Por Susana Villalba
Publicado en Ñ
Este año hay y hubo varios acercamientos a “la obra escocesa” –no hay que decir Macbeth sin tocarse ahí–, como conjurando el maleficio. Su fama de yeta fue incluso parodiada en un capítulo de Los Simpson. Se habla de incendios de teatros, se cree que el recitado de las brujas despierta a los fantasmas. En su estreno, se desató una epidemia de peste y Shakespeare interpretó de apuro a Lady Macbeth porque murió el actor designado. La explicación más razonable es que fue una obra tan popular en la época posterior a su estreno, que las compañías que al final de la temporada no habían tenido éxito trataban de salvarse con ella: si fallaban perdían toda consideración. Era la obra de la buena o la mala suerte. Aunque también podría pensarse que se teme una expansión de la violencia de la obra, derivación de la idea contemporánea a Shakespeare: la armonía que se quiebra en un nivel, afecta el orden de toda la naturaleza, de todas las esferas del cielo y del inframundo. “Desbarátese la máquina del universo y perezcan ambos mundos”.
Una de las primeras interpretaciones que podemos hacer de la obra es precisamente que quien rompe el contrato social de su época, desata la violencia sin fin; si hace del poder algo que puede arrebatar sin legitimidad, todos lo harán. Por eso “el mal se afianza con el mal”, Macbeth no teme a la muerte sino a que le arrebaten el poder como él lo ha hecho. Es por esto que no parece fundamental la discusión acerca de si Macbeth tiene o no descendencia, la profecía de que sus hijos no heredarán el trono, significa que antes le será arrebatado por la fuerza. El poder no es algo corrupto por definición y sangriento, si los humanos tenemos este impulso, también somos capaces de establecer y respetar un contrato social para organizar precisamente las ambiciones de todos. Así como para nosotros es la democracia, en tiempos de Shakespeare se consolidaba lo que serían las Naciones Estado modernas, convenía la paz interna en reinos aglutinados bajo monarquías centralistas; la pelea sin fin por ocupar el trono se debía zanjar por la legitimidad de árboles genealógicos y matrimonios entre ellos, por más que un Macbeth defendiera el reino con su bravura. Si en la ficción el Rey Duncan tiene hijos, la profecía de que Macbeth será Rey no puede significar otra cosa que un crimen. Por ende, Macbeth sabe que sólo por el terror será obedecido porque no puede esperar una lealtad que él no cumplió.
En ese marco fue escrita y estrenada la obra, un año después de la llamada Conspiración de la pólvora, en 1605, un intento de asesinar al rey Jacobo I y secuestrar a su descendencia. Tres años después de que este monarca, antes rey de Escocia, asumiera la Corona de Inglaterra. El sector de la nobleza feudal que no se había reciclado en el naciente capitalismo, resistía esa monarquía que Shakespeare, como la mayoría de sus contemporáneos, apoyaba como ordenadora de la pasada anarquía por guerras internas.
Sin embargo, con Jacobo I el centralismo se había convertido en asfixiante absolutismo. Se puede sospechar que, si bien Macbeth advertía sobre el caos por no respetar la legitimidad del rey, embozadamente también advertía a éste de los peligros de la tiranía, el poeta era capaz de ambas cosas al mismo tiempo. Así como concilia con la inclinación de Jacobo I por la demonología, quien curaba el Mal de Rey, pero en el fondo desacredita lo sobrenatural.
El verdadero Macbeth fue rey de Escocia entre 1040 y 1057 y habitó el castillo de Dunsinane. Según las crónicas, fue un tirano sin escrúpulos y creyente de la hechicería, que había cometido magnicidio contra el rey Duncan. Aunque algunos señalan que su figura había sido deliberadamente oscurecida y modificados algunos datos en los Anales de Escocia, de Boethius, para reforzar la línea sucesoria que sería la de Jacobo I, octavo en descendencia de la monarquía escocesa, como las ocho generaciones que se profetizan a partir de Banquo. Shakespeare fusionó la de Macbeth con la historia del rey Duff, asesinado por su vasallo Donwald; se basó en las Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda , de Holinshed –basadas a su vez en Boethius– y en otras de George Buchanan y de John Leslie.
El ser y la nada
Macbeth es diferente a otros villanos shakespeareanos en que se padece a sí mismo. Tan incomprensible es su acción como la de Judas al traicionar por monedas que no disfruta antes de ahorcarse. Se podría pensar en una contracara de Hamlet, ya que tantos ensayos se han preguntado por qué no mata, han pensado por qué lo hace Macbeth. También podemos encontrar en este personaje algo de Icaro (“se pierde en los pliegues de su majestad como un enano que hubiera robado el manto a un gigante”). Y algo de Fausto (“entregué al enemigo común de los hombres la preciosa joya de mi vida eterna”). Pero sobre todo, la pregunta de su época era por el albedrío y la propia responsabilidad. Si en la representación de moralidades medievales católicas el hombre se debatía escuchando al ángel bueno y al malo, Macbeth discute con su propia conciencia (no duerme quien tiene mala conciencia). La Reforma había subrayado la predestinación en cuanto a la salvación, no a la decisión de las propias acciones. Macbeth desata o reconoce con los presagios su propio deseo y sólo en este sentido las brujas son instigadoras.Si realmente Macbeth creyera en un destino inamovible, lo dejaría llegar por sí solo. Además de Lutero y Calvino, esa modernidad incipiente en la que vivía Shakespeare, heredera del Renacimiento, había sido abierta por Bacon y Copérnico, entre otros.
