lejos de Nueva Jersey desde hace mucho, American Pastoral es la novela que mejor explica aquello". La otra cara de los amables suburbios del norte del Estado. Coben piensa que esa ciudad todavía está resentida por los disturbios y revueltas raciales de los sesenta. "De alguna manera nunca se ha recuperado de aquello y quizá esto sea en parte por su proximidad con Nueva York. Hay iniciativas que intentan cerrar esa herida y cambiar las cosas, pero es sólo un nenúfar en el pantano". Mientras tanto, Coben mantiene su apuesta por los suburbios del norte. "El sueño americano es un sueño universal por prosperar. Intento que mis personajes sean gente corriente de la calle, gente que uno podría conocer. Me interesa el heroísmo cotidiano", explica. ¿Ahuyenta así sus miedos? "Imagino que sí, pero en el fondo uno como padre tiene miedo todos los días, eso es algo inherente a tener hijos. Por eso juego con ello". -
David Lynch: El delirio y la mística
Fanático de la meditación, el director de Imperio presentó en Brasil un libro que revela las huellas de esta disciplina en su cinematografía. Allí conversó con Ñ acerca de la experimentación constante como sello de su obra. Aquí, el relato de ese encuentro, su filmografía y la opinión de Quintín sobre Lynch, un maestro del cine que compite con Godard "en el mercado de la devoción".
David Lynch cruza la puerta a medianoche. Camina con los brazos tiesos al costado de su traje azul. Alguien lo saluda y él responde con un hi, how are you , a la vez cordial y automático. Y sigue. Alguien le tiende la mano y él se la estrecha, agradece los gestos de admiración y sigue. Deja atrás a las personas de pie en el hall de arribos del aeropuerto Salgado Filho de Porto Alegre (Brasil) que se dan vuelta y miran al hombre de la camisa blanca prendida hasta el cuello. Es el creador de una obra maestra como Terciopelo azul (1986) y de una serie que revolucionó la televisión como Twin Peaks (1990). Es, sin dudas, el director de cine más inquietante de los últimos treinta años y por eso lo cruza un fotógrafo y dispara su cámara. El flash marea a un Lynch que sigue hacia su objetivo. Quiere salir a la calle. Necesita fumar. Se ubica junto a la parada de taxis y saca un cigarrillo. Le convidan fuego. Lynch abre los ojos y acerca su rostro hasta la llama. En su primera visita a Brasil, acaba de pasar cinco días entre hoteles de San Pablo, Río de Janeiro y escuelas públicas de Belo Horizonte. Llega para brindar una conferencia en el ciclo Fronteras del Pensamiento Copesul Brasken en la Universidad Federal do Río Grande do Sul (UFRGS). Y además aprovecha para promocionar su libro autobiográfico sobre creatividad, cine y meditación trascendental Catching the big fish (algo así como "Atrapando al gran pez", que a principios de 2009 saldrá en la Argentina). No tuvo tiempo para recorrer las ciudades, le dice a Ñ, pero le encantó "la comida, la gente y el mood (humor)". Habla despacio, arquea las cejas. Dice: "Maravillosas montañas". Tiene el perfil del tío extravagante: el saco arrugado, los zapatos sin lustrar. Y el fanático, desde luego, intentará encontrar en él los rasgos de alguno de sus personajes. ¿O acaso en el episodio piloto de Twin Peaks , el agente Dale Cooper (Kyle McLachlan) no se maravilla con los árboles que bordean el camino? "A veces llego a pensar que Kyle es una especie de alter ego", decía el director después del estreno de Terciopelo azul . Cooper como doppelgänger de Lynch. Llega precedido por una declaración que repercutió en los medios: "La meditación trascendental puede terminar con la violencia de Río", dijo Lynch en su faceta de predicador del pensamiento de su gurú Maharishi Mahesh Yogui. Hace treinta y cinco años que practica esta técnica ("si meditas es porque quieres acceder a un nivel más profundo de la vida", dice) y en julio de 2005 creó la David Lynch Foundation, que trabaja en programas de educación basada en la conciencia y la paz mundial en escuelas públicas y privadas de Estados Unidos y el resto del globo. En los últimos días de vida del Maharishi (murió en Holanda, en febrero de 2008), Lynch observó que nadie escuchaba a su maestro y decidió "salir" a comunicar el mensaje. "Si experimentas este nivel más profundo, la conciencia comienza a expandirse. Con práctica, todas las personas pueden hacerlo." Mientras aguarda que sus colaboradores salgan del aeropuerto, aclara que la meditación no es una religión, y recuerda que cuando comenzó con su fundación había tres escuelas implementando esta técnica. Ahora son dieciséis. Lynch se entusiasma: "El mundo está cambiando", dice, convencido. Y arroja el cigarrillo al suelo y lo pisa. Aunque sus amigos le digan que deje de fumar, comenta, no lo consigue. ¿Cómo convive su inconsciente, reflejado en la oscuridad de sus obras, con este mensaje de la meditación trascendental? Hacer una historia feliz en el cine no tiene por qué hacerte feliz, y puedes contar una historia oscura, de la que te enamoras. Puedes entrar en esos mundos tenebrosos y aún estar feliz por dentro. No es lo mismo sufrir que mostrar el sufrimiento. Aunque sus personajes deban descubrir el mal (como Jeffrey Beaumont a partir de una oreja cortada) o experimenten la locura (Fred Madison en Carretera perdida ), Lynch no está de acuerdo con aquello que decía Rimbaud ("el sufrimiento del poeta debe ser inmenso"). Dice que "hay una idea muy romántica en la que el artista tiene que sufrir, tiene que pasar hambre o estar deprimido, para expresar algo". Mueve la cabeza. "Si el artista está sufriendo realmente, no podría hacer su trabajo. Si uno tiene hambre, no tiene ganas de hacer nada más. Cuanta menos negatividad, mayor es el flujo de creatividad y esa es la razón por la que he estado practicando meditación trascendental todos estos años." El director reflexiona: "Estoy seguro de que Van Gogh hubiese hecho cosas aún más maravillosas de no haber sido por las restricciones que le impusieron sus tormentos". ¿La meditación le permitió combinar recursos narrativos clásicos y experimentales? Hay una parte importante de experimentación en mi cine, pero lo importante son las ideas. Lo son todo. Cuando llegan, piensas: "este es el tema". Es la historia que conecta todas estas abstracciones. A veces, para llegar a la verdad, tienes que experimentar. Ya es tarde. Lynch se despide y mientras se aleja, un plano microscópico llega hasta la colilla aplastada en el piso. Fuma American Spirit. Una historia sencillaPara entender el legado de la obra de Lynch en la historia del cine, cabe hacerse algunas preguntas. ¿Qué sería de Tarantino sin Lynch? Algunos críticos aseguran que el director de Pulp fiction no podría existir si los espectadores no poseyeran los códigos interpretativos que se han ido forjando a través de autores como él. Y así también los hermanos Coen ( Barton Fink ) o Jim Jarmusch ( Extraños en el paraíso ) o Gus van Sant ( Mi Idaho privado ). ¿Cómo se entiende el fenómeno de una serie como Lost si antes, alguien no hubiese creado esa mezcla de policial, soap opera y surrealismo que significó Twin Peaks ? El director nació en Missoula (Montana), en esa "verdadera América profunda" que habitaron pueblos originarios como los Sioux (quienes sostenían que la sabiduría estaba en los sueños), y vivió rodeado de naturaleza: su padre, investigador del Ministerio de Agricultura, se dedicaba al estudio de los árboles. Lynch dice que adoraba jugar en el bosque ("era mágico") y aunque en esa época tenía muchos amigos, a veces prefería quedarse solo, viendo de cerca a los insectos. No le gustaba estudiar. Jugaba al béisbol, nadaba y soñaba despierto. Siempre le gustó dibujar, así que los domingos asistía a un taller de pintura. Alguna vez comentó: "Para mí, en esos momentos, la escuela era un crimen que se cometía contra la juventud. Allí se destruían los gérmenes de libertad; no se estimulaba ni el conocimiento ni una actitud positiva. La gente que me interesaba no iba a clase". Plasmó esa crítica en su primer corto, The Alphabet , pero más allá de eso Lynch llevaba una existencia apacible en una familia sin conflictos, que tuvo que vivir en diferentes ciudades del país. Una visita a su abuela materna que vivía en Brooklyn fue decisiva. Los ruidos y olores de esa ciudad lo impresionaron. Como una visión situacionista sobre el desarrollo urbano, Lynch decía que Filadelfia (donde se fue a vivir con su primera mujer, mientras comenzaba a filmar Eraserhead , de 1976) "era la más violenta, la más degradada, la más enferma, la más decadente y sucia de las ciudades". Una noche, mientras vivía en Alexandria (Virginia), Lynch conoció al pintor Bushnell Keeler, padre de un amigo, y se dio cuenta de qué significaba ser un artista. Aunque Lynch se hizo célebre por sus filmes, nunca dejó de pintar. En estos últimos años expuso en París y Nueva York (sus dealers de arte son Leo Castelli y James Corcoran). Sus obras recorren un abanico cromático que va del gris al rojo y conjugan el mismo idioma y los mismos temas que sus filmes. Sin embargo, está claro que el nivel de deformación del mundo que busca Lynch en el cine es limitado mientras que en sus dibujos y pinturas ese límite está abolido. Desde el color de sus obras (eligió el blanco y negro para sus primeros filmes), Lynch opera a favor de una lógica particular, que exige la renuncia a las interpretaciones a priori. "Las sombras en el cuadro te permiten trasladarte y soñar. Si todo es visible y hay demasiada luz, la cosa es lo que la cosa es, pero no es más que eso." Como un mito, Lynch cuenta que su vida cambió una tarde en la Academia de Bellas Artes de Pensilvania. Estaba frente a una "tela sombría con plantas que emergían de la oscuridad". De repente tuvo la impresión de que las plantas se movían e incluso creyó escuchar el viento. "No estaba drogado", aclara. "Quería que desaparecieran los bordes, y entrar en el interior de la obra". Había descubierto el cine. Interior. DíaLynch hace de Lynch en un cortometraje que filma Andréia Vigo en una motorhome estacionada en un baldío del barrio Menino Deus, junto al hotel Blue Tree Millenium. Uno de esos hoteles new age que tienen cajitas con leyendas como "paz", "ternura" y "amor" para los jabones y las gorras de baño. Sentado en un sillón incómodo, frente a varios reflectores colgados del techo, Lynch tiene que memorizar un par de líneas. La historia, desde luego, baraja los elementos lyncheanos: la desaparición de un hombre, una mujer misteriosa y una especie de médium (Lynch). La vida y la obra de Lynch podrían sintetizarse en la imagen de un ventilador. Aparece al principio de Twin Peaks y se convierte en un plano recurrente. Un ventilador encendido en un lugar insólito: arriba de la escalera que conduce a las habitaciones en la casa de Laura Palmer. ¿Qué significa? "No sé por qué lo puse ahí", dijo siempre Lynch. No le gusta explicar las cosas ("el filme debe bastar", se queja). Esa figura y ese sonido (el del aire) podría ser la vida misma, "absurda y siempre ahí". Según el investigador francés Michael Chion, Lynch es un creador que cree en la pluralidad de los niveles de sentido y de realidad. "La belleza de los niños es la habilidad que tienen de ver el mundo con los ojos abiertos, sin los límites del intelecto", dice Lynch y critica esa permanente necesidad occidental de dar explicaciones sobre la obra. "Sin la lógica o la razón siempre hay algo más, algo que no hemos visto". Hay un elemento que Lynch entendió (y explotó) desde el principio: la materialidad del sonido. Desde sus cortometrajes iniciáticos, The Alphabet y The Grandmother , pasando por el deslumbramiento de su particular mirada en Eraserhead hasta Imperio , Lynch comprendió que los sonidos (como los mantras) quedan registrados a un nivel básicamente distinto del nivel del lenguaje o de los modos de comunicación visual. Como señala Chion, Lynch "ha renovado el cine" mediante este elemento. Si bien su reparto de escenas es clásico y transparente (aunque retorcido), su trabajo sonoro es personal. El espectador se enfrenta a un autor que manipula los bajos (sonoros, pero también del instinto y el inconsciente) hasta la incomodidad. No busca tanto la reflexión intelectual como la sensorial. Siento, luego existo. Y en ese contexto, su prédica sobre la meditación trascendental resulta coherente. "El potencial del ser humano es la conciencia infinita", dice ahora Lynch y explica que en la educación no se tiene en cuenta este proceso. "No se está haciendo nada para mejorar al ser humano. Su potencial es la iluminación suprema". De regreso al hotel, casi no sale de su penthouse , donde se dedica a meditar (veinte minutos) o a charlar con su editora en Brasil, Gisela Zincone, mientras almuerza un sandwich de pavita y una lata de Coca-Cola. El gran pezA las tres de la tarde de este domingo, Lynch está sentado en una sala del tercer piso, custodiada por un guardaespaldas gaúcho, minutos antes de reunirse con los promotores de su conferencia. Sonríe. Todo aquel que se encuentra con el director describe la extraña sensación de su cordialidad. El mismo hombre que embelleció el gore en Eraserhead , escribe en Catching the big fish : "Todos nacemos para ser felices, felices como cachorros moviendo la cola". El mismo hombre que en una obra plástica ( Bee board ) coloca abejas muertas con nombres como Jack, Dougie o Bob, en consonancia escribe en su libro: "Existe una textura extraordinaria en un cuerpo descompuesto". Como decía The New York Times en enero de 1990: Lynch es "un Norman Rockwell psicópata" (en referencia al ilustrador de las familias felices de Coca-Cola). Autobiografía con recuerdos de filmaciones o un manual básico de autoayuda, por momentos el libro resulta desconcertante. ¿Cachorros moviendo la cola? En varios capítulos, Lynch se detiene sobre la manera en que captura sus ideas. "Me enamoro de una idea", escribe. "Muchas veces no sé lo que significa así que tengo que pensar en ella y llegar a un entendimiento." ¿Nunca le dan miedo sus ideas? No. Cuando llegué por primera vez a Los Angeles me gustaba ir a un lugar llamado Bob's Big Boy, donde solía sentarme durante años a tomar un milkshake y pensar, y por más oscura que pareciera la idea, la seguridad volvía cuando entraba a ese sitio. Algo así pasa con la meditación. Acompaña la charla con un movimiento de su mano derecha y un mechón cae de su peinado. Para Lynch el cine es un lenguaje singular, un medio mágico. Es como ingresar a otro mundo. Una mesa del Bob's Big Boy, una sala frente a un telón rojo o un bosque de abedules. Esa influencia se observa en el escritor japonés Haruki Murakami, para quien un bosque se convierte en la puerta a universos paralelos ( Kafka en la orilla ) y la mente, un pasillo con puertas cerradas ( Crónica del pájaro que da cuerda al mundo ). "Es divertido crear esos mundos y tener una experiencia", continúa Lynch. "Vivimos en un mundo que a veces es mucho peor que cualquier cosa que podamos imaginar." Hay un comercial que puede verse por You tube donde Lynch dice que "nunca, ni en un trillón de años", podrás tener la experiencia del cine desde un teléfono celular. Ahora, sentado a esta mesa, Lynch añade: "No sé realmente qué es lo que está pasando, pero hay una especie de transición". Considera que éste es un momento difícil. "Bajan las representaciones teatrales, la gente no va al cine. Se podrían aprovechar todos los elementos adecuados de los teatros para los filmes, elegir el sonido, la pantalla enorme: ahí podemos realmente meternos en otro mundo y tener una experiencia. En la pantalla pequeña, con un sonido horrible, es muy difícil lograrlo". Sin embargo asegura que el avance de la tecnología digital ( Imperio la filmó de este modo) permite una mayor experimentación por parte del realizador. "Estoy adorando el video digital", dice aunque sus amigos le reprochen la baja calidad de imagen. "La alta definición es una especie de ficción científica. Todo está demasiado claro", dice. Como en la tela, Lynch busca en sus filmes las sombras, la distorsión, el misterio. En "Imperio" llegó a un nivel de abstracción que, podría decirse, niega el análisis. ¿Qué podemos esperar después? Trataré de seguir investigando, de experimentar. Tras Imperio no sabemos, ni siquiera yo, qué esperar. Por ahora seguiré pintando. ¿Cómo definiría a un artista? Como alguien que crea experiencias, para él y para otros. Es como un espectro. Hacer algo nuevo es como dar vida. Todo comienza con una idea, que son como burbujas que se crean y van subiendo. Así puedes atraparlas en un nivel superior, más profundo, con más información, más verdad. Se hace consciente lo inconsciente. En definitiva se trata de ser feliz. Mucha gente hace cosas, pero no para ser feliz sino por la recompensa posterior. Pero las ideas fluyen mejor cuando uno está feliz. Lynch es el hombre que filmó esa mano extendida con los dedos separados de Lula (Laura Dern), en Corazón salvaje (1990), mientras un desagradable Bobby Perú (William Defoe) la obliga a decir fuck me . Y cuando lo dice, la deja (y nos deja) sin hacerle nada, con la sensación de haber asistido a una "violación verbal" (Chion). La referencia del nombre Bob atraviesa toda su filmografía. Sus pinturas. Todos, incluso el bien peinado Cooper, tenemos un Bob dentro, la representación del mal. "Siempre digo que las películas son historias y en ellas hay contrastes. En mis películas hay mucha oscuridad, pero también hay luz. El contraste es una condición humana", dice el director mientras el sol ingresa por un ventanal enorme. Así es Lynch. Una colilla aplastada de American Spirit en el interior de una cajita de jabón con la inscripción "love".
