4/3/08

El desierto y su semilla

Por Sergio Kiernan
Publicado en RADAR

Cormac McCarthy estaba en pañales cuando llegó la Gran Depresión y por eso se crió viendo gente pobre en un país donde tener auto era de ricos, ir a la facultad era de señoritos y deslomarse para comer era rutina. Es un Estados Unidos medio increíble que se adivina viendo películas viejas: ahí están guardados los acentos proletarios, las caras maltratadas, con cicatrices y dientes torcidos. El joven escritor McCarthy terminó encontrando en el desierto uno de sus dos ámbitos vitales y mentales. Uno es el sur profundo, el de Suttree, donde se puede escribir sin tanta violencia o al menos con otra violencia. El otro es Texas en la frontera con México, un páramo que los norteamericanos conquistaron a balazos y por el que parecen haber pagado el precio de ser gringos en casa propia. Es como tierra robada, insegura, radicalmente negada a la intimidad, atraída por el magneto mexicano. Y es uno de esos paisajes de extrema dureza, incapaces realmente de sustentar la vida humana, vacíos que exigen un grado tal de adaptación que la gente queda medio idiota. McCarthy le dedicó a este desierto casi toda su obra, comenzando por su notable trilogía de la frontera, un concierto en tres movimientos en los que siempre pasa lo mismo: gente del campo, norteamericana y con nombres anglo, fatalmente atraídos por la vitalidad, la violencia y el sexo de México, termina haciendo cosas irracionales. En ese camino, McCarthy se fue secando como prosista y sus libros son como jardines del desierto, hechos apenas con lo que puede crecer allí, con piedras y cactus, distinguibles de la tierra suelta por un cierto orden formal. Se habla de minimalismo, pero tal vez alcance con hablar de sencillez: McCarthy es hijo del Hemingway de los mejores momentos, el lacónico capaz de transcribir diálogos y hacerte escuchar el acento del que habla sin manierismos. Aquí hay un oído formidable para el vernacular, las vocales estiradas y el tono nasal del texano nativo y medio desconfiado. No Country for Old Men es la novela más movida de este autor y la más lineal. El truco de base de toda su obra se sostiene, ya que los personajes son nulamente reflexivos, raramente tienen discurso interno y cuando lo tienen dicen poco. La gente es opaca, opina McCarthy, no hay manera de verla por adentro y lo único que nos queda es seguir sus actos, mirar sus paisajes y sentir las conclusiones. Así es que Moss sigue un impulso de egoísmo, comete un error y se encuentra en una situación inmanejable. El hombre es un white trash, un soldador y cazador de fin de semana, soldado viejo casado con una chica vulgar y joven a la que quiere. Vive en un trailer, marca proletaria indeleble, en medio de una nube de polvo. Su huida doble –de los mexicanos traficantes que quieren guardarse el dinero, de los norteamericanos traficantes que lo quieren recuperar– es un periplo del héroe perdedor y de cabotaje. Hay un desfile de pueblos olvidables, rutas en el páramo, moteles de cuarta. Hay un cruce a México que es como un destello de luz. Hay un sheriff que oficia de Homero y también de Penélope. Y además está Chigurh. Crear un psicópata es como contar a una mujer, algo que parece fácil y resulta casi imposible. Hannibal Lecter es un glifo bien logrado, pero demasiado para la realidad: no puede haber alguien tan culto y artístico que sea también tan frío y perfecto. Chigurh, en cambio, es un idiot savant capaz de hacer sólo una cosa y hacerla muy bien. Chigurh mata obsesivamente, siguiendo un torcido código interno que se inventó para darle sentido a lo que hace, para que no sea por dinero. Chigurh mata de más, por simetría, como alguien que se entrenó tanto para no sentir dolor que se olvidó de que otros lo sienten. Moss, Chigurh y el sheriff Bell son un trío complementario que lleva adelante la historia y logran un milagrito literario: que esta estela de destrucción maníaca sea creíble y tenga alguna consecuencia. McCarthy es un gran escritor y éste es un gran libro que empieza con un demonio y termina, para tocarnos, con un padre muerto que todavía lleva el fuego y espera a su hijo entre las montañas, en el frío y la oscuridad, con algo de calor.

notas