29/10/08

"Aurélia" de Nerval

Por Juan Malpartida

Gérard de Nerval (1808-1855) sigue siendo entre nosotros un escritor insuficientemente conocido. Las traducciones, desde las que hiciera Juan Chabás en los años veinte, se han centrado en Aurélia y Las quimeras, obras capitales del siglo XIX francés, y en alguna que otra nouvelle. Que yo sepa, nunca se tradujo completo Los iluminados o Viaje al Oriente. Tampoco, salvo el curioso librito de Ramón Gómez de la Serna, se ha escrito en lengua española una biografía de Nerval. Pasó el siglo XX y a nadie se le ocurrió traducir las que escribieran Aristide Marie o Henri Clouard. Afortunadamente podemos contar algunas notables excepciones en la lectura del gran poeta francés: el ensayo de Luis Cernuda, las traducciones de Octavio Paz y Tomás Segovia, entre otras aportaciones. A esta lista se suma hoy la traducción de Aurélia o El sueño y la vida, seguido de Las hijas del fuego. La idea —aunque lamentablemente no hay un prólogo que dé noticia de los criterios de edición— de introducir en un mismo volumen ambas obras no sólo es correcta sino que es necesaria para comprender las narraciones comprendidas en Las hijas del fuego. Es una lástima que no se haya desechado "Jenny" (como se hace en la edición de la Pléiade siguiendo los criterios de Albert Béguin), ya que se trata de una mera traducción del alemán de una obra de Charles Sealsfield. ¿Por qué la introdujo Nerval en un volumen que quería ser la expresión de su universo más personal? Lo mismo podríamos preguntarnos de "Émilie", texto último de Las hijas del fuego, o de "Le Roi de Bicêtre", comprendido en Los Iluminados y frutos ambos de una especial "colaboración".
Traductor, poeta, narrador, cuentista, libretista, Gérard de Nerval fue un escritor raro para su tiempo. Su obra más profunda e inquietante fue escrita en los últimos años de su vida como un testimonio de su particular descenso a los infiernos. Amigo y colaborador de Gautier, de Alejandro Dumas, de Victor Hugo, Nerval fue admirado por ellos, pero la rareza de su propósito literario y la rara calidad de su prosa y de su poesía sólo podían ser comprendidas a partir de Baudelaire, Rimbaud y, ya en el siglo XX, de André Breton, sin olvidar la admiración que le profesaron Apollinaire y Proust. Pocos como él pueden ser llamados en Francia románticos. Su interés por el romanticismo y por la literatura alemanas lo llevaron a traducir en 1828 el Fausto de Goethe, pero fue traductor también de Heine, Jean-Paul y Hoffmann. Quizás halló en ellos la afinidad no sólo por los poderes del sueño (Jean-Paul), sino la nostalgia por los orígenes, la pérdida de la infancia y la percepción de un mundo en perpetuo nacimiento y alteración.
Con Nerval, como señaló Xavier Villaurrutia en "El romanticismo y el sueño", prólogo a la edición mexicana de Agustín Lazo de Aurélia (1942), "conviene corregir la costumbre de hacer partir de Baudelaire la poesía moderna". Sin duda hay que remontarse a Nerval, pero aun habría que remontarse a Blake y al primer romanticismo alemán si se quiere ser riguroso. Lo cierto es que lo que comenzó como una reacción contra el neoclasicismo y en lucha contra las tentativas racionalistas de la Ilustración, halla en Nerval uno de sus momentos más brillantes. Bajo el título de Las hijas del fuego Nerval quiso en los últimos meses de su vida recoger lo que le parecía más importante de su obra en prosa; está compuesta de nueve relatos, y todos, salvo dos, ostentan como título el nombre de una mujer, o de una diosa. La búsqueda de un "libro único" que se inicia en "Angélica" es también la búsqueda de una mujer única metamorfoseada en muchos rostros: desde Isis a la Virgen María, pasando por su gran amor, la actriz Jenny Colon, todas ellas mediatrices entre la tierra y el cielo, o si se quiere entre microcosmos y macrocosmos. Obra de peregrinaje, asistida por una pasión genealógica, estas imaginativas y en ocasiones eruditas creaciones no ignoran que "inventar, en el fondo, es volver a recordar". En cierta forma se trata de una obra no ajena a la picaresca (aventuras y desventuras de una errancia) y al libro iniciático (descenso en la propia creación literaria hacia una transformación espiritual). En la obra de Jorge Luis Borges encontramos a menudo esta alianza entre la búsqueda genealógica o detectivesca y las paradojas metafísicas. Casi cien años antes, Nerval une esa búsqueda anecdótica, a veces como nostalgia de su mundo natal, con los poderes del sueño.