Un cineasta conceptual
Por Quintin
Siempre digo que para mí, el cine es sonido e imagen moviéndose juntos en el tiempo". La definición no es muy original ni muy brillante, pero corresponde a David Lynch, uno de los últimos gurúes del cine. Lynch no es precisamente Godard, con el que compite en el mercado de la devoción, sino su exacto opuesto: es un personaje antiintelectual, más bien confuso a la hora de expresarse sobre su propia disciplina. Ultimamente se dedica a promocionar un sistema de meditación trascendental que utiliza la creatividad y la intuición para crear un flujo interior infinito que evite la "negatividad". Lynch puede ser tan poco articulado que, durante una presentación del método en Berlín, permitió que subiera al escenario un curioso gurú local que prometió eliminar definitivamente la negatividad luchando contra los elementos extraños hasta lograr que Alemania sea invencible. En el video, disponible en la Web, se ve que el público se inquieta y alguien pregunta si eso no era lo mismo que había intentado Adolfo Hitler, a lo que el gurú responde que sí, pero que lamentablemente había fracasado. Lynch interviene entonces para decir que él no entiende bien lo que dijo pero que está seguro de que el hombre tiene buenas intenciones. Aunque el discurso new age de Lynch suena como la típica charlatanería asociada al marketing de un nombre famoso, es probable que su sistema artístico tenga alguna relación con esos principios tan vagos y que estos sean, en el fondo, un intento de describir su método de trabajo. Con una formación en artes plásticas, Lynch emergió como un artista conceptual capaz de hacer de su primer largo (Eraserhead, 1977) una obra instantánea de culto y de convertirse en el gran surrealista pop del cine. Admirador de Kubrick, de Fellini y de Hitchcock, comparte con ellos el esmero por hacer aflorar el inconsciente en sus películas y los supera a la hora de establecer la freudiana relación con lo onírico y lo siniestro. En sus películas más personales, Lynch practica el viejo truco surrealista de la escritura automática, lo que le permite remontarse al delirio a partir de materiales completamente ordinarios. Aunque Lynch ingresa al cine desde la vanguardia, inmediatamente se deja tentar por Hollywood y de Eraserhead salta a El hombre elefante (1980), una película muy convencional y un gran éxito de taquilla. Pero luego fracasa con la ambiciosa adaptación de Dune (1984) y decide acomodarse en un estrato intermedio para mantener el control creativo de sus películas. La siguiente, Terciopelo azul (1986) hará que una oreja oculta en el tranquilo césped suburbano, un gánster chiflado, una mujer hermosa y una melodía retro instalen las coordenadas de lo lyncheano. El terror innombrable, el romanticismo desaforado y los pasadizos que vinculan el mundo cotidiano con los secretos más tenebrosos se harán más explícitos en Corazón salvaje (1990) y en el diseño de la serie Twin Peaks, con la que Lynch revolucionó el género y mantuvo en vilo a los televidentes hasta que se hartó de los productores. A esa altura, Lynch empezaba a sospechar que los artistas siempre pierden frente al juego grande de Hollywood y en la década siguiente inició un camino de gran libertad creativa, en la que ya no intentó copiarse a sí mismo ni complacer a los estudios. Después de una película de tono clásico, The Straight Story (1999), Lynch se dedicará a experimentar con distintos formatos, géneros y soportes. Entre esas aventuras, cabe mencionar Dumbland, una colección de ocho episodios de animación que sólo podían verse (pagando) en la página web del director (hoy están disponibles gratuitamente en Youtube). Dumbland gira en torno de un bestial personaje suburbano cuya vulgaridad y sordidez convierten a Homero Simpson es un auténtico caballero. Llegarían así Mullholand Drive (2001) e Inland Empire (2006, estrenada aquí como Imperio), dos películas que, en principio, tratan sobre mujeres atrapadas por Hollywood y sobre la locura de los mecanismos dominantes en el cine americano. La última es la obra más radical de Lynch. Filmada en video de baja definición, con una duración de tres horas y una absoluta falta de argumento en un sentido tradicional, Imperio desafía al espectador, pero es una experiencia fascinante, que muestra la potencia del método creativo de Lynch. Ese flujo de imágenes y sonidos en el tiempo le permite mezclar todos los niveles de realidad mientras la protagonista va cambiando de personaje, de vida y de carácter y a su alrededor circulan leyendas polacas y humanoides con cabeza de conejo. Contra todos los antecedentes, Lynch logra filmar ideas y hacer triunfar la abstracción en un arte en el que el surrealismo nunca funcionó demasiado. Un principio asociativo le permite sustituir caras y situaciones, ir pasando de una a otra en un continuo ilimitado, tan inexpresable como aterrador, tan cargado de primeros planos monstruosos como de emociones sublimes. "El cine es como la música" dice Lynch en otra de sus frases célebres, pero esta vez casi logra que le creamos.
22/8/08
j.c.
amo a jennifer connelly
fue un amor a primera vista
me enamoré de ella desde la primera vez que la ví
recuerdo muy bien ese momento
no creo poder olvidarlo jamás
sé que
al verla por primera vez
pude sentir
que ella era la mujer que esperé toda mi vida
por la que no dudaría
en hacer la locura más grande de la que fuera capaz
daría todo por ella
me gusta su voz, su sonrisa, su cuerpo
su manera increíble de mirarme
podría decir que estoy obsesionado con ella
pero no es verdad
sólo es amor
puro y verdadero amor
9 de junio de 1990
El disfraz del emperador
En cierta ocasión, Napoleón Bonaparte quiso asistir a un baile de disfraces que se celebraría en París, en honor a “Su Sagrada Majestad Imperial”.Decidido como estaba en aprovechar la ocasión para obtener el favor de una —o de varias— de las hermosísimas damas presentes, decidió él también ocultar su identidad bajo un disfraz. Quién sabe. Tal vez deseaba probar suerte en la conquista amorosa sin que la potencial agraciada se enterara de que era abordada por el hombre más poderoso de la tierra. O, simplemente, quería evitar los reclamos de Josefina de Beauharnaís, la emperatriz, su esposa.Lo cierto es que Napolón asistió enfundado en su disfraz, tratando de pasar desapercibido, ocultando su rostro bajo un antifaz. A poco de entrar, sin embargo, varios de los presentes lo saludaron: “Buenas noches, Emperador”.Ofuscado, regresó a sus habitaciones del Palacio de las Tullerías y cambió su disfraz, para regresar enseguida a la fiesta. Pero nuevamente, recibió los respetos de todos los presentes, que lo reconocieron de inmediato a pesar del velo.Sin darse por vencido, Napoleón intentó nuevamente disfrazarse, mejorar el ocultamiento. De regreso a la fiesta, una bella señorita se acercó a él y le preguntó: “¿Cómo se encuentra esta noche, Su Majestad?”.Totalmente enfurecido, Napoleón regresó a Palacio.Esa noche, el hombre que pensaba que “con audacia se puede intentar todo, mas no se puede conseguir todo”, comprendió que algunos, aunque intenten ocultar su verdadera identidad tras un disfraz, no engañan a nadie.
21/8/08
Enzo Francescoli
Por Juan Sasturain
Antes de las cinco de la tarde, cuando íbamos hacia la cancha, en un semáforo, un despistado que vio la caravana y no recordó campeonato ni copa cercana preguntó: ¿Quién juega? Y la respuesta fue de algún modo insólita: Francescoli. Y no le mentían. Tres horas después, cuando de apuro se terminaba el seudopartido entre ovaciones y un enano escurridizo de camiseta blanquirroja convertía con un derechazo a la izquierda del arquero Flores, alguien –libretita de cronista en mano– preguntó: ¿Quién lo hizo, che? Francescoli, le contestaron. Y no le mentían. Las respuestas estaban separadas por pocas horas y algo más de veinticinco años. Los partidos-homenajes suelen provocar esos crono-desfasajes.Los de ayer fueron múltiples. Como si los retazos del tiempo diseminados en la memoria y en el porvenir se hubieran sometido a un pespunteado rápido que Francescoli realizó cosiendo, haciendo alforzas, arruguitas a la textura futbolera de las últimas décadas. En principio, el Príncipe -que sus fervorosos súbditos quisieron rey– tomó posesión del partido y enarboló el bastón de mando administrando, más allá del decorativo Angel Sánchez (nunca más ángel que ayer) el comienzo y el final. Primero, por las suyas, borgeanamente, se puso a las espaldas la historia, se inventó un antecedente llamado Walter Gómez (“la gente ya no come por...”) y se lo metió en la cancha a dar el puntapié inicial del partido final. Allí hizo sentir el peso de una geneología racial de sutiles orientales que nace en el ladero de Labruna en los cincuenta y muere seguramente en él: una raza real de dos. Con eso empezó, poniendo en antecedentes a la multitud de cuáles eran sus deseos en el momento de hacer leyenda, cómo quería ser leído. Después, también por las suyas, se puso por delante la historia multiplicada en otros dos nueves con su apellido y en calidad de supernumerarios los hizo tocar hasta el gol que le puso el moño al partido y a la fiesta para que fuera también para ellos dos inolvidable.Y no sólo eso hizo Francescoli con el tiempo, el dueño de la pelota y de las emociones el día de su apoteosis. Lo más lindo que hizo fue jugar todo el tiempo y juntar jugadores de medio tiempo a su alrededor, mitades hechas a su semejanza: Saviola y Aimar (17 más 19) ni siquiera suman los años del repartidor de talento y de recuerdos y de modelos. La hora y media corta en que jugaron todos juntos más Salas tiene mucho de sueño del pibe y del veterano. Amontonar talentos y sintonías en un mismo terreno y con una misma camiseta con un mismo objetivo futbolero de llegar al gol con ternura.Lo último que hizo Francescoli ayer con el tiempo fue volverlo reversible. Fue un lugar común escuchar la reflexión gardeliana de que cada vez juega (jugará) mejor; fue otro lugar común decir que podría seguir casi casi el tiempo que quisiera, más allá de facilidades que tuvo y no tendría. Pero fue incluso más lejos. El “no se va” volvió una y otra vez desde las tribunas colmadísimas y no significó presión –ya no tiene sentido– sino pasión ratificada de permanencia y continuidad: Francescoli significó ayer en River la ratificación de una manera de ser y de entender el fútbol con la que la multitud no quiere perder contacto. Fue evidente que la fiesta iba mucho más allá del pretexto de despedida: fue un sano, saludable motivo para juntarse, y no es casual la repercusión extraordinaria que la convocatoria tuvo. No faltó nadie porque el fútbol entendido como Francescoli lo ha practicado es natural, culturalmente inclusivo: es lo que todos quieren ver y jugar. Y River (la multitud, la institución) pudo ayer sentir que ese jugador emblemático, ese extraño ídolo del bajo perfil y la alta calidad de fútbol y de vida, es un patrimonio simbólico demasiado grande y raro como para dejarlo ir sin luces ni gestos de enfática admiración. Y River hizo lo que correspondía.
Antes de las cinco de la tarde, cuando íbamos hacia la cancha, en un semáforo, un despistado que vio la caravana y no recordó campeonato ni copa cercana preguntó: ¿Quién juega? Y la respuesta fue de algún modo insólita: Francescoli. Y no le mentían. Tres horas después, cuando de apuro se terminaba el seudopartido entre ovaciones y un enano escurridizo de camiseta blanquirroja convertía con un derechazo a la izquierda del arquero Flores, alguien –libretita de cronista en mano– preguntó: ¿Quién lo hizo, che? Francescoli, le contestaron. Y no le mentían. Las respuestas estaban separadas por pocas horas y algo más de veinticinco años. Los partidos-homenajes suelen provocar esos crono-desfasajes.Los de ayer fueron múltiples. Como si los retazos del tiempo diseminados en la memoria y en el porvenir se hubieran sometido a un pespunteado rápido que Francescoli realizó cosiendo, haciendo alforzas, arruguitas a la textura futbolera de las últimas décadas. En principio, el Príncipe -que sus fervorosos súbditos quisieron rey– tomó posesión del partido y enarboló el bastón de mando administrando, más allá del decorativo Angel Sánchez (nunca más ángel que ayer) el comienzo y el final. Primero, por las suyas, borgeanamente, se puso a las espaldas la historia, se inventó un antecedente llamado Walter Gómez (“la gente ya no come por...”) y se lo metió en la cancha a dar el puntapié inicial del partido final. Allí hizo sentir el peso de una geneología racial de sutiles orientales que nace en el ladero de Labruna en los cincuenta y muere seguramente en él: una raza real de dos. Con eso empezó, poniendo en antecedentes a la multitud de cuáles eran sus deseos en el momento de hacer leyenda, cómo quería ser leído. Después, también por las suyas, se puso por delante la historia multiplicada en otros dos nueves con su apellido y en calidad de supernumerarios los hizo tocar hasta el gol que le puso el moño al partido y a la fiesta para que fuera también para ellos dos inolvidable.Y no sólo eso hizo Francescoli con el tiempo, el dueño de la pelota y de las emociones el día de su apoteosis. Lo más lindo que hizo fue jugar todo el tiempo y juntar jugadores de medio tiempo a su alrededor, mitades hechas a su semejanza: Saviola y Aimar (17 más 19) ni siquiera suman los años del repartidor de talento y de recuerdos y de modelos. La hora y media corta en que jugaron todos juntos más Salas tiene mucho de sueño del pibe y del veterano. Amontonar talentos y sintonías en un mismo terreno y con una misma camiseta con un mismo objetivo futbolero de llegar al gol con ternura.Lo último que hizo Francescoli ayer con el tiempo fue volverlo reversible. Fue un lugar común escuchar la reflexión gardeliana de que cada vez juega (jugará) mejor; fue otro lugar común decir que podría seguir casi casi el tiempo que quisiera, más allá de facilidades que tuvo y no tendría. Pero fue incluso más lejos. El “no se va” volvió una y otra vez desde las tribunas colmadísimas y no significó presión –ya no tiene sentido– sino pasión ratificada de permanencia y continuidad: Francescoli significó ayer en River la ratificación de una manera de ser y de entender el fútbol con la que la multitud no quiere perder contacto. Fue evidente que la fiesta iba mucho más allá del pretexto de despedida: fue un sano, saludable motivo para juntarse, y no es casual la repercusión extraordinaria que la convocatoria tuvo. No faltó nadie porque el fútbol entendido como Francescoli lo ha practicado es natural, culturalmente inclusivo: es lo que todos quieren ver y jugar. Y River (la multitud, la institución) pudo ayer sentir que ese jugador emblemático, ese extraño ídolo del bajo perfil y la alta calidad de fútbol y de vida, es un patrimonio simbólico demasiado grande y raro como para dejarlo ir sin luces ni gestos de enfática admiración. Y River hizo lo que correspondía.
19/8/08
Kandinski
Toda creación artística es generada por su tiempo y, muchas veces, genera nuestras propias sensaciones.
De esta manera, toda etapa de la cultura produce un arte específico, que no puede ser repetido.
Pretender resucitar premisas artísticas del pasado puede dar como resultado, en el mejor de los casos, obras de arte que son como un niño muerto antes de ver la luz (...)
El elemento objetivo dará lugar a que la obra de hoy diga en el futuro “yo soy” en lugar de “yo fui”.
Vasily Kandinski
18/8/08
de regreso a la mujer natural
Ya he visto prácticamente
todas las narices arregladas
todos los dientes con funda
y todas las tetas remozadas
que puedo soportar
Me voy de regreso
a la mujer natural
23/11/81
Los Angeles, Ca.
todas las narices arregladas
todos los dientes con funda
y todas las tetas remozadas
que puedo soportar
Me voy de regreso
a la mujer natural
23/11/81
Los Angeles, Ca.
