Por Jean-Paul Sartre
En noviembre de 1828 aquella mujer tan querida vuelve a casarse con un soldado; a Baudelaire lo interna en un colegio. De esta época data su famosa “grieta”. Crépet cita a este respecto una nota significativa de Buisson: “Baudelaire era un alma muy delicada, muy fina, original y tierna, que se agrietó al primer choque de la vida”. Hubo en su existencia un acontecimiento que no pudo soportar: el segundo casamiento de su madre. Sobre este tema era inagotable y su terrible lógica siempre se resumía así: “Cuando se tiene un hijo como yo –el como yo queda sobrentendido– uno no vuelve a casarse”.
Esta brusca ruptura y la pena consiguiente lo lanzaron sin transición a la existencia personal. Poco antes estaba penetrado por la vida unánime y religiosa de la pareja que formaba con su madre. Esa vida se retira como la marea, dejándolo solo y seco; ha perdido sus justificaciones, descubre con vergüenza que es uno, que ha recibido la existencia para nada.
Al furor de verse echado se mezcla un sentimiento de profunda decadencia. Escribirá en Mi corazón al desnudo pensando en esa época: “Sentimiento de soledad desde la infancia. A pesar de la familia –y en medio de mis camaradas, sobre todo–, sentimiento de destino enteramente solitario”. Ya piensa este aislamiento como un destino. Esto significa que no se limita a soportarlo pasivamente concibiendo el deseo de que sea temporario: por el contrario, se precipita en él con rabia, en él se encierra y, ya que lo han condenado, por lo menos quiere que la condena sea definitiva. Llegamos aquí a la elección original que Baudelaire hizo de sí mismo, a ese compromiso absoluto por el cual cada uno de nosotros decide en una situación particular lo que será y lo que es. Abandonado, rechazado, Baudelaire quiso tomar a su cargo este aislamiento. Reivindicó su soledad para que por lo menos le viniera de sí mismo, para no tener que soportarla. Experimentó que era otro por el brusco descubrimiento de su existencia individual, pero al mismo tiempo afirmó y tomó a su cargo esta alteridad, con humillación, rencor y orgullo. Desde entonces, con violencia terca y desolada, se hizo otro: otro distinto de su madre, con quien sólo era uno y que lo había rechazado, otro distinto de sus camaradas despreocupados y groseros; se siente y quiere sentirse único hasta el extremo goce solitario, único hasta el terror.
Pero esta experiencia del abandono y la separación no tiene como contrapartida positiva el descubrimiento de alguna virtud particularísima que lo ponga en seguida en una situación sin par. Por lo menos el mirlo blanco, vilipendiado por todos los mirlos negros, puede consolarse contemplando con el rabillo del ojo la blancura de sus alas. Los hombres nunca son mirlos blancos. Lo que habita en ese niño abandonado es el sentimiento de una alteridad totalmente formal: esta experiencia ni siquiera podría distinguirlo de los demás. Cada uno ha podido observar en su infancia la aparición fortuita y desconcertante de la conciencia de sí. Gide la notó en Si la semilla no muere; después de él, Mrs. Marie Le Hardouin en La vela negra. Pero nadie lo ha dicho mejor que Hughes en Un ciclón en Jamaica: (Emily) “había jugado a hacerse una casa en un rincón, en la delantera del navío... fatigada de este juego, caminaba sin rumbo hacia la parte posterior, cuando se le ocurrió de pronto el pensamiento fulgurante de que ella era ella... Una vez plenamente convencida del hecho asombroso de que ella era ahora Emily Bas-Thorton... se puso a examinar seriamente lo que tal hecho implicaba. ¿Qué voluntad había decidido que entre todos los seres del mundo ella sería ese ser particular, Emily, nacida en tal año entre todos los que compone el tiempo...? ¿Había elegido ella? ¿Había elegido Dios...? Pero quizá ella era Dios... Estaba su familia, cierto número de hermanos y hermanas de los cuales hasta entonces nunca se había disociado por completo; pero ahora que de manera tan repentina había adquirido el sentimiento de ser una persona distinta, le parecían tan extraños como el mismo barco... La invadió un súbito terror:
¿qué sabían ellos? ¿Sabían –esto es lo que quería decir– que era un ser particular, Emily –quizá Dios mismo– (no cualquier niñita)? Sin que supiera decir por qué, esta idea la aterrorizaba... a toda costa aquello debía permanecer en secreto...”.
