Ricardo Monti nació en 1944. Estrenó cinco piezas teatrales: Una noche con el señor Magnus E hijos, en 1970; Historia tendenciosa de la clase media argentina, en 1971; Visita, en 1977; Marathón, en 1980 (reestrenada, en el Payró, en 1982) y La cortina de abalorios, pieza breve, en el ciclo de Teatro Abierto de 1981.
No puede hablarse de trama en sus obras, porque la causalidad que enhebra escenas está ausente. Podemos bosquejar la materia escénica a grandes trazos, sin embargo. Una noche con el señor Magnus E hijos emplaza, desde el título, una familia. Magnus es el padre y , al mismo tiempo, un tirano, un dios, un espejismo, una fuerza social. Los hijos son Gato, Wolfi y Santiago, sometidos a Magnus en esa vieja y suntuosa casa que habitan, de donde no pueden escapar, no porque las puertas estén cerradas sino porque los ata el temor, las convenciones y los ritos. La contracara de Magnus es el viejo Lou, un personaje que participa del hombre y del perro. Con Magnus, llega a escena Julia, una conquista amorosa que será sucesivamente madre, virgen, prostituta. Los hijos presencian, como un público vociferante, las representaciones que inicia Magnus con Lou o con Julia. Son sucesos ya ocurridos en la vida de Magnus, pero la repetición, el ritual, les otorga validez. De algún modo, el poder de Magnus se perpetúa en la reiterada representación de su historia. La contingencia de los actos iniciales se torna necesaria y, en consecuencia, se vuelven necesarios y permanentes todos los actos que desde entonces realiza. Así nos enteramos de la derrota de Lou, del asesinato de Bibí (la mujer de Magnus), del encuentro con Julia y también de ciertas fábulas sociológicas o políticas: la discusión entre un vendedor y un comprador, la negación de las clases sociales según Magnus o la repulsa del capitalismo. Hay además un banquete que se torna una bacanal; hay un estado de desenfreno. Dos actos violentos cierran la pieza: la violación de Julia por parte de Magnus y el asesinato de Magnus a manos de sus hijos. ¿Fin de un mito e inicio de una historia contradictoria y cambiante? ¿O vacío que condena a una nueva recurrencia e inmovilidad?
La segunda obra de Monti tiene un título extenso: Historia tendenciosa de la clase media argentina, de los extraños sucesos en que se vieron envueltos algunos hombres públicos, su completa dilucidación y otras escandalosas revelaciones. Ese tono de burla que desde ya adivinamos prevalece en la pieza. En ella se muestra una visión de la clase media, como agente histórico, en una suerte de farsa o función circense compuesta por momentos claves de la historia argentina, donde además se intercalan historias personales. El Teatro, objetivado como personaje, presenta a Pola, una prostituta que simboliza la Nación o, mejor dicho, la idea que de la Nación parecieron tener quienes la perjudicaron. Con la figura de Pola se enlazan varios personajes que protagonizan diversos episodios: el terrateniente en tratativas comerciales nada justas con el inglés Mr.Hawker, la aparición y eclipse del Peludo, su reemplazo por un general autócrata en 1930, la breve historia de la familia Filipeau conmovida por los sucesos del 45, la revolución del 55, las ejecuciones de José León Suárez, las tratativas de industriales y damas desarrollistas con el americano Mr.Peagg (que a esta altura desplazó definitivamente al inglés), la irrupción de otro general que establece el orden por decreto y el gran final circense que concluye en un confuso balbuceo de consignas y frases políticas sin sentido. La historia es tendenciosa porque Monti toma partido. No obstante, la pieza no es "histórica", es decir, no comporta una exégesis de situaciones, personajes y coordenadas pretéritas que podrían, además, espejar un presente. Es acentuadamente farsesca y su distanciamiento se logra por una acumulación de efectos paródicos. Esa sucesión abigarrada lleva subrepticiamente al espectador una conclusión tragicómica: la historia argentina puede leerse como una farsa.
