Por José Pablo Feinmann
Publicado en PÁGINA 12
De la cantidad abrumadora de obras que compuso John Cage, la más célebre e interpretada es la que crea en 1952, a los cuarenta años (había nacido en 1912), e interpreta por primera vez su amigo el pianista David Tudor en Woodstock. Se trata de 4’ 33”. Habitualmente la utilizo en algunas clases de literatura para desarrollar el arte narrativo como no narración. O en clases de filosofía como introducción a la cuestión de la nada. (Cage ofreció cierta vez una Conferencia sobre nada, muy divertida, muy ingeniosa y bastante más que un juego para intelectuales ávidos de cosas nuevas. Por supuesto: antes que él Heidegger escribió en Qué es metafísica, un texto breve, algo infinitamente más profundo. El texto de Heidegger es de 1929. La conferencia de Cage se publica en Incontri musicali en 1959. Pero no queremos hacer ninguna comparación. Ya veremos que, en Cage, la idea de la nada adquiere tonalidades dramáticas que probablemente no estén en Heidegger. Sí, diría, en Sartre, que era, como Cage, un artista.) Si alguien –ajeno a esta temática, tal vez afortunadamente porque se va a enterar de algo fresco, nuevo, que alguna vez sucedió en el mundo gracias a la creatividad y la locura del señor Cage– preguntara qué tal fue la interpretación del pianista David Tudor no sabría qué decirle. ¿Tiene una interpretación 4’ 33”? Ya veremos que sí. Pero nada convencional. Imaginemos que estamos en Woodstock, que corre el año 1952 y aparece en escena un pianista que conocemos. Es David Tudor. Se sienta en el taburete, frente al piano, pone una partitura sobre el atril y un reloj en algún lugar visible para él. Entonces, durante cuatro minutos y treinta y tres segundos no hace nada. Como la obra se divide en tres movimientos, da vuelta una página de tanto en tanto, sólo eso. Luego se levanta y saluda al público. ¿Qué hace el público? Desde sus inicios esta obra tuvo mucho éxito. El público aplaude a rabiar. Mis alumnos suelen asombrarse y hasta enfurecerse. “Eso es un chiste, es pura frivolidad, sólo frivolidad.” En Internet, los comentarios de los que escuchan la mucha y genial música clásica que ahí se ofrece entregan comentarios inteligentes. Lo saludable de leerlos ha sido –para mí– enterarme de qué le pasa a alguien que “escucha” 4’ 33” y jamás la había escuchado antes. Uno dice: “He perdido cinco minutos de mi vida”. Otro: “¡Bah, qué gracia! Yo también puedo no tocar el piano”. Facilita estos comentarios desfavorables que David Tudor se ve mortalmente aburrido mientras está frente al piano en silencio. Otros pianistas consiguen un aire majestuoso: los poseedores de una sabiduría que les pertenece a ellos y al compositor. Si el público puede entenderlos, mejor. Si no, no importa.
Pero estamos ante una gran obra experimental. Siempre produce una áspera incomodidad. Aun para quienes ya saben de qué se trata. El silencio es siempre incómodo. Esta incomodidad consigue que los espectadores hagan lo que suelen hacer en los conciertos. Ante todo: toser. Siempre hay alguien que tose en un concierto. Por nervios. Porque sabe que queda muy mal toser mientras una orquesta sinfónica toca una monumental partitura de Brahms. Peor si toca el movimiento lento del Concierto en sol mayor de Ravel. Ahí se escucha hasta un estornudo laboriosamente sofocado. A los tosedores se les dice los tuberculosos. Uno está escuchando algo y suena la primera tos. Se fastidia y comenta a quien tiene al lado: “Ya empezaron los tuberculosos”. En 4’33” no bien suena la primera tos uno debe legítimamente decir: “Empezó la pieza de Cage”. O “ya la pieza de Cage empieza a tener sonidos”. Luego, los nerviosos, los que se aburren o los que no entienden de qué se trata esa supuesta humorada se mueven en sus butacas y producen los correspondientes crujidos. O puede llegar –desde la calle– un lejano bocinazo. Más sonidos para la obra de Cage. Pero la experiencia tiene su peso filosófico, teórico. ¿Cómo se ve un auditorio de casi dos mil personas en silencio mirando a un pianista no hacer nada? ¿Existe el silencio total? ¿Qué es el silencio? Wagner solía decir: “En mi música son tan importantes los silencios como la música”. Claro: pero los silencios a los que Wagner se refiere son los silencios como parte de una partitura. Hay un signo para marcar el silencio. Como hay un signo para indicar un Fa o un Do o un Re. Es la escritura musical. Pero en Cage el silencio no es parte de la música. No hay música. Hay silencio. El silencio es todo. Por decirlo de este modo: en Cage, el silencio no es el resto (como en Hamlet: el resto es silencio), el silencio es la totalidad. Todo es silencio. Podría decirse que los “compositores” de 4’33” son exteriores a la partitura. Son los sonidos que producen quienes escuchan esa partitura, que es puro silencio.
