Por María Carolina Cuervo
A pesar de no hablarse con su único hijo por más de trece años y de sentirse responsable por la prematura muerte de su primera esposa, Vivien Merchant, Harold Pinter se sentía orgulloso de su vida y de la manera como había hecho las cosas. Aseguraba no haber desaprovechado ni un instante de su tiempo. Con el apoyo y el amor de su segunda esposa, Antonia Fraser (con quien estuvo felizmente casado por más de treinta años), y con algo de humor negro, pudo enfrentar la muerte en dos ocasiones. De esas dos aterradoras experiencias sacó dos conclusiones. La primera, que cuando se siente la muerte tan cerca, existe la sensación de que hay que dejar las cosas hechas y concretar el trabajo antes de que el tiempo se agote. La segunda, que en definitiva no es bueno estar muerto. Harold Pinter fue hasta el pasado 24 de diciembre, el dramaturgo inglés vivo más importante del siglo xx. Luego de seis años de pelear contra el cáncer de esófago, murió a los 78 años de edad en Londres. Pinter, quien nació en el barrio de clase obrera de Hackney, Londres, dentro de una familia judía, fue también guionista, actor y poeta. Escribió 29 piezas teatrales, 21 guiones cinematográficos y varias obras cortas para televisión y radio. Dirigió 27 producciones teatrales, publicó una sola novela, algunos relatos cortos y, en la última etapa de su vida, se dedicó de lleno a la poesía. Ampliamente galardonado, recibió, entre otros, el Premio Shakespeare, el Premio Europeo de Literatura, el Pirandello, el Premio de Literatura Británica David Cohen, el Laurence Olivier, el Molière de Honor, la Legión de Honor y, en el 2005, el Premio Nobel de Literatura. Sobre este último se dijo que —además de su prolífica obra y gran talento— su figura de ciudadano comprometido, controvertido activista a favor de los derechos humanos y ferviente opositor de las guerras fueron factores determinantes para su nominación. En su discurso de aceptación, habló del acto de crear, de su pasión política y de la relación entre estas. Porque este hombre, a quien no le gustaba madrugar y que siempre llevaba una pequeña agenda entre el bolsillo de su chaqueta, le interesaba la conciencia de los aspectos políticos y sociales de nuestras vidas. Afirmaba que como artistas serios y comprometidos, debemos mirar hacia el mundo real en el que vivimos, que no es otro que cruel y difícil, y que debemos incluir en nuestro trabajo, los aspectos políticos de ese mundo del cual el teatro también hace parte. Para Pinter era muy complejo examinar la realidad a través del arte. Por eso como dramaturgo, se acercaba a ella desde perspectivas diferentes. Su manera de acercarse a la realidad era, ciertamente, indirecta. “Yo no puedo hacer declaraciones directas en un escenario, pero si lo puedo hacer —y ciertamente lo hago— desde un estrado público”, afirmaba. Por eso mismo publicó, de manera habitual, escritos de carácter político en los periódicos británicos The Guardian y The Independent. Se opuso abiertamente a la represión turca y a la supresión del idioma kurdo. Rechazó el bloqueo estadounidense a Cuba, se opuso a los bombardeos en Kosovo y a las invasiones de Afganistán y de Irak. Fue crítico furibundo del presidente estadounidense Ronald Reagan, de la primera ministra británica Margaret Thatcher, y llamó a Tony Blair y a George W. Bush “asesinos de masas” y “gánsteres”. Y mientras todo esto sucedía, escribía obras como El lenguaje de la montaña, Fiesta de cumpleaños, Tiempo de fiesta, La última copa y Un ligero malestar, que hablan del uso y del abuso del poder. Pinter tenía confianza en sí mismo. Eso le permitía decir que le gustaba todo lo que había escrito y que se sentía bien con ello. Pero no era arrogante. La manera como lo decía era tan poco pretenciosa que era fácil creerle. Confesaba también que cada nueva obra la escribía para corregir los errores de la anterior. Era reticente a hablar sobre lo que su obra significó y aportó al teatro contemporáneo. No sabía definir lo que acuñaba el término ‘Pinteresque’, creado a partir de las características atribuidas a su trabajo. “Lo único que verdaderamente sé acerca de mi trabajo es que me hace reír. Creo en dos cosas. Primero, en obtener una carcajada, siempre y cuando sea natural, y segundo, poder pararla de inmediato, poder callar al público. Siempre he tenido una especie de competencia con la audiencia y me gusta. Eso sí, siempre debe haber un solo ganador y ese ganador siempre debo ser yo”. En alguna oportunidad confesó que su obra El regreso a casa era su favorita, que ninguna producción hecha de sus obras había logrado superar la que tenía en su cabeza cuando la escribió y que siempre una imagen o una palabra fueron las generadoras de sus piezas, de donde todo partía y en donde poco a poco sus personajes se iban haciendo cargo del resto. Pinter revolucionó por completo la experiencia teatral. Los personajes que retrata en sus obras van desde los obreros que comparten una pensión en La habitación, hasta los acomodados que cenan en un lujoso restaurante en Celebración. Con temas de gente atrapada en un lugar cotidiano, sin salida y sin poder comunicarse, Pinter devolvió el teatro a sus elementos básicos, donde un espacio cerrado y un diálogo impredecible fueron suficientes. ‘Pinteresque’ es su sentido del humor, su ironía, su perversidad, su aberración sexual, sus diálogos ágiles, cortos —mezcla de sencillez y complejidad— plagados de silencios y puestos en el teatro de manera extrañamente poética. Pinter creó una manera propia y singular de ver la vida, las relaciones humanas y el drama, y de todo eso, muchos autores jóvenes han sido, hasta hoy, fuertemente influenciados.