En Visita todo es irreal o, más exactamente, ideal, porque estamos ante un "instante de la imaginación" o en el espacio del subconsciente. Equis llega a una casa suntuosa y decrépita, habitada por Lali y Perla, una mapreja de viejos fantasmagóricos, de edad incierta, y por Gaspar, su criado, que se asemeja a esos enanos de Velázquez que parecen magnificar la infancia con el horror. Gaspar es niño y adulto: monstruo. Como el mundo que la Alicia de Lewis Carroll visitó detrás del espejo, el mundo de Lali y Perla es absurdo y atemporal, pero si en Caroll hay cierto tono de broma y non sense, en Monti hay violencia contenido, disolución, obscenidad, humor negro. Son numerosos los episodios de Visita. Entre ellos recordamos el viaje a la inmortalidad de Lali y Equis, tan real como el de Don Quijote montado en Clavileño, o la muerte, funeral y resurrección de Perla. Equis quiere huir, pero los viejos lo retienen. Finalmente se reconoce como hijo, se acerca a Perla, tiene una ensoñación, se duerme en su regazo y el tiempo parace cerrarse sobre ese regressus ad uterum. En Visita la minuciosa acción es un modo paradójico de declarar la inmovilidad, una negación del transcurrir a través de situaciones que se agolpan y precipitan. Como en Magnus...todo acto tiene aire de rito y en su recurrencia confirma una suerte de ahistoricidad.
La acción de Marathón transcurre en 1930. Se trata de uno de aquellos concursos de baile y de resistencia usuales en la época, pero exasperados por la pesadilla y los gestos extremos. Hay varias parejas participantes; un animador cuya figura es miserable y todopoderosa a un tiempo, larva y demiurgo; un guardaespaldas, que hostiga y castiga. Nadie sabe cuál es el premio pero los impulsa su propio deseo. Marathón consta de veintitrés escenas, donde conocemos las curiosas y desesperadas historias de cada pareja, pero también sus sueños y afanes ocultos. Se entrelazan, con esas historias individuales, cinco mitos de la historia americana, que protagonizan los mismos bailarines: el mito del conquistador, el mito del industrial, el mito del fascista. Los bailarines se sublevan contra el animador, pero cuando éste va a revelarles su condición y el premio que persiguen, lo restituyen a su sitio y el baile sigue. La relación de esta pieza de Monti con la novela They shoot horses, don't they de Horace Mc Coy (y con el film homónimo de Sidney Pollack) parace evidente a primera vista, considerando, además, la pervivencia de la novela policial hard boiled o negra en el sistema literario argentino de la década del setenta.
Sin embargo, la mera lectura de ambos textos permite observar que la coincidencia sólo se sostiene en la anécdota inicial: un baile de resistencia cumplido por hombres y mujeres desesperados en una época de crisis. Por lo pronto, ese referente se relaciona tanto con los Estados Unidos de la época de la Gran Depresión como con la Argentina de la década del treinta, donde eran habituales los bailes de resistencia. Por otra parte, el verosímil realista que caracteriza la novela hard boiled se distancia en gran medida de la estética sustentada por Monti en su pieza. La coincidencia con la novela de McCoy es, acaso, fortuita y, a lo sumo, irrelevante para el estudio de Marathón.
La acción de La cortina de abalorios transcurre en un fantasmal prostíbulo del siglo XIX. Allí una prostituta, Mamá, se encuentra con su amante, el Bebé Pezuela, que llega de luchar contra los indios. Pezuela necesita un empréstito y, para conseguirlo, Mamá convocó a una partida y para cubrir su deuda Pezuela le ofrece las tierras públicas, la carne (que simboliza Mamá), el dominio de los transportes y franquicias aduaneras. Mientras ocurren estos sucesos el Mozo del lugar ha sido humillado, violentado, herido y finalmente muerto por insurrección. Hacia el final presenciamos la decadencia de los personajes. El clima es orgiástico: el inglé muere y su última palabra es ¡Trafalgar!, Pezuela ya no puede ver a Mamá y la llama, Mamá se derrumba. Pezuela tropieza con el cadáver del Mozo y presiente algo oscuro, Mamá reconoce en esa noche una curda histórica. Así termina esta suerte de alegoría sobre el período que José Luis Romero llamó del "liberalismo conservador" (1)
David Viñas ha señalado la falacia de la antinomia Artaud-Brecht, a partir de una oposición sígnica explícita: cuerpo-pedagogía. Precisamente, en su búsqueda de un teatro materialista, Viñas no divorcia los cuerpos de los discursos que sostienen. Así, si el cuerpo es estructura, la palabra es historia y el teatro salvaguarda esta correlación. Ni rostros opacos cuyos discursos son rutilantes y exteriores ni cuerpos en muda exasperación, sino cuerpos históricos recorren la escena (2), Monti ha intentado esa densidad en sus piezas y ha unido, por cierto, crueldad y distanciamiento.
