Por Angel Berlanga
Publicado en RADAR
Hablar es mentir, postula Luis Cano, así que buena parte de lo que dice a continuación puede ser puro verso.
Dos obras de su autoría se montan por estos días en Buenos Aires. El dirige, en la Sala Sarmiento del Complejo Teatral Buenos Aires, la puesta de Coquetos carnavales; bajo la dirección de Analía Fedra, por otra parte, se presenta en La Carbonera una versión de Chiquito. Puede pensarse en piezas cubistas, compuestas por retazos discontinuos de voces, situaciones y tiempos, con un elemento en común: la violencia entre hombres encarnada sobre todo a partir de la relación padre-hijo, cocinándose a fuego lento en un caldo que incluye fuerza y fragilidad, obediencia y abuso, idolatría y desprecio, valentía y cagazo, amor y odio.
“Yo soy el fantasma de lo que se llama nueva dramaturgia”, dice Cano. En ese grupo algo difuso –que ya no es tan nuevo– podría encuadrarse, también, a Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Alejandro Tantanián o Marcelo Bertuccio. “Es que nunca me siento cómodo con los parámetros de la época”, explica. “A fines de los ‘80, cuando empecé a escribir, la mayor parte de lo que hacía no era muy bien recibido, no funcionaba. Pero como poco tiempo después sí se instala ese nuevo modo de ver, porque para mí la nueva dramaturgia es fundamentalmente eso, las mismas obras empezaron a ser consideradas más interesantes. Coquetos carnavales, hoy mismo, de alguna manera está queriendo sabotear los parámetros de percepción de lo que es una obra de teatro. Busco que el espectador tenga otro tipo de experiencia, menos tipificada. Siempre estoy incómodo en mi tiempo...
Dos obras de su autoría se montan por estos días en Buenos Aires. El dirige, en la Sala Sarmiento del Complejo Teatral Buenos Aires, la puesta de Coquetos carnavales; bajo la dirección de Analía Fedra, por otra parte, se presenta en La Carbonera una versión de Chiquito. Puede pensarse en piezas cubistas, compuestas por retazos discontinuos de voces, situaciones y tiempos, con un elemento en común: la violencia entre hombres encarnada sobre todo a partir de la relación padre-hijo, cocinándose a fuego lento en un caldo que incluye fuerza y fragilidad, obediencia y abuso, idolatría y desprecio, valentía y cagazo, amor y odio.
“Yo soy el fantasma de lo que se llama nueva dramaturgia”, dice Cano. En ese grupo algo difuso –que ya no es tan nuevo– podría encuadrarse, también, a Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Alejandro Tantanián o Marcelo Bertuccio. “Es que nunca me siento cómodo con los parámetros de la época”, explica. “A fines de los ‘80, cuando empecé a escribir, la mayor parte de lo que hacía no era muy bien recibido, no funcionaba. Pero como poco tiempo después sí se instala ese nuevo modo de ver, porque para mí la nueva dramaturgia es fundamentalmente eso, las mismas obras empezaron a ser consideradas más interesantes. Coquetos carnavales, hoy mismo, de alguna manera está queriendo sabotear los parámetros de percepción de lo que es una obra de teatro. Busco que el espectador tenga otro tipo de experiencia, menos tipificada. Siempre estoy incómodo en mi tiempo...
¿Por qué?
Es que no me interesa tener la experiencia del teatro a través de unos parámetros que responden al dictado de una época, a una construcción que no es inocente, a una percepción que está cada vez más mediatizada, virtualizada. Una de las cosas que más me interesan del teatro es lo que hace a esa especie de fiesta en la que el espectador se encuentra con algo que sí sucede ahí, una realidad concreta, diferente a la de los medios, o a la realidad de lo aparente. Pero el teatro sufre, en distintas épocas, codificaciones, con las que no quiero vincularme: adaptarme sería perder mi obra, mi voz, el lenguaje propio que pueda llegar a crear, salga o no salga, tenga los errores que tenga, que los tiene, seguro. También me sentía incómodo cuando me tocaba el tiempo de auge de la nueva dramaturgia; tengo, respecto de eso, cierta frustración, porque estábamos en el candelero, teníamos muchísima atención y creo que hubiéramos podido hacer otros planteos, no tan funcionales a lo que hoy domina la escena teatral. Perdimos una alternativa histórica.