Esta intuición fulgurante es perfectamente vacía: el niño acaba de adquirir la convicción de que no es cualquiera, o se convierte precisamente en cualquiera al adquirir esta convicción. Es distinto de los demás, con seguridad; pero cada uno de los otros es también distinto. Ha tenido la experiencia puramente negativa de la separación, y su experiencia se ha referido a la forma universal de la subjetividad, forma estéril que Hegel definió con la igualdad Yo = Yo. ¿Qué hacer de un descubrimiento que asusta y no compensa? La mayoría se apresura a olvidarlo. Pero el niño que se ha encontrado a sí mismo en la desesperación, el furor y los celos centrará toda su vida en la meditación estática de su singularidad formal. “Me habéis echado –dirá a sus padres–, me habéis arrojado fuera de ese todo perfecto donde me perdía, me habéis condenado a la existencia separada. ¡Pues bien! Ahora reivindico esta existencia contra vosotros. Más adelante, cuando queráis atraerme y absorberme de nuevo, ya no será posible, pues he adquirido conciencia de mí en oposición y contra todos...” Y a los que lo persiguen, a los camaradas de colegio, a los bribones de la calle: “Soy distinto. Distinto de todos vosotros que me hacéis padecer. Podéis perseguirme en mi carne, no en mi alteridad...” En esta afirmación hay reivindicación y desafío. Distinto: fuera de alcance porque es distinto, casi vengado ya. Se prefiere a todo porque todo lo abandona. Pero esta preferencia, acto defensivo ante todo, es también, bajo cierto aspecto, una ascesis porque pone al niño en presencia de la pura conciencia de sí mismo. Elección heroica y vindicativa de lo abstracto, desprendimiento desesperado, renuncia y afirmación a la vez, tiene un nombre: es el orgullo. El orgullo estoico, el orgullo metafísico que no alimentan ni las distinciones sociales ni el éxito ni ninguna superioridad reconocida, en fin, nada de este mundo, sino que se presenta como un acontecimiento absoluto, una elección a priori sin motivo, y se sitúa muy por encima del terreno donde los fracasos podrían abatirlo y los éxitos sostenerlo.
Este orgullo es tan desdichado como puro, pues gira en el vacío y se nutre de sí mismo: siempre insatisfecho, siempre exasperado, se agota en el acto en que se afirma; no reposa en nada, está en el aire, pues la diferencia en que se funda es una forma vacía y universal. Sin embargo, el niño quiere gozar de su diferencia; quiere sentirse diferente de su hermano, como siente a su hermano diferente de su padre: sueña con una unicidad perceptible por la vista, por el tacto y que nos colme como un sonido puro colma el oído. Su pura diferencia formal le parece símbolo de una singularidad más profunda, que constituye una unidad con lo que él es. Se inclina sobre sí mismo, intenta sorprender su imagen en ese río gris y tranquilo que fluye a una velocidad siempre igual, espía sus deseos y sus cóleras para sorprender ese fondo secreto que es su naturaleza. Y por esa atención que aplica sin descanso al fluir de sus humores, comienza a convertirse para nosotros en Charles Baudelaire.
La actitud original de Baudelaire es la de un hombre inclinado. Inclinado sobre sí, como Narciso. No hay en él conciencia inmediata que una mirada punzante no traspase. Para nosotros, basta ver el árbol o la casa; totalmente absorbidos en su contemplación, nos olvidamos de nosotros mismos. Baudelaire es el hombre que jamás se olvida. Se mira ver; mira para verse mirar; contempla su conciencia del árbol, de la casa, y las cosas sólo se le aparecen a través de ella, más pálidas, más pequeñas, menos conmovedoras, como si las viera a través de un anteojo. No se muestran unas a otras como la flecha señala el camino, como el indicador marca la página, y el espíritu de Baudelaire nunca se pierde en ese dédalo. Su misión inmediata, por el contrario, es la de remitir la conciencia a sí misma. “¡Qué importa –escribe– lo que puede ser la realidad situada fuera de mí, si me ha ayudado a vivir, a sentir que soy y lo que soy!” Y aun en su arte, su preocupación será mostrarlas sólo a través de un espesor de conciencia humana, puesto que dirá en El arte filosófico: “¿Qué es el arte puro para la conciencia moderna? Es crear una magia sugestiva que contenga a la vez el objeto y el sujeto, el mundo exterior al artista y el artista mismo”. De suerte que muy bien podría firmar un Discurso sobre la poca realidad de ese mundo exterior. Pretextos, reflejos, pantallas, los objetos jamás valen por sí mismos y no tienen otra misión que la de darle la oportunidad de contemplarse mientras los ve.
Hay una distancia original de Baudelaire al mundo que no es la nuestra; entre los objetos y él se inserta siempre una translucidez un poco húmeda, quizá demasiado adorante, como el temblor del aire cálido en verano. Y esta conciencia observa, espiada, que se siente observada mientras realiza sus operaciones habituales, pierde al mismo tiempo su naturalidad, como el niño que juega bajo la mirada de los adultos. Esa “naturalidad” que Baudelaire tanto odió y tanto echó de menos no existe en él en absoluto: todo es falso porque todo está vigilado; el más mínimo humor, el más débil deseo nacen mirados, descifrados. Y recordando un poco el sentido que Hegel da a la palabra inmediato, se comprenderá que la singularidad profunda de Baudelaire consiste en que es el hombre sin inmediatez.