En un sentido estricto, las obras de Monti carecen de argumento. Sus episodios constituyen notas de un crescendo que desembocan en una violencia final o en el presentimiento de ella. El teatro de Monti es no aristotélico, es decir, cada escena es independiente de la que precede o sigue y no hay causalidad. Esto recuerda al teatro épico de bertold Brecht, así como el distanciamiento irónico de ciertas escenas. Lo vemos por ejemplo, en Historia tendenciosa...., la pieza de más acusada manifestación brechtiana de Monti.
Nada parecido a un estado de beatitud se apodera del espectador de las obras de Ricardo Monti. No hay una sola de sus piezas que no presente algún acto de violencia; no hay tampoco, una pieza que prescinda del sueño. Crueldad y un raro aire onírico circulan en sus episodios, inducidos por cambios de luces, gestos extremos o furtivos, repeticiones, incongruencias. Y ese sueño y esa violencia son el pulso de la irrealidad y la furia del mundo exterior, ese que comienza en la platea del teatro, persiste cada día oscuramente y hace nuestra historia. Esta tendencia de Monti coincide con la estética que Artaud esbozó en su Teatro de la crueldad, donde escribe: "...las imágenes del pensamiento pueden identificarse con un sueño, que será eficaz si se lo proyecta con violencia precisa. Y el público creerá en los sueños del teatro, si los acepta realmente como sueños y no como copia servil de la realidad, si le permiten liberar en él mismo la libertad mágica del sueño, que sólo puede reconocer impregnada de crueldad y terror" (3).
En el artículo ya citado, Viñas señala que el primer punto donde el teatro de Brecht y el teatro que Artaud propone se interseccionan corresponde al intento de provocar, sacudir, alzar en vilo al público concreto, por agonía o extrañamiento. Monti no desdeña esa coincidencia, si bien se inclina más a menudo hacia cierta crispación expresionista del teatro de la crueldad.
Cuando estrena Una noche con el señor Magnus E hijos, Monti adopta una estética, en cierto modo, homeopática. "Me interesa presentar sobre el escenario -declaró- esencialmente, a un puñado de culpables que representan a los de la platea. (...) Me definiría como un autor inhumanista; propongo a la platea burguesa el trabajo de inhumanizarse, vale decir, asumir con crueldad la lucidez; (...) hacer, en suma, un sacrificio de sí mismos" (4). La figura de Magnus es destruida es escena acaso para que ese crimen actúe mágicamente en la conciencia del espectador. Ese veneno que para Artaud es el teatro, mata o purifica. El crimen de Magnus debería ser homeopático para el público, pues matar a Magnus significa matar una parte de nuestras conciencias. Monti expresó esa premisa psicológica o psico-social: "La propuesta ya la formuló claramente el psicólogo Cooper: el sistema no solamente está afuera, sino también está adentro" (5). Esa idea, representada en personajes como Magnus, especie de dioses que no son nada y son todos, se reitera en la obra de Monti. Por ejemplo, dice: "Porque yo...estoy vacío...Les he vendido...sus propias imágenes" (6). Los viejos de Visita son, según palabras de Monti (citado por Podol): "sus dioses, los padres interiores, el poder desde dentro" (7). El animador de Marathón asegura: "Yo en realidad no existo; estoy, por decirlo así, dentro de usted. Lo poseo porque usted me posee. En síntesis, es su propio deseo el que me da poder" (8). Por otra parte, en las tres piezas citadas se plantea el caso del exterminio de esas figuras opresivas que, al modo de los dioses de los gnósticos, están hechas con la materia del deseo, del hábito y del temor de sus hipóstasis. Con respecto a esa occisión de dioses, cada pieza de Monti propone una variante.
El asesinato de Magnus se produce en escena y su muerte, como dijimos, procura despertar en el público el deseo de la muerte de Magnus en la conciencia, luego del extrañamiento que causa la repulsión. A diferencia del teatro griego que ocultaba a la mirada del espectador los hechos de sangre, Monti involucra al público en la violencia. en la edición de Visita hay un final desechado que es iluminador. En ese final, Equis mata a los viejos, que se encarnaron en la figura de los padres, y toma su lugar junto a Gaspar. Como dijimos, la versión definitiva de la obra demuestra que Equis se duerme sobre el regazo de Perla y a través del sueño se reintegra a la unidad primigenia, el paraíso perdido del vientre materno. Pero ese reintegro es falso, porque el vientre materno es la inversión de la tumba. La madre engendra para la muerte.