A pesar de no hablarse con su único hijo por más de trece años y de sentirse responsable por la prematura muerte de su primera esposa, Vivien Merchant, Harold Pinter se sentía orgulloso de su vida y de la manera como había hecho las cosas. Aseguraba no haber desaprovechado ni un instante de su tiempo. Con el apoyo y el amor de su segunda esposa, Antonia Fraser (con quien estuvo felizmente casado por más de treinta años), y con algo de humor negro, pudo enfrentar la muerte en dos ocasiones. De esas dos aterradoras experiencias sacó dos conclusiones. La primera, que cuando se siente la muerte tan cerca, existe la sensación de que hay que dejar las cosas hechas y concretar el trabajo antes de que el tiempo se agote. La segunda, que en definitiva no es bueno estar muerto. Harold Pinter fue hasta el pasado 24 de diciembre, el dramaturgo inglés vivo más importante del siglo xx. Luego de seis años de pelear contra el cáncer de esófago, murió a los 78 años de edad en Londres. Pinter, quien nació en el barrio de clase obrera de Hackney, Londres, dentro de una familia judía, fue también guionista, actor y poeta. Escribió 29 piezas teatrales, 21 guiones cinematográficos y varias obras cortas para televisión y radio. Dirigió 27 producciones teatrales, publicó una sola novela, algunos relatos cortos y, en la última etapa de su vida, se dedicó de lleno a la poesía. Ampliamente galardonado, recibió, entre otros, el Premio Shakespeare, el Premio Europeo de Literatura, el Pirandello, el Premio de Literatura Británica David Cohen, el Laurence Olivier, el Molière de Honor, la Legión de Honor y, en el 2005, el Premio Nobel de Literatura. Sobre este último se dijo que —además de su prolífica obra y gran talento— su figura de ciudadano comprometido, controvertido activista a favor de los derechos humanos y ferviente opositor de las guerras fueron factores determinantes para su nominación. En su discurso de aceptación, habló del acto de crear, de su pasión política y de la relación entre estas. Porque este hombre, a quien no le gustaba madrugar y que siempre llevaba una pequeña agenda entre el bolsillo de su chaqueta, le interesaba la conciencia de los aspectos políticos y sociales de nuestras vidas. Afirmaba que como artistas serios y comprometidos, debemos mirar hacia el mundo real en el que vivimos, que no es otro que cruel y difícil, y que debemos incluir en nuestro trabajo, los aspectos políticos de ese mundo del cual el teatro también hace parte. Para Pinter era muy complejo examinar la realidad a través del arte. Por eso como dramaturgo, se acercaba a ella desde perspectivas diferentes. Su manera de acercarse a la realidad era, ciertamente, indirecta. “Yo no puedo hacer declaraciones directas en un escenario, pero si lo puedo hacer —y ciertamente lo hago— desde un estrado público”, afirmaba. Por eso mismo publicó, de manera habitual, escritos de carácter político en los periódicos británicos The Guardian y The Independent. Se opuso abiertamente a la represión turca y a la supresión del idioma kurdo. Rechazó el bloqueo estadounidense a Cuba, se opuso a los bombardeos en Kosovo y a las invasiones de Afganistán y de Irak. Fue crítico furibundo del presidente estadounidense Ronald Reagan, de la primera ministra británica Margaret Thatcher, y llamó a Tony Blair y a George W. Bush “asesinos de masas” y “gánsteres”. Y mientras todo esto sucedía, escribía obras como El lenguaje de la montaña, Fiesta de cumpleaños, Tiempo de fiesta, La última copa y Un ligero malestar, que hablan del uso y del abuso del poder. Pinter tenía confianza en sí mismo. Eso le permitía decir que le gustaba todo lo que había escrito y que se sentía bien con ello. Pero no era arrogante. La manera como lo decía era tan poco pretenciosa que era fácil creerle. Confesaba también que cada nueva obra la escribía para corregir los errores de la anterior. Era reticente a hablar sobre lo que su obra significó y aportó al teatro contemporáneo. No sabía definir lo que acuñaba el término ‘Pinteresque’, creado a partir de las características atribuidas a su trabajo. “Lo único que verdaderamente sé acerca de mi trabajo es que me hace reír. Creo en dos cosas. Primero, en obtener una carcajada, siempre y cuando sea natural, y segundo, poder pararla de inmediato, poder callar al público. Siempre he tenido una especie de competencia con la audiencia y me gusta. Eso sí, siempre debe haber un solo ganador y ese ganador siempre debo ser yo”. En alguna oportunidad confesó que su obra El regreso a casa era su favorita, que ninguna producción hecha de sus obras había logrado superar la que tenía en su cabeza cuando la escribió y que siempre una imagen o una palabra fueron las generadoras de sus piezas, de donde todo partía y en donde poco a poco sus personajes se iban haciendo cargo del resto. Pinter revolucionó por completo la experiencia teatral. Los personajes que retrata en sus obras van desde los obreros que comparten una pensión en La habitación, hasta los acomodados que cenan en un lujoso restaurante en Celebración. Con temas de gente atrapada en un lugar cotidiano, sin salida y sin poder comunicarse, Pinter devolvió el teatro a sus elementos básicos, donde un espacio cerrado y un diálogo impredecible fueron suficientes. ‘Pinteresque’ es su sentido del humor, su ironía, su perversidad, su aberración sexual, sus diálogos ágiles, cortos —mezcla de sencillez y complejidad— plagados de silencios y puestos en el teatro de manera extrañamente poética. Pinter creó una manera propia y singular de ver la vida, las relaciones humanas y el drama, y de todo eso, muchos autores jóvenes han sido, hasta hoy, fuertemente influenciados.