Por Slavoj Zizek
En el Seminario 11, Lacan se refiere a la paradoja muy conocida de Chuang Tzu, quien, después de soñar que era una mariposa, ya despierto se pregunta si él no es la mariposa que sueña ser Chuang Tzu. Según Lacan, éste tenía razón al hacerse esa pregunta: en primer lugar, porque “es lo que prueba que no está loco, que no se toma por alguien absolutamente idéntico a sí mismo”; en segundo lugar, porque “precisamente cuando era mariposa, se aferraba a alguna raíz de su identidad –que era y es en su esencia, esa mariposa que se pinta con sus propios colores– y por esa vía, en la última raíz, él era Chuang Tzu”. La primera razón corresponde a la exterioridad de la red simbólica que determina la identidad del sujeto: Chuang Tzu es Chuang Tzu porque lo es “para los demás”, porque esa identidad le fue conferida por la red intersubjetiva de la que él forma parte: estaría loco si pensara que los otros lo tratan como Chuang Tzu porque él ya es Chuang Tzu en sí mismo, independientemente de esa red simbólica. La verdad del sujeto se decide fuera, el sujeto “en sí mismo” es una nada, un vacío sin ninguna consistencia.
Ahora bien, reducir al sujeto al vacío, sin ninguna verdad más que la verdad exterior, “disolverlo” en la red simbólica, ¿es todo lo que podemos decir de él? ¿Acaso el “contenido” del sujeto se reduce a lo que es para los demás, a las determinaciones simbólicas, a los títulos, a los mandatos que se le han conferido? El sujeto dispone, a pesar de todo, de un modo de dar consistencia a su identidad más allá de los títulos, las referencias que lo sitúan en la red simbólica universal, una manera de Ser-ahí en su carácter “patológico”, en su particularidad absoluta: la fantasía. En el objeto fantasmático, el sujeto “se aferra a alguna raíz de su identidad”: Chuang Tzu tenía razón al tomarse por una “mariposa que sueña que es Chuang Tzu”, pues la mariposa es el objeto que constituye el marco, el esqueleto de su identidad fantasmática. En ese sueño que llamamos la “realidad” sociosimbólica, él es Chuang Tzu, pero en lo real de su deseo es la mariposa; todo su Dasein, su existencia, consiste en “ser la mariposa”.
A primera vista, la paradoja de Chuang Tzu no hace sino invertir de manera simétrica la relación llamada “normal” entre la vigilia y el sueño: en lugar de Chuang Tzu que sueña que es una mariposa, tenemos una mariposa que sueña que es Chuang Tzu. Pero, como lo subraya Lacan, esta simetría es engañosa: Chuang Tzu despierto puede tomarse por el Chuang Tzu que en su sueño es una mariposa, pero, cuando es una mariposa, no puede preguntarse “si, cuando es el Chuang Tzu despierto, no es la mariposa que está soñando que es” (Lacan), vale decir, no puede tomarse por la mariposa que, en su sueño, es Chuang Tzu. La ilusión no puede ser doble, simétrica, porque en ese caso estaríamos en la situación insensata descripta por Alphonse Allais: Raoul y Margherite, los amantes, se dan cita en el baile de máscaras; estando en el baile creen reconocerse y buscan intimidad en un rincón apartado, se quitan las máscaras y, ¡sorpresa!, “los dos lanzan al mismo tiempo un grito de estupor. Ninguno de los dos reconoce al otro. El no era Raoul y ella no era Margherite”. (Encontramos la misma paradoja en varias historias de ciencia ficción contadas desde el punto de vista del protagonista, quien descubre gradualmente que todas las personas que lo rodean no son seres humanos sino autómatas con apariencia de personas; el golpe de efecto final consiste en que el héroe termina descubriendo que él mismo también es un autómata.)