Es que no me interesa tener la experiencia del teatro a través de unos parámetros que responden al dictado de una época, a una construcción que no es inocente, a una percepción que está cada vez más mediatizada, virtualizada. Una de las cosas que más me interesan del teatro es lo que hace a esa especie de fiesta en la que el espectador se encuentra con algo que sí sucede ahí, una realidad concreta, diferente a la de los medios, o a la realidad de lo aparente. Pero el teatro sufre, en distintas épocas, codificaciones, con las que no quiero vincularme: adaptarme sería perder mi obra, mi voz, el lenguaje propio que pueda llegar a crear, salga o no salga, tenga los errores que tenga, que los tiene, seguro. También me sentía incómodo cuando me tocaba el tiempo de auge de la nueva dramaturgia; tengo, respecto de eso, cierta frustración, porque estábamos en el candelero, teníamos muchísima atención y creo que hubiéramos podido hacer otros planteos, no tan funcionales a lo que hoy domina la escena teatral. Perdimos una alternativa histórica.
COMPUTADORA Y NUEVA DRAMATURGIA
Hay que preguntarle a Cano dónde nació: un recorrido por otras notas indica que fue en Santos Lugares, Caseros, Lincoln o Sáenz Peña. “Sáenz Peña, pasé toda la infancia ahí”, asevera, se ríe. “En los ‘90, cuando apareció la nueva dramaturgia, había mucha difusión, bastante más que ahora. Y las reseñas me las pedían a mí: ‘Necesitamos unos datos tuyos, tantos renglones’. Las armaba yo. Y ponía lugares distintos, cambiaba los años, también”. Al parecer, entonces, nació en 1966, hizo el bachillerato en el Nacional 19 de Capital y la colimba en 1985, asunto, este último, que tiene mucho que ver con su oficio. Resulta que Cano se chocaba una y otra vez con la imposibilidad de digerir los códigos cuarteleros de esa época post dictadura, desde la humillante rapada del comienzo hasta la cadena de robos de partes del uniforme como forma natural de supervivencia, desde la ridícula lógica de la escala de mandos y jerarquías y la necesidad de obedecer órdenes sin chistar hasta el recitado de poemas militares: “No soy pato ni gallina / soy infante de marina”. En Bahía Blanca tuvo que hacer dos veces la instrucción, cuenta, porque se quedó encerrado en una cámara frigorífica y fue a parar al hospital. El conscripto Cano la pasó tan mal que empezó a tartamudear. Consultada al respecto, una foniatra le sugirió que tomara clases de actuación: “Pensó que me iban a venir bien como para ablandar y limpiar, a través del juego, el cable que hay entre la cabeza y la boca”, recuerda. “Así que empecé a estudiar con Raúl Serrano. A veces me rajaba, iba con ropa de marinero. Y me acuerdo que me gastaban con que ya iba vestido de personaje, pero era al revés: yo quería convertirme en persona.”
Hasta ahí, cuenta, no había tenido atracción por el teatro. Pero evoca una “entrada mítica” a la práctica: mientras iba hacia el altar en la ceremonia de la comunión una viejita se le acercó y le dijo al oído que se pusiera la mano en el pecho; un rato después oyó que sus familiares decían “viste qué emocionado Luisito, cómo se llevó la manito al corazón”. “Cuando escuché eso pesqué algo, aunque en ese momento no terminaba de entender”, dice. “Cumplí con la marcación, seguí la puesta, y para los que me habían visto eso significaba emoción, algo múltiple que también involucraba a la representación eclesiástica.”
