Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO
“Mi primera impresión sobre el Gringuete fue que era un fantasma”, confiesa el actor Osqui Guzmán, para admitir enseguida que, al fin y al cabo, ésa es una característica que podría atribuirse a cualquier personaje de ficción. “Pero, una vez que entré en su cuerpo, y desde que estoy haciéndolo, me pareció alguien atravesado por la historia que tiene que contar una y otra vez, como si fuera una condena. También es una bendición. Ambas sensaciones conviven en el Gringuete, porque él ama esta historia y a sus personajes. Pero también sufre por su terrible desenlace. Sabe que su gloria y su condena es volver a repetirla y revivir a sus personajes, para encontrar un sentido”.
¿Un sentido a qué?
A su propia existencia. Su enamoramiento fatal de Salomé y esa fidelidad de perro que practica con ella, como el cariño que siente por su ama Cochonga, el respeto a Herodes o el deslumbramiento por el Bautista, son los sentimientos que le dan sentido a su vida sencilla de peón matarife, que sólo sabe sacrificar vacas y carnearlas con desgano. Al mismo tiempo, él pierde su inocencia al relacionarse con esos personajes: sabe y siente que el dolor es infinito.
Esa condición de narrador y a la vez protagonista, la obligación de entrar y salir de la historia, ¿representa una dificultad desde lo actoral?
Sí, pero es como la condición del titiritero, que interactúa con sus títeres. Este muñeco que traigo y muestro vive de esta manera; y yo hablo con él y lo conduzco a un destino ineludible, trágico. Desato en él las peores tormentas, pero sólo porque la historia lo reclama. Me sirvió mucho un espectáculo maravilloso de Ariane Mnouchkine y el Théâtre du Soleil: Tambours sur la digue. Se trata de un cuento japonés que ellos dramatizan a través de marionetas humanas. Cuando Kartun me contó su idea acerca del Gringuete, enseguida me acordé de ese espectáculo. Porque plantea una necesidad de desdoblarse, de poder hacerse invisible frente a la historia que está contando para luego volver a aparecer. De hecho, en los primeros ensayos, empecé a trabajar la invisibilidad frente a los demás personajes, como si ellos estuvieran viviendo la historia y no me pudieran ver.
¿Es su forma habitual de aproximarse a un personaje o cambia en función de lo que requiere una determinada puesta?
Cuando leo el texto, trato de descubrir qué es lo que me pide. Para un actor, el atractivo que ofrecen las obras de Kartun radica en que entregan un paisaje lleno de imágenes. Uno percibe claramente el terreno por donde va a transitar su personaje, y en función de eso comienza el juego. Lo primero que hago siempre es jugar, juego mucho, trato de divertirme. Para eso, ciertamente, es necesario tener el tiempo suficiente, para poder agregarle sucesivas capas de cebolla al personaje. Algunos lo llaman “método exterior”, yo lo llamo “súper lúdico”. El juego abre zonas desconocidas del personaje y permite liberarlo. Juego a muchas cosas, y por lo general no se las cuento a nadie. De repente, hace poco se me ocurrió imaginar que caminaba sobre el fuego, y en eso Mauricio me grita: “¡Che, eso que hiciste está muy bueno!” Y entonces lo incorporamos a una escena.
¿Estos mecanismos se ponen en juego durante los ensayos o pueden surgirle fuera de ellos, en su imaginación, durante su rutina diaria?
Todo es material para representar. Cualquier cosa puede despertar ese pequeño momento que uno necesita: en la calle, caminando o viajando ensimismado en colectivo, al despertarse o a la noche antes de dormir, en cualquier momento puede aparecer una imagen, una acción, un sonido. Hay algo de cartonero en este trabajo: uno junta sensaciones, frases, ideas, gestos, movimientos. Recuerdo que hace tiempo me topé con un hombre extraño que caminaba por la calle, con las ropas raídas, que de repente se frenó, miró fijamente una planta y empezó a mover la cabeza, como si estuviera estableciendo un diálogo con ella. Yo lo guardé en mi memoria. Y, cuando Mauricio me pidió que entrara hablándole a unos gauchitos que cuelgan de la escenografía, lo primero que se me vino a la cabeza fue ese hombre que había visto en la calle. ¡Y eso que pasaron más de tres años! Todo lo necesario está constantemente a nuestro alrededor.
Trabajar con un texto tan rico, cargado de términos en desuso y, al mismo tiempo, de palabras que son como desechos del lenguaje que funcionan dramáticamente debe implicar un trabajo arduo.