El ruido y la furia
Se podría pensar a Macbeth como una cara oscura de El Quijote, del cual fue contemporáneo. Lo que antes fuera virtud de caballero es luego carnicería de loco. “Mi cerebro estaba agitado por recuerdos casi borrados”. Ese castillo gótico en tinieblas, los susurros de hechiceras, ese señor de un mundo que acaba en otro que comienza, escapado de una novela de Caballería, es un loco o un idiota que dio crédito a un relato de ruido y furia. Con el otro pie ya en la modernidad, escindido por contradicciones irresolubles como su misma época de transición, entre la realidad y el ideal, la ilusión y la razón, la libre competencia y el colectivo, el empirismo y la religión, el conflicto dramático de esta obra se desarrolla dentro del personaje. “¿Quién puede estar tranquilo y frenético, ser leal e indiferente al mismo tiempo?”, pregunta, pero él mismo lo es. Y la doble moral que proponía Maquiavelo tenía sus costos.
La profundidad existencial de algunos párrafos nos llevan también a encontrar un antecedente de Raskolnikov, quien asesina para afianzar su Ser humano pero con esa libertad encuentra también la Nada. O incluso a considerar al poeta inglés un precursor de la psicología: quien apura de un trago su deseo “derrama la copa de la vida”, porque el goce no está en la consumación.
También puede interpretarse que el lenguaje mismo es la tragedia. Macbeth actúa para hacer coincidir los hechos con las palabras pronunciadas. Las palabras engañan sin mentir; y quien escucha, entiende lo que quiere. Aparece un niño ensangrentado; seguramente Macduff –el que matará a Macbeth– cuando hubo de ser arrancado del vientre de su madre que no llegó a parirlo; pero las brujas dicen: ningún hombre parido por mujer te hará daño. No por nada Shakespeare, como señala George Steiner, siempre aprovecha certera e intencionalmente la polisemia y su entretejido de desplazamientos por resonancias.
En cuanto a Lady Macbeth, también ella ha dado pie a múltiples interpretaciones. Se suele decir que es la instigadora pero, más probablemente, comprende que un matrimonio es una empresa de a dos y que debe asumir un rol en la dupla: “quieres tener a tu lado una voz que te diga debes hacer esto”.
Podríamos hablar de antecedentes, entre ellos la Tragedia Griega y Séneca. Y haría falta una nota aparte para la prosecución. Desde reescrituras como las de Eugène Ionesco, Tom Stoppard o Griselda Gambaro, hasta la ópera de Giuseppe Verdi y Lady Macbeth de Mtsensk, de Dmitri Shostakovich, sobre el cuento de Nikolái Leskov, del que hay un filme de Andrzej Wajda.
Las versiones en cine son incontables, desde las mudas a partir de 1905, incluso de D. W. Griffith, impulsor del cine como relato y montaje; hasta la reciente de Geoffry Wright en 2006. Versiones gore , retrofuturistas, de autos que estallan, de mafia, humorísticas y hasta pornográficas, versión india (Jwala) o finlandesa (producida por Aki Kaurismäki), latinas (Sangrador y Cabezas cortadas), canadiense (Macbeth 3.000, de Warren Meech) o la japonesa, ya de culto, Trono de sangre, de Akira Kurosawa. Y por supuesto la de Orson Welles, de 1948 (Borges asistía al cine para escucharla) y de Roman Polanski, en 1971.
Buenos Aires trágica
Circunscribiéndonos al teatro y a Buenos Aires, se recuerda el Macbeth que interpretó Lautaro Murúa junto a Inda Ledesma y la versión de Carlos Somigliana y Rubén Santagada. En los 80, América Macbeth, de Máximo Salas, una puesta artaudiana con analogías mayas. La Señora Macbeth, de Griselda Gambaro, con Cristina Banegas dirigida por Pompeyo Audivert.
Recientemente, una excelente versión de títeres para adultos, dirigida por Gabriel Garabito. En el Festival Shakespeareano de Buenos Aires, este pasado verano, la compañía Teatro Sanitario de Operaciones realizó un abordaje cercano al happening, con siluetas de ahorcados, una cama matrimonial sacudida por fuerzas ocultas, lluvia real y cabezas de muñecas cortadas en un aquelarre del que participaba el público. También en ese Festival, la versión de Patricio Orozco en que se destacaba Cristina Pérez (del noticiero de Telefe), con celulares tan eficaces como espadas, teatro aéreo, videoarte y canciones de AC/DC y Manu Chao. Este año se vio también una puesta de Laura Silva y aún están en cartel El propósito colectivo , versión de Marcelo Bertuccio en el Teatro del CIC, que traslada el conflicto de ambición al teatro independiente; y en el teatro El Crisol: Crónica de los siameses, reescritura de Alfredo Megna, que pone el acento en la supuesta pérdida de un hijo.