Balas supermorfina, salmones gigantes que hacen peligrar la humanidad, un Presente que parece extinguirse sin que el súper héroe Barbaverde pueda evitarlo, rayos capaces de transformar objetos, números mágicos que abren agujeros en el universo, la misteriosa muerte de una modelo... En las cuatro aventuras que conforman esta novela, Aldo Sabor, un joven periodista argentino, y su amor, una fotógrafa llamada Karina, se verán involucrados de una u otra manera en la lucha entre el Bien y el Mal, personificados por el legendario Barbaverde y su eterno rival el malvado profesor Frasca. César Aira vuelve a hacer gala de su amplia gama de registros y su humor inteligente en esta novela con toques de cómic de súper héroes.
Capítulo 1: El gran Salmón (extracto)
La recepción del viejo hotel Savoy de Rosario, una mañana ajetreada de un día de semana (época cercana al presente). Un joven se había acercado al mostrador y esperaba el momento de poder intercalar una pregunta, con una mezcla de impaciencia e incertidumbre. El empleado del hotel, un hombre mayor, hablaba con una pareja de pasajeros con las valijas, que tanto podían estar llegando como marchándose. Una mujer más joven, que debía de ser la telefonista, charlaba en un rincón con un hombre de traje azul. El joven se preguntaba si debía interrumpir. Lo habría hecho en otras circunstancias, pero esta vez temía que pudiera llegar a necesitar de la buena voluntad del personal del hotel, y no quería ponérselo en contra. Le molestaba que a sus espaldas hubiera más gente, otros pasajeros probablemente, charlando y quizá esperando turno también. La situación se complicó cuando entraron dos hombres de portafolios, se abrieron paso hasta el mostrador y se dirigieron a la mujer en confianza, como conocidos, y se pusieron a hablar con ella. Empezó a desesperar de poder hacer su pregunta, que por lo demás no tenía nada especial: sólo quería saber si estaba alojado allí el famoso Barbaverde, al que le habían mandado entrevistar. Claro que si la respuesta era afirmativa tendría que pedir que lo anunciaran, y darse a conocer y explicar su cometido. No era tan simple, y en realidad no sabía cómo se hacía. Estaba improvisando, o mejor dicho esperando para empezar a improvisar.
Aldo Sabor era en realidad muy joven, aunque no tanto como parecía. Delgado, torpe y nervioso, tímido, con un rostro inexpresivo y como ausente (tenía más que una gota de sangre oriental), se lo habría tomado por un niño, o un adolescente en proceso de crecimiento. Había pensado que este aspecto podía serle útil en su nuevo empleo, si sabía sacarle el debido provecho; pero sabiendo lo lento que era sospechaba que el tiempo que le llevaría aprenderlo sería el mismo tiempo que lo transformaría en un adulto que pareciera adulto. Aunque nunca se podían calcular de antemano los trabajos del tiempo.
Por lo pronto, la experiencia le había enseñado a no sentirse un adolescente. Pues desde que se graduara años atrás en la Facultad de Humanidades había estado dando clases en colegios, y el contacto cotidiano y fastidioso con chicos que eran de verdad lo que él sólo parecía le había mostrado con creces cuánta diferencia había entre ellos y él. De hecho, la percepción cada día más insoportable de esas diferencias era lo que a la larga lo había llevado esa mañana al hotel Savoy.
Cansado de impartir las clases de lengua y literatura a alumnos cuyo hastío comprendía y se le contagiaba, Sabor había estado atento a cualquier posibilidad laboral que se presentara. Cuando al fin se presentó no dudó en saltar sobre ella. Sobre todo porque no era una oportunidad cualquiera sino una que lo llenaba de expectativas: se abrió una vacante en el plantel de reporteros del periódico local, y la recomendación de un amigo hizo el resto. No era un puesto muy codiciado, salvo por él. Sintió que de pronto, mágicamente, pasaba al mundo de la realidad, y abandonó las aulas como quien sale de un mal sueño. Claro que en su estadio de iniciación periodística no podía pretender asignaciones muy emocionantes. Pero no hacía distinciones por ese lado. Salir a buscar una información, y después ponerla por escrito, se le aparecía como una tarea rica en sí misma, una mezcla de la artesanía de la observación y la magia del azar. La primera mañana, cuando desayunaba, su madre le advirtió que lo más probable era que lo mandaran a tomar nota del reclamo de cloacas en algún barrio, o a cubrir la inauguración de una sala en un hospital. Podría haber sido así, y seguramente sería así mañana o pasado, y lo habría hecho con la misma curiosidad y buena disposición del novato ingenuo. Pero su primera misión, por una insólita fortuna, lo llevó a la aventura, a la felicidad, y al amor.