2/6/07

Las peripecias de un prófugo

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

El autor de Arlequín, servidor de dos patrones no tuvo una vida feliz, si ello es posible. Enamoradizo y aficionado al juego, pasó buena parte de su existencia escapando de sus acreedores y de más de un marido celoso, sin alcanzar el reconocimiento que su renovación teatral merecía.

A poco de internarse en el curso de su extensa vida, la existencia de Carlo Goldoni parece más que nada signada por la huida. Siendo muy joven abandonó los estudios para escapar con una compañía de cómicos. Nuevas escapadas —de los acreedores, de la justicia, de las mujeres— serían una constante en la vida del poeta y le acompañarían hasta su muerte, ocurrida también en el exilio.
Proveniente de una familia acomodada, Goldoni nació en una bella casa situada en una esquina de la calle Cent’anni, muy cerca de la Iglesia de Santo Tomás, en pleno corazón de Venecia. Era un hogar donde no faltaba nunca la alegría: su abuelo, Carlo Alejandro, el primer Goldoni, se había trasladado allí desde su Módena natal para ejercer la profesión de notario, pero lo que más lo desvelaba era procurarse todo tipo de diversiones: por su palacio pasaban los mejores músicos y actores de la época, y se organizaban continuamente lujosas fiestas, tanto que muy pronto Don Alejandro fue perdiendo no sólo su patrimonio sino también el de su esposa, una viuda respetable y acomodada, perteneciente a la familia Salvioni, con quien se había casado en segundas nupcias. Esta viuda tenía a su vez una hija, Margherita, y Carlo Alejandro no tuvo mejor idea que casarla con su hijo mayor, Giulio Goldoni, para mantener unida a la familia (y, de paso, anexar al decaído patrimonio la dote de ambas). Giulio heredó de su padre el mismo espíritu festivo junto con una absoluta incapacidad para administrar los bienes, por lo que muerto Don Alejandro la menguada fortuna familiar se vino abajo y Giulio tuvo que comenzar sus estudios de medicina con la esperanza de poder mantener a su familia. En ese ambiente tan dado a los placeres y la diversión creció el pequeño Carlo, absorbiendo al tiempo las costumbres venecianas, conociendo personajes, aprendiendo su dialecto lleno de gracia y picardía.
Mientras su padre le procuraba sobre todo diversiones y caprichos, su madre se encargaba de su educación, tratando de que el niño se interesara por los libros que se iban salvando de las sucesivas hipotecas que imponían los acreedores. A los cuatro años, Carlo ya sabía leer y escribir, y a los ocho, sin haber presenciado jamás una representación teatral, ya esbozaba su primera comedia, al parecer lo suficientemente buena como para que algunos parientes dudaran de su autoría.
Semejante precocidad no le aseguró, sin embargo, un tránsito favorable en los posteriores estudios con los dominicos en Rímini: fue un alumno más bien mediocre, por culpa principalmente de la asiduidad con la que concurría al teatro y por la poca atención que prestaba a la filosofía tomista en comparación con su avidez por Plauto, Terencio, Aristófanes y Menandro, cuyos libros devoraba. Y, cuando una compañía de cómicos se cruzó en su camino, no dudó en huir con ellos.
De regreso con su padre, éste intentó encaminarlo nuevamente en los estudios, convenciéndolo de que se inclinara por la medicina, profesión que él mismo ejercía (sin demasiada fortuna, por cierto). Pero mal podía el joven asimilar sus consejos, cuando su progenitor había instalado en la casa familiar a una compañía de cómicos, con la que Carlo probó por primera (y última) vez, sus escasas dotes para la actuación.
Fue entonces que su madre, más sensata, convenció al padre de que el joven Carlo se dedicara a las leyes, y le consiguieron una beca en el prestigioso colegio Ghislieri de Pavia para cursar estudios de jurisprudencia. Y, de paso, librarlo de las redes de una mujer de “mala vida” que el joven había tratado ingenuamente de cortejar.
En Pavia empezó a ser conocido por su buen carácter, su afable conversación, su ingenuidad para tratar a las mujeres (las criadas parecían ser su debilidad y continuamente era engañado por ellas), su irrefrenable pasión por los juegos de azar (no hubo uno que no tentase) y su indudable destreza con los versos. Precisamente por esa habilidad, sus compañeros de Pavia lo convencieron de escribir una sátira contra las jóvenes de las mejores familias de la ciudad, lo que provocó un verdadero escándalo: Carlo fue expulsado y nuevamente tuvo que marcharse.
