Por Pedro B. Rey
Publicado en ADN
En cierta línea de su diario, incluida en Descanso de caminantes, Adolfo Bioy Casares hace un comentario curioso (y seguramente irrefutable) sobre Céline: a sus lectores, decía, les gusta que les griten.
A casi medio siglo de su muerte, el alias literario del médico Louis-Ferdinand Destouches (1894-1961) continúa produciendo un malestar que excede -y Bioy lo intuye en su lacónica definición- la simple apreciación literaria. En 1932, Céline conmocionó la novela francesa con Viaje al fin de la noche. La historia de Bardamu, doctor de suburbios que comparte con su creador más de una peripecia biográfica, estaba narrada mediante un lenguaje descarnado y sórdido, inédito hasta entonces. A fines de esa misma década, Céline volvió a causar escozor, esta vez por razones menos recomendables. La publicación de dos vitriólicos panfletos, Bagatelas para una masacre y La escuela de cadáveres, lo revelaron como un burdo y peligroso antisemita. Aunque ya en los años cincuenta sus novelas fueron reunidas en la Bibliothèque de La Pléiade (donde se negó a reeditar aquellos textos), la reputación del escritor quedó dañada para siempre. Esa mancha indeleble perdura hoy, a pesar de los ditirambos que le dedicaron a su obra autores y críticos como Philip Roth y George Steiner.
Hay algo para siempre enigmático en la huraña carrera de Céline. En sus dos primeras novelas (a la ya citada debe sumarse Muerte a crédito, de 1936), tan lóbregas y pesimistas que parecen habilitar cualquier exceso, no figura ninguna alusión antisemita; de hecho, un personaje que se jacta de esos prejuicios es caricaturizado sin piedad.
Lucette Almanzor, la última y definitiva compañera de Céline, se encontró con él en 1935, antes de que se desatara en él la paranoia y el rencor irracional. El, que le llevaba veinte años, había pasado ya por la Primera Guerra Mundial y por la experiencia laboral en plantaciones africanas. También se había recibido de médico con una tesis sobre el higienista Ignác Semmelweis y era, desde hacía pocos años, un escritor célebre, un caso literario. Las revelaciones de Lucette en Céline secreto permiten echar una nueva mirada a la conflictiva personalidad del escritor, aunque sin resolver su misterio último. Sobre la escritura de los panfletos, por ejemplo, retoma un argumento que sostienen biógrafos como Frédéric Vitoux: a Céline lo desesperaba la inminencia de la guerra y en esos textos tremebundos, que pretendían alentar el pacifismo, se perciben las secuelas alucinatorias de la Gran Guerra.
La huida de la pareja al castillo de Sigmaringen donde se encontraba refugiado el gobierno de Vichy en el exilio, y luego a Dinamarca, para evitar los juicios por colaboracionismo, son, narrados por su viuda, un buen contrapunto a esa épica canalla que el propio escritor se encargó de pintar en libros como De un castillo al otro. El retrato pudoroso que hace Lucette de los últimos años pasados en la casa de Meudon, adonde se retiraron después de la captura y juicio del novelista, es en cambio concluyente. A pesar del trabajo literario y del arsenal de mascotas al que, como estilan los misántropos, le entrega su ternura, Céline sobrevive como lo que era: un hombre moralmente acabado.
A casi medio siglo de su muerte, el alias literario del médico Louis-Ferdinand Destouches (1894-1961) continúa produciendo un malestar que excede -y Bioy lo intuye en su lacónica definición- la simple apreciación literaria. En 1932, Céline conmocionó la novela francesa con Viaje al fin de la noche. La historia de Bardamu, doctor de suburbios que comparte con su creador más de una peripecia biográfica, estaba narrada mediante un lenguaje descarnado y sórdido, inédito hasta entonces. A fines de esa misma década, Céline volvió a causar escozor, esta vez por razones menos recomendables. La publicación de dos vitriólicos panfletos, Bagatelas para una masacre y La escuela de cadáveres, lo revelaron como un burdo y peligroso antisemita. Aunque ya en los años cincuenta sus novelas fueron reunidas en la Bibliothèque de La Pléiade (donde se negó a reeditar aquellos textos), la reputación del escritor quedó dañada para siempre. Esa mancha indeleble perdura hoy, a pesar de los ditirambos que le dedicaron a su obra autores y críticos como Philip Roth y George Steiner.
Hay algo para siempre enigmático en la huraña carrera de Céline. En sus dos primeras novelas (a la ya citada debe sumarse Muerte a crédito, de 1936), tan lóbregas y pesimistas que parecen habilitar cualquier exceso, no figura ninguna alusión antisemita; de hecho, un personaje que se jacta de esos prejuicios es caricaturizado sin piedad.
Lucette Almanzor, la última y definitiva compañera de Céline, se encontró con él en 1935, antes de que se desatara en él la paranoia y el rencor irracional. El, que le llevaba veinte años, había pasado ya por la Primera Guerra Mundial y por la experiencia laboral en plantaciones africanas. También se había recibido de médico con una tesis sobre el higienista Ignác Semmelweis y era, desde hacía pocos años, un escritor célebre, un caso literario. Las revelaciones de Lucette en Céline secreto permiten echar una nueva mirada a la conflictiva personalidad del escritor, aunque sin resolver su misterio último. Sobre la escritura de los panfletos, por ejemplo, retoma un argumento que sostienen biógrafos como Frédéric Vitoux: a Céline lo desesperaba la inminencia de la guerra y en esos textos tremebundos, que pretendían alentar el pacifismo, se perciben las secuelas alucinatorias de la Gran Guerra.
La huida de la pareja al castillo de Sigmaringen donde se encontraba refugiado el gobierno de Vichy en el exilio, y luego a Dinamarca, para evitar los juicios por colaboracionismo, son, narrados por su viuda, un buen contrapunto a esa épica canalla que el propio escritor se encargó de pintar en libros como De un castillo al otro. El retrato pudoroso que hace Lucette de los últimos años pasados en la casa de Meudon, adonde se retiraron después de la captura y juicio del novelista, es en cambio concluyente. A pesar del trabajo literario y del arsenal de mascotas al que, como estilan los misántropos, le entrega su ternura, Céline sobrevive como lo que era: un hombre moralmente acabado.