“A poco de irme de la casa de mis viejos me enteré de que en el Teatro de la Campana, hoy Teatro del Pueblo, había una computadora que no sabían usar”, cuenta. “Hablé con Rubens Correa y comencé a hacer una base de datos: en esa época, fines de los ‘80, había grupos que hacían obras y bancaban. Y bueno, empecé a tener la llave del lugar y a quedarme a dormir: a esa altura todavía estudiaba teatro por las mañanas en la Escuela Municipal. Yo atendía la boletería y usaba esta máquina, que había donado Osvaldo Soriano. Me acuerdo de algunos autores que venían con sus papelitos, chochos con la posibilidad de corregir más fácil con la compu, aunque todavía no estuviera la función de ‘cortar y pegar’, porque el programa, creo, era un Wordstar. Una vez le pasé en limpio una obra a Osvaldo Dragún y cuando terminé me quedó la sensación de que yo podía escribir una. Hay, en realidad, una especie de aprendizaje que uno tiene como copista. Una de las mejores cosas que podés hacer si vas a dirigir una obra de teatro es pasarla, porque al transcribirla aprendés algo de cómo funciona”.
Aunque siempre resulta difícil tipificar los rasgos de la nueva dramaturgia, “más allá de que fue innegablemente un movimiento cultural”, dice Cano, uno de sus componentes, está seguro, fue la aparición de las computadoras y los procesadores de texto. “Esto no se discute demasiado y pareciera que, cada vez que lo digo, a nadie le gusta”, apunta. “Pero hay funciones como cortar y pegar, que se naturalizaron muy rápidamente, y por eso se pierde de vista que antes no se escribía así: había que tener todo en la cabeza para poder escribir de punta a punta. O hacerlo por partes y después hilar. Hoy se generalizó el fragmento y se genera un tono hilándolos. No creo que la herramienta defina por completo las obras, pero definió una manera de trabajar.”
Lo de la computadora de Soriano es cierto, aunque puede que lo de la viejita en la comunión, concede, se lo haya inventado. “Pero la experiencia fue algo así”, explica. “Todo lo que recordamos, incluso lo que antes hablábamos de la colimba, llega un punto en que vaya a saber cómo se fue acomodando con los sucesivos relatos.”
Hay que preguntarle a Cano dónde nació: un recorrido por otras notas indica que fue en Santos Lugares, Caseros, Lincoln o Sáenz Peña. “Sáenz Peña, pasé toda la infancia ahí”, asevera, se ríe. “En los ‘90, cuando apareció la nueva dramaturgia, había mucha difusión, bastante más que ahora. Y las reseñas me las pedían a mí: ‘Necesitamos unos datos tuyos, tantos renglones’. Las armaba yo. Y ponía lugares distintos, cambiaba los años, también”. Al parecer, entonces, nació en 1966, hizo el bachillerato en el Nacional 19 de Capital y la colimba en 1985, asunto, este último, que tiene mucho que ver con su oficio. Resulta que Cano se chocaba una y otra vez con la imposibilidad de digerir los códigos cuarteleros de esa época post dictadura, desde la humillante rapada del comienzo hasta la cadena de robos de partes del uniforme como forma natural de supervivencia, desde la ridícula lógica de la escala de mandos y jerarquías y la necesidad de obedecer órdenes sin chistar hasta el recitado de poemas militares: “No soy pato ni gallina / soy infante de marina”. En Bahía Blanca tuvo que hacer dos veces la instrucción, cuenta, porque se quedó encerrado en una cámara frigorífica y fue a parar al hospital. El conscripto Cano la pasó tan mal que empezó a tartamudear. Consultada al respecto, una foniatra le sugirió que tomara clases de actuación: “Pensó que me iban a venir bien como para ablandar y limpiar, a través del juego, el cable que hay entre la cabeza y la boca”, recuerda. “Así que empecé a estudiar con Raúl Serrano. A veces me rajaba, iba con ropa de marinero. Y me acuerdo que me gastaban con que ya iba vestido de personaje, pero era al revés: yo quería convertirme en persona.”
Hasta ahí, cuenta, no había tenido atracción por el teatro. Pero evoca una “entrada mítica” a la práctica: mientras iba hacia el altar en la ceremonia de la comunión una viejita se le acercó y le dijo al oído que se pusiera la mano en el pecho; un rato después oyó que sus familiares decían “viste qué emocionado Luisito, cómo se llevó la manito al corazón”. “Cuando escuché eso pesqué algo, aunque en ese momento no terminaba de entender”, dice. “Cumplí con la marcación, seguí la puesta, y para los que me habían visto eso significaba emoción, algo múltiple que también involucraba a la representación eclesiástica.”
