Por Jorge Carnevale
En 54 años de vida, Leopoldo Torre Nilsson (1924-1978) filmó 30 largometrajes, dirigió teatro, escribió cuentos y novelas, grabó un disco, padeció la censura, fue condenado a seis meses de prisión en suspenso por un relato (Seducción) considerado obsceno, fue el "padrino" o referente de la llamada Generación del 60 y, junto a Beatriz Guido, edificó una obra que por primera vez en la historia del cine argentino, perfilaba a un autor.
Desde la ya lejana aproximación de Tomás Eloy Martínez (El cine de Ayala y Torre Nilsson, 1964), hasta la más reciente biografía de Mónica Martin (El gran Babsy, 1993), esa curiosa iconografía de cuartos clausurados y secretos ocultos en mansiones solariegas sigue despertando fervores y polémicas.
El hombre que se movía "entre sajones y el arrabal", el aplicado lector de Proust y de Joyce, que aprendió el oficio de las imágenes junto a su padre, sigue dando que hablar. Es un enigma a develar.
Impulsado por el Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Visuales y el Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken, Leopoldo Torres Nilsson/ Una estética de la decadencia reúne seis trabajos de Gonzalo Aguilar, Ana Amado, Claudio España, Daniel Grilli, Mónica Satarain y Raúl Horacio Campodónico que, sin agotar "el misterio Torre Nilsson" iluminan espacios tabicados. La edición incluye reportajes y un cuento —"La mucama"— publicado por Capricornio, la revista que dirigía Bernardo Kordon, a comienzos de los 50.
Si su filmografía —especialmente el arco que va desde La casa del angel (1957) hasta La mano en la trampa (1961)— habla de la pérdida de la inocencia y la decadencia de una clase, el despertar sexual en un claustro de prohibiciones y mentiras, el tríptico épico que conforman Martín Fierro (1968), El Santo de la espada (1970) y Güemes, la tierra en armas (1971) y su empeñoso acercamiento a la década infame (La Maffia, Los siete locos, El Pibe Cabeza) refieren una necesidad de contar el país desde el lado oscuro.
Provocador, contradictorio, como señala María del Carmen Vieites en la Presentación, Torre Nilsson y su obra entera dibujan un perfil de intelectual con mucha calle: "La sexualidad en el cruce de la política, el deseo como amenaza de la tradición", subraya Ana Amado. Ese cruce de "espacios públicos y privados", esos cofres y cuartos condenados, esas tomas en contrapicado o en profundidad de campo (a lo Welles), esos ritos de las nobles familias argentinas, dejan siempre un olor a rancio, a descomposición.
"Mi adolescencia es una apasionada y permanente lectura de Proust, Dos Passos, Hemingway, Joyce, Kafka. Paso de los 15 a los 24 años casi desatento al fenómeno nacional —dice en diálogo con Kive Staif y Horacio Salas—. Joseph K. estaba más vivo que Don Segundo Sombra y Stephen Dedalus era más yo mismo que Funes el memorioso. A partir del momento en que tengo más pagarés sin levantar y más cheques sin fondo, me empieza a fascinar el fenómeno nacional. Es más interesante, para los que estamos armando un país, leer a Sarmiento que a Hemingway".Fue el primero en ponerles imágenes a Borges (Días de odio) y a Bioy Casares (El crimen de Oribe). Proyectó filmar un Martín Fierro ubicado en los años 30, pero acabó en una mera ilustración del poema de Hernández ("Siento que es el Martín Fierro que la gente quería ver").
Durante mucho tiempo, El Santo de la Espada será la película más vista por los espectadores argentinos, pero la imagen es la del bronce. No hay afán revisionista. Si alguien anhelaba un retorno a los climas góticos y asfixiantes de su período más rico, lo reencontrará en Piedra libre (1976), su despedida del cine. Allí Torre Nilson despliega casi con furor una galería de matriarcas, nietas malcriadas y ocultamientos, arcones y tumbas. Por momentos roza el exceso, la caricatura de un estilo, el film bizarro. Retoma, sin embargo, una fidelidad que no deja herederos pero exige una mirada atenta.