Sam Shepard
Crónicas de motel
14/8/08
Werner Herzog, el inventor de sueños
Por Ian Buruma
Publicado en THE NEW YORKER REVIEW
En sus memorias sobre Bruce Chatwin, Susannah Clapp cuenta la siguiente historia. No mucho antes de su muerte, ya muy enfermo, Chatwin recibía invitados en su habitación del Ritz en Londres. Muchos de ellos se iban con un regalo. Un amigo recibió un pequeño objeto cerrado que Chatwin describió como un cuchillo de subincisión con el que se abría la uretra en un rito de iniciación aborigen. Lo había encontrado en el bush australiano, dijo, debido a su ojo experto: "Es evidente que es de algún tipo de ópalo del desierto. Tiene un color maravilloso, casi como el del chartreuse." Poco después el director de la Galería Nacional de Australia vio el objeto en la casa del amigo que lo había recibido con gratitud. Lo sostuvo a contraluz y murmuró: "Mmm. Es increíble lo que los aborígenes pueden hacer con un trozo de botella de cerveza. "
Publicado en THE NEW YORKER REVIEW
En sus memorias sobre Bruce Chatwin, Susannah Clapp cuenta la siguiente historia. No mucho antes de su muerte, ya muy enfermo, Chatwin recibía invitados en su habitación del Ritz en Londres. Muchos de ellos se iban con un regalo. Un amigo recibió un pequeño objeto cerrado que Chatwin describió como un cuchillo de subincisión con el que se abría la uretra en un rito de iniciación aborigen. Lo había encontrado en el bush australiano, dijo, debido a su ojo experto: "Es evidente que es de algún tipo de ópalo del desierto. Tiene un color maravilloso, casi como el del chartreuse." Poco después el director de la Galería Nacional de Australia vio el objeto en la casa del amigo que lo había recibido con gratitud. Lo sostuvo a contraluz y murmuró: "Mmm. Es increíble lo que los aborígenes pueden hacer con un trozo de botella de cerveza. "
Chatwin tenía el don de frotar la realidad a la manera de una lámpara de Aladino para crear historias de un misterio profundo y atractivo. Era un fabricante de mitos, un fabulador que podía convertir en poesía los hechos más banales.
Cuestionar la veracidad de sus historias es un error. No era un periodista ni un investigador, sino un gran narrador. La belleza de ese tipo de escritura reside en la metáfora perfecta que parece iluminar lo que está más allá de la superficie fáctica. Otro maestro del género era Ryszard Kapuscinski, el cronista literario polaco de los golpes y tiranías del Tercer Mundo.
Uno de sus libros, El emperador, un relato poético de la vida en la corte de Haile Selassie, suele leerse como una metáfora de Polonia bajo el comunismo, interpretación que el autor siempre negó.
El director cinematográfico alemán Werner Herzog era amigo tanto de Chatwin como de Kapuscinski. LLevó al cine -aunque no fue su mejor película- uno de los libros de Chatwin con el título de Cobra verde que versaba sobre un traficante de esclavos brasileño en Africa occidental, personaje que encarnó Klaus Kinski. La relación era casi natural, dado que también Herzog comparte el don de los grandes fabuladores. En muchas entrevistas -muchas, tratándose de un hombre que dice preferir el trabajo en el anonimato, como un artesano medieval- Herzog se compara con los narradores que cuentan historias en el mercado de Marrakech. Tal como en el caso de Chatwin y Kapuscinski, Herzog tiene una gran afinidad con lo que un amigo mío, que se siente como en su casa en Africa y critica a Kapuscinski, llamó "barroco tropical": lejanos países desérticos o la densa selva amazónica.
Como a ellos, a Herzog con modestia por supuesto le gusta contar historias de sus propias penurias y catástrofes apenas sorteadas: cárceles africanas, inundaciones en Perú, toros enfurecidos en México.
En una entrevista de la BBC que se filmó en Los Angeles, Herzog explica con su voz profunda e hipnótica que en Alemania a nadie le gustan ya sus películas. De pronto se escucha un fuerte ruido. Herzog queda doblado. Acaban de dispararle con un rifle de aire comprimido por debajo de la línea de los calzoncillos floreados y tiene una herida. "No tiene importancia", dice con su impasible acento bávaro. "No me sorprende que me disparen." Es un momento tan herzoguiano que cualquiera pensaría que él mismo lo dirigió.
La sospecha no es del todo frívola, ya que Herzog no sólo no expresa interés alguno por la verdad literal, sino que la desprecia. El cinéma vérité, el arte de plasmar la verdad en el momento, a menudo con una cámara al hombro, es algo a lo que se refiere, en términos despectivos, como "la verdad contable." Así como Ryszard Kapuscinski siempre sostuvo que era un cronista y negó toda intención poética o metafórica, Herzog reconoce que inventa escenas en sus documentales, algo por lo cual es famoso. De hecho, no hace ninguna distinción entre sus documentales y sus películas de ficción. Como le dijo a Paul Cronin en el excelente libro Herzog on Herzog: "Si bien habitualmente se los cataloga así, yo diría que es un error llamar documentales a películas como Las campanas del alma y Muerte a cinco voces. Sólo adoptan la forma de documentales." En cuanto al filme Fitzcarraldo, una película de ficción sobre un barón del caucho de fines del siglo XXI (que interpreta Klaus Kinski) que sueña con construir una ópera en la selva peruana y hace llevar un barco a la montaña, Herzog lo describe como su documental más exitoso.
Para Herzog, lo opuesto a la "verdad contable" es la "verdad extática". En una reciente aparición en la New York Public Library explicó:
Cuestionar la veracidad de sus historias es un error. No era un periodista ni un investigador, sino un gran narrador. La belleza de ese tipo de escritura reside en la metáfora perfecta que parece iluminar lo que está más allá de la superficie fáctica. Otro maestro del género era Ryszard Kapuscinski, el cronista literario polaco de los golpes y tiranías del Tercer Mundo.
Uno de sus libros, El emperador, un relato poético de la vida en la corte de Haile Selassie, suele leerse como una metáfora de Polonia bajo el comunismo, interpretación que el autor siempre negó.
El director cinematográfico alemán Werner Herzog era amigo tanto de Chatwin como de Kapuscinski. LLevó al cine -aunque no fue su mejor película- uno de los libros de Chatwin con el título de Cobra verde que versaba sobre un traficante de esclavos brasileño en Africa occidental, personaje que encarnó Klaus Kinski. La relación era casi natural, dado que también Herzog comparte el don de los grandes fabuladores. En muchas entrevistas -muchas, tratándose de un hombre que dice preferir el trabajo en el anonimato, como un artesano medieval- Herzog se compara con los narradores que cuentan historias en el mercado de Marrakech. Tal como en el caso de Chatwin y Kapuscinski, Herzog tiene una gran afinidad con lo que un amigo mío, que se siente como en su casa en Africa y critica a Kapuscinski, llamó "barroco tropical": lejanos países desérticos o la densa selva amazónica.
Como a ellos, a Herzog con modestia por supuesto le gusta contar historias de sus propias penurias y catástrofes apenas sorteadas: cárceles africanas, inundaciones en Perú, toros enfurecidos en México.
En una entrevista de la BBC que se filmó en Los Angeles, Herzog explica con su voz profunda e hipnótica que en Alemania a nadie le gustan ya sus películas. De pronto se escucha un fuerte ruido. Herzog queda doblado. Acaban de dispararle con un rifle de aire comprimido por debajo de la línea de los calzoncillos floreados y tiene una herida. "No tiene importancia", dice con su impasible acento bávaro. "No me sorprende que me disparen." Es un momento tan herzoguiano que cualquiera pensaría que él mismo lo dirigió.
La sospecha no es del todo frívola, ya que Herzog no sólo no expresa interés alguno por la verdad literal, sino que la desprecia. El cinéma vérité, el arte de plasmar la verdad en el momento, a menudo con una cámara al hombro, es algo a lo que se refiere, en términos despectivos, como "la verdad contable." Así como Ryszard Kapuscinski siempre sostuvo que era un cronista y negó toda intención poética o metafórica, Herzog reconoce que inventa escenas en sus documentales, algo por lo cual es famoso. De hecho, no hace ninguna distinción entre sus documentales y sus películas de ficción. Como le dijo a Paul Cronin en el excelente libro Herzog on Herzog: "Si bien habitualmente se los cataloga así, yo diría que es un error llamar documentales a películas como Las campanas del alma y Muerte a cinco voces. Sólo adoptan la forma de documentales." En cuanto al filme Fitzcarraldo, una película de ficción sobre un barón del caucho de fines del siglo XXI (que interpreta Klaus Kinski) que sueña con construir una ópera en la selva peruana y hace llevar un barco a la montaña, Herzog lo describe como su documental más exitoso.
Para Herzog, lo opuesto a la "verdad contable" es la "verdad extática". En una reciente aparición en la New York Public Library explicó:
"Busco algo que se parece más a un éxtasis de verdad, algo en lo que vamos más allá de nosotros mismos, algo que a veces sucede en la religión, algo como la mística medieval. " Lo logra a la perfección en Las campanas del alma, una película sobre fe y superstición en Rusia: las figuras de Jesús en Siberia y otros lugares, otra fascinación que compartía con Chatwin la película comienza con una imagen extraordinaria, alucinante, de gente que se arrastra sobre la superficie de un lago helado y mira bajo el hielo, como si le rezara a un dios invisible. A medida que Herzog narra, buscan una gran ciudad perdida llamada Kitezh que yace oculta bajo el hielo de ese lago sin fondo. Los invasores tártaros habían saqueado la ciudad hacía mucho tiempo, pero Dios había enviado a un arcángel para salvara los habitantes permitiéndoles vivir en su mundo de felicidad submarina, entre himnos y campanas.
La leyenda existe y la imagen es de una belleza sobrecogedora. También es una completa farsa. Herzog reunió a algunos borrachos en el bar local de la aldea y les pagó para que yacieran en el hielo. Según cuenta Herzog, "uno de ellos tenía el rostro sobre el hielo y parecía hallarse sumido en una profunda meditación. La verdad contable: estaba completamente borracho y se quedó dormido. Tuvimos que despertado al terminar la toma." ¿Fue un engaño? No, dice Herzog porque "sólo mediante invención y representación puede alcanzarse un nivel de verdad más intenso, que no puede lograrse de otra manera".
La verdad del retratista
Eso es exactamente lo que dicen los admiradores de Chatwin. Debo confesar que me cuento entre ellos, pero no sin cierto sentimiento de ambivalencia. Sin duda la fuerza de la imagen aumenta por medio de la convicción de que se trata de peregrinos reales y no de borrachos a los que se les paga para representar a peregrinos. Si una película o un libro se presentan como exactos en el plano fáctico, tiene que haber cierto grado de confianza en la veracidad, que no es lo mismo que la suspensión de la incredulidad. Una vez que se conoce la historia sin adornos, se pierde algo de la magia, por lo menos en mi caso. Sin embargo, el genio de Herzog como mago cinematográfico es tal,
que sus documentales llegan a funcionar como ficción. En defensa de su peculiar estilo podria decirse que no utiliza la invención para falsear la verdad sino para destacarla, para hacerla más vívida. Uno de sus trucos favoritos es inventar sueños para sus personajes, o visiones que nunca tuvieron pero que de todos modos parecen verdad porque están en línea con los personajes. Sus temas son siempre personas por las que siente una afinidad personal. En cierto modo, los principales personajes de sus películas, tanto las de ficción como los documentales, son siempre variaciones del propio Herzog.
Werner Herzog nació en Munich durante la guerra y creció en un pueblo de los Alpes bávaros sin tener acceso a teléfonos ni películas. De chico soñaba con ser esquiador. Desafiar la gravedad, tratar de volar, ya sea en esquís, globos o aviones es un tema recurrente en sus películas. Le gusta Fred Astaire por ese motivo, porque parece volar cuando baila. En 1974 hizo un documental titulado El gran éxtasis del escultor de madera Steiner, sobre un esquiador austríaco.
Steiner es un típico personaje herzoguiano, un solitario monomaníaco que llega al límite, que domina el miedo a la muerte y el aislamiento. En palabras de Herzog: "un hermano de Fitzcarraldo, un hombre que también desafía la ley de gravedad al llevar un barco a la montaña."
En 1971, Herzog realizó uno de sus documentales más asombrosos, esta vez sobre otra forma de soledad, la más extrema, la de la gente que se encuentra atrapada en el aislamiento de la ceguera y la sordera. El personaje principal de Tierra de silencio y oscuridad es una valiente mujer alemana de mediana edad llamada Fini Straubinger, que sólo puede comunicarse a través de una especie de braille sobre la mano de otra persona. Como se quedó ciega luego de un accidente que sufrió en la adolescencia, aún tiene recuerdos visuales, el más vívido de los cuales es la expresión de éxtasis del rostro de los esquiadores al lanzarse al aire en un salto.
Fini Straubinger nunca había visto saltos en esquí. Herzog le escribió esas líneas porque pensó que "era una gran imagen para representar el estado interior y la soledad de Fini."
¿Eso disminuye la película o distorsiona la verdad sobre Fini Straubinger, por más que ella aceptó decir esas líneas? Es difícil dar una respuesta unívoca. Sí, es una distorsión, porque es algo inventado. Pero no disminuye la película, porque Herzog logra que parezca plausible. Por otra parte, nunca podemos conocer del todo la vida interior de Fini Straubinger, ni la de persona alguna. Lo que hace Herzog es imaginar su vida interior. La historia del esquiador forma parte de la forma en que él ve a Fini Straubinger. Para él, eso ilumina al personaje. Es otro tipo de verdad, la verdad del retratista.
Protagonismo del paisaje
A Herzog le gusta pensarse como un marginal del arte, alguien que recorre límites peligrosos y vuela solo. En muchos sentidos, sin embargo, abreva en una rica tradición. El anhelo del éxtasis, el hombre solo en medio de la naturaleza, las verdades más profundas, los místicos medievales; todo eso huele a romanticismo del siglo XIX. El frecuente uso que hace Herzog de la música de Richard Wagner (en Lecciones en la oscuridad, por ejemplo, la película sobre los pozos de petróleo que arden en Kuwait luego de la primera guerra del Golfo), así como el amor qué suele profesar por la poesía de Hölderlin, sugieren que es muy consciente de esa afinidad. Su odio por la “civilización tecnológica”, así como la idealización del nomadismo y las formas de vida a las que no afectó nuestra civilización marchita están a tono con eso. Puede ser muy moralista hasta puritano. "El turismo es pecado", proclamó en la llamada Declaración de Minnesota de 1999 y "caminar es una virtud." El siglo XX con su "cultura consumista" era un "error masivo colosal y cataclísmico". Los monjes tibetanos que meditan sostuvo en una conferencia en el Instituto Goethe son buenos pero las amas de casa californianas que meditan son "una abominación". ¿Por qué? No lo dijo. Cabe imaginarse que se debe a que consideraba que las amas de casa a no eran auténticas verdaderas y creyentes que sólo lo hacían por una cuestión de estilo de vida.
Al igual que en muchos artistas a románticos el paisaje es un elemento importante en el trabajo de Herzog y forma parte de su búsqueda de una suerte de autenticidad visionaria.
Pocos directores pueden igualar su habilidad para representar el horror fértil de la selva, la desolación aterradora de los desiertos o la atroz majestuosidad de las montañas. Nunca usa el paisaje como telón de fondo. El paisaje tiene personalidad. En lo que respecta a la selva, dijo que "tiene que ver con los sueños, las emociones más profundas, las pesadillas. No es un lugar sino un estado de ánimo. Tiene cualidades casi humanas. Forma parte vital del paisaje interior de los personajes." Caspar David Friedrich, un artista que Herzog admira, veía el paisaje como una manifestación de Dios. Herzog, que pasó por una "fuerte etapa religiosa" y se convirtió al catolicismo en la adolescencia observa "un eco religioso en parte de mi trabajo."
Después de la guerra, y por motivos obvios, por momentos los alemanes se sienten incómodos con ese tipo de búsqueda romántica de lo sagrado. Huele demasiado al Tercer Reich y a su exaltación de un falso espíritu germánico. Tal vez eso explique por qué las películas de Herzog tuvieron mejor recepción en el extranjero (en la actualidad vive en Los Angeles, una ciudad que le gusta por sus "sueños colectivos").