“A poco de irme de la casa de mis viejos me enteré de que en el Teatro de la Campana, hoy Teatro del Pueblo, había una computadora que no sabían usar”, cuenta. “Hablé con Rubens Correa y comencé a hacer una base de datos: en esa época, fines de los ‘80, había grupos que hacían obras y bancaban. Y bueno, empecé a tener la llave del lugar y a quedarme a dormir: a esa altura todavía estudiaba teatro por las mañanas en la Escuela Municipal. Yo atendía la boletería y usaba esta máquina, que había donado Osvaldo Soriano. Me acuerdo de algunos autores que venían con sus papelitos, chochos con la posibilidad de corregir más fácil con la compu, aunque todavía no estuviera la función de ‘cortar y pegar’, porque el programa, creo, era un Wordstar. Una vez le pasé en limpio una obra a Osvaldo Dragún y cuando terminé me quedó la sensación de que yo podía escribir una. Hay, en realidad, una especie de aprendizaje que uno tiene como copista. Una de las mejores cosas que podés hacer si vas a dirigir una obra de teatro es pasarla, porque al transcribirla aprendés algo de cómo funciona”.
Aunque siempre resulta difícil tipificar los rasgos de la nueva dramaturgia, “más allá de que fue innegablemente un movimiento cultural”, dice Cano, uno de sus componentes, está seguro, fue la aparición de las computadoras y los procesadores de texto. “Esto no se discute demasiado y pareciera que, cada vez que lo digo, a nadie le gusta”, apunta. “Pero hay funciones como cortar y pegar, que se naturalizaron muy rápidamente, y por eso se pierde de vista que antes no se escribía así: había que tener todo en la cabeza para poder escribir de punta a punta. O hacerlo por partes y después hilar. Hoy se generalizó el fragmento y se genera un tono hilándolos. No creo que la herramienta defina por completo las obras, pero definió una manera de trabajar.”
Lo de la computadora de Soriano es cierto, aunque puede que lo de la viejita en la comunión, concede, se lo haya inventado. “Pero la experiencia fue algo así”, explica. “Todo lo que recordamos, incluso lo que antes hablábamos de la colimba, llega un punto en que vaya a saber cómo se fue acomodando con los sucesivos relatos.”
PADRES, HIJOS
Chiquito es un militar que convive con una enfermera y es narrado por Cascarita, un hijo adoptivo cargado de resentimiento por una vida familiar tan sórdida como siniestra. La acción transcurre en un pequeño ambiente y abarca infancia, ida y un regreso destinado a devolver lo recibido, a mostrar cómo se siente en carne propia, una vez alterada la relación de fuerzas, la experiencia de lo transmitido, de lo enseñado y lo aprendido. Coquetos carnavales es una pieza coral que sobre un escenario negro y despojado pone a interactuar a una docena de hombres, transfigurados sus rostros, lenguajes y movimientos por el miedo y algunas variantes de alienación, en un ritual que se centra en el asesinato de el padre y muestra derivas y procedencias de distintas formas de violencia masculina. Hay sólo una escena luminosa y colorida: la de unos titanes en el ring que ejecutan, semillas plantadas desde chicos, el número en el que liquidan al padre que cacarea como gallo. Cano escribió estas obras en los ‘90 y las fue modificando (incluso se llamaban distinto). “Cada vez que escucho que alguien dice que una obra mía es hermética siento que baja una persiana, que se está negando a tener otro tipo de experiencia”, dice. “Está claro que Coquetos, por ejemplo, va en contraposición de las demandas que circulan más fuertemente, sobre todo en el Complejo Teatral. Escuché, por ejemplo, reclamos metafóricos: que fuera una obra para pocos, o que tuviera una puerta que no puede franquearse sin tener en mano una llave previa. A mí me interesa vincularme con el público de hoy, pero quiero hacerlo sin por eso tener que admitir cuáles son los cánones de comunicación validados. En algún momento el tratamiento paródico fue poner en duda la palabra del poderoso, y hoy la parodia es un discurso legitimado, de los más difundidos. Coquetos pone en escena algo festivo, lúdico, ritual, y no un discurso, o un sentido explícito. En algún momento pensaba de manera más provocativa hacia el espectador, pero después me di cuenta de que eso no era tan difícil. Para mí el desafío, hoy, es captar al espectador, pero en los términos de la obra, no de acuerdo al sentido común de una época con la que no estoy de acuerdo: para mí las cosas no están bien, en general. Pero planteo esto como una dificultad, tengo unos tironeos tremendos, no lo vivo con tranquilidad.”
