Publicado en PAGINA 12
Es difícil resistir la tentación de ir a ver Avatar, la reciente película dirigida por el estadounidense James Cameron, realizada y producida con los últimos avances tecnológicos en materia de animación digital. Sobre todo para quienes están atentos a las nuevas posibilidades que ofrece la producción de contenidos a nivel audiovisual, en un contexto de desarrollo acelerado sin precedentes en la historia.
Avatar funciona a base de una historia sencilla, que no necesita de giros en su argumento para sorprender. Porque el relato –y he aquí el punto más destacable– se anima a avanzar sobre una cuestión de gran actualidad: una invasión imperialista en busca de un mineral que se encuentra en territorio comunitario –propiedad ancestral de una comunidad indígena– y la defensa que ese pueblo se dispone a hacer de su tierra, entendida no como una posesión lisa y llana sino como un todo físico, material y espiritual, con un enorme significado para la vida.
Este abordaje temático está, claro, sustentado en una realización deslumbrante desde el punto de vista estético: se destaca la creación del ambiente de Pandora, el planeta que habitan los Na’vi, una especie de paraíso natural donde los seres vivos conviven armónicamente respetando las leyes que el propio ambiente les sugiere. Los “avatares” son unos personajes creados por científicos norteamericanos a partir de una conjunción de células humanas y de los Na’vi, que tienen como fin aprender de ellos para poder dominarlos. Su deidad es una Diosa Mujer y su morada es un Arbol de la Vida, que es también el espacio de oración y encuentro de la comunidad.
Los malos de la película, esta vez, no son ni chinos karatecas, ni rusos mafiosos, ni latinos narcotraficantes, ni cubanos comunistas. Son yankis imperialistas que vienen en busca de un mineral llamado unobtainum, que cotiza 20 millones de dólares el kilo. Comandados por una combinación de científicos y militares –que no se llevan muy bien entre sí– tienen como objetivo “sugerir” a los nativos que abandonen su morada, primero por las buenas, y si no a lo estadounidense.
Avatar es una alegoría interesante acerca de la avaricia capitalista por apropiarse de los recursos naturales con un fin netamente económico –y por ende político– sin importar los daños ambientales que esto conlleva. El unobtainum es comparable al petróleo de Medio Oriente y de Venezuela, al agua del Acuífero Guaraní, de los Glaciares y la Antártida, al oro y la plata del Cerro Rico de Potosí, al cobre de Chuquicamata en Chile, a la riqueza mineral saqueada en Andalgalá, entre muchos otros lugares de nuestro país. Riquezas extraídas a pesar de la resistencia de muchos de sus habitantes, la complicidad de muchos gobiernos, y sin la conciencia económica y política colectiva de quienes desde las grandes urbes situamos nuestras preocupaciones en temas más tangibles.
La espiritualidad de los Na’vi es semejante a la que celebra la Pachamama con nuestros pueblos andinos del norte, la que agradece por el año de cosechas y fertilidades, la que no tiene intermediarios entre dioses o energías y nosotros mismos. Es el respeto por la tierra que nos tocó, la cual no deberíamos dejar peor que lo que la encontramos. Es la hermandad que tanto nos cuesta con los otros, los distintos, los diferentes, los “extraños”.
La defensa de Pandora es la de cualquier pueblo en cualquier lugar del mundo por su soberanía política, frente a los imperialismos que a lo largo de la historia han saqueado y dominado regiones enteras en nombre de religiones varias, utilizando su poderío bélico en el sojuzgamiento a pueblos más débiles. Es una defensa que tiene muchos más valores que un impuesto a las ganancias o a la renta extraordinaria.
Pueden quedar dudas de por qué desde las entrañas del imperio más prepotente del mundo surgen relatos como éste. Sin la ingenuidad de pensar que es una autocrítica, ni tampoco con la esperanza de que pueda un film como éste promover decisiones de fondo de los países centrales respecto de sus responsabilidades en temas como el cambio climático –veamos si no los flojos resultados de la reciente Cumbre de Copenhague–, Avatar puede ser un ejemplo atractivo y de calidad para disparar la reflexión sobre cuestiones bien actuales.
El concepto de “avatar” –según la Real Academia– es más que sugerente: cambio, pero también vicisitud. Transformación con conflicto. Apuesta a lo nuevo y distinto, pero con riesgos, con contradicciones. Es éste un desafío que podemos plantearnos individual y colectivamente. No hay cambio sin problemas. Nunca lo hubo. Cualquier semejanza con la realidad... ya sabemos. Realidad y ficción son dos caras de la misma moneda.
(*) Licenciado en Comunicación. Docente UBA.
