Publicado en TEATRO
Finalmente admirado pero nunca querido por sus compatriotas, la vida del autor de Casa de muñecas no abundó en alegrías. A ello contribuyeron el súbito empobrecimiento de su familia durante su infancia y la mediocridad y el conservadurismo de su país natal. La nota que sigue repasa los hechos salientes de su biografía y los rasgos decisivos de su carácter sombrío.
Lo más llamativo de la más bien monótona vida de Henrik Ibsen es que, perseguido desde siempre por el estigma del fracaso y luego de buscar durante toda su vida el reconocimiento a su obra dramática, cuando por fin alcanzó el éxito esperado descubrió que éste ya no le interesaba demasiado. Había abandonado su patria a los treinta y seis años, en 1864. Pasó veintisiete en el extranjero, principalmente en Italia y Alemania, y regresó a los sesenta y tres a su hogar, Cristianía, convertido en un autor ilustre en todo el mundo. Pero no sentía ninguna felicidad con su vida artística, ni siquiera cuando cumplió los setenta y su patria le dedicó toda clase de homenajes, la misma patria que tres décadas antes lo había rechazado.
La biografía de Ibsen es escasa en cuanto a grandes y trascendentes acontecimientos. Parecía más que nada un “espectador” de la vida y apenas si participaba de ella, o al menos de los aspectos más excitantes. Con una existencia emocional reprimida, siempre temeroso del ridículo y el escándalo, hay que creerle a la investigadora Mary McCarthy cuando afirma que “para Ibsen la dramaturgia fue una forma de psicoterapia”.
Un acontecimiento producido en la infancia del dramaturgo lo marcaría para toda su vida: cuando tenía ocho años, su padre, Knut Ibsen, un próspero comerciante en maderas, hizo algunos malos negocios y cayó en la ruina. La familia, que hasta entonces gozaba de una vida acomodada y del aprecio social de la pequeña Skien natal, tuvo que abandonar la lujosa casa que habitaban y trasladarse a una pobre finca en Venstob, en los alrededores de la ciudad. El pequeño Ibsen se tornó entonces taciturno y retraído, casi no se relacionaba con nadie, refugiándose en la lectura de la Biblia (de la que no se separaba nunca) y en el dibujo, otra de sus pasiones.
Desde entonces, las privaciones y las penurias económicas lo acompañarían durante la mayor parte de vida, determinando en gran medida su progresivo y general desencanto. Quienes mejor lo conocieron lo pintan como un hombre solitario e individualista, también un tanto arrogante y orgulloso. Por lo general malhumorado, era terrible en sus cóleras y habitualmente se quejaba de su pobreza, de su destierro, de la ruindad de las críticas y de la incomprensión popular. En Grimstad, donde tuvo que trasladarse para trabajar como ayudante de un farmacéutico, el joven Ibsen suponía un verdadero enigma. No simpatizaba con nadie y nadie simpatizaba con él. Parecía ofenderle el buen humor de otros jóvenes, quienes criticaban en Ibsen “una necesidad ridícula de estar triste”.
En verdad, son pocas las amistades que se le conocieron a lo largo de su vida. A Ole Schulerud, camarada y amigo del poeta, quien fue también un poco su protector en los tiempos difíciles, lo quiso de verdad y lamentó mucho su muerte. Con Björnstjerne Björnson, el otro gigante de las letras noruegas del siglo XIX, la relación fue más bien complicada. Fueron compañeros de estudios y es seguro que se apreciaban y admiraban mutuamente –al punto que Björnson fue padrino de su único hijo Sigurd y luego su suegro– pero siempre mantuvieron entre ellos una rivalidad que provocó no pocos desencuentros (el más extenso duró diecisiete años durante los cuales casi ni se hablaron). Ibsen le reprochaba a Björnson ciertas posturas políticas y secretamente sospechaba que éste hubiera promovido en la prensa críticas en su contra. Pero lo más seguro es que el encono proviniera de temperamentos extremadamente opuestos: descontando su talento para las letras, Björnson era optimista, apuesto, gentil, carismático y exitoso. Y lo más importante: el pueblo lo quería, algo que nunca logró Ibsen.
Sus relaciones con las mujeres tampoco fueron demasiado exitosas. A los dieciocho años, su sangre joven y vigorosa le jugó una mala pasada y dejó embarazada a una de las criadas de la farmacia donde trabajaba. Henrik tuvo que reconocer al pequeño, pagó lo que el juez dispuso y se olvidó para siempre del asunto. Clara Ebbel, una hermosa joven que conoció en Grimstad, fue su primera musa y mantuvo con ella amores “castos” hasta que los padres de ella, enterados del romance, no consintieron para nada la relación con el poeta y la joven terminó uniéndose poco después a un hombre poderoso de la ciudad. Defraudado, Ibsen conoció luego a Rikka Holst, “la flor de los campos” como él la llamaba, y se apuró a pedirle la mano –lo hizo en verso– pero nuevamente se encontró con la oposición de los progenitores de la joven que tampoco aprobaban la relación. Tuvo que resignarse a verse con ella a escondidas hasta que una tarde el padre los descubrió y Henrik huyó corriendo. Cuando muchos años después volvieron a encontrarse, ya casados ambos, el dramaturgo le preguntó conmovido: “¿Por qué no llegó a haber algo entre nosotros?”, a lo que ella le observó: “Pero Ibsen, ¿no recuerda usted que salió huyendo?”. Y el autor admitió: “Sí, por cierto. Nunca he sido valiente cara a cara”.