Herzog nunca juega con la estética nazi. Lo que hace es más interesante: reelaboró una tradición que los nazis explotaron y vulgarizaron. Por ejemplo, el tipo de películas de montaña que Leni
Riefenstahl dirigía y en las que actuaba, llenas de éxtasis y muerte, cayó en desgracia después de la guerra porque, como dice Herzog, "estaba en línea con la ideología nazi." Fue así que Herzog se dispuso a crear "una forma nueva, contemporánea, de película de montaña."
A Herzog le gustan los hombres fuertes, pero se apresura a agregar que no se refiere a Fisiculturistas, que le parecen frívolos, no auténticos, como las amas de casa californianas que meditan, “una abominación”. La primera película de Herzog, “Heracles”, que filmó en 1962, cuando tenía 20 años, combina imágenes de choques de autos, bombardeos y fisiculturistas, de manera tal de mostrar su desaprobación ante el machismo gratuito. Un hombre fuerte herzoguiano también puede ser una mujer fuerte, como Fini Straubinger o Juliane Kopcke, la única sobreviviente de un desastre aéreo en Chile, cuya historia cuenta en Alas de esperanza, de 1999. El individuo fuerte herzoguiano no sólo es fuerte en términos físicos, sino también en el plano mental. Alguien que sabe cómo salir adelante.
Si Dieter Dengler no hubiera existido, Herzog lo habría creado. Es el hombre fuerte herzoguiano por antonomasia, y es el centro de una de los mejores documentales de Herzog. El pequeño Dieter necesita volar (1997), realizado para una serie de la televisión alemana sobre viajes al infierno. La primera toma es ya una invención. Vemos entrar a Dieter en un local de tatuajes de San Francisco para que le tatúen en la espalda una imagen de la muerte tirada por caballos.
Pero cambia de idea. No podría tener semejante tatuaje, dice, porque cuando estuvo al borde de la muerte y "se abrieron las puertas del cielo", no vio caballos sino ángeles: "La muerte no me quiso."
En realidad, Dieter nunca pensó en tatuarse. Herzog creó la escena para referirse a que Dieter había estado a punto de morir. En la siguiente escena se ve a Dieter que llega en un convertible a su casa, ubicada en la zona norte de San Francisco. El paisaje tiene extrañas reminiscencias de las películas de montaña de la Alemania anterior a la guerra: brumoso, elevado, aparentemente alejado de la civilización. Dieter abre y cierra la puerta del auto varias veces, de manera algo obsesiva; luego hace lo mismo con la puerta de entrada de la casa, que está sin llave. Algunos, dice, podrán pensar que se trata de un hábito algo peculiar, pero se relaciona con el tiempo que pasó en cautiverio. Abrir puertas le da una sensación de libertad.
En la vida real, Dieter no tenía la costumbre de fetichizar las puertas, si bien tenía en la pared una serie de pinturas en las que se veían puertas abiertas. Se interpretaba a sí mismo en escenas ideadas por Herzog. Más adelante nos enteramos de un sueño recurrente de Dieter en el campo de prisioneros: la Marina de los Estados Unidos acudía en su rescate, pero pasaba a su lado sin vedo a pesar de que él hacía frenéticas señales a los barcos.
Parte del gran talento de Herzog como realizador es la forma sorprendente en que utiliza la música. Usar El ocaso de los dioses, de Wagner, para las imágenes de los pozos de petróleo ardiendo en Kuwait tal vez sea demasiado obvio, pero ver cómo los aviones de combate despegan de un portaaviones estadounidense al compás de un tango de Carlos Gardel resulta muy efectivo. Se vale de un cantante difónico mongol para acompañar un bombardeo sobre aldeas vietnamitas, con lo que se crean imágenes que son al mismo tiempo aterradoras y bellas. Wagner reaparece en una escena en la que Dieter explica la experiencia de hallarse al borde de la muerte. Se encuentra ante un gran acuario lleno de medusas azules que flotan como paracaídas viscosos. Así es la muerte, dice Dieter, mientras escuchamos el Liebes todo La imagen de las medusas también fue idea de Herzog, pero tiene una fuerza innegable.
Simplemente películas
El hecho de que, cuando se le pregunta, Herzog habla con mucha franqueza sobre sus inventos, no despeja por completo las dudas respecto de ese tipo de realización. Si es tanto lo que se inventa, ¿cómo saber qué es verdad? Tal vez Dieter Dengler nunca fue derribado en Laos. Tal vez nunca existió. Tal vez, tal vez. Todo lo que puedo decir, como admirador de las películas de Herzog, es que creo que es fiel a su tema. Ninguno de los inventos -las puertas, la medusa, los sueños- altera el relato de Dieter de lo que pasó. Son metáforas, no hechos, y el propio Dieter lo entendió así.
El mejor ejemplo de ello tiene lugar al final, después de haber visto a Dieter regresar con Herzog y su equipo a la selva del sudeste asiático, donde vuelve a caminar desnudo entre la vegetación y donde una vez más lo atan los aldeanos (que contrató Herzog), ocasión en la que recuerda con todo detalle cómo escapó y cómo murió su amigo Duane. También lo vimos en su pueblo natal de la Selva Negra, hablándonos de su abuelo, el único hombre del pueblo que se negó a apoyar a los nazis. Y lo vemos de vuelta en los Estados Unidos, compartiendo un enorme pavo de Acción de Gracias con Gene Dietrick, el piloto que lo rescató de la muerte. Después de todo eso, en la última toma, antes del epílogo sobre el entierro de Dieter en el Cementerio de Arlington (víctima de la enfermedad de Gehring), lo vemos caminar asombrado por el gran cementerio de aviones militares de Tucson, Arizona. La cámara hace un paneo por las hileras de bombarderos, helicópteros y aviones de combate desechados, y Dieter declara que llegó al cielo de los pilotos. La escena también es crea¬ción de Herzog. Dieter no tenía intenciones de ir a Tucson, Arizona. Su asombro, sin embargo, parece genuino. Volar había sido la obsesión de toda su vida. Necesitaba volar, y no importa quién dispuso que estuviera en el cementerio de aviones, ya que el pequeño Dieter en verdad parece sentirse en el cielo.
Dada la excelencia del documental, la idea de reformular la historia en una película de ficción podría parecer una excentricidad. A Dieter le gustó la idea, aunque sólo fuera por la perspectiva de ganar mucho dinero. (Lamentablemente. murió antes de que se terminara la película.) Era evidente que Herzog estaba tan deslumbrado con el hombre y su historia, que se resistía a abandoriados. Fue así que logró reunir algo parecido a un presupuesto bajo de Hollywood para Rescue Dawn y partió rumbo a Tailandia con su equipo y los intérpretes, entre ellos dos actores jóvenes muy conocidos, Christian Bale, (Dieter)y Steve Zahn (Duane). La producción sufrió las habituales dificultades herzoguianas: enfrentamientos, productores furio¬sos, técnicos que no entendían, problemas con funcionarios locales. Algunos de los actores también sufrieron penurias no muy comunes: Christian Bale adelgazó tanto para el papel que parecía haber vivido en verdad una odisea en la selva. Por otra parte, tuvo que comer serpientes e in¬sectos horribles en aras de la autenticidad.
El ojo de Herzog para el bello horror de la naturaleza tampoco le falla esta vez. Sin embargo, buena parte de lo que hizo de El pequeño Dieter: necesita volar una obra maestra está ausente. En primer lugar, falta el propio Dieter. De alguna manera, la historia reformulada en la película de ficción no tiene la fuerza del documental. Parece convencional, casi chata. Dieter es mucho más estadounidense de lo que en realidad era, si bien sigue siendo más fuerte e ingenioso que cualquier otro personaje de la película. El final, aparentemente fiel a los hechos, en que se ve a Dengler recibido por la ovación de sus compañeros en un barco de la Marina, es puro sentimentalismo hollywoodense en comparación con las imágenes hipnóticas del cementerio de aviones.
La diferencia, creo, se relaciona con el uso de la fantasía de Herzog. En el documental, su método está más cerca del de un escritor de ficción que en la película. Rescue Dawn se atiene a los hechos de la historia de Dengler sin mayores aditamentos ni alusión alguna a una vida interior. Parece un "docudrama" bien hecho. En el documental, en cambio, es precisamente el collage de historia familiar, imágenes oníricas, excentricidades personales e información fáctica lo que da vida a Dieter Dengler y lo convierte en una figura plena. Eso no significa que no pueda lograrse el mismo efecto en una película de ficción, sino que demuestra qué tan lejos llevó Werner Herzog un género que se conoce por el nombre de película documental pero que él llama "simplemente películas". A falta de una expresión mejor, habrá que arreglarse con esa.
La leyenda existe y la imagen es de una belleza sobrecogedora. También es una completa farsa. Herzog reunió a algunos borrachos en el bar local de la aldea y les pagó para que yacieran en el hielo. Según cuenta Herzog, "uno de ellos tenía el rostro sobre el hielo y parecía hallarse sumido en una profunda meditación. La verdad contable: estaba completamente borracho y se quedó dormido. Tuvimos que despertado al terminar la toma." ¿Fue un engaño? No, dice Herzog porque "sólo mediante invención y representación puede alcanzarse un nivel de verdad más intenso, que no puede lograrse de otra manera".
La verdad del retratista
Eso es exactamente lo que dicen los admiradores de Chatwin. Debo confesar que me cuento entre ellos, pero no sin cierto sentimiento de ambivalencia. Sin duda la fuerza de la imagen aumenta por medio de la convicción de que se trata de peregrinos reales y no de borrachos a los que se les paga para representar a peregrinos. Si una película o un libro se presentan como exactos en el plano fáctico, tiene que haber cierto grado de confianza en la veracidad, que no es lo mismo que la suspensión de la incredulidad. Una vez que se conoce la historia sin adornos, se pierde algo de la magia, por lo menos en mi caso. Sin embargo, el genio de Herzog como mago cinematográfico es tal,
que sus documentales llegan a funcionar como ficción. En defensa de su peculiar estilo podria decirse que no utiliza la invención para falsear la verdad sino para destacarla, para hacerla más vívida. Uno de sus trucos favoritos es inventar sueños para sus personajes, o visiones que nunca tuvieron pero que de todos modos parecen verdad porque están en línea con los personajes. Sus temas son siempre personas por las que siente una afinidad personal. En cierto modo, los principales personajes de sus películas, tanto las de ficción como los documentales, son siempre variaciones del propio Herzog.
Werner Herzog nació en Munich durante la guerra y creció en un pueblo de los Alpes bávaros sin tener acceso a teléfonos ni películas. De chico soñaba con ser esquiador. Desafiar la gravedad, tratar de volar, ya sea en esquís, globos o aviones es un tema recurrente en sus películas. Le gusta Fred Astaire por ese motivo, porque parece volar cuando baila. En 1974 hizo un documental titulado El gran éxtasis del escultor de madera Steiner, sobre un esquiador austríaco.
Steiner es un típico personaje herzoguiano, un solitario monomaníaco que llega al límite, que domina el miedo a la muerte y el aislamiento. En palabras de Herzog: "un hermano de Fitzcarraldo, un hombre que también desafía la ley de gravedad al llevar un barco a la montaña."
En 1971, Herzog realizó uno de sus documentales más asombrosos, esta vez sobre otra forma de soledad, la más extrema, la de la gente que se encuentra atrapada en el aislamiento de la ceguera y la sordera. El personaje principal de Tierra de silencio y oscuridad es una valiente mujer alemana de mediana edad llamada Fini Straubinger, que sólo puede comunicarse a través de una especie de braille sobre la mano de otra persona. Como se quedó ciega luego de un accidente que sufrió en la adolescencia, aún tiene recuerdos visuales, el más vívido de los cuales es la expresión de éxtasis del rostro de los esquiadores al lanzarse al aire en un salto.
Fini Straubinger nunca había visto saltos en esquí. Herzog le escribió esas líneas porque pensó que "era una gran imagen para representar el estado interior y la soledad de Fini."
¿Eso disminuye la película o distorsiona la verdad sobre Fini Straubinger, por más que ella aceptó decir esas líneas? Es difícil dar una respuesta unívoca. Sí, es una distorsión, porque es algo inventado. Pero no disminuye la película, porque Herzog logra que parezca plausible. Por otra parte, nunca podemos conocer del todo la vida interior de Fini Straubinger, ni la de persona alguna. Lo que hace Herzog es imaginar su vida interior. La historia del esquiador forma parte de la forma en que él ve a Fini Straubinger. Para él, eso ilumina al personaje. Es otro tipo de verdad, la verdad del retratista.
Protagonismo del paisaje
A Herzog le gusta pensarse como un marginal del arte, alguien que recorre límites peligrosos y vuela solo. En muchos sentidos, sin embargo, abreva en una rica tradición. El anhelo del éxtasis, el hombre solo en medio de la naturaleza, las verdades más profundas, los místicos medievales; todo eso huele a romanticismo del siglo XIX. El frecuente uso que hace Herzog de la música de Richard Wagner (en Lecciones en la oscuridad, por ejemplo, la película sobre los pozos de petróleo que arden en Kuwait luego de la primera guerra del Golfo), así como el amor qué suele profesar por la poesía de Hölderlin, sugieren que es muy consciente de esa afinidad. Su odio por la “civilización tecnológica”, así como la idealización del nomadismo y las formas de vida a las que no afectó nuestra civilización marchita están a tono con eso. Puede ser muy moralista hasta puritano. "El turismo es pecado", proclamó en la llamada Declaración de Minnesota de 1999 y "caminar es una virtud." El siglo XX con su "cultura consumista" era un "error masivo colosal y cataclísmico". Los monjes tibetanos que meditan sostuvo en una conferencia en el Instituto Goethe son buenos pero las amas de casa californianas que meditan son "una abominación". ¿Por qué? No lo dijo. Cabe imaginarse que se debe a que consideraba que las amas de casa a no eran auténticas verdaderas y creyentes que sólo lo hacían por una cuestión de estilo de vida.
Al igual que en muchos artistas a románticos el paisaje es un elemento importante en el trabajo de Herzog y forma parte de su búsqueda de una suerte de autenticidad visionaria.
Pocos directores pueden igualar su habilidad para representar el horror fértil de la selva, la desolación aterradora de los desiertos o la atroz majestuosidad de las montañas. Nunca usa el paisaje como telón de fondo. El paisaje tiene personalidad. En lo que respecta a la selva, dijo que "tiene que ver con los sueños, las emociones más profundas, las pesadillas. No es un lugar sino un estado de ánimo. Tiene cualidades casi humanas. Forma parte vital del paisaje interior de los personajes." Caspar David Friedrich, un artista que Herzog admira, veía el paisaje como una manifestación de Dios. Herzog, que pasó por una "fuerte etapa religiosa" y se convirtió al catolicismo en la adolescencia observa "un eco religioso en parte de mi trabajo."
Después de la guerra, y por motivos obvios, por momentos los alemanes se sienten incómodos con ese tipo de búsqueda romántica de lo sagrado. Huele demasiado al Tercer Reich y a su exaltación de un falso espíritu germánico. Tal vez eso explique por qué las películas de Herzog tuvieron mejor recepción en el extranjero (en la actualidad vive en Los Angeles, una ciudad que le gusta por sus "sueños colectivos").
Herzog nunca juega con la estética nazi. Lo que hace es más interesante: reelaboró una tradición que los nazis explotaron y vulgarizaron. Por ejemplo, el tipo de películas de montaña que Leni
Riefenstahl dirigía y en las que actuaba, llenas de éxtasis y muerte, cayó en desgracia después de la guerra porque, como dice Herzog, "estaba en línea con la ideología nazi." Fue así que Herzog se dispuso a crear "una forma nueva, contemporánea, de película de montaña."
A Herzog le gustan los hombres fuertes, pero se apresura a agregar que no se refiere a Fisiculturistas, que le parecen frívolos, no auténticos, como las amas de casa californianas que meditan, “una abominación”. La primera película de Herzog, “Heracles”, que filmó en 1962, cuando tenía 20 años, combina imágenes de choques de autos, bombardeos y fisiculturistas, de manera tal de mostrar su desaprobación ante el machismo gratuito. Un hombre fuerte herzoguiano también puede ser una mujer fuerte, como Fini Straubinger o Juliane Kopcke, la única sobreviviente de un desastre aéreo en Chile, cuya historia cuenta en Alas de esperanza, de 1999. El individuo fuerte herzoguiano no sólo es fuerte en términos físicos, sino también en el plano mental. Alguien que sabe cómo salir adelante.