El psicoanálisis está, por lo tanto, lejos de la ideología del “sueño universalizado” en el sentido de “la realidad entera no es más que una ilusión”; el psicoanálisis insiste en ese resto, esa roca, ese “núcleo duro” que escapa al espejismo universalizado de las apariencias; la única diferencia con el “realismo” ingenuo que cree en la “realidad dura de los hechos” estriba en que, según la teoría analítica, ese “núcleo duro” se anuncia justamente en el sueño. Unicamente en el sueño uno se acerca a lo real, a esa Cosa traumática que es el objeto causa del deseo, es decir, solo en el sueño uno está al borde de la vigilia y se despierta justamente para poder continuar durmiendo, para evitar el encuentro con lo real. Al despertar, uno se dice “era sólo un sueño”, cegándose al hecho decisivo de que, precisamente, como seres despiertos, no somos más que “la conciencia de ese sueño” (Lacan).
Lo mismo puede decirse del famoso “sueño ideológico”: uno intenta en vano salir de ese sueño abriendo los ojos a la realidad, porque justamente, en cuanto sujetos de una mirada que llamamos “objetiva”, “desideologizada”, “liberada de las ilusiones ideológicas”, sobria, la que “toma los hechos tales como son”, no somos más que la conciencia de su sueño ideológico. La única manera de salirse es confrontarse con lo real que se anuncia en él; por ejemplo, no “liberándose de los prejuicios contra los judíos” y “mirándolos tales como son en realidad” –la vía más segura para seguir siendo, sin advertirlo, prisionero de esos prejuicios–, sino interrogándose sobre la manera en que esa figura del judío toca cierto conflicto irresuelto de lo real de nuestro deseo.
Esta cuestión nos impone redefinir radicalmente el concepto de ideología. En la perspectiva marxista predominante, la ideología se entiende como “falsa conciencia”, invertida, que disimula la esencia efectiva de las relaciones sociales que están detrás de ella; se busca la esencia oculta, las relaciones sociales efectivas (por ejemplo, las relaciones de clase disimuladas por el universalismo de los derechos formales burgueses). Pero si uno concibe el campo social como una estructura que se articula alrededor de su propia imposibilidad, está obligado a definir la ideología como un edificio simbólico que oculta, no una esencia social escondida, sino el vacío, lo imposible alrededor de lo cual se estructura el campo social. Es por ello que la “crítica de la ideología” ya no intenta penetrar hasta la esencia oculta: subvierte un edificio ideológico a fin de denunciar, entre sus elementos, el que representa su propia imposibilidad. En la perspectiva marxista predominante, la mirada ideológica es una mirada parcial que ciega a la totalidad de las relaciones sociales, mientras que, en la perspectiva analítica, la ideología denuncia, antes bien, una totalidad que quiere borrar las huellas de su imposibilidad. No hace falta subrayar que esta diferencia corresponde a la que separa el concepto marxista del concepto freudiano del fetichismo: en el marxismo, el fetiche disimula la red positiva de las relaciones sociales, en tanto que en Freud el fetiche disimula la falta (la “castración”), alrededor de la cual se articula la red simbólica.
Del hecho de que lo real sea lo que siempre retorna en el mismo lugar surge además otra diferencia, no menos decisiva, entre las dos perspectivas. Desde el punto de vista marxista, el procedimiento ideologizante por excelencia es el de la eternización y de la universalización falsa: una coyuntura que depende de la constelación histórica concreta se presenta como condición eterna, universal, o bien, un interés particular se presenta como interés universal. El procedimiento crítico ideológico debe precisamente denunciar esta falsa universalidad, detectar en el Hombre en general al hombre burgués; en los derechos burgueses universales, la forma que hace posible la explotación capitalista; en la familia nuclear patriarcal, una forma históricamente limitada y de ninguna manera una constante universal, etcétera. No obstante, parece que, en la perspectiva analítica, uno debería, antes bien, cambiar los términos y definir el procedimiento ideológico más “astuto” como el de la historización apresurada. La apuesta última de la crítica y la relativización histórica de lo que llamamos la “familia patriarcal”, del “edipismo” y del “familiarismo” analíticos, ¿no es justamente permitirnos eludir el “núcleo duro” de la familia que se anuncia en esas formas, lo real de la Ley, la roca de la castración? Dicho de otro modo, si la universalización apresurada propone una Imagen casi universal cuya función es cegarnos a su determinación historico-simbólica, la historización apresurada nos ciega al núcleo real que retorna como lo mismo a través de las diversas historizaciones/simbolizaciones.
