2/6/07

Tras las huellas de un converso

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Pocas veces en la historia de la literatura, la existencia de un escritor ha presentado tantos enigmas como en el caso de Fernando de Rojas, hoy mayoritariamente considerado el autor de La Tragicomedia de Calisto y Melibea, inmortalizada con el nombre de La Celestina gracias a la extraordinaria sustancia de su personaje más conocido. Si se exceptúa, claro, a Shakespeare. No al mítico –aquel construido a partir de la infinidad de conjeturas que transformaron en leyenda al más célebre bardo inglés–, sino al Shakespeare real, de quien tan sólo se preservan una fe de bautizo, una licencia de matrimonio, un escudo de armas, algún título de propiedad y millones de conjeturas acerca de cómo fueron sus días y sus noches.
Pero incluso de Shakespeare se conserva al menos –más allá de los cambios, de las correcciones, revisiones, anotaciones y ediciones piratas–, el corpus magistral de sus obras, que siempre brinda al biógrafo la ilusión de poder acortar esa profunda e inverificable grieta que existe entre la vida y el arte de un autor.
El caso de Fernando de Rojas es aún más difícil: sólo disponemos de su única y solitaria creación. Debemos aceptar, entonces, a falta de otros testimonios, que quien fue capaz de revelar posibilidades ilimitadas de creación a través de una obra pionera de la novela y el teatro modernos, verdadera summa de la concepción del mundo a fines del siglo XV, no volvió a incursionar en la literatura. Como así también que el responsable de semejante hazaña no fue alguien dedicado a las letras sino un abogado, que plasmó su obra maestra con sólo veinticinco años, mientras estudiaba leyes en Salamanca, en unos quince días de vacaciones y “robándole tiempo a mi principal estudio”.
Por otra parte y de un modo menos sorprendente, la consagración histórica de La Celestina no se produjo en vida de su autor. Ningún escritor contemporáneo o cercano a su tiempo lo nombra, a pesar de que se supone que la obra gozó de gran éxito y popularidad en su época.
Todos estos elementos no podían menos que despertar dudas acerca de la paternidad de La Celestina y hasta de la propia existencia de Fernando de Rojas.
María Rosa Lida de Malkiel, una de las más brillantes investigadoras del mundo literario hispánico, afirmó alguna vez que todos los estudiosos de La Celestina estaban de acuerdo en señalar que se encontraban frente a una obra maestra y estaban en desacuerdo prácticamente en todo lo demás. Esas divergencias se multiplican en lo referente a la autoría de la obra y a la vida de su improbable autor, al punto de haber extenuado, por la resistencia del misterio, a varias generaciones de críticos.
El caso es que, a pesar de los esfuerzos de los investigadores que, durante cinco siglos, trataron de hallar pruebas fehacientes de la existencia de Fernando de Rojas, es muy poco lo que de él se sabe. Aún no se ha podido establecer con certeza el lugar y la fecha exactas de nacimiento, aunque se lo cree originario de La Puebla de Montalbán, poblado de la provincia de Toledo, donde habría nacido hacia 1475, hijo de Garci Gonçalez de Rojas y Catalina de Rojas, con toda probabilidad judíos conversos. Stephen Gilman, uno de los más destacados estudiosos de la vida del autor, opina no obstante que su padre fue un tal Hernando de Rojas, quemado en la hoguera por la Inquisición de Toledo en 1488.
Existen documentos que certifican que estudió leyes en Salamanca y que ejerció con cierta fortuna la profesión de abogado en la cercana Talavera de la Reina, a la que se trasladó luego de un altercado con un vecino de su pueblo natal. Casado con Leonor Alvarez, tuvo al menos tres hijos que alcanzaron la edad adulta (Francisco, Juana y Juan), e intervino con frecuencia en los avatares políticos y administrativos de la ciudad, de la que llegó a ser nombrado Alcalde Mayor, según consta en los libros de Acuerdos del Ayuntamiento. Se ha conservado asimismo su testamento, donde figura muy detallado el contenido de su biblioteca, integrada por 93 volúmenes que incluyen libros jurídicos y religiosos, además de textos clásicos de Boccacio, Petrarca, el marqués de Santillana y Erasmo, entre otros. También se hallaron documentos sobre un proceso de la Inquisición de Toledo contra su suegro, Alvaro de Montalbán, acusado de judaizante, quien propuso como defensor a Rojas, pero su candidatura fue recusada por los inquisidores, que lo consideraban poco fiable y no muy libre de sospecha. De cualquier manera, no hay dudas de que Rojas murió en 1541 como cristiano, fue enterrado en la iglesia del Monasterio de la Madre de Dios con hábito franciscano, sin olvidar antes de ordenar en su testamento cien misas por el descanso eterno de su alma.
La filiación religiosa de Fernando de Rojas ha cobrado relevancia en tanto no pocos críticos quisieron explicar, a partir de su condición de judío converso, la supuesta intención de encubrir su nombre en la obra por temor a la Inquisición. También, y de forma ya más claramente arriesgada, otros interpretaron que esa percepción de la vida como una guerra, como litigio de unos contra otros y consigo mismo, y la desesperanzada mirada con la que Rojas percibe la sociedad en crisis de fines del siglo XV, son fruto de las vicisitudes que el hombre tuvo que afrontar en calidad de converso.
De cualquier forma, los lectores modernos no sabremos nunca si ese hondo y conmovedor pesimismo que provocan ciertos tramos de la historia de Calisto y Melibea, ese oscuro sentimiento trágico que la bordea, la desgarrada concepción de la realidad que transmite, son reflejos del temperamento de su autor, de las circunstancias de su biografía o tan sólo invención literaria, diseño poético. Pero sí podemos sospechar que, al final de sus días, el propio Rojas no parecía sentirse demasiado orgulloso con su única y magnífica creación. Del inventario de su imponente biblioteca se desprende que al llegarle la muerte sólo conservaba un ejemplar de La Celestina. Ejemplar que Francisco de Rojas, su primogénito, no quiso conservar para sí, porque su valor por entonces era de diez maravedís, el equivalente a medio pollo.

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