Si Dieter Dengler no hubiera existido, Herzog lo habría creado. Es el hombre fuerte herzoguiano por antonomasia, y es el centro de una de los mejores documentales de Herzog. El pequeño Dieter necesita volar (1997), realizado para una serie de la televisión alemana sobre viajes al infierno. La primera toma es ya una invención. Vemos entrar a Dieter en un local de tatuajes de San Francisco para que le tatúen en la espalda una imagen de la muerte tirada por caballos.
Pero cambia de idea. No podría tener semejante tatuaje, dice, porque cuando estuvo al borde de la muerte y "se abrieron las puertas del cielo", no vio caballos sino ángeles: "La muerte no me quiso."
En realidad, Dieter nunca pensó en tatuarse. Herzog creó la escena para referirse a que Dieter había estado a punto de morir. En la siguiente escena se ve a Dieter que llega en un convertible a su casa, ubicada en la zona norte de San Francisco. El paisaje tiene extrañas reminiscencias de las películas de montaña de la Alemania anterior a la guerra: brumoso, elevado, aparentemente alejado de la civilización. Dieter abre y cierra la puerta del auto varias veces, de manera algo obsesiva; luego hace lo mismo con la puerta de entrada de la casa, que está sin llave. Algunos, dice, podrán pensar que se trata de un hábito algo peculiar, pero se relaciona con el tiempo que pasó en cautiverio. Abrir puertas le da una sensación de libertad.
En la vida real, Dieter no tenía la costumbre de fetichizar las puertas, si bien tenía en la pared una serie de pinturas en las que se veían puertas abiertas. Se interpretaba a sí mismo en escenas ideadas por Herzog. Más adelante nos enteramos de un sueño recurrente de Dieter en el campo de prisioneros: la Marina de los Estados Unidos acudía en su rescate, pero pasaba a su lado sin vedo a pesar de que él hacía frenéticas señales a los barcos.
Parte del gran talento de Herzog como realizador es la forma sorprendente en que utiliza la música. Usar El ocaso de los dioses, de Wagner, para las imágenes de los pozos de petróleo ardiendo en Kuwait tal vez sea demasiado obvio, pero ver cómo los aviones de combate despegan de un portaaviones estadounidense al compás de un tango de Carlos Gardel resulta muy efectivo. Se vale de un cantante difónico mongol para acompañar un bombardeo sobre aldeas vietnamitas, con lo que se crean imágenes que son al mismo tiempo aterradoras y bellas. Wagner reaparece en una escena en la que Dieter explica la experiencia de hallarse al borde de la muerte. Se encuentra ante un gran acuario lleno de medusas azules que flotan como paracaídas viscosos. Así es la muerte, dice Dieter, mientras escuchamos el Liebes todo La imagen de las medusas también fue idea de Herzog, pero tiene una fuerza innegable.
Simplemente películas
El hecho de que, cuando se le pregunta, Herzog habla con mucha franqueza sobre sus inventos, no despeja por completo las dudas respecto de ese tipo de realización. Si es tanto lo que se inventa, ¿cómo saber qué es verdad? Tal vez Dieter Dengler nunca fue derribado en Laos. Tal vez nunca existió. Tal vez, tal vez. Todo lo que puedo decir, como admirador de las películas de Herzog, es que creo que es fiel a su tema. Ninguno de los inventos -las puertas, la medusa, los sueños- altera el relato de Dieter de lo que pasó. Son metáforas, no hechos, y el propio Dieter lo entendió así.
El mejor ejemplo de ello tiene lugar al final, después de haber visto a Dieter regresar con Herzog y su equipo a la selva del sudeste asiático, donde vuelve a caminar desnudo entre la vegetación y donde una vez más lo atan los aldeanos (que contrató Herzog), ocasión en la que recuerda con todo detalle cómo escapó y cómo murió su amigo Duane. También lo vimos en su pueblo natal de la Selva Negra, hablándonos de su abuelo, el único hombre del pueblo que se negó a apoyar a los nazis. Y lo vemos de vuelta en los Estados Unidos, compartiendo un enorme pavo de Acción de Gracias con Gene Dietrick, el piloto que lo rescató de la muerte. Después de todo eso, en la última toma, antes del epílogo sobre el entierro de Dieter en el Cementerio de Arlington (víctima de la enfermedad de Gehring), lo vemos caminar asombrado por el gran cementerio de aviones militares de Tucson, Arizona. La cámara hace un paneo por las hileras de bombarderos, helicópteros y aviones de combate desechados, y Dieter declara que llegó al cielo de los pilotos. La escena también es crea¬ción de Herzog. Dieter no tenía intenciones de ir a Tucson, Arizona. Su asombro, sin embargo, parece genuino. Volar había sido la obsesión de toda su vida. Necesitaba volar, y no importa quién dispuso que estuviera en el cementerio de aviones, ya que el pequeño Dieter en verdad parece sentirse en el cielo.
Dada la excelencia del documental, la idea de reformular la historia en una película de ficción podría parecer una excentricidad. A Dieter le gustó la idea, aunque sólo fuera por la perspectiva de ganar mucho dinero. (Lamentablemente. murió antes de que se terminara la película.) Era evidente que Herzog estaba tan deslumbrado con el hombre y su historia, que se resistía a abandoriados. Fue así que logró reunir algo parecido a un presupuesto bajo de Hollywood para Rescue Dawn y partió rumbo a Tailandia con su equipo y los intérpretes, entre ellos dos actores jóvenes muy conocidos, Christian Bale, (Dieter)y Steve Zahn (Duane). La producción sufrió las habituales dificultades herzoguianas: enfrentamientos, productores furio¬sos, técnicos que no entendían, problemas con funcionarios locales. Algunos de los actores también sufrieron penurias no muy comunes: Christian Bale adelgazó tanto para el papel que parecía haber vivido en verdad una odisea en la selva. Por otra parte, tuvo que comer serpientes e in¬sectos horribles en aras de la autenticidad.
El ojo de Herzog para el bello horror de la naturaleza tampoco le falla esta vez. Sin embargo, buena parte de lo que hizo de El pequeño Dieter: necesita volar una obra maestra está ausente. En primer lugar, falta el propio Dieter. De alguna manera, la historia reformulada en la película de ficción no tiene la fuerza del documental. Parece convencional, casi chata. Dieter es mucho más estadounidense de lo que en realidad era, si bien sigue siendo más fuerte e ingenioso que cualquier otro personaje de la película. El final, aparentemente fiel a los hechos, en que se ve a Dengler recibido por la ovación de sus compañeros en un barco de la Marina, es puro sentimentalismo hollywoodense en comparación con las imágenes hipnóticas del cementerio de aviones.
La diferencia, creo, se relaciona con el uso de la fantasía de Herzog. En el documental, su método está más cerca del de un escritor de ficción que en la película. Rescue Dawn se atiene a los hechos de la historia de Dengler sin mayores aditamentos ni alusión alguna a una vida interior. Parece un "docudrama" bien hecho. En el documental, en cambio, es precisamente el collage de historia familiar, imágenes oníricas, excentricidades personales e información fáctica lo que da vida a Dieter Dengler y lo convierte en una figura plena. Eso no significa que no pueda lograrse el mismo efecto en una película de ficción, sino que demuestra qué tan lejos llevó Werner Herzog un género que se conoce por el nombre de película documental pero que él llama "simplemente películas". A falta de una expresión mejor, habrá que arreglarse con esa.
9/8/08
La historia, la novela y la biografía
Por Enrique Krauze
Siempre a remolque de la historia y de la novela, la biografía ha conocido nombres ilustres como los de Plutarco y James Boswell. No obstante, es un género que, salvo excepciones, no ha brillado en la tradición hispánica. Enrique Krauze nos ofrece una compacta “biografía de la biografía”.
Tres disciplinas literarias se disputan, como celosas hermanas, el arte de narrar la vida: la historia, la novela y la biografía. No son las únicas ni las más remotas. La tradición oral, las antiquísimas escrituras, las baladas populares, las crónicas, son sus parientes cercanas, pero sólo aquellas tres compiten por la atención permanente del lector. Según “Google”, la historia lleva la delantera con 979 millones de entradas, seguida de lejos por la novela con 179 y por la biografía, que alcanza los 144. (La autobiografía, que narra la vida propia y que merece una consideración aparte, tiene sólo 21.) La proporción, por supuesto, es engañosa: a diferencia de la historia o la biografía, pocas novelas se titulan como tales, por lo cual su frecuentación es seguramente mayor. Pero más allá de la medición cibernética, hay entre las tres hermanas diferencias penosas. La historia no sólo es la más antigua, respetada, arraigada, sino también la más pródiga en ámbitos culturales y nacionales, en especialidades y subgéneros y, por supuesto, en autores. La novela es la hermana sexy: joven (tiene apenas unos cuantos siglos), conserva aún la frescura de los tiempos en que contaba las hazañas de los caballeros andantes, y los ingenios de Cervantes. Los novelistas son acaso más venerados que los poetas y dramaturgos. La biografía, en cambio, es la hermana pobre y desangelada. Casi tan vieja como la historia, alguna vez compitió con ella al tú por tú, pero hace al menos dos siglos que vio pasar su momento de esplendor. Ahora vive confinada en una rica habitación de la casa de Occidente, el cuarto anglosajón, y hace tímidos paseos por los barrios aledaños. Sus autores clásicos se cuentan con los dedos de las manos. De hecho, se dice que sólo ha conocido dos etapas: su “Viejo Testamento”, presidido por Plutarco, el biógrafo del poder; y su “Nuevo Testamento”, oficiado por James Boswell, el biógrafo del saber. La historia de su ascenso y decadencia parece una novela del desencanto. Vale la pena esbozarla en una sumarísima biografía de la biografíaA la perdurable genealogía de nuestro padre Plutarco (46-120 d.C.), griego en tiempos de dominación romana y autor de las célebres Vidas paralelas, dediqué hace años un ensayo titulado “Plutarco entre nosotros” (Travesía liberal, 2003). Allí recordé que el secreto de su influencia está en su indagación moral, su búsqueda diferenciada de la virtud en los hombres que actuaban en el escenario brutal de la vida pública. El método que discurrió, como se sabe, fue la comparación entre cincuenta personajes griegos y romanos: “Mediante este método de las Vidas [...] adorno la mía con las virtudes de aquellos varones [...] haciendo examen, para nuestro provecho, de las más importantes y señaladas de sus acciones.” Plutarco estableció claramente su oficio como un quehacer distinto al del historiador: “Escribo vidas, no historias.” Una generación más tarde, los despliegues y excesos del trono imperial inspiraron a otro biógrafo, Suetonio (70-160 d.C.), cuya obra, Las vidas de los césares, trascendió su tiempo e incluso ha llegado a nuestros días a través de Roma, una exitosa serie de la televisión inglesa. En aquellos retratos implacables, Suetonio no busca ya (porque manifiestamente no cree en ellos) los rasgos admirables de sus personajes, sino sus frecuentes vicios, bajezas y pasiones. Es el creador de la biografía crítica.La Edad Media abandonó este tipo de biografía aristotélica –ejemplar o polémica, pero realista– para dar pie a una vertiente, digamos, platónica del género: la narración del vínculo entre el hombre y Dios. La “biografía del poder” abrió paso a la “biografía del creer”, en sus dos variantes: la autobiografía de tensión interior, expiatoria y confesional, tal como la practicó San Agustín, y la hagiografía. Las vidas eran ejemplares no por sus virtudes o frutos terrenales, sino por la concordancia de ambos con el diseño divino. El género viajó de maneras extrañas a través de los siglos. A partir de la Revolución Francesa, los estados nacionales, urgidos de una religión cívica que legitimara su poder, adoptaron la hagiografía como método oficial, haciendo un desfavor mayúsculo al prestigio de la biografía clásica. Los héroes se convirtieron en santos laicos, con sus vidas ejemplares prodigadas en estampas, altares y relatos sobre su devoción, su fe y hasta su martirio, no en el nombre de Dios y la religión sino de la patria. Los regímenes totalitarios en el siglo XX fueron aún más lejos: resucitaron a plenitud la hagiografía (y su espejo, la demonología) para apuntalar la servidumbre del individuo ante el Estado.En el Renacimiento, Plutarco fue muy leído. “Es nuestro breviario”, proclamó Montaigne, artífice de la moderna conciencia individual. También la era isabelina sintió su influjo. Shakespeare llevó a Plutarco al teatro en Julio César y Antonio y Cleopatra. Sus dramas históricos ingleses tienen un aire de biografía política y de enseñanza moral. En Enrique IV, Parte II, un personaje llega al extremo de atribuir a la biografía facultades taumatúrgicas: “Hay una historia en la vida de todos los hombres/ que perfila el rostro de los tiempos idos./ Sabiéndola observar, un hombre puede profetizar...”Así como la fama e influencia de Plutarco llegó hasta la Ilustración, la era de Boswell tuvo precursores desde la Antigüedad. Quizá quepa remontar el origen de la biografía del saber a Diógenes Laercio, autor del siglo III que había escrito útiles compendios de la doctrina de los pensadores cuya vida reseñaba, desde los presocráticos hasta los escépticos de la época helenística, y conformó un corpus imprescindible en los estudios renacentistas. En la Baja Edad Media, Boccaccio escribió una vida de Dante y Petrarca emuló a Suetonio con sus Vidas de romanos ilustres. Ya en pleno Renacimiento, Giorgio Vasari reunió las Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1542-1550). A partir del siglo XVII, el género floreció aún más, ligado al desarrollo del espíritu científico. Uno de sus exponentes fue el anticuario y arqueólogo inglés John Aubrey (1626-1697), quien con el mayor rigor empírico (confiando en lo visto antes que en lo oído, y recogiendo con meticulosidad de entomólogo los datos más personales), compuso las curiosísimas Vidas breves de decenas de personajes, la mayor parte ingleses, colegas suyos en la primera sociedad científica de Occidente, la Royal Society (1662): Robert Hooke, creador del reloj de péndulo; Francis Potter, que practicó por primera vez la transfusión de sangre; John Pell, que inventó el signo de división en la aritmética, y varios más, como el filósofo Hobbes, el químico Bayle, el astrónomo Halley. Aunque esta narración de vidas prendió particularmente en Inglaterra, tuvo artífices en otros países. Ejemplo al azar: en Holanda, maestra del retratismo pictórico, dos contemporáneos de Spinoza, los ministros protestantes Lucas y Colerus, escribieron sendas biografías del impecable filósofo.En la Ilustración, la biografía en todas sus variantes alcanzó su cenit. Dejó su carácter plutarquiano e “inspiracional” y adoptó los patrones racionales y empíricos de la época, aplicados a la conducta, las motivaciones y las pasiones del hombre. Su epígrafe pudo haber sido el primer verso del Essay on man, de Alexander Pope: “The proper study of mankind is man.” Había también en ella un sano germen de individualismo democrático y, por tanto, de tolerancia, que no pasó inadvertido a uno de los hombres emblemáticos del siglo XVIII, el doctor Samuel Johnson, omnisciente autor del Dictionary of the English Language (1755), de quien se decía que no leía libros sino bibliotecas: “A todos nos impulsan los mismos motivos, a todos nos decepcionan las mismas falacias, nos anima la esperanza, el peligro nos obstruye y el deseo nos amarra: a todos nos seduce el placer.” Francia e Inglaterra se hermanaron –por una vez– en la narración de vidas. Voltaire escribiría la biografía de Luis XIV y –junto con Diderot– varios ensayos biográficos en la Encyclopédie (1765). D’Alembert compuso sus “Encomios” de los miembros de la Académie Française a la que pertenecía, textos que Lytton Strachey –acaso el biógrafo más original de la primera mitad del siglo XX– consideraba magistrales. Pero Inglaterra, quizá por su orientación protestante, llevaba la delantera. En el arranque de su asombroso sacerdocio intelectual, Johnson narró la vida de su desdichado amigo, el poeta Richard Savage, y en sus años de madurez (aunque Johnson, en realidad, nació maduro) escribió sus célebres Lives of the poets. En el periódico The Rambler que editó en su juventud, había publicado tres ensayos sobre el género que constituyen (aún ahora) una cartilla del arte biográfico. La biografía, a su juicio, era el género humanístico por excelencia:Ningún otro género vale más la pena que la biografía. Nada puede ser más dulce o más útil, y nada puede encadenar un corazón de modo más irresistible, o propagar más ampliamente