Creo que la escuché por primera vez en una experiencia lejana de los años sesenta que me marcó. Ginastera y sus discípulos. ¡Cuánta música atonal escuché durante la década del sesenta! Hoy, 4’33” no impone el respeto que solía imponer. Todos los que asisten a un concierto conocen la obra y saben a qué juego van a entregarse. Miré atentamente una filmación de un concierto de la BBC Symphony Orchestra; su director era Michael Davis. Entra con una sonrisa, saluda, sube al podio, se pone serio, concentrado hondamente en sí mismo y mueve su batuta. Frente a él, una orquesta enorme que no suena, que no toca. Davis tiene la partitura de Cage sobre el atril. Cuando termina el primer movimiento y da vuelta la página, hace algo que le pertenece por completo. Saca su pañuelo y se seca la frente. Tanto el público como la orquesta profieren una carcajada. Hay nuevos sonidos para la obra de Cage. Carcajadas burlonas. Michael Davis le ha tomado el pelo. Sacar su pañuelo y secarse una transpiración que no puede tener porque no ha hecho nada es un chiste excelente. Si fuera el primer movimiento de una sinfonía de Mahler o Shostakovich nadie reiría. Como sea, Cage tenía mucho sentido del humor y felicitaría al maestro. Aportó algo nuevo a su composición. Todo se suma a 4’33”. Si alguien arrojara una flatulencia ruidosa también sería bienvenido. Si otro eructara, lo mismo.
Cage compuso cerca de doscientas obras. Su formación como músico es rigurosa. Henry Cowell y Arnold Schoenberg fueron sus maestros. En Una declaración autobiográfica (1989), él lo explica así: “Fui con Henry Cowell y, por consejo de Powell (...), con Adolph Weiss para preparar mis estudios con Arnold Schoenberg. Cuando le pedí a Schoenberg que me enseñara, me dijo: ‘Probablemente no podrá usted costear mi precio’. Le dije: ‘Ni lo mencione: no tengo un céntimo’. Me dijo: ‘¿Le dedicará su vida a la música?’. Y esta vez dije: ‘Sí’. Me dijo que me enseñaría gratis” (John Cage, Escritos al oído, Colegio de Arquitectura, Murcia 1999, p. 34). Pero, dos años más tarde, los dos descubrieron que Cage no tenía el más elemental sentido de la armonía, o casi. “Me dijo que nunca podría escribir música. ‘¿Por qué no?’ ‘Se dará usted contra la pared y no será capaz de atravesarla.’ ‘En tal caso me pasaré la vida golpeando mi cabeza contra esa pared...’” (Cage, ibid., p. 34). La respuesta es conmovedora. Tal vez sea el momento más emotivo en la vida y en la música de Cage. El hombre que elige porfiadamente su destino y sabe que en ese acto se elige a sí mismo y a su arte. Schoenberg, tempranamente, había exhibido un dominio formidable de la armonía (en Noche transfigurada, de 1899) aun cuando la extremara hasta llevarla a los bordes del atonalismo, movimiento del que sería creador. Cage abraza el atonalismo y se convierte en un valioso teórico de esa técnica de composición. Hay música tonal y música a-tonal. La tonal es autoritaria, se basa en la figura del compositor, responde a su subjetividad. ¿Por qué? Una nota hegemónica domina toda la obra, aun cuando los compositores cambién de tonalidad en su desarrollo. Tenemos, así, el Concierto en sol mayor de Ravel, el Concierto en la menor de Grieg, el Concierto en do sostenido menor de Rachmaninoff, el Concierto en fa mayor de Gershwin. Son sólo ejemplos tomados de la música para piano y orquesta. Esa tonalidad es autoritaria. Es lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari llaman esquema arborescente. El árbol hunde sus raíces en la tierra y crece hacia arriba. “El árbol o la raíz inspiran una triste imagen del pensamiento que no cesa de imitar lo múltiple a partir de una unidad superior” (Deleuze-Guattari, Mil mesetas, Pre-Textos, 2002, Valencia, p. 21). Y en seguida la crítica al psicoanálisis: somete al inconsciente a estructuras arborescentes (...) “Tanto en el psicoanálisis como en su objeto siempre hay un general, un jefe (el general Freud)” (Ibid., p. 22) El rizoma es la a-tonalidad. No hay estructura arborescente. Ninguna nota se impone sobre las otras. Cada una –como en el rizoma– tiene su centro en sí misma. Los atonalistas inventaron el posestructuralismo y el posmodernismo. Este es otro de los motivos para estudiar a Cage. Para mí, más un teórico que un gran músico. Pero es sólo mi opinión. Cage siempre se seguirá discutiendo. Hasta que no se discuta más. Esa pequeña Mazurca de Chopin que Bergman utiliza en Gritos y susurros, el segundo movimiento del Concierto de Ravel, el adagio de la Quinta sinfonía de Shostakovich valen más que toda su música, que todos sus silencios.