Es difícil resistir la tentación de ir a ver Avatar, la reciente película dirigida por el estadounidense James Cameron, realizada y producida con los últimos avances tecnológicos en materia de animación digital. Sobre todo para quienes están atentos a las nuevas posibilidades que ofrece la producción de contenidos a nivel audiovisual, en un contexto de desarrollo acelerado sin precedentes en la historia.
Avatar funciona a base de una historia sencilla, que no necesita de giros en su argumento para sorprender. Porque el relato –y he aquí el punto más destacable– se anima a avanzar sobre una cuestión de gran actualidad: una invasión imperialista en busca de un mineral que se encuentra en territorio comunitario –propiedad ancestral de una comunidad indígena– y la defensa que ese pueblo se dispone a hacer de su tierra, entendida no como una posesión lisa y llana sino como un todo físico, material y espiritual, con un enorme significado para la vida.
Este abordaje temático está, claro, sustentado en una realización deslumbrante desde el punto de vista estético: se destaca la creación del ambiente de Pandora, el planeta que habitan los Na’vi, una especie de paraíso natural donde los seres vivos conviven armónicamente respetando las leyes que el propio ambiente les sugiere. Los “avatares” son unos personajes creados por científicos norteamericanos a partir de una conjunción de células humanas y de los Na’vi, que tienen como fin aprender de ellos para poder dominarlos. Su deidad es una Diosa Mujer y su morada es un Arbol de la Vida, que es también el espacio de oración y encuentro de la comunidad.
Los malos de la película, esta vez, no son ni chinos karatecas, ni rusos mafiosos, ni latinos narcotraficantes, ni cubanos comunistas. Son yankis imperialistas que vienen en busca de un mineral llamado unobtainum, que cotiza 20 millones de dólares el kilo. Comandados por una combinación de científicos y militares –que no se llevan muy bien entre sí– tienen como objetivo “sugerir” a los nativos que abandonen su morada, primero por las buenas, y si no a lo estadounidense.
Avatar es una alegoría interesante acerca de la avaricia capitalista por apropiarse de los recursos naturales con un fin netamente económico –y por ende político– sin importar los daños ambientales que esto conlleva. El unobtainum es comparable al petróleo de Medio Oriente y de Venezuela, al agua del Acuífero Guaraní, de los Glaciares y la Antártida, al oro y la plata del Cerro Rico de Potosí, al cobre de Chuquicamata en Chile, a la riqueza mineral saqueada en Andalgalá, entre muchos otros lugares de nuestro país. Riquezas extraídas a pesar de la resistencia de muchos de sus habitantes, la complicidad de muchos gobiernos, y sin la conciencia económica y política colectiva de quienes desde las grandes urbes situamos nuestras preocupaciones en temas más tangibles.
La espiritualidad de los Na’vi es semejante a la que celebra la Pachamama con nuestros pueblos andinos del norte, la que agradece por el año de cosechas y fertilidades, la que no tiene intermediarios entre dioses o energías y nosotros mismos. Es el respeto por la tierra que nos tocó, la cual no deberíamos dejar peor que lo que la encontramos. Es la hermandad que tanto nos cuesta con los otros, los distintos, los diferentes, los “extraños”.
La defensa de Pandora es la de cualquier pueblo en cualquier lugar del mundo por su soberanía política, frente a los imperialismos que a lo largo de la historia han saqueado y dominado regiones enteras en nombre de religiones varias, utilizando su poderío bélico en el sojuzgamiento a pueblos más débiles. Es una defensa que tiene muchos más valores que un impuesto a las ganancias o a la renta extraordinaria.
Pueden quedar dudas de por qué desde las entrañas del imperio más prepotente del mundo surgen relatos como éste. Sin la ingenuidad de pensar que es una autocrítica, ni tampoco con la esperanza de que pueda un film como éste promover decisiones de fondo de los países centrales respecto de sus responsabilidades en temas como el cambio climático –veamos si no los flojos resultados de la reciente Cumbre de Copenhague–, Avatar puede ser un ejemplo atractivo y de calidad para disparar la reflexión sobre cuestiones bien actuales.
El concepto de “avatar” –según la Real Academia– es más que sugerente: cambio, pero también vicisitud. Transformación con conflicto. Apuesta a lo nuevo y distinto, pero con riesgos, con contradicciones. Es éste un desafío que podemos plantearnos individual y colectivamente. No hay cambio sin problemas. Nunca lo hubo. Cualquier semejanza con la realidad... ya sabemos. Realidad y ficción son dos caras de la misma moneda.
(*) Licenciado en Comunicación. Docente UBA.