asuntos ejemplares sobre cualquier situación, que la biografía.Un joven escocés llamado James Boswell (1740-1795) leyó esas prescripciones y quedó convertido. Boswell no sólo siguió las enseñanzas de su maestro: lo siguió a él, literalmente, paso a paso, frase a frase, libro a libro, en reuniones, fiestas, conferencias, diálogos, en casas, caminos y pubs, a lo largo de treinta y dos años, al cabo de los cuales publicó su The Life of Samuel Johnson (1791), acaso el mayor monumento biográfico en la historia:No concibo modo más prefecto de escribir la biografía de alguien que la de relatar todo lo importante en su vida, pero entretejiéndolo con lo que en privado escribió, dijo y pensó, de modo que se pueda imaginar a la persona, verla viva y revivir con ella cada escena, tal como sucedió en cada etapa de su vida [...]Lo notable de aquel libro no era sólo ese acucioso rescate de la vida cotidiana de Johnson acompañado del examen crítico de sus obras o la publicación de sus cartas, sino algo más novedoso, que Richard Holmes –quizá el más distinguido biógrafo inglés de nuestro tiempo– atribuye a la incipiente sensibilidad romántica: la conexión emotiva con el personaje, la comprensión de su alma. Un sólo ejemplo, entre una infinidad, es la mención de la melancolía, condición permanente en Johnson pero acentuada a raíz de la muerte de su esposa, en 1752 (Johnson tenía 43 años), y comunicada a Boswell por la versión de “su fiel sirviente negro”, el jamaiquino Francis Barber, que fue su albacea: “Vivía en una gran aflicción.” Más de un siglo después de publicada la obra, Lytton Strachey se asombraba de que un hombre como Boswell, “vago, lascivo, alcohólico y esnob”, hubiera podido alcanzar uno de los éxitos intelectuales más grandes en la historia de la civilización. Lo explicaba así: “Con persistencia increíble, había llevado a cabo la enorme tarea que se había propuesto hacía treinta años. Todo lo demás se había esfumado. Estaba exhausto hasta el límite, pero su obra estaba ahí. Era la creación de su insaciable apetito de vivir, tan insaciable que provocó su destrucción. La misma fuerza que produjo La vida de Johnson precipitó a Boswell en la ruina y la desesperación.” Al releer esa biografía, se tiene la impresión de que la obra maestra del doctor Johnson no fue su Diccionario, sus ensayos o sus biografías, sino su propio personaje, Johnson, creado pacientemente por él para ser objeto de la biografía que Boswell, mirándolo vivir, hilvanaba. O que el verdadero genio no era tanto Johnson sino Boswell, el ardiente y laborioso Boswell, que lo retrató con genialidad.Anticuada y antigua, a lo largo del siglo XIX la biografía palideció pero no se extinguió. Como sus músicos o poetas, todas las culturas europeas dieron sus biógrafos nacionales, pero la capital de la biografía siguió siendo Inglaterra. No obstante, en la era victoriana, las biografías se contagiaron del aire de los tiempos: se volvieron condescendientes, profusas, hipócritas, discretas. Al despuntar el siglo XX la tendencia se corrigió. En Cambridge, el grupo literario e intelectual de Bloomsbury produjo al menos un genio indisputado: Lytton Strachey, que en sus Eminent Victorians retrató, con ironía malévola y una prosa irresistible, a los personajes adorados por los tiempos idos. (Uno de ellos era el general Gordon, que murió destrozado en Sudán por las huestes delirantes del “Mahdi”, una suerte de Osama Bin Laden de fines del siglo XIX. La opinión victoriana lo consideraba un héroe. Strachey, creador de la biografía despectiva, reveló que era tan fanático como su teológico enemigo.) Para el talante inglés, escribir biografía podía ser un pasatiempo semejante al de pintar acuarelas o tocar el violonchelo. Por eso, apenas sorprende que la novelista del grupo, Virginia Woolf, no esquivara el género y aun ensayara con él nuevas formas, como ocurrió en su obra Orlando. Otro caso notable es el del famoso economista J.M. Keynes, que escribió unos elegantes Essays in biography, entre los cuales sobresale un retrato de Isaac Newton, en el que revela la inclinación absorbente de aquel pionero científico por la alquimia.Incitada por las nuevas corrientes psicoanalíticas, en la Europa continental la biografía tuvo un pequeño repunte: quiso rastrear los motivos y las causas de la conducta humana. ¡Y vaya que había fenómenos nuevos que reclamaban explicación! Esa dilucidación nunca llegó, pero la desconcertante autodestrucción de Europa en la Primera Guerra; el malestar, la desesperanza, la exaltación, el miedo del período de entreguerras, y la reincidencia en la barbarie en la Segunda Guerra Mundial produjeron una suerte de repliegue o exilio interno que favoreció el escape hacia la biografía. Ése fue el caso de tres autores de ascendencia judía (nacidos en la década de 1880) que, desde su marginalidad y nostálgicos de una Belle Époque que se desvaneció ante sus ojos, se dieron a la tarea de escrutar el alma de figuras políticas y literarias del pasado: André Maurois, Stefan Zweig y Emil Ludwig. Los tres fueron muy leídos en su tiempo, pero no lo sobrevivieron.En la segunda mitad del siglo XX, se acentuó el predominio anglosajón en la biografía. Además del culto interior al género y de la notable vitalidad e inventiva con que se practica, Inglaterra ejerce casi un imperialismo biográfico. Los mejores cultivadores de España –con excepciones solitarias, como el doctor Gregorio Marañón– son émulos de Boswell: Paul Preston (Franco, Juan Carlos), Ian Gibson (Lorca, Machado), John H. Elliott (el Conde Duque de Olivares). Por lo que respecta a la historia iberoamericana, la tendencia no cambia, como atestigua la reciente biografía de Bolívar escrita por John Lynch, o la vida de Borges por Edwin Williamson (aunque de pronto nos hemos llevado una sorpresa mayúscula: Bioy Casares convertido en el Boswell de Borges).En el otro polo del mundo anglosajón, el género es particularmente popular, lo cual no significa que haya recuperado en absoluto su perdido lustre.En Estados Unidos, es verdad, hay un “Biography Channel”, acompañado por una revista ilustrada de gran tiraje. Se publican biografías de políticos, artistas, escritores, empresarios, deportistas, actores. La inmensa mayoría son meros productos comerciales: narraciones ligeras, sensacionalistas, colmadas de mentiras, chismes y nimiedades, subliteratura efímera. Por fortuna, también se escriben biografías serias y sólidas, y existen asimismo revistas especializadas en personajes históricos (como The Abraham Lincoln Quarterly), así como sitios de internet que enriquecen el conocimiento de las personas.Han pasado dos mil años y la biografía sigue viva, pero, a diferencia de la historia y la novela, su panteón –como se ha visto– es increíblemente reducido. Plutarco está olvidado; Boswell nunca ha dejado de reimprimirse en Inglaterra (y curiosamente, ahora mismo circula una nueva y magnífica versión española de Miguel Martínez-Lage, editada por El Acantilado), pero sería engañoso pensar que su “Nuevo Testamento” goza de buena salud. A despecho de su popularidad, la biografía –hay que reconocerlo– es una rama modesta del árbol intelectual de Occidente. Esta condición se comprende mejor al examinar con mayor detenimiento su difícil relación con sus poderosas hermanas: la novela y la historia. Frente a ellas hay que entenderla, y salir también en su defensa, porque el tipo de narración que propone tiene sentido, y da sentido... a la vida.■
La razón principal del ocaso de la biografía en el siglo XIX está en el ascenso irresistible, en toda Europa, de su deslumbrante hermana, la novela. El ideal de Boswell –hacer la historia universal de una vida– podía alcanzarse con mayor plenitud por la vía de la imaginación, cuya obvia ventaja residía, naturalmente, en la libertad. Allí no había necesidad de someterse a restricciones de veracidad fáctica, imprescindibles en toda biografía, pero muchas veces inasequibles para el biógrafo. Allí la razón ilustrada y la pasión romántica se acompañaban con una tensión creativa impensable dentro de los límites y las formas cronológicas de la biografía. Para colmo, los propios novelistas consagrados contribuyeron desde entonces a demeritar la biografía. La sentían enferma de necrofilia, una variante ampliada de la obituaria. (Había un grano de verdad: en su juventud, Johnson se había especializado en escribir epitafios en verso.) Los literatos resentían también lo que para ellos era una “mórbida curiosidad” por lo privado, y temían que su veredicto manchara sus reputaciones. Según recuerda Holmes, Kipling decretó que la biografía era un género de “canibalismo humano”. Wilde decía que todo biógrafo era un Judas. Flaubert se preciaba de que su única biografía fuera Madame Bovary y creía advertir una envidia patética en los biógrafos. Se llegó a decir que “el biógrafo es un novelista sin imaginación”. Y Marcel Proust escribió un libro contra Saint-Beuve, el biógrafo por excelencia de la literatura francesa del XIX, acusándolo de pretender suplantar al autor, con una obra sobre el autor.A finales del siglo XIX, Marcel Schwob (1867-1905), excéntrico cuentista francés, psicólogo, historiador, formuló en el prólogo a sus Vidas imaginarias (1896) una especie de utopía para biógrafos que tuvo efectos desalentadores. Schwob deslinda el género de toda pretensión científica: “El arte está en oposición con las ideas generales, no describe sino lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica.” Con ese criterio, descarta “las chismografías” de Suetonio como meras “polémicas rencorosas”, y, aunque encomia el “buen genio” de Plutarco, le reprocha su método: “Imaginó ‘paralelos’, ¡como si dos hombres propiamente descritos pudieran parecerse!” Su autor preferido entre los clásicos, por su amor a la minucia, era Diógenes Laercio. “El sentimiento de lo individual –apuntaba Schwob– se ha desarrollado más en tiempos modernos.” Se refería a Boswell, cuya obra habría sido perfecta “si no hubiera juzgado citar la correspondencia de Johnson y las digresiones sobre sus libros”. Le parecía superior John Aubrey, aunque “el estilo de este anticuario no esté a la altura de su concepción”. Pero ¿en qué consistía ese instinto biográfico que reclamaba Schwob? Para ilustrarlo, curiosamente, no refería a un escritor sino a un pintor japonés, Hokusai: “Esperaba llegar, cuando tuviera ciento diez años, al ideal de su arte. En ese momento, decía, cualquier punto, cualquier línea trazados por su pincel estarían vivos. Por vivos, entended individuales.” Hay que aclarar que a Schwob no le interesaba la nariz de Cleopatra o la embriaguez de Alejandro Magno o la enfermedad de Napoleón en Waterloo. Esos hechos individuales, que modificaron o habrían podido modificar los acontecimientos, le parecían importantes para la historia, no para la biografía. El buen biógrafo debía buscar lo absolutamente único, irrepetible, inexplicable: la bolsa de cuero llena de aceite que Aristóteles acostumbraba llevar sobre el estómago (Diógenes Laercio), el aburrimiento de Hobbes al combatir las moscas que se posaban sobre su calva (Aubrey), las cáscaras secas de naranja que Johnson solía conservar en sus bolsillos (Boswell). Así pues –concluía Schwob, en el extremo opuesto a Plutarco– “el ideal del biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que hubieran inventado aproximadamente la misma metafísica”.Borges decía que la lectura de las Vidas imaginarias de Schwob fue el punto de partida de su narrativa fantástica. Lo cual es un dato revelador sobre los límites de la biografía. El encuentro poético que pedía Schwob –el milagro de aprehender la particularidad de una vida– sólo podía alcanzarse a través de la literatura en estado puro. También de la pintura, como en los retratos flamencos, en Velázquez o Goya. No hubo, nunca habría, un Hokusai de la biografía.Pero había y hay una gloria particular en narrar una vida, en esa “novela de la realidad” que es la biografía. Plutarco, biógrafo del poder, había escrito: “Muchas veces una acción momentánea, un dicho agudo, una niñería sirven más para calibrar las costumbres que las batallas en las que mueren miles de hombres.” El doctor Johnson, biógrafo del saber, había prescrito: “Mirar hacia lo doméstico; exhibir los detalles nimios de todos los días, allí donde... los hombres brillan unos sobre los otros por su prudencia y virtud.” Las costumbres y la virtud. El gusto por lo particular, característico del biógrafo, no conduce a la revelación, pero ha sido siempre el núcleo de un conocimiento que abona a la historia y a la moral. Un saber y una sabiduría. Madame Bovary y todas las vidas imaginarias representan quizá más cumplidamente el tejido de la complejidad humana, pero el doctor Johnson y todas las vidas reales merecen también un acercamiento propio.■
“... y al sentir el rechazo de su joven hermana cortejada por todos, la biografía tuvo un episodio de locura: quiso hacer un pacto de sangre con la filosofía para dar un golpe de Estado doméstico a su hermana mayor, la historia.” Así habría narrado un novelista del XIX el drama de la biografía. Pero los hechos son ciertos y el hombre que los llevó a cabo fue también, como Boswell, un volcánico escocés: Thomas Carlyle. El plan fracasó. Su filosofía de la historia, centrada en la teoría del “héroe”, resultó letal para el prestigio de la biografía.En la superficie, On heroes, hero worship, and the heroic in history (1841) parecería una reivindicación del género. En realidad era su exacerbación irracional. “Los Grandes Hombres”, escribió, “son los textos inspirados –actuantes, hablantes– de ese divino libro de revelaciones [...] que algunos llaman historia...” Carlyle pensó que los “grandes hombres” eran las fuerzas motrices, nada menos que las causas de la marcha histórica. “El culto de los héroes –apuntó– es un hecho invaluable, el más consolador que ofrece el mundo hoy. [...] La más triste prueba de pequeñez que puede dar un hombre es la incredulidad en los grandes hombres.” La derivación política de esta terrible doctrina es bien conocida: Carlyle es un ancestro del nazismo. Escribe Goebbels en su diario: “El Führer conoce el libro [de Carlyle] muy bien: Le repetí algunos pasajes y lo conmovieron hondamente.” El culto carismático cobró decenas de millones de víctimas; y en nuestro siglo, por lo visto, seguirá cobrándolas. Pero su mera persistencia no avala la tesis ni el método de Carlyle, el biógrafo que envenenó la biografía.La hipótesis de su admirador Ralph Waldo Emerson era más inocua y más sugerente. Sus “hombres representativos” no son imperiosos sino sólo significativos, encarnaciones individuales de la colectividad que la interpretan y le dan un rumbo. El componente metafísico de esta idea es evidente, pero ¿cómo negar –por ejemplo– que Jean Sibelius representa el alma finlandesa? ¿O que Benito Juárez –como pensó Justo Sierra– encarna una zona profunda del alma mexicana? Hay, me parece, en la teoría emersoniana un núcleo de verdad. Nada más.¿Cómo terminó finalmente la relación entre las hermanas? La novela siguió reinando indisputada. La historia condescendió a convivir con la biografía. Para los espíritus serios y sensatos, la indagación sobre “el papel del hombre en la historia” fue de nuevo un tema propio de la filosofía de la causalidad histórica, inútil como premisa de narración biográfica. Descartado el concepto del “heroísmo”, el estudio del liderazgo abrió un horizonte amplio para la biografía. En la “biografía del poder” del siglo XX, Churchill no fue un superhombre, fue un líder que, con clarividencia y valor, incidió en el destino de Occidente. En el extremo opuesto estaban, por supuesto, Hitler, Mao, Stalin, líderes también –que Carlyle habría venerado–, pero que era preciso abordar con nuevas herramientas teóricas de investigación, y con los archivos que se fueron abriendo (y siguen abriéndose) al paso del tiempo. En esa renovación constante del conocimiento, en ese carácter abierto que tiene la biografía, ha visto Richard Holmes, con razón, su ventaja, acaso su única ventaja, sobre la novela.Por lo que respecta a la legitimidad de la “biografía del saber” y su provecho como disciplina complementaria de la historia, Bertrand Russell escribió una justificación que me parece perfecta: “Creo que si los cien hombres de ciencia más capaces del siglo XVII hubieran muerto en la infancia, la vida del hombre corriente en todas las comunidades industriales actuales habría sido completamente distinta de la que es. Y si Shakespeare y Milton no hubieran existido, no creo que algún otro hubiera escrito sus obras.” “No hay historia, sólo biografía”, proclamó Carlyle. La frase es evidentemente falsa. También su inversa lo es.