Claro que, fuera de su habilidad de entonces para la lírica, era bien poco lo que poseía el joven poeta para llamar la atención de las mujeres. Quienes lo conocieron en su juventud lo pintaban como alguien flaco y un tanto desgarbado, con el pelo siempre revuelto que escondía “una cara afilada y tensa, de color de yeso, tras una barba negra e inmensa”, según la descripción de su amigo Björnson. Andaba siempre con su indumentaria sucia y descuidada, los zapatos rotos (los zapatos eran una obsesión para él) y hasta su suegra, la ilustre escritora Magdalena Thoresen, que en verdad lo apreciaba, lo definió por entonces como “un tipo insignificante”. Años después, cuando alcanzó la madurez, Ibsen adquirió el aspecto anodino de un funcionario envejecido en el cargo o de un pastor luterano y, salvo un breve período en el extranjero en el cual solía usar una chaqueta de pana blanca con sombrero al tono (símbolo de sus devaneos artísticos de por entonces), generalmente se lo veía con una levita muy ceñida al pecho y una galera que parecía pequeña encima de una cabeza gigantesca por la abundante cabellera y la barba tupida que se confundía con sus conocidas patillas. Un malévolo crítico francés lo describió cierta vez como “un león, pero no uno de verdad, sino con melenas postizas”.
Es bien conocido el resentimiento que Ibsen sentía hacia la idiosincrasia de la sociedad noruega y fue siempre un crítico feroz de las conductas de sus semejantes. Nunca sintió a su patria como un verdadero hogar y se refería a ella como “un país donde todo es mezquino y se encoge el alma”. A favor de Ibsen hay que decir que esa patria proporcionaba por entonces pocos motivos de los cuales enorgullecerse. Noruega era una nación dominada por sus vecinos, que no había conocido la independencia por casi cinco siglos y a la que habían llegado muy atemperados los coletazos de la revolución de 1848. Dominada por el conservadurismo luterano, se encontraba también singularmente atrasada desde el punto de vista cultural, y con una vida escénica prácticamente inexistente, lo que explica que pasados los veinte años “el padre del teatro moderno” no hubiera pisado jamás un teatro. En ese ambiente era imposible que pudiera desarrollarse un espíritu inquieto y cuestionador como el de nuestro artista, por lo que fue inevitable que terminara emprendiendo el exilio. Algo que no le resultó fácil, porque cuando solicitó una pensión para viajar por el extranjero, como la que antes habían obtenido Björnson y muchos otros de sus colegas, a él un diputado le contestó por carta que “sólo merecía una paliza”.
Con la ayuda de unos amigos pudo cambiar de aires, lo que no se tradujo, sin embargo, en una transformación de su carácter hosco. Si bien es cierto que se sintió deslumbrado por el paisaje de Italia, por la livsglaede (alegría de vivir) tan típica de sus habitantes y comparaba su atmósfera con la de Cómo gustéis de Shakespeare, su temperamento no estaba para nada en consonancia con el espíritu de la tierra del sol: “Me aíslo y soy un hombre poco sociable en la extensa colonia de Roma”, decía en una carta a un amigo. Tampoco le sedujo demasiado Alemania (vivió en Munich y en Dresde, porque pensaba que allí podía asegurarse una buena educación para Sigurd), un país que lo había acogido muy bien pero donde él consideraba que “jamás podría vivir un verdadero poeta”. Y cuando alguien quiso rebatirlo mencionando el nombre de Von Kleist, alguien que sin dudas había sido un “verdadero poeta”, él contestó: “justamente, el pobre infeliz tuvo que matarse”.
Pero el exilio significó sí un cambio radical para su carrera: los años que vivió en el extranjero constituyeron el período de más exquisita libertad que hubiera conocido jamás, cuando escribió sus mejores obras y alcanzó así la fama que tanto había ansiado. No le había resultado fácil, pero hay que reconocerle la inquebrantable confianza en su vocación, aún en los peores momentos, cuando con su amigo Schulerud debían vender ejemplares de su primera obra como papel para envolver en el establecimiento de un salchichero y obtener así unas monedas que aseguraran su subsistencia. Ibsen verdaderamente sentía una dicha inconmensurable en el acto de escribir, por la “misteriosa satisfacción de crear”, desde que era prácticamente un niño y le había confesado a su hermana Hedvig su “deseo de escalar las más luminosas cumbres para distinguir desde su altura la verdad, aunque hubiera de cegarme su esplendor, para luego morir”.