Este segundo fracaso en los estudios decepcionó un tanto al autor, que se debatía entre su pasión por la poesía dramática y el cumplimiento de obligaciones que le aseguraran su subsistencia. En Udine, donde recaló más tarde, retomó sin muchas ganas sus estudios pero nuevamente debió escapar por aventuras amorosas de las que salió mal parado. Se trasladó entonces a Módena, siempre con la intención de terminar su carrera, y allí, una tarde, quedó perturbado al presenciar cómo representantes del Santo Oficio sometían a un interrogatorio público al abad Gian Battista Vicini, poeta de la corte, para que confesara bajo tortura que había hecho propuestas indecentes a una dama de la ciudad desde un confesionario. Todavía asustado por la contemplación del episodio y consciente de su mala fortuna en asuntos amorosos, quiso ingresar al convento de los Capuchinos, decisión que su padre se encargó de torcer de la mejor manera: llevando a su hijo en una recorrida interminable por los teatros de Venecia. A la semana, se había esfumado la vocación sacerdotal del poeta pero no su natural tendencia a mezclarse en escándalos sentimentales, involucrándose ahora con dos respetadas damas de la sociedad, tía y sobrina, que el galán había intentado seducir (al mismo tiempo), y por lo cual nuevamente debió huir, sin dinero y con destino incierto.
Escurriéndose cada tanto en alguna compañía de cómicos en gira, en una de ellas conoció a Nicoletta Conio, la hija de un notario genovés, “joven inteligente y honesta que me compensó de todas las malas jugadas que las mujeres me habían hecho y me reconcilió con el bello sexo”, según el autor. Hay que pensar que la aparición de la equilibrada y tolerante Nicoletta en la vida de Carlo significó un freno a su tendencia al derroche y a su patológico apego al juego, pero no logró apartarlo de sus frecuentes enamoramientos con cuanta dama se cruzara ante sus ojos.
Promediando su vida y ya convertido en un autor famoso, debió enfrentar a competidores temibles, como Carlo Gozzi o el abate Pietro Chiari, que llevaron sus ataques al interior mismo del teatro, ridiculizándolo en sus obras. También debió lidiar con la crítica, que nunca terminó de aceptar su teatro innovador, con los empresarios, que buscaban el éxito por sobre todo, y con sus editores, que no dudaron en excluirlo de las ganancias cada vez que podían.
Frente a tantos maltratos, Goldoni se empecinó siempre en mostrar una actitud impasible, lo que ayudó a cimentar la fama de persona algo ingenua, cuando no abiertamente tonta. Que no hace justicia, sin dudas, a la compleja personalidad de quien aseguraba que “Mundo” y “Teatro” eran los dos “libros” de los que más había aprendido, que “es puro don de la naturaleza saber encontrar lo ridículo en cada cosa” y que, “por encima de lo maravilloso, es lo simple y natural lo que gana el corazón de los hombres”.
Pobre fue la recompensa que obtuvo: humillado por sus colegas, ignorado por su público, abandonado por sus amigos, mendigó un empleo digno que le permitiera sobrevivir, pero su amada Venecia no pudo o no quiso dar con una miserable ocupación para el único verdadero talento teatral de la República. Goldoni aceptó entonces una oferta de París para hacerse cargo de la Comèdie Italienne y, a pesar de haber cumplido ya el medio siglo, se armó de coraje y encaró su última escapada.
Creyó encontrar, en Francia y en la corte, un medio seguro de vida, pero nunca pudo disfrutar en esas tierras de una fama a esa altura bien merecida. Su final fue desdichado: viejo, enfermo y casi ciego, obligado por la pobreza a malvender su biblioteca, reducido a la mendicidad cuando la Revolución retiró todas las pensiones de la antigua corte, olvidado por todos salvo por la vieja y fiel Nicoletta, Carlo Goldoni murió el 6 de febrero de 1793 y fue enterrado, sin pompas y sin honores, en una tumba anónima del cementerio de Sainte-Catherine, en las afueras de París.
En su Venecia natal, la figura de Carlo Goldoni preside hoy el campo San Bartolomeo, centro preferido para los bailes y punto de encuentro de los jóvenes. La estatua es graciosa pero sin pretensiones, solo interesante por su cabeza, en la que el escultor supo captar la comprensiva ironía del modelo.

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