■Al salir de la casa de las tres hermanas, recuerdo, entre una galería de autores incidentales o apologéticos, a los escasos oficiantes genuinos de la biografía en México. Su solitario trabajo (que deslindo de la autobiografía) merecería, a su vez, tratamiento histórico. Aunque existieron antecedentes notables en los siglos XVI y XVII, quizá el primero fue el jesuita Juan Luis Maneiro, autor de las Vidas de mexicanos ilustres del siglo XVIII. Maneiro pudo haber dado inicio a una tradición humanista clásica en la biografía, pero su propuesta quedó trunca por la condición de exilado en la que escribía. La estafeta fue retomada magistralmente, a mediados del siglo XIX, por dos grandes autores que no pertenecen al panteón oficial: José Fernando Ramírez (con su Vida de Motolinía) y sobre todo Joaquín García Icazbalceta, autor de decenas de biografías puntualísimas sobre personajes de la Conquista y el Virreinato y, sobre todo, de la magistral Vida de Don Fray Juan de Zumárraga. En las décadas finales del siglo XIX, Francisco Sosa realizó una obra profusa y no despreciable, pero sesgada hacia las vidas ejemplares. Al comenzar el XX, Justo Sierra escribió una gran biografía de Juárez sobre premisas emersonianas –sosteniendo la “representatividad” de Juárez como emblema del alma profunda y el destino liberal de México. En respuesta, Francisco Bulnes publicó una vida polémica, tan ácida como las de Strachey, pero desprovista de elegancia y gracia. En la etapa moderna –y a riego de incurrir en omisiones– creo que merecen citarse las biografías de José Fuentes Mares y tres grandes obras, una por cada década: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz (1983), el Hernán Cortés de José Luis Martínez (1990) y la Vida de Fray Servando de Christopher Domínguez Michael (2005).Don Luis González (nuestro inolvidable doctor Johnson) advertía a sus discípulos, en una remota clase de 1970: “Pocas veces se ve un historiador metido a biógrafo.” Conmigo sí se vio, y nunca le pedí perdón por mi pecado. Con todo, quiero pensar que no habría condenado el modesto credo biográfico que ahora desprendo de mis lecturas y mi propio trabajo. Creo, con Plutarco, que la biografía puede complementar el conocimiento de la historia y orientar la vida moral. Creo también, con Suetonio, que puede ser ácida e implacable, sobre todo con las personas del poder. Creo, con Diógenes Laercio, que debe recrear sobre todo a las personas del saber, en las que –como John Aubrey– la lente microscópica suele distinguir rasgos esenciales: la buena voz, la panza prominente, la miopía y hasta el estreñimiento. Creo, con Boswell, en la frecuentación directa, curiosa, puntillosa, obsesiva, pero también maliciosa y crítica, de las cartas, los diarios íntimos, las memorias, los testimonios orales de los biografiados y, en condiciones ideales, de los biografiados mismos. Creo que el buen estilo de una biografía puede aproximarla un poco al ideal pictórico de Schwob. Creo en la frase de Strachey: “La discreción no es la parte mejor de la biografía.” Hasta ahí mis clásicos, que leo y releo con anacrónica fascinación. En cuanto a mi propia experiencia, quiero creer que existe la imaginación biográfica. Radica, por un lado, en comprender los motivos de los personajes y tratar de recrear sus pensamientos y sentimientos. Y consiste, también, en ver las opciones vitales que se abrían ante ellos cuando el pasado era presente. Esta reconstitución imaginaria de la incertidumbre es acaso la operación más difícil, y en ella fincan muchos críticos la supuesta limitación ontológica de la biografía: describir una vida de la que se sabe de antemano el desenlace. Pero, de ser cierta, esa objeción no sólo desmentiría el género de la biografía, sino también el de la historia. Sobre el lugar de la explicación en la biografía, pienso que la irracionalidad y el azar juegan un papel central en la vida humana, y por ello dudo que la conducta sea propiamente “explicable”. Pero creo también que es posible entrever el “sentido” de una existencia, descubrir conexiones entre hechos remotos y presentes, dar con ciertas claves ocultas (aun para el propio sujeto, o sobre todo para el propio sujeto) que de pronto pueden aclarar, con una honrada, pulcra, verosímil y evocadora narración, ese misterio, ese milagro que es una vida, una vida humana.
Tres disciplinas literarias se disputan, como celosas hermanas, el arte de narrar la vida: la historia, la novela y la biografía. No son las únicas ni las más remotas. La tradición oral, las antiquísimas escrituras, las baladas populares, las crónicas, son sus parientes cercanas, pero sólo aquellas tres compiten por la atención permanente del lector. Según “Google”, la historia lleva la delantera con 979 millones de entradas, seguida de lejos por la novela con 179 y por la biografía, que alcanza los 144. (La autobiografía, que narra la vida propia y que merece una consideración aparte, tiene sólo 21.) La proporción, por supuesto, es engañosa: a diferencia de la historia o la biografía, pocas novelas se titulan como tales, por lo cual su frecuentación es seguramente mayor. Pero más allá de la medición cibernética, hay entre las tres hermanas diferencias penosas. La historia no sólo es la más antigua, respetada, arraigada, sino también la más pródiga en ámbitos culturales y nacionales, en especialidades y subgéneros y, por supuesto, en autores. La novela es la hermana sexy: joven (tiene apenas unos cuantos siglos), conserva aún la frescura de los tiempos en que contaba las hazañas de los caballeros andantes, y los ingenios de Cervantes. Los novelistas son acaso más venerados que los poetas y dramaturgos. La biografía, en cambio, es la hermana pobre y desangelada. Casi tan vieja como la historia, alguna vez compitió con ella al tú por tú, pero hace al menos dos siglos que vio pasar su momento de esplendor. Ahora vive confinada en una rica habitación de la casa de Occidente, el cuarto anglosajón, y hace tímidos paseos por los barrios aledaños. Sus autores clásicos se cuentan con los dedos de las manos. De hecho, se dice que sólo ha conocido dos etapas: su “Viejo Testamento”, presidido por Plutarco, el biógrafo del poder; y su “Nuevo Testamento”, oficiado por James Boswell, el biógrafo del saber. La historia de su ascenso y decadencia parece una novela del desencanto. Vale la pena esbozarla en una sumarísima biografía de la biografíaA la perdurable genealogía de nuestro padre Plutarco (46-120 d.C.), griego en tiempos de dominación romana y autor de las célebres Vidas paralelas, dediqué hace años un ensayo titulado “Plutarco entre nosotros” (Travesía liberal, 2003). Allí recordé que el secreto de su influencia está en su indagación moral, su búsqueda diferenciada de la virtud en los hombres que actuaban en el escenario brutal de la vida pública. El método que discurrió, como se sabe, fue la comparación entre cincuenta personajes griegos y romanos: “Mediante este método de las Vidas [...] adorno la mía con las virtudes de aquellos varones [...] haciendo examen, para nuestro provecho, de las más importantes y señaladas de sus acciones.” Plutarco estableció claramente su oficio como un quehacer distinto al del historiador: “Escribo vidas, no historias.” Una generación más tarde, los despliegues y excesos del trono imperial inspiraron a otro biógrafo, Suetonio (70-160 d.C.), cuya obra, Las vidas de los césares, trascendió su tiempo e incluso ha llegado a nuestros días a través de Roma, una exitosa serie de la televisión inglesa. En aquellos retratos implacables, Suetonio no busca ya (porque manifiestamente no cree en ellos) los rasgos admirables de sus personajes, sino sus frecuentes vicios, bajezas y pasiones. Es el creador de la biografía crítica.La Edad Media abandonó este tipo de biografía aristotélica –ejemplar o polémica, pero realista– para dar pie a una vertiente, digamos, platónica del género: la narración del vínculo entre el hombre y Dios. La “biografía del poder” abrió paso a la “biografía del creer”, en sus dos variantes: la autobiografía de tensión interior, expiatoria y confesional, tal como la practicó San Agustín, y la hagiografía. Las vidas eran ejemplares no por sus virtudes o frutos terrenales, sino por la concordancia de ambos con el diseño divino. El género viajó de maneras extrañas a través de los siglos. A partir de la Revolución Francesa, los estados nacionales, urgidos de una religión cívica que legitimara su poder, adoptaron la hagiografía como método oficial, haciendo un desfavor mayúsculo al prestigio de la biografía clásica. Los héroes se convirtieron en santos laicos, con sus vidas ejemplares prodigadas en estampas, altares y relatos sobre su devoción, su fe y hasta su martirio, no en el nombre de Dios y la religión sino de la patria. Los regímenes totalitarios en el siglo XX fueron aún más lejos: resucitaron a plenitud la hagiografía (y su espejo, la demonología) para apuntalar la servidumbre del individuo ante el Estado.En el Renacimiento, Plutarco fue muy leído. “Es nuestro breviario”, proclamó Montaigne, artífice de la moderna conciencia individual. También la era isabelina sintió su influjo. Shakespeare llevó a Plutarco al teatro en Julio César y Antonio y Cleopatra. Sus dramas históricos ingleses tienen un aire de biografía política y de enseñanza moral. En Enrique IV, Parte II, un personaje llega al extremo de atribuir a la biografía facultades taumatúrgicas: “Hay una historia en la vida de todos los hombres/ que perfila el rostro de los tiempos idos./ Sabiéndola observar, un hombre puede profetizar...”Así como la fama e influencia de Plutarco llegó hasta la Ilustración, la era de Boswell tuvo precursores desde la Antigüedad. Quizá quepa remontar el origen de la biografía del saber a Diógenes Laercio, autor del siglo III que había escrito útiles compendios de la doctrina de los pensadores cuya vida reseñaba, desde los presocráticos hasta los escépticos de la época helenística, y conformó un corpus imprescindible en los estudios renacentistas. En la Baja Edad Media, Boccaccio escribió una vida de Dante y Petrarca emuló a Suetonio con sus Vidas de romanos ilustres. Ya en pleno Renacimiento, Giorgio Vasari reunió las Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1542-1550). A partir del siglo XVII, el género floreció aún más, ligado al desarrollo del espíritu científico. Uno de sus exponentes fue el anticuario y arqueólogo inglés John Aubrey (1626-1697), quien con el mayor rigor empírico (confiando en lo visto antes que en lo oído, y recogiendo con meticulosidad de entomólogo los datos más personales), compuso las curiosísimas Vidas breves de decenas de personajes, la mayor parte ingleses, colegas suyos en la primera sociedad científica de Occidente, la Royal Society (1662): Robert Hooke, creador del reloj de péndulo; Francis Potter, que practicó por primera vez la transfusión de sangre; John Pell, que inventó el signo de división en la aritmética, y varios más, como el filósofo Hobbes, el químico Bayle, el astrónomo Halley. Aunque esta narración de vidas prendió particularmente en Inglaterra, tuvo artífices en otros países. Ejemplo al azar: en Holanda, maestra del retratismo pictórico, dos contemporáneos de Spinoza, los ministros protestantes Lucas y Colerus, escribieron sendas biografías del impecable filósofo.En la Ilustración, la biografía en todas sus variantes alcanzó su cenit. Dejó su carácter plutarquiano e “inspiracional” y adoptó los patrones racionales y empíricos de la época, aplicados a la conducta, las motivaciones y las pasiones del hombre. Su epígrafe pudo haber sido el primer verso del Essay on man, de Alexander Pope: “The proper study of mankind is man.” Había también en ella un sano germen de individualismo democrático y, por tanto, de tolerancia, que no pasó inadvertido a uno de los hombres emblemáticos del siglo XVIII, el doctor Samuel Johnson, omnisciente autor del Dictionary of the English Language (1755), de quien se decía que no leía libros sino bibliotecas: “A todos nos impulsan los mismos motivos, a todos nos decepcionan las mismas falacias, nos anima la esperanza, el peligro nos obstruye y el deseo nos amarra: a todos nos seduce el placer.” Francia e Inglaterra se hermanaron –por una vez– en la narración de vidas. Voltaire escribiría la biografía de Luis XIV y –junto con Diderot– varios ensayos biográficos en la Encyclopédie (1765). D’Alembert compuso sus “Encomios” de los miembros de la Académie Française a la que pertenecía, textos que Lytton Strachey –acaso el biógrafo más original de la primera mitad del siglo XX– consideraba magistrales. Pero Inglaterra, quizá por su orientación protestante, llevaba la delantera. En el arranque de su asombroso sacerdocio intelectual, Johnson narró la vida de su desdichado amigo, el poeta Richard Savage, y en sus años de madurez (aunque Johnson, en realidad, nació maduro) escribió sus célebres Lives of the poets. En el periódico The Rambler que editó en su juventud, había publicado tres ensayos sobre el género que constituyen (aún ahora) una cartilla del arte biográfico. La biografía, a su juicio, era el género humanístico por excelencia:Ningún otro género vale más la pena que la biografía. Nada puede ser más dulce o más útil, y nada puede encadenar un corazón de modo más irresistible, o propagar más ampliamente asuntos ejemplares sobre cualquier situación, que la biografía.Un joven escocés llamado James Boswell (1740-1795) leyó esas prescripciones y quedó convertido. Boswell no sólo siguió las enseñanzas de su maestro: lo siguió a él, literalmente, paso a paso, frase a frase, libro a libro, en reuniones, fiestas, conferencias, diálogos, en casas, caminos y pubs, a lo largo de treinta y dos años, al cabo de los cuales publicó su The Life of Samuel Johnson (1791), acaso el mayor monumento biográfico en la historia:No concibo modo más prefecto de escribir la biografía de alguien que la de relatar todo lo importante en su vida, pero entretejiéndolo con lo que en privado escribió, dijo y pensó, de modo que se pueda imaginar a la persona, verla viva y revivir con ella cada escena, tal como sucedió en cada etapa de su vida [...]Lo notable de aquel libro no era sólo ese acucioso rescate de la vida cotidiana de Johnson acompañado del examen crítico de sus obras o la publicación de sus cartas, sino algo más novedoso, que Richard Holmes –quizá el más distinguido biógrafo inglés de nuestro tiempo– atribuye a la incipiente sensibilidad romántica: la conexión emotiva con el personaje, la comprensión de su alma. Un sólo ejemplo, entre una infinidad, es la mención de la melancolía, condición permanente en Johnson pero acentuada a raíz de la muerte de su esposa, en 1752 (Johnson tenía 43 años), y comunicada a Boswell por la versión de “su fiel sirviente negro”, el jamaiquino Francis Barber, que fue su albacea: “Vivía en una gran aflicción.” Más de un siglo después de publicada la obra, Lytton Strachey se asombraba de que un hombre como Boswell, “vago, lascivo, alcohólico y esnob”, hubiera podido alcanzar uno de los éxitos intelectuales más grandes en la historia de la civilización. Lo explicaba así: “Con persistencia increíble, había llevado a cabo la enorme tarea que se había propuesto hacía treinta años. Todo lo demás se había esfumado. Estaba exhausto hasta el límite, pero su obra estaba ahí. Era la creación de su insaciable apetito de vivir, tan insaciable que provocó su destrucción. La misma fuerza que produjo La vida de Johnson precipitó a Boswell en la ruina y la desesperación.” Al releer esa biografía, se tiene la impresión de que la obra maestra del doctor Johnson no fue su Diccionario, sus ensayos o sus biografías, sino su propio personaje, Johnson, creado pacientemente por él para ser objeto de la biografía que Boswell, mirándolo vivir, hilvanaba. O que el verdadero genio no era tanto Johnson sino Boswell, el ardiente y laborioso Boswell, que lo retrató con genialidad.Anticuada y antigua, a lo largo del siglo XIX la biografía palideció pero no se extinguió. Como sus músicos o poetas, todas las culturas europeas dieron sus biógrafos nacionales, pero la capital de la biografía siguió siendo Inglaterra. No obstante, en la era victoriana, las biografías se contagiaron del aire de los tiempos: se volvieron condescendientes, profusas, hipócritas, discretas. Al despuntar el siglo XX la tendencia se corrigió. En Cambridge, el grupo literario e intelectual de Bloomsbury produjo al menos un genio indisputado: Lytton Strachey, que en sus Eminent Victorians retrató, con ironía malévola y una prosa irresistible, a los personajes adorados por los tiempos idos. (Uno de ellos era el general Gordon, que murió destrozado en Sudán por las huestes delirantes del “Mahdi”, una suerte de Osama Bin Laden de fines del siglo XIX. La opinión victoriana lo consideraba un héroe. Strachey, creador de la biografía despectiva, reveló que era tan fanático como su teológico enemigo.) Para el talante inglés, escribir biografía podía ser un pasatiempo semejante al de pintar acuarelas o tocar el violonchelo. Por eso, apenas sorprende que la novelista del grupo, Virginia Woolf, no esquivara el género y aun ensayara con él nuevas formas, como ocurrió en su obra Orlando. Otro caso