Y cuando escribía, cuando trabajaba en plena inspiración, sólo necesitaba del más absoluto silencio –cualquier ruido lo enfurecía–, además de tabaco y café (aún se conserva en la Biblioteca Nacional de Oslo una carta suya solicitando dinero para ambos, sin los cuales parece que le era imposible escribir). Metódico al extremo, se levantaba a las siete en verano y a las ocho en invierno. Maduraba su plan de trabajo durante el aseo y escribía de nueve a una para luego almorzar, despachar su correspondencia y salir de paseo, siempre en soledad. Habitualmente se sentaba en un café, donde se dedicaba a observar la vida de los demás, estudiando gestos y reacciones que pudieran llegar a transformarse en futuros personajes, para luego regresar a la calma monacal de su despacho y seguir escribiendo hasta bien entrada la noche.
Para llevar adelante su rutina creadora contó con el apoyo fiel de su mujer, Susana Thoresen, la compañera perfecta de Ibsen durante toda su vida, para con quien la posteridad fue injusta, ya que poco se la menciona en las biografías y estudios sobre el autor cuando, sin embargo, su influencia en la obra del noruego fue determinante. Porque no sólo lo acompañó durante el exilio, sobrellevando las penurias económicas, alentándolo a proseguir cada vez que estuvo a punto rendirse, abandonando una situación privilegiada para unirse a un escritor por entonces prácticamente ignorado. También aconsejaba frecuentemente a su marido y es seguro que algunos de los inolvidables tipos femeninos de sus obras hayan sido sugeridos por esa mujer culta, sensible e inteligente, aunque no muy bella, que él apodaba graciosamente “mi gata”.
Cómo correspondió Ibsen a semejante entrega es algo que nadie sabe. Lo que sí se sabe es que fue al menos bastante ingrato con otra mujer, nada menos con la que le dio el argumento de Casa de muñecas, su obra más famosa. La anécdota la registra Egil Törnqvist en su libro Ibsen: A Doll’s House, y cuenta que cuando ya era un dramaturgo renombrado, Henrik conoció a Laura Petersen, una joven mujer que había imaginado una continuación para su Brand, a partir de la cual se estableció una relación afectuosa entre ambos, tanto que él comenzó a llamarla “mi alondra” (parece que los apelativos relacionados con los animales eran de su preferencia). Luego la vida de Laura cambió: se casó con un licenciado en letras, Victor Kieler, quien resultaría una persona difícil, con tendencia al enojo y, en ocasiones, violento. Un día este hombre se enfermó de los pulmones y los médicos le recomendaron trasladarse a un lugar con mejor clima. Los Kieler no tenían dinero y entonces ella se vio obligada a pedir un préstamo a escondidas de su marido, gracias al cual pudieron viajar y él terminó curándose. Pero los prestamistas acosaron a Laura, por lo que ella decidió contarle todo a su amigo Ibsen y pedirle que la ayudara a vender un nuevo manuscrito de ella, a fin de obtener un adelanto. Pero Ibsen no quiso molestarse (ni soltar una moneda) y le contestó que su manuscrito era demasiado flojo, aconsejándole contarle todo a su marido. No sin antes pedirle detalles sobre su historia, porque el astuto escritor había encontrado en la carta el argumento para una nueva obra teatral. Laura terminó internada en una clínica psiquiátrica, repudiada por su marido quien le pidió el divorcio y le quitó a sus hijos. Casa de muñecas se estrenó al año siguiente y, paradójicamente, es aún hoy considerada un manifiesto “feminista”.
De regreso a Noruega y llegando a los setenta, Ibsen ya no tuvo que preocuparse más por el dinero: había ganado bastante con sus obras y, además, en sus años romanos había sacado por lo menos dos veces la lotería. Se dedicaba entonces a comprar cuadros antiguos, a pasear por las calles de Cristianía luciendo sus numerosas condecoraciones (costumbre que Björnson no dejaba de criticarle) o sentado en el Gran Café del centro de Cristianía, donde tenía una mesa reservada con su propio servicio de café. Allí los camareros habían recibido la orden de no molestarle y evitar que nadie se le acercara. Pero hay que suponer que los transeúntes se agolpaban para observarlo con esa fascinación morbosa que despierta la fama. A fin de cuentas, con el tiempo los noruegos terminaron admirando y respetando a Ibsen, aunque nunca lo amaron. Es también por esos años que conoció a Emilie Bardach, una encantadora jovencita de la que se enamoró y con la que mantuvo un idilio meramente epistolar. Viejo y cansado, Ibsen se conformaba con sentarse a su lado.
Poco después sufrió un infarto que le impidió seguir escribiendo y su salud fue empeorando hasta que no pudo salir más de su dormitorio. En 1906, la gran Eleonora Duse (según muchos la mejor Hedda Gabler que tuviera su obra), viajó a Cristianía para conocerlo pero debió resignarse a observar de pie la ventana del escritor, ansiando siquiera ver su figura. Ibsen estaba moribundo. Al día siguiente, el enfermo fue visitado por un grupo de amigos. La enfermera que lo atendía quiso dar una nota de optimismo y anunció que el dramaturgo se encontraba mejor. En esos momentos Ibsen se incorporó y pronunció sus últimas, memorables palabras: “Todo lo contrario”.