La prosa de Aurelia (lo dijo Albert Béguin y podemos repetirlo hoy) pertenece a una poesía sorprendente en la historia de las letras francesas. Su sencillez, su carencia de oscuridad expresiva se funden con otro mérito difícil de definir: la capacidad de envolvernos en una abismal transparencia. Escrito como testimonio de uno de sus momentos de locura (Nerval estuvo internado varias veces desde 1841), es también el lugar donde ocurre la experiencia que relata. Su primera línea es ya famosa: "El sueño es una segunda vida". Para Nerval el sueño participa de una lógica y es otro momento de la experiencia del yo. Desentrañar esta vivencia es adentrase, lo dice explícitamente, en el misterio de la condición humana. A partir de que el sueño se prolonga, sin perder un sentido lógico, en la vigilia, el mundo se torna doble: los acontecimientos cotidianos parecen mostrar una señal que los trasciende y cuyo sentido está más allá de ellos. "No sé cómo explicar —dice Nerval— que, en mi interior, los acontecimientos terrestres podían coincidir con los del mundo sobrenatural". Este sueño de anabasis, tenido no en la ensoñación sino en la vigilia, desplegado gracias a la analogía (que asiste tanto a la poesía como a ciertos delirios) entre reinos distintos y a menudo en discordia, puede ser leído como uno de los mitos de la modernidad: el momento de tensión entre la idea de la muerte de Dios (Jean-Paul, de nuevo) y la exaltación de una razón, revolucionaria y cientificista, que no termina de responder a las demandas transcendentes de ser humano. La búsqueda del libro y de la mujer única quizás no sea sino una búsqueda de la inocencia. Pero Nerval no se engaña: "No puede aprenderse la ignorancia". Sin embargo él sabe muy bien que la poesía es un no saber (no es verdad científica ni exacta, bien lo sabía Platón) en el que la razón humana adopta la forma de la presencia.
El fuerte paganismo de la obra de Nerval estuvo siempre reñido con un no menor sentimiento de culpa que el psicoanálisis podría explicar por la pérdida, cuando tenía dos años, de su madre. Podrá explicar la psicología de Gérard Labrunie, verdadero nombre del poeta, pero no su obra, es decir, no puede explicar a Nerval. Ese paganismo consistió, además, como muy bien supo el poeta —uno de los más lúcidos de su siglo— en el endiosamiento de una criatura, actitud enfrentada con el cristianismo. La necesidad de limpiar esa culpa y, por lo tanto, de salvarse pasa en Nerval por el restablecimiento de la armonía universal. La expiación de su culpa individual (psicología) es en realidad la búsqueda denodada de una escisión fundamental, la ruptura del orden analógico. Lo que el poeta ve es que "todo vive, todo actúa, todo se corresponde". En su complejo combate, Nerval finalmente percibe que el cristianismo es esencialmente piedad, y parece aceptar la capacidad del Cristo para perdonar. No obstante, para el poeta sigue en pie la pregunta por la posibilidad de perpetuar el vínculo entre el sueño y la vigilia, entre el interior y el exterior. La respuesta, quizás, la encontramos sus lectores en esa "chanson de amour... que toujours recommence" que atraviesa su "Délfica". Fue Nietzsche, afín en algunos extremos a Nerval, quien afirmó que sólo quien lleva un gran caos en sí puede poner una estrella en el cielo. Nerval lo hizo sin alzar la voz. Descendió a los infiernos con una sonrisa. Quizás no lo sabía, pero el libro que buscaba, único, lo había encontrado al inventarlo.

Aurélia o El sueño y la vida, seguido de Las hijas del fuego

Gérard de Nerval. Traducción y notas de María Teresa Mas. Pre-Textos, Valencia, 2002, 370 páginas.

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