Por consiguiente, lo que falla en el edificio teórico marxista, centrado en la lectura sintomática del texto ideológico, es la dimensión de lo real. Trataremos de demarcar esa falta a partir de los callejones sin salida del concepto marxista de la plusvalía.
Plus de gozar y plusvalía
La prueba de la pertinencia del gesto de Lacan que modeló el concepto de plus de gozar a partir del concepto marxista de la plusvalía, es decir, la prueba de que la plusvalía de Marx efectivamente anuncia la lógica del objeto a (minúscula) en cuanto plus de gozar, es ya la fórmula clave mediante la cual Marx, en el tercer tomo de El capital, trata de fijar el límite lógico histórico del capitalismo: “El límite del capital es el capital mismo, vale decir, el modo de la producción capitalista”.
Esta fórmula abre dos posibilidades de lectura. La primera, habitual, historicista evolucionista, entiende este límite en el nivel del modelo desafortunado de la dialéctica de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción como la dialéctica del “contenido” y de la “forma” (véase el “Prefacio” a la Crítica de la economía política). Ese modelo sigue la metáfora de la serpiente que, de cuando en cuando, se de-sembaraza de su piel, demasiado estrecha y adherida: se propone como móvil último del desarrollo social, como su constante, por decirlo así, natural, automática, el crecimiento incesante de las fuerzas productivas (en la regla reducida al desarrollo de las técnicas), al cual suceden, con un retraso mayor o menor, como momento inerte, las relaciones de producción. Así, hay épocas en las que las relaciones se equilibran con las fuerzas; luego, cuando las fuerzas se desarrollan y superan el marco de las relaciones, ese marco llega a ser un obstáculo a su desarrollo ulterior hasta que la revolución vuelve a equilibrar las relaciones y las fuerzas reemplazando las antiguas relaciones por otras nuevas, correspondientes al nuevo estado de las fuerzas. Vista en esta perspectiva, la fórmula del capital entendido como su propio límite significaría, sencillamente, que las relaciones de producción capitalistas, que primeramente habían hecho posible el desarrollo rápido de las fuerzas productivas, han llegado a ser en cierto punto un impedimento para su desarrollo ulterior, que esas fuerzas han crecido más allá de su marco y exigen una nueva forma de relaciones sociales.
El mismo Marx está lejos, por supuesto, de semejante representación vulgar evolucionista; para comprobarlo, basta con examinar los pasajes de El capital donde trata la relación entre la subsunción formal y la subsunción real del proceso de producción bajo el capital: la subsunción formal precede a la real, es decir, el capital subsume primero el proceso de producción tal como lo ha encontrado (el artesanado, etcétera) y solo después, sobre esa base, cambia gradualmente las fuerzas productivas, dándoles la estructura que le conviene; contrariamente a la llamada representación vulgar, es, pues, la forma de las relaciones de producción lo que impulsa el desarrollo de las fuerzas productoras de su “contenido”.