Chiquito es un militar que convive con una enfermera y es narrado por Cascarita, un hijo adoptivo cargado de resentimiento por una vida familiar tan sórdida como siniestra. La acción transcurre en un pequeño ambiente y abarca infancia, ida y un regreso destinado a devolver lo recibido, a mostrar cómo se siente en carne propia, una vez alterada la relación de fuerzas, la experiencia de lo transmitido, de lo enseñado y lo aprendido. Coquetos carnavales es una pieza coral que sobre un escenario negro y despojado pone a interactuar a una docena de hombres, transfigurados sus rostros, lenguajes y movimientos por el miedo y algunas variantes de alienación, en un ritual que se centra en el asesinato de el padre y muestra derivas y procedencias de distintas formas de violencia masculina. Hay sólo una escena luminosa y colorida: la de unos titanes en el ring que ejecutan, semillas plantadas desde chicos, el número en el que liquidan al padre que cacarea como gallo. Cano escribió estas obras en los ‘90 y las fue modificando (incluso se llamaban distinto). “Cada vez que escucho que alguien dice que una obra mía es hermética siento que baja una persiana, que se está negando a tener otro tipo de experiencia”, dice. “Está claro que Coquetos, por ejemplo, va en contraposición de las demandas que circulan más fuertemente, sobre todo en el Complejo Teatral. Escuché, por ejemplo, reclamos metafóricos: que fuera una obra para pocos, o que tuviera una puerta que no puede franquearse sin tener en mano una llave previa. A mí me interesa vincularme con el público de hoy, pero quiero hacerlo sin por eso tener que admitir cuáles son los cánones de comunicación validados. En algún momento el tratamiento paródico fue poner en duda la palabra del poderoso, y hoy la parodia es un discurso legitimado, de los más difundidos. Coquetos pone en escena algo festivo, lúdico, ritual, y no un discurso, o un sentido explícito. En algún momento pensaba de manera más provocativa hacia el espectador, pero después me di cuenta de que eso no era tan difícil. Para mí el desafío, hoy, es captar al espectador, pero en los términos de la obra, no de acuerdo al sentido común de una época con la que no estoy de acuerdo: para mí las cosas no están bien, en general. Pero planteo esto como una dificultad, tengo unos tironeos tremendos, no lo vivo con tranquilidad.”
La disputa entre padre e hijo está en varias de tus obras. ¿Por qué?
El primer texto teatral que leí fue Hamlet: me apabulló. Y me doy cuenta de que empecé a pensar algunos aspectos del teatro a través de esa pieza. Siento que todavía hoy, cuando leo textos teatrales, lo sigo haciendo a través de Hamlet. Y luego está la presencia del mito, la relación de rivalidad entre el hijo y el padre. Si nosotros supiéramos por qué el hijo desea matar al padre, por ejemplo, no seguiríamos haciendo Edipo: eso nos toca a todos y no tenemos explicación. A la vez, la relación da una resonación de distintos aspectos sociales. Cuando estaba haciendo una obra que se llama Tentativa para evadirme de mi padre me di cuenta de que ese padre y ese hijo funcionaban a través de los recuerdos que yo tenía de Firulete y Cañito: uno siempre castigaba al otro. Míticamente, sigo reconociendo en esa representación las figuras del amo y el esclavo, luchando y retroalimentándose.
Cano dice que no tiene que ver con su historia personal, más allá de que él mismo es padre y, claro, fue hijo. Pero identifica al tándem como una especie de matriz, de binomio celular-social. “Y me da tirria –agrega– cuando me reconozco, débilmente, en algún gesto de ahijarme socialmente en cualquier manifestación laboral, política, social.”