Pero si esta singularidad vale para nosotros, que lo vemos desde fuera, a él, que se mira desde dentro, se le escapa por completo. Buscaba su naturaleza, es decir, su carácter y su ser; pero sólo asiste al largo desfile monótono de sus estados. Esto lo exaspera: ve tan bien lo que constituye la singularidad del general Aupick o de su madre, ¿cómo no tiene el goce íntimo de su propia originalidad? Porque es víctima de una ilusión muy natural, según la cual el interior de un hombre se calcaría sobre su exterior. Y no es así: esa cualidad distintiva que lo destaca para los demás no tiene nombre en su lenguaje interior, él no la experimenta, no la conoce. ¿Puede sentirse espiritual, vulgar o distinguido? ¿Puede siquiera verificar la vivacidad y el alcance de su inteligencia? Esta no tiene otros límites que sí misma, y a menos que una droga precipite por un momento el curso de sus pensamientos, está tan acostumbrado a su ritmo, carece hasta tal punto de términos de comparación, que no podría apreciar la velocidad de su transcurso. En cuanto al detalle de sus ideas y de sus afectos, presentidos, reconocidos aun antes de que aparezcan, transparentes de parte a parte, tienen para él la apariencia de lo “ya visto”, de lo “demasiado conocido”, una familiaridad inodora, un sabor de reminiscencia. Está lleno de sí mismo, desborda, pero ese “sí mismo” sólo es un humor insulso y vidrioso, privado de consistencia, de resistencia, que no puede juzgar ni observar, sin sombras ni luces, una conciencia parlanchina que se habla a sí misma en largos cuchicheos sin que jamás sea posible acelerar el relato. Está demasiado adherido a sí mismo para conducirse y menos para verse; se ve demasiado para hundirse del todo y perderse en una adhesión muda a su propia vida.
Aquí comienza el drama baudelairiano: imaginemos al mirlo blanco ciego –pues la claridad reflexiva demasiado grande equivale a la ceguera–. Lo obsesiona la idea de cierta blancura extendida por sus alas, que todos los mirlos ven, de la que todos los mirlos le hablan, y que él es el único en ignorar, La famosa lucidez de Baudelaire sólo es un esfuerzo de recuperación. Se trata de recobrarse y –como la vista es apropiación– de verse. Pero para verse habría que ser dos. Baudelaire ve sus manos y sus brazos, porque el ojo es distinto de la mano, pero el ojo no puede verse a sí mismo: se siente, se vive, no puede tomar la distancia necesaria para apreciarse. En vano exclama en Les fleurs du mal:
Intimidad sombría y límpida
de un corazón convertido en su espejo
Esta “intimidad” no bien esbozada se desvanece: sólo queda una cabeza. El esfuerzo de Baudelaire consistirá en llevar al extremo este esbozo abortado de dualidad que es la conciencia reflexiva. Si es lúcido, originariamente, no lo es para darse exacta cuenta de sus faltas, sino para ser dos. Y si quiere ser dos es para realizar en esa pareja la posesión final del Yo por el Yo. Exasperará, pues, su lucidez: sólo era su propio testigo; intentará convertirse en su propio verdugo: el Heautontimoroumenos. Pues la tortura engendra una pareja estrechamente unida en la cual el verdugo se adueña de la víctima. Puesto que no ha logrado verse, por lo menos se hurgará como el cuchillo hurga en la herida, con la esperanza de alcanzar esas “soledades profundas” que constituyen su verdadera naturaleza.
Soy la herida y el cuchillo,
la víctima y el verdugo.
De este modo los suplicios que se inflige remedan la posesión: tienden a engendrar una carne bajo sus dedos, su propia carne, para que en el dolor se reconozca suya. Hacer sufrir es poseer y crear, tanto como destruir. El lazo que une mutuamente a la víctima y al inquisidor es sexual. Pero en vano intenta trasladar a su vida íntima esa relación que sólo tiene sentido entre personas distintas, transformar en cuchillo la conciencia reflexiva, en herida la conciencia refleja, en cierta manera, son una sola cosa; uno no puede amarse, ni odiarse, ni torturarse a sí mismo; víctima y verdugo se desvanecen en la indistinción total cuando mediante un solo y mismo acto voluntario, la una reclama y el otro inflige el dolor. Por un movimiento inverso, pero que conspira en el mismo sentido, Baudelaire querrá hacerse solapado cómplice de su conciencia refleja contra su conciencia reflexiva: cuando cesa de martirizarse es porque trata de asombrarse a sí mismo. Fingirá una espontaneidad desconcertante, simulará abandonarse a los impulsos más gratuitos para erguirse de improviso frente a su propia mirada, como un objeto opaco e imprevisible, en una palabra como Otro distinto de sí mismo. Si lo consiguiera, la mitad de la tarea estaría cumplida: podría gozar de sí. Pero aun aquí sólo es uno con aquel a quien quiere sorprender. Es poco decir que adivina su proyecto antes de concebirlo: prevé y mide su sorpresa, corre tras su propio asombro sin alcanzarlo nunca. Baudelaire es el hombre que ha elegido verse como si fuera otro, su vida no es sino la historia de este fracaso.
Este retrato está incluido en Los escritores de los escritores
Selección e introducciones de Luis Chitarroni
(Editorial El Ateneo).