Por Daniel Jiménez
Publicado en RADAR
Si tomamos como referencia nuestro país, Arcade Fire debe ser una banda más conocida que escuchada. Y cuando decimos “conocida” nos referimos a un sector de público y periodismo que comparten los mismos y, no tan vastos, universos. Los Arcade Fire no suenan en la radio (aunque sus dos primeros discos hayan pasado el millón de copias vendidas cada uno), no explotan merchandising, no son facheros ni ídolos teen, sus discos no circulan antes por la web y son independientes. Ah, y acá a los Arcade Fire no los juna nadie. Pero, ¿uno puede estar ajeno a una de las mejores y más inteligentes bandas nacidas en la última década desde el cuáquero Canadá? Definitivamente no.
Paridos en Montreal (“donde viven todos los judíos de Canadá”, como gusta decir Leonard Cohen, quien se define sutilmente como el “más judío de los Cohen”) a bordo de un colectivo creativo de estudiantes con voracidad por el arte y espíritu independiente ajeno a los vaivenes ruidosos de la industria del entretenimiento, Arcade Fire encontró un lugar casi sin proponérselo.
Su estilo es reconocido por la minuciosa construcción de sus canciones; pequeñas y complejas obras de indie pop gestadas como piezas aisladas de un gran plano arquitectónico. Dimensión que se potencia por la versatilidad y el oficio casi académico de todos sus músicos. En el planeta Arcade Fire se cruzan desde violonchelos y violas hasta ukelele, xilofón, arpa, acordeón, corno, mandolina y algunas excentricidades como la zanfona, instrumento que data del siglo IX y que se utilizaba en la música religiosa medieval. Raritos. Pero no solamente la zanfona hace de Arcade Fire una banda atípica: su núcleo está formado desde hace casi diez años en torno del matrimonio compuesto por los frontman y frontwoman Win Butler y Régine Chassagne; los temas de su inminente tercer trabajo The suburbs (que se edita la semana entrante) no se filtraron en la red de redes y, más allá de ser un grupo que pasa gran parte del año de gira, sacó sólo dos discos en casi... diez años.
“Hoy en día sabemos que es imposible que un artista no vea como los temas de su nuevo álbum llegan a Internet, lo que genera que la sorpresa que a vos te pueda producir ese lanzamiento cuando el artista lo decide, no exista. Y esa es una costumbre que no deberíamos perder. Yo todavía entro a las tiendas de discos a comprarlos en el momento en que salen, con incertidumbre, con la sensación de encontrar algo de forma pura, hasta inocente. Por eso creo que es mucho mejor guardar el secreto y esperar hasta el día que sale. Es una forma además de que la expectativa sea conjunta, de todos por igual”, explica el bajista, guitarrista y multiinstrumentista Tim Kingsbury.
Tomado como una fuerte referencia desde su nacimiento allá por 2003 y hoy una bandera, Kingsbury aclara que, a diferencia de otros colegas, en estos tiempos un artista debería poder manejar la salida de su propia producción, como sucede en Arcade Fire, y no tomarse este hecho como algo “atípico”. De hecho, asegura que ellos poseen todo el control de lo que hacen y dejan de hacer y que no lo entendería de otra manera. Típica despreocupación del (no tan) joven indie canadiense: “Desde un comienzo analizamos las cosas de esa forma. Nunca estuvimos preocupados en convertir esto en un negocio, pero sí siempre nos interesó poder mantener el control de nuestra obra. Es muy cómodo trabajar así y... no sabríamos hacerlo diferente si nos lo propusiéramos”.
Y para llevar adelante semejante ostentación de desfachatez en un mercado que gusta decapitar a las ovejas descarriadas, necesitaban un manager un tanto pirado que comprendiera, principalmente, un punto innegociable: la libertad creativa, económica y total. Y la persona indicada era Scout Rodger, el hombre detrás de la carrera de Björk; otro bicho raro. Según Rodger reconoció recientemente a la revista Billboard, lo que puso a Arcade Fire en las ligas mayores fue “el punto de que ellos fueron dueños de sus propios derechos desde el primer día. Así hicieron su debut y después supieron manejarse estratégicamente y obtener dinero para armar su estudio y ser autosuficientes y poder grabar su propio material”.