Es verdad. El texto propone muchos términos añosos y a la vez extraordinarios, de los que desconocemos su significado exacto. Aunque me arriesgo a pensar que terminamos entendiéndolos, porque conocemos su música. Hay que abordar esos textos con arrojo, enfrentarse a ellos como si uno fuera a estrellarse, sentir que son un cuerpo. Si uno se permite la libertad de abordarlos comprendiendo el juego poético que proponen las palabras y las frases en función de lo que va sucediendo, termina siendo un viaje maravilloso. Habrá momentos de zozobra –a veces es inevitable sentir que estamos mintiendo–, pero lo importante es saber que se encontró un camino.
IMPROVISAR, ANTE TODO
Después de esa etapa lúdica inicial, ¿qué otros recursos se ponen en juego?
Siempre está la improvisación, que para mí es todo. La improvisación consiste, esencialmente, en un trabajo de encuentro más que de búsqueda. Desde que comienzo a ensayar hasta la última función, estoy encontrándome con la obra. Porque ella propone una serie de rutinas que son como las de la vida misma. Sé dónde va a hacerse la función, sé qué tengo que ponerme y sé el texto que voy a decir... Como sucede con las rutinas de la vida: vos mismo venís a esta entrevista, sabés que tenés que llegar a una hora fijada con anterioridad, a un lugar determinado y es probable que tengas preparadas las preguntas que vas a hacerme… pero no sabés nada más. El resto, en verdad, lo tenés que improvisar. Mi trabajo como actor es improvisar siempre. Siempre.
Desde ese punto de vista, todos los actores improvisan.
Para mí sí, en el sentido de que es muy raro que un actor sólo repita una marcación. Puede que un mal actor, tal vez. En todo caso, la diferencia está en que la improvisación requiere de ciertas estrategias específicas. Las estructuras que utilizamos son las convenciones teatrales, que han sido las mismas desde que se inventó el teatro. Incluso lo experimental, que rompe con esas convenciones, se basa en ellas. Lo que hacemos es entrenar esas convenciones para que, en la medida en que uno va improvisando, pueda descubrir dónde está la historia. Mi trabajo es un proceso de construcción con lo que encuentro, por eso estoy siempre tranquilo. También depende mucho de la obra; en la medida en que es poética, profunda, siempre se abre a la posibilidad de probar cosas: uno sabe que lo que haga se convertirá en signo, porque la obra lo contiene.
¿Qué dificultades enfrentó a la hora de construir el personaje del Gringuete?
Lo más difícil fue lo que comentábamos recién sobre el desdoblamiento. Porque, claro, es un trabajo que uno puede conceptualizar y entender qué mecanismos deben ponerse en juego. Pero es complicado mantener ese desdoblamiento en el desarrollo interno del personaje a lo largo de la obra. Cómo hacerlo consciente, cómo entrar y salir de la historia en su proceso interior, ese que el público no puede percibir.
En el pasaje de narrador a protagonista de su propia historia.
Exactamente. Cuando encontramos el mundo de la historia, ese proceso surgió solo. Ya veníamos probando cosas y jugando, pero siempre dentro de lo formal. A partir de encontrar el padecimiento del personaje, floreció todo el Gringuete. Hay algo muy interesante que enseña Kartun en sus clases (después de trabajar en El Niño Argentino, empecé a estudiar dramaturgia con él), y es que el personaje acciona de acuerdo con un movimiento, un fluir que tiene que ver con su propia esencia. ¿Qué es lo que hace el Gringuete antes que nada: gringuetea. ¿Cuándo gringuetea y cuándo es el Gringuete? Son dos cosas diferentes. Comprender eso me ayudó también muchísimo, pero no porque me lo propusiera de antemano, el trabajo nunca sucede así. No pensé: “Ahora voy a gringuetear y ahora voy a hacer de Gringuete”. Simplemente me encontré haciendo eso y me dije: “¡Listo! ¡Es esto!” Entonces lo afirmé y, cuando podés afirmarlo, cuando lo incorporás, ya está, queda capturado. Por eso, para mí, el poder reflexionar acerca del trabajo es importantísimo. No para construir a partir de ahí. Por el contrario, es un procedimiento lúdico el que me conduce a un razonamiento que me satisface, pero que es siempre posterior, porque si no se convierte en una formalidad.
Hay un temor que suelen tener los actores que alcanzan cierto reconocimiento, que es el de encasillarse, de repetirse, por lo que siempre están deseando tal o cual personaje que resultará un desafío para ellos. Yo no siento esos desafíos, ni me interesan. Trabajo para la obra y, si la obra está buena, ya es más que suficiente. Y si encima el trabajo grupal es satisfactorio, mejor aún. No hay nada más saludable para el actor que trabajar en un proyecto que está protegido por la composición total.