El primer texto teatral que leí fue Hamlet: me apabulló. Y me doy cuenta de que empecé a pensar algunos aspectos del teatro a través de esa pieza. Siento que todavía hoy, cuando leo textos teatrales, lo sigo haciendo a través de Hamlet. Y luego está la presencia del mito, la relación de rivalidad entre el hijo y el padre. Si nosotros supiéramos por qué el hijo desea matar al padre, por ejemplo, no seguiríamos haciendo Edipo: eso nos toca a todos y no tenemos explicación. A la vez, la relación da una resonación de distintos aspectos sociales. Cuando estaba haciendo una obra que se llama Tentativa para evadirme de mi padre me di cuenta de que ese padre y ese hijo funcionaban a través de los recuerdos que yo tenía de Firulete y Cañito: uno siempre castigaba al otro. Míticamente, sigo reconociendo en esa representación las figuras del amo y el esclavo, luchando y retroalimentándose.
Cano dice que no tiene que ver con su historia personal, más allá de que él mismo es padre y, claro, fue hijo. Pero identifica al tándem como una especie de matriz, de binomio celular-social. “Y me da tirria –agrega– cuando me reconozco, débilmente, en algún gesto de ahijarme socialmente en cualquier manifestación laboral, política, social.”
MACRI Y LA CULTURA
Su primera obra reconocida se llama Aullidos. Otro par de títulos, Murmullos y Runrún, dan cuenta de cierta preferencia por representar lo dificultoso, lo que le pianta a la palabra concreta. “Me planteo las obras, en general, a partir de algún tipo de problema de representación. En algún texto que quedó por ahí me planteé cómo dar representación a esa figura irrepresentable que es el desaparecido, esa entelequia ‘que no está, que no es’, según decía Videla. Cómo hacer en ese espacio, donde todo es cuerpo, para trabajar con una figura que no se puede representar. Eso es un desafío de obra, para mí.”
Al fin de la puesta de Coquetos carnavales (cuyo texto publicará Losada a fines de este año) una representante de Actores advirtió sobre la falta de pagos del gobierno de la ciudad a quienes trabajan en el Complejo Teatral. “Macri no entiende la actividad artística”, dice. “Y eso se ve desde que empieza asociando cultura y turismo, una muestra clara de ineptitud. Las salas independientes, hoy, han sido asediadas por inspectores de todo tipo, en un contexto en el que las coimas no pasaron al olvido; digo esto porque Macri tiene esa imagen de una limpieza similar a la que ejercían los milicos. No se da cuenta de que las salas independientes no son pymes, que se trata de sitios que la gente mantiene de una manera amorosa, que no necesariamente gana plata. Bueno, eso es inconcebible para él, no puede entenderlo. Y lo que pasa hoy concretamente en el Complejo es que la gente no está cobrando, no se firman los contratos. Así que está en riesgo la continuidad de la programación.”
Su primera obra reconocida se llama Aullidos. Otro par de títulos, Murmullos y Runrún, dan cuenta de cierta preferencia por representar lo dificultoso, lo que le pianta a la palabra concreta. “Me planteo las obras, en general, a partir de algún tipo de problema de representación. En algún texto que quedó por ahí me planteé cómo dar representación a esa figura irrepresentable que es el desaparecido, esa entelequia ‘que no está, que no es’, según decía Videla. Cómo hacer en ese espacio, donde todo es cuerpo, para trabajar con una figura que no se puede representar. Eso es un desafío de obra, para mí.”
Al fin de la puesta de Coquetos carnavales (cuyo texto publicará Losada a fines de este año) una representante de Actores advirtió sobre la falta de pagos del gobierno de la ciudad a quienes trabajan en el Complejo Teatral. “Macri no entiende la actividad artística”, dice. “Y eso se ve desde que empieza asociando cultura y turismo, una muestra clara de ineptitud. Las salas independientes, hoy, han sido asediadas por inspectores de todo tipo, en un contexto en el que las coimas no pasaron al olvido; digo esto porque Macri tiene esa imagen de una limpieza similar a la que ejercían los milicos. No se da cuenta de que las salas independientes no son pymes, que se trata de sitios que la gente mantiene de una manera amorosa, que no necesariamente gana plata. Bueno, eso es inconcebible para él, no puede entenderlo. Y lo que pasa hoy concretamente en el Complejo es que la gente no está cobrando, no se firman los contratos. Así que está en riesgo la continuidad de la programación.”