Aquí habría que hacerse una pregunta completamente ingenua: ¿dónde se encuentra ese punto –aunque ideal– a partir del cual se puede decir que las relaciones de producción capitalista se han convertido en un impedimento al desarrollo de las fuerzas productivas? O bien, el reverso de la misma pregunta: ¿cuándo se puede hablar de que hay una concordancia entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción en el marco del modo de producción capitalista? Un análisis severo nos lleva a una sola respuesta posible: nunca. En esto precisamente difiere el capitalismo de los modos de producción previos; en estos últimos, uno puede hablar de períodos de “acuerdo” durante los cuales el proceso de la producción y de la reproducción se desarrolla según un movimiento circular apacible, y períodos durante los cuales la contradicción entre las fuerzas y las relaciones se agrava; mientras que en el capitalismo esta contradicción, la discordia fuerzas/relaciones, forma parte de su “concepto mismo” (con la forma de la contradicción entre el modo social de producción y el modo individual, privado, de apropiación). Esta contradicción es lo que obliga al capital a ampliar permanentemente su reproducción, a de-sarrollar incesantemente sus condiciones de producción, a diferencia de los modos de producción previos cuya (re)producción, en su estado “normal”, tiene la forma de un movimiento circular. Pues bien, si esto es así, la lectura evolucionista de la fórmula del capital entendido como su propio límite no alcanza: no se trata de ninguna manera de que, en cierto punto, el marco de las relaciones de producción frenen el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas, sino que, por el contrario, ese límite inmanente, esa “contradicción interior” es lo que impulsa al capitalismo a desarrollarse permanentemente. El movimiento “normal” del capitalismo es revolucionar permanentemente sus condiciones de existencia: desde el comienzo, “corrompe”, está marcado por una contradicción, por una distorsión, un de-sequilibrio inmanente y, por esta razón misma, cambia y se desarrolla sin cesar; el desarrollo incesante es la única manera de soportar, de resolver cada día, nuevamente, la contradicción fundamental, constitutiva, que lo caracteriza. Lejos de frenarlo, su límite se vuelve, pues, el móvil de su desarrollo. He aquí la paradoja del capitalismo, su recurso último; es capaz de transformar su dificultad, su impotencia misma, en fuente de poder y de crecimiento; cuanto más “corrompe”, tanto más se agrava su contradicción inmanente y tanto más debe revolucionarse para sobrevivir.
De esto se desprende claramente el vínculo entre la plusvalía –“causa” que pone en movimiento el proceso de producción capitalista– y el plus de gozar, objeto-causa del deseo: la topología paradójica del movimiento del capital, el bloqueo fundamental que se resuelve y se reproduce a través de una actividad frenética, la potencia excesiva como la forma misma de una impotencia fundamental, ese paso inmediato, esas coincidencias del límite y el exceso, de la falta y el excedente, ¿no son las del objeto-causa del deseo, ese excedente, ese resto que traduce una falta constitutiva?
Todo esto Marx “lo sabe perfectamente, pero aun así”: de todas maneras, en el pasaje decisivo del “Prefacio” a la Crítica de la economía política, hace como si no lo supiera al describir el paso del capitalismo al socialismo en los términos de la mencionada dialéctica vulgar de las fuerzas productivas y las relaciones de producción; cuando las fuerzas se desarrollan por encima de cierta medida, las relaciones capitalistas pasan a ser el obstáculo de su de-sarrollo ulterior, lo que pone en el orden del día la revolución socialista que debe volver a establecer relaciones que concuerden con las fuerzas, reestablecer las relaciones de producción que hagan posible un desarrollo acelerado de las fuerza productoras como fin en sí mismo. ¿Cómo no detectar en esto el hecho de que tampoco Marx lograba dominar las paradojas del plus de gozar? Y la venganza irónica de la historia para este fracaso es que hoy existe una sociedad para la que parece valer aquella dialéctica evolucionista de las fuerzas y de las relaciones: el “socialismo real”. ¿No es ya, en efecto, un lugar común decir que el “socialismo real” ha hecho posible el proceso de industrialización rápida pero que, desde el momento en que las fuerzas productivas alcanzaron cierto grado de desarrollo (el que necesitó el paso a lo que se llama la “sociedad posindustrial”), las relaciones del “socialismo real” comenzaron a frenar el crecimiento?
Fragmento de El más sublime de los histéricos (Paidós)