Es decir: ninguna compañía recibirá jamás un peso de lo que ellos hacen: arte, video, fotografía y, mucho menos, música. En un tono más metafísico, así lo explicaba hace una semana Win Butler al prestigioso periódico británico The Independent: “Existe una fascinación por las cuestiones de la vida, como la noción del diablo, la muerte y el amor, donde todos nos manejamos. Y pienso mucho en cómo la experiencia humana nos debería llevar a tratar de entender qué significan esas cosas. Creo realmente que no tendremos las herramientas para hacerlo hasta que lo analicemos a través de un reino más espiritual o filosófico”.
Okey, Win, hasta acá todo bien. Pero el caso de Arcade Fire también podría haber sido el del “grupo desconocido que graba un maravilloso disco debut aclamado por la crítica y después se pierde tras la bruma inicial y sus integrantes terminan siendo productores de culto del circuito indie de Chicago”. Definitivamente, no lo fue. Funeral, su genial ópera prima, desvestida en elogios en Canadá y Estados Unidos, desde su título destilaba gotas del sentido del humor cínico y corrosivo de los de Montreal: numerosas muertes de parientes se sucedieron durante la grabación de ese disco y nadie podía escapar al clima general. “Es que, así fue”, reconoce Tim. “Entiendo que no es el nombre comercialmente más luminoso e inteligente para salir a vender un álbum, pero era lo que nos pasaba en ese momento. Tratamos de tomarlo con un poco de humor, el disco iba a salir de todas formas.”
Junto a él y al matrimonio de Win y Régine, en el laboratorio musical de Arcade Fire se encuentran Richard Reed Parry, William Butler, Sarah Neufeld y Jeremy Gara. La avanzada del soundsystem arty de Arcade Fire a la que a veces se suman en vivo más instrumentos como trompa y violín. En conjunto, son responsables de una performance dinámica y explosiva con vicios de teatralidad. Una foto que se contrapone al tratamiento científico de algunas de sus canciones y a las letras cerebrales de Win Butler. En escena, él es el ojo de Arcade Fire; como David Byrne el corazón de Talking Heads y Malcolm Young el pulmón de AC/DC. Parte maestro, parte discípulo, parte predicador. Y, al igual que Byrne, con fascinación por las decepciones y las formalidades de la vida y, claro, la religión. No por nada Butler fue criado entre mormones, el segundo disco salido de su cabeza se llama Neon bible y su estudio está montado sobre el paisaje nevado de una vieja iglesia en la zona rural de Canadá.
Entre historias de fe y devoción, sus obsesiones, dice, tienen una raíz muy clara: el miedo. “Hay dos tipos de miedo”, comenta Butler. “La Biblia habla bastante sobre el temor de Dios y sobre el temor a algo imponente, fantástico. Esa clase de miedo es lo que hace que una persona quiera cambiar”. Y agrega: “Pero el temor de otras personas hace que vos quieras seguir como estás, sin cambiar nada, para así proteger lo que tenés. Ese miedo no hace bien porque estanca y paraliza”.
En Arcade Fire se mezcla el profundo nivel de análisis de Butler con la espectacularidad que propone la banda en vivo, un brusco cambio de roles en el escenario (todos tocan todo) y el sincero respeto hacia su música. Elementos que los empujaron a firmar hace siete años su primer contrato con el sello independiente Merge Records. Tim todavía recuerda aquel momento y recalca el nivel extra de dificultad que tiene todo artista que abraza la autogestión: “Fue una gran emoción, porque a partir de la firma de ese contrato, como le pasaría a cualquiera, lo primero que te viene a la cabeza son las expectativas de lo que puede pasar. Se abren un montón de posibilidades que tal vez no habías pensado y que pueden empezar a estar cerca. Así lo vivimos, felices pero expectantes, más para una banda indie como nosotros”.