notable es el del famoso economista J.M. Keynes, que escribió unos elegantes Essays in biography, entre los cuales sobresale un retrato de Isaac Newton, en el que revela la inclinación absorbente de aquel pionero científico por la alquimia.Incitada por las nuevas corrientes psicoanalíticas, en la Europa continental la biografía tuvo un pequeño repunte: quiso rastrear los motivos y las causas de la conducta humana. ¡Y vaya que había fenómenos nuevos que reclamaban explicación! Esa dilucidación nunca llegó, pero la desconcertante autodestrucción de Europa en la Primera Guerra; el malestar, la desesperanza, la exaltación, el miedo del período de entreguerras, y la reincidencia en la barbarie en la Segunda Guerra Mundial produjeron una suerte de repliegue o exilio interno que favoreció el escape hacia la biografía. Ése fue el caso de tres autores de ascendencia judía (nacidos en la década de 1880) que, desde su marginalidad y nostálgicos de una Belle Époque que se desvaneció ante sus ojos, se dieron a la tarea de escrutar el alma de figuras políticas y literarias del pasado: André Maurois, Stefan Zweig y Emil Ludwig. Los tres fueron muy leídos en su tiempo, pero no lo sobrevivieron.En la segunda mitad del siglo XX, se acentuó el predominio anglosajón en la biografía. Además del culto interior al género y de la notable vitalidad e inventiva con que se practica, Inglaterra ejerce casi un imperialismo biográfico. Los mejores cultivadores de España –con excepciones solitarias, como el doctor Gregorio Marañón– son émulos de Boswell: Paul Preston (Franco, Juan Carlos), Ian Gibson (Lorca, Machado), John H. Elliott (el Conde Duque de Olivares). Por lo que respecta a la historia iberoamericana, la tendencia no cambia, como atestigua la reciente biografía de Bolívar escrita por John Lynch, o la vida de Borges por Edwin Williamson (aunque de pronto nos hemos llevado una sorpresa mayúscula: Bioy Casares convertido en el Boswell de Borges).En el otro polo del mundo anglosajón, el género es particularmente popular, lo cual no significa que haya recuperado en absoluto su perdido lustre.En Estados Unidos, es verdad, hay un “Biography Channel”, acompañado por una revista ilustrada de gran tiraje. Se publican biografías de políticos, artistas, escritores, empresarios, deportistas, actores. La inmensa mayoría son meros productos comerciales: narraciones ligeras, sensacionalistas, colmadas de mentiras, chismes y nimiedades, subliteratura efímera. Por fortuna, también se escriben biografías serias y sólidas, y existen asimismo revistas especializadas en personajes históricos (como The Abraham Lincoln Quarterly), así como sitios de internet que enriquecen el conocimiento de las personas.Han pasado dos mil años y la biografía sigue viva, pero, a diferencia de la historia y la novela, su panteón –como se ha visto– es increíblemente reducido. Plutarco está olvidado; Boswell nunca ha dejado de reimprimirse en Inglaterra (y curiosamente, ahora mismo circula una nueva y magnífica versión española de Miguel Martínez-Lage, editada por El Acantilado), pero sería engañoso pensar que su “Nuevo Testamento” goza de buena salud. A despecho de su popularidad, la biografía –hay que reconocerlo– es una rama modesta del árbol intelectual de Occidente. Esta condición se comprende mejor al examinar con mayor detenimiento su difícil relación con sus poderosas hermanas: la novela y la historia. Frente a ellas hay que entenderla, y salir también en su defensa, porque el tipo de narración que propone tiene sentido, y da sentido... a la vida.■
La razón principal del ocaso de la biografía en el siglo XIX está en el ascenso irresistible, en toda Europa, de su deslumbrante hermana, la novela. El ideal de Boswell –hacer la historia universal de una vida– podía alcanzarse con mayor plenitud por la vía de la imaginación, cuya obvia ventaja residía, naturalmente, en la libertad. Allí no había necesidad de someterse a restricciones de veracidad fáctica, imprescindibles en toda biografía, pero muchas veces inasequibles para el biógrafo. Allí la razón ilustrada y la pasión romántica se acompañaban con una tensión creativa impensable dentro de los límites y las formas cronológicas de la biografía. Para colmo, los propios novelistas consagrados contribuyeron desde entonces a demeritar la biografía. La sentían enferma de necrofilia, una variante ampliada de la obituaria. (Había un grano de verdad: en su juventud, Johnson se había especializado en escribir epitafios en verso.) Los literatos resentían también lo que para ellos era una “mórbida curiosidad” por lo privado, y temían que su veredicto manchara sus reputaciones. Según recuerda Holmes, Kipling decretó que la biografía era un género de “canibalismo humano”. Wilde decía que todo biógrafo era un Judas. Flaubert se preciaba de que su única biografía fuera Madame Bovary y creía advertir una envidia patética en los biógrafos. Se llegó a decir que “el biógrafo es un novelista sin imaginación”. Y Marcel Proust escribió un libro contra Saint-Beuve, el biógrafo por excelencia de la literatura francesa del XIX, acusándolo de pretender suplantar al autor, con una obra sobre el autor.A finales del siglo XIX, Marcel Schwob (1867-1905), excéntrico cuentista francés, psicólogo, historiador, formuló en el prólogo a sus Vidas imaginarias (1896) una especie de utopía para biógrafos que tuvo efectos desalentadores. Schwob deslinda el género de toda pretensión científica: “El arte está en oposición con las ideas generales, no describe sino lo individual, no desea sino lo único. No clasifica, desclasifica.” Con ese criterio, descarta “las chismografías” de Suetonio como meras “polémicas rencorosas”, y, aunque encomia el “buen genio” de Plutarco, le reprocha su método: “Imaginó ‘paralelos’, ¡como si dos hombres propiamente descritos pudieran parecerse!” Su autor preferido entre los clásicos, por su amor a la minucia, era Diógenes Laercio. “El sentimiento de lo individual –apuntaba Schwob– se ha desarrollado más en tiempos modernos.” Se refería a Boswell, cuya obra habría sido perfecta “si no hubiera juzgado citar la correspondencia de Johnson y las digresiones sobre sus libros”. Le parecía superior John Aubrey, aunque “el estilo de este anticuario no esté a la altura de su concepción”. Pero ¿en qué consistía ese instinto biográfico que reclamaba Schwob? Para ilustrarlo, curiosamente, no refería a un escritor sino a un pintor japonés, Hokusai: “Esperaba llegar, cuando tuviera ciento diez años, al ideal de su arte. En ese momento, decía, cualquier punto, cualquier línea trazados por su pincel estarían vivos. Por vivos, entended individuales.” Hay que aclarar que a Schwob no le interesaba la nariz de Cleopatra o la embriaguez de Alejandro Magno o la enfermedad de Napoleón en Waterloo. Esos hechos individuales, que modificaron o habrían podido modificar los acontecimientos, le parecían importantes para la historia, no para la biografía. El buen biógrafo debía buscar lo absolutamente único, irrepetible, inexplicable: la bolsa de cuero llena de aceite que Aristóteles acostumbraba llevar sobre el estómago (Diógenes Laercio), el aburrimiento de Hobbes al combatir las moscas que se posaban sobre su calva (Aubrey), las cáscaras secas de naranja que Johnson solía conservar en sus bolsillos (Boswell). Así pues –concluía Schwob, en el extremo opuesto a Plutarco– “el ideal del biógrafo sería diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que hubieran inventado aproximadamente la misma metafísica”.Borges decía que la lectura de las Vidas imaginarias de Schwob fue el punto de partida de su narrativa fantástica. Lo cual es un dato revelador sobre los límites de la biografía. El encuentro poético que pedía Schwob –el milagro de aprehender la particularidad de una vida– sólo podía alcanzarse a través de la literatura en estado puro. También de la pintura, como en los retratos flamencos, en Velázquez o Goya. No hubo, nunca habría, un Hokusai de la biografía.Pero había y hay una gloria particular en narrar una vida, en esa “novela de la realidad” que es la biografía. Plutarco, biógrafo del poder, había escrito: “Muchas veces una acción momentánea, un dicho agudo, una niñería sirven más para calibrar las costumbres que las batallas en las que mueren miles de hombres.” El doctor Johnson, biógrafo del saber, había prescrito: “Mirar hacia lo doméstico; exhibir los detalles nimios de todos los días, allí donde... los hombres brillan unos sobre los otros por su prudencia y virtud.” Las costumbres y la virtud. El gusto por lo particular, característico del biógrafo, no conduce a la revelación, pero ha sido siempre el núcleo de un conocimiento que abona a la historia y a la moral. Un saber y una sabiduría. Madame Bovary y todas las vidas imaginarias representan quizá más cumplidamente el tejido de la complejidad humana, pero el doctor Johnson y todas las vidas reales merecen también un acercamiento propio.■
“... y al sentir el rechazo de su joven hermana cortejada por todos, la biografía tuvo un episodio de locura: quiso hacer un pacto de sangre con la filosofía para dar un golpe de Estado doméstico a su hermana mayor, la historia.” Así habría narrado un novelista del XIX el drama de la biografía. Pero los hechos son ciertos y el hombre que los llevó a cabo fue también, como Boswell, un volcánico escocés: Thomas Carlyle. El plan fracasó. Su filosofía de la historia, centrada en la teoría del “héroe”, resultó letal para el prestigio de la biografía.En la superficie, On heroes, hero worship, and the heroic in history (1841) parecería una reivindicación del género. En realidad era su exacerbación irracional. “Los Grandes Hombres”, escribió, “son los textos inspirados –actuantes, hablantes– de ese divino libro de revelaciones [...] que algunos llaman historia...” Carlyle pensó que los “grandes hombres” eran las fuerzas motrices, nada menos que las causas de la marcha histórica. “El culto de los héroes –apuntó– es un hecho invaluable, el más consolador que ofrece el mundo hoy. [...] La más triste prueba de pequeñez que puede dar un hombre es la incredulidad en los grandes hombres.” La derivación política de esta terrible doctrina es bien conocida: Carlyle es un ancestro del nazismo. Escribe Goebbels en su diario: “El Führer conoce el libro [de Carlyle] muy bien: Le repetí algunos pasajes y lo conmovieron hondamente.” El culto carismático cobró decenas de millones de víctimas; y en nuestro siglo, por lo visto, seguirá cobrándolas. Pero su mera persistencia no avala la tesis ni el método de Carlyle, el biógrafo que envenenó la biografía.La hipótesis de su admirador Ralph Waldo Emerson era más inocua y más sugerente. Sus “hombres representativos” no son imperiosos sino sólo significativos, encarnaciones individuales de la colectividad que la interpretan y le dan un rumbo. El componente metafísico de esta idea es evidente, pero ¿cómo negar –por ejemplo– que Jean Sibelius representa el alma finlandesa? ¿O que Benito Juárez –como pensó Justo Sierra– encarna una zona profunda del alma mexicana? Hay, me parece, en la teoría emersoniana un núcleo de verdad. Nada más.¿Cómo terminó finalmente la relación entre las hermanas? La novela siguió reinando indisputada. La historia condescendió a convivir con la biografía. Para los espíritus serios y sensatos, la indagación sobre “el papel del hombre en la historia” fue de nuevo un tema propio de la filosofía de la causalidad histórica, inútil como premisa de narración biográfica. Descartado el concepto del “heroísmo”, el estudio del liderazgo abrió un horizonte amplio para la biografía. En la “biografía del poder” del siglo XX, Churchill no fue un superhombre, fue un líder que, con clarividencia y valor, incidió en el destino de Occidente. En el extremo opuesto estaban, por supuesto, Hitler, Mao, Stalin, líderes también –que Carlyle habría venerado–, pero que era preciso abordar con nuevas herramientas teóricas de investigación, y con los archivos que se fueron abriendo (y siguen abriéndose) al paso del tiempo. En esa renovación constante del conocimiento, en ese carácter abierto que tiene la biografía, ha visto Richard Holmes, con razón, su ventaja, acaso su única ventaja, sobre la novela.Por lo que respecta a la legitimidad de la “biografía del saber” y su provecho como disciplina complementaria de la historia, Bertrand Russell escribió una justificación que me parece perfecta: “Creo que si los cien hombres de ciencia más capaces del siglo XVII hubieran muerto en la infancia, la vida del hombre corriente en todas las comunidades industriales actuales habría sido completamente distinta de la que es. Y si Shakespeare y Milton no hubieran existido, no creo que algún otro hubiera escrito sus obras.” “No hay historia, sólo biografía”, proclamó Carlyle. La frase es evidentemente falsa. También su inversa lo es.
■Al salir de la casa de las tres hermanas, recuerdo, entre una galería de autores incidentales o apologéticos, a los escasos oficiantes genuinos de la biografía en México. Su solitario trabajo (que deslindo de la autobiografía) merecería, a su vez, tratamiento histórico. Aunque existieron antecedentes notables en los siglos XVI y XVII, quizá el primero fue el jesuita Juan Luis Maneiro, autor de las Vidas de mexicanos ilustres del siglo XVIII. Maneiro pudo haber dado inicio a una tradición humanista clásica en la biografía, pero su propuesta quedó trunca por la condición de exilado en la que escribía. La estafeta fue retomada magistralmente, a mediados del siglo XIX, por dos grandes autores que no pertenecen al panteón oficial: José Fernando Ramírez (con su Vida de Motolinía) y sobre todo Joaquín García Icazbalceta, autor de decenas de biografías puntualísimas sobre personajes de la Conquista y el Virreinato y, sobre todo, de la magistral Vida de Don Fray Juan de Zumárraga. En las décadas finales del siglo XIX, Francisco Sosa realizó una obra profusa y no despreciable, pero sesgada hacia las vidas ejemplares. Al comenzar el XX, Justo Sierra escribió una gran biografía de Juárez sobre premisas emersonianas –sosteniendo la “representatividad” de Juárez como emblema del alma profunda y el destino liberal de México. En respuesta, Francisco Bulnes publicó una vida polémica, tan ácida como las de Strachey, pero desprovista de elegancia y gracia. En la etapa moderna –y a riego de incurrir en omisiones– creo que merecen citarse las biografías de José Fuentes Mares y tres grandes obras, una por cada década: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz (1983), el Hernán Cortés de José Luis Martínez (1990) y la Vida de Fray Servando de Christopher Domínguez Michael (2005).Don Luis González (nuestro inolvidable doctor Johnson) advertía a sus discípulos, en una remota clase de 1970: “Pocas veces se ve un historiador metido a biógrafo.” Conmigo sí se vio, y nunca le pedí perdón por mi pecado. Con todo, quiero pensar que no habría condenado el modesto credo biográfico que ahora desprendo de mis lecturas y mi propio trabajo. Creo, con Plutarco, que la biografía puede complementar el conocimiento de la historia y orientar la vida moral. Creo también, con Suetonio, que puede ser ácida e implacable, sobre todo con las personas del poder. Creo, con Diógenes Laercio, que debe recrear sobre todo a las personas del saber, en las que –como John Aubrey– la lente microscópica suele distinguir rasgos esenciales: la buena voz, la panza prominente, la miopía y hasta el estreñimiento. Creo, con Boswell, en la frecuentación directa, curiosa, puntillosa, obsesiva, pero también maliciosa y crítica, de las cartas, los diarios íntimos, las memorias, los testimonios orales de los biografiados y, en condiciones ideales, de los biografiados mismos. Creo que el buen estilo de una biografía puede aproximarla un poco al ideal pictórico de Schwob. Creo en la frase de Strachey: “La discreción no es la parte mejor de la biografía.” Hasta ahí mis clásicos, que leo y releo con anacrónica fascinación. En cuanto a mi propia experiencia, quiero creer que existe la imaginación biográfica. Radica, por un lado, en comprender los motivos de los personajes y tratar de recrear sus pensamientos y sentimientos. Y consiste, también, en ver las opciones vitales que se abrían ante ellos cuando el pasado era presente. Esta reconstitución imaginaria de la incertidumbre es acaso la operación más difícil, y en ella fincan muchos críticos la supuesta limitación ontológica de la biografía: describir una vida de la que se sabe de antemano el desenlace. Pero, de ser cierta, esa objeción no sólo desmentiría el género de la biografía, sino también el de la historia. Sobre el lugar de la explicación en la biografía, pienso que la irracionalidad y el azar juegan un papel central en la vida humana, y por ello dudo que la conducta sea propiamente “explicable”. Pero creo también que es posible entrever el “sentido” de una existencia, descubrir conexiones entre hechos remotos y presentes, dar con ciertas claves ocultas (aun para el propio sujeto, o sobre todo para el propio sujeto) que de pronto pueden aclarar, con una honrada, pulcra, verosímil y evocadora narración, ese misterio, ese milagro que es una vida, una vida humana.
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