Cuando la semana que viene The suburbs –que contó con la producción de un viejo conocido, Markus Dravs– se lance en Europa y Norteamérica los fanáticos se van a topar con el típico producto de una banda atípica. El CD contendrá ocho portadas diferentes (como los artistas multivendedores) con imágenes de gente común de los suburbios y “un arte interior confeccionado especialmente para esta producción”, adelanta Kingsbury, quien confiesa que esta vez se atravesó un proceso diferente al de los dos discos anteriores. “Cada trabajo es diferente, por eso en todos lo hacemos de una nueva forma, apoyándonos en lo que nos interesa en ese momento. Eso es lo bueno de los procesos de un disco: todos son distintos y de todos podés sacar algo bueno. En el caso de The Suburbs nos tomamos un tiempo para encerrarnos y hacerlo como queríamos, y ya está bien que salga porque si no toda la experiencia fue muy larga.” Si alguien necesita un guiño de ironía para entender este álbum, Butler da una pista difícil de seguir: “Suena como un mix entre Depeche Mode y Neil Young: es una clase de extraño combo. Y si no suena extraño, bueno, entonces seguramente será un éxito”.
Casi millonarios y al mismo tiempo desconocidos para una parte del mundo; invitados a todos los encumbrados festivales europeos que andan dando vueltas; con el “carisma sexy” de un matrimonio de blanquitos poco vistosos que se pasan la mitad del año en el sótano de una iglesia; y componen las mejores canciones pop de estos días. ¿Qué es Arcade Fire? “Puede que seamos artistas atípicos para el mundo en el cual uno está acostumbrado a manejarse, pero no por eso debemos pensar en que todo debe ser así”, apunta Tim. “Nosotros decidimos trabajar de acuerdo con ciertos lineamientos y nos sentimos felices de ser dueños y responsables de todo lo que hacemos, pero no criticamos la forma de trabajo de los demás. Aunque, sí, podríamos considerar una banda atípicamente exitosa.”
Butler, nuevamente desde las páginas de The Independent, eleva su mano y tira el dardo directo a sus pares: “Mi generación está desensibilizada”, admite. “Pero esto es lo cool hoy sobre el funcionamiento de un vehículo o medio popular: te podés unir con más personas. George Orwell, uno de mis héroes más grandes, dice que toda arte es política, así que no pienso que no haya que alejarse de eso.”
A tres años de la salida de Neon bible la prensa mundial no puede evitar el nerviosismo por la aparición de The suburbs. Para muchos, incluyendo los babosos medios ingleses, esta será “la” obra definitiva de 2010. Sin siquiera esperar a escuchar el disco, los medios que mueven las tendencias en el mercado británico y americano ya hablan de la “nueva maravilla” de Arcade Fire. Una banda con el setenta por ciento menos de atención que los Arctic Monkeys, que vive virtualmente en comunidad, pasa la mayoría del tiempo lejos del ojo público y no se caracteriza por ser un ejemplo de proliferación con tan sólo con dos registros en siete años.
Con esas condiciones y teniendo en cuenta la leyenda que se forjó en los bares (“el grupo que hay que ver en vivo antes de morir”) sobre el estado de éxtasis que se experimenta en sus shows, ¿sería ilógico pensar en un próximo concierto en Argentina? Para Tim Kingsbury, no. “A veces cuando estás tan comprometido con la música tanto tiempo no te das cuenta que quizá tuviste ganas de conocer otros lugares o tocar en países que nunca habías visitado, y cuando caés notás que en el medio ya pasaron años. La verdad es que Sudamérica siempre aparece como una opción posible y hasta estuvimos muy cerca de ir a Brasil, pero al final no pudimos concretarlo.” ¿Desahuciados? A no desesperar. Timmy guarda un as bajo la manga: “Si todo va como pensamos es muy probable que estemos tocando por allá el año que viene, lo cual sería además un sueño para una banda indie como nosotros, así, atípicamente exitosa”.