Quevedo hubiera dicho: En el hoy y mañana y ayer junto/pañales y mortaja. En esta resolución dramática, el público no asiste al asesinato, pero el recuerdo de la ominosa corrupción de las escenas anteriores supone el rechazo de ese sueño lleno de muerte que busca el tiempo perdido. Cuando, en el final desechado, Equis reemplaza a los padres, persiste en la inmovilidad, en la monarquía sedente y mortuoria. En Marathón los bailarines también perseveran en el engaño. Cuando atacan al animador y éste va a revelar el premio que tiene el feroz concurso, los bailarines se encrespan y vociferan porque les aterra saber que el premio no existe, que su perpetuo afán está incitado por el propio deseo. Por eso cada cual, extasiado, refiere su seuño, menos Tom Mix, que huye, pues quizá es el único que sabe que su sueño no se cumple en el fárrago de la maratón.
El tema de la figura autoritaria y el ansia de exterminio o la persistencia en el engaño de su soberanía admite dos aspectos entrelazados en la concepción de Monti: uno metafísico y otro socio-histórico. En La Gaia Scienza Nietzsche escribió la parábola de la muerte de Dios a manos de los hombres (9). ¿No sienten acaso la descomposición divina?, se pregunta. La conciencia del nihilismo, la disolución de los valores (de ciertos valores), son la huella de la muerte de Dios. Esta metáfora de Nietszche recuerda las historias de Monti. Son, quizá, fábulas metafísicas o, para ser más exactos, fábulas de la destrucción de la metafísica. Sitúa su mira en el instante del asesinato o en el instante del falso deseo de ese Dios muerto, cuando la extensa sombra de su cadáver cae sobre las quebrantadas y tercas siluetas de los hombres. De ellos dice el animador de Marathón: "Renacen, renacen como insectos fugaces. Y sin embargo ellos, luchando a muerte con la indiferencia y con la nada, construyen sus frágiles obras, disponiéndose para la eternidad. Señores, si no fuera ridículo, esto sería una tragedia" (10). El teatro de Monti es un teatro de la agonía, no del nacimiento o de la resurrección. Esos claros relámpagos, sólo se atisban en la playa que sueña Tom Mix, una playa infinita con niños inmortales hermosos y libres; o con la nube que sueña Equis, infinitamente blanca. Con todo, la crítica de Monti no es una crítica a la religión sino al poder. Entraña, por cierto, un cuestionamiento ético, cuya resolución no se produce en escena sino que se arroja como problema al espectador. Escribe Octavio Paz: "Después de Sade, que yo sepa, nadie se ha atrevido a describir una sociedad atea. Falta algo en la obra de nuestros contemporáneos: no Dios sino los hombres sin Dios" (11). Monti sitúa sus piezas en ese intersticio, en ese hueco gigantesco que una ausencia revela. ¿Hasta qué punto convenciones y valores no son signos vacíos, puros gestos, muecas? Y, subrepticiamente, la pregunta de Dostoiewski: si Dios no existe ¿todo está permitido?
¿Cómo se articula este problema metafísico y ético con el problema socio-histórico que campea en la obra de Monti? Para esclarecerlo, podríamos remitirnos al pensamiento atrevido y lúcido de Georges Bataille, un hombre que ha pensado el temor y el temblor de nuestro tiempo y que contribuyó no sólo con los secretos ríos del pensar y del poetizar que caracterizan nuestra época sino que ampliará los de épocas venideras. Bataille afirma que la sociedad es un ser consciente (12). Niega que la conciencia se considere indivisible y asegura que no puede conferirse primordial importancia a la conciencia individual aislada cuando la existencia es comunional. Además de los individuos que componen la sociedad, existe un movimiento conjunto que transforma su naturaleza. Las instituciones, los ritos y las representaciones mantienen profundamente la identidad colectiva. La novedad que introduce Bataille con respecto a otras concepciones sobre el individuo y la sociedad radica en concebir a ésta como un ser consciente y no como una suma de individuos a los que se les añade unos contratos. Precisamente esa concepción de la sociedad como un ser consciente, que une conciencia individual e historia, está insinuada en la obra de Monti. Sujetos sociales, los personajes no remiten, sin embargo, a la tipicidad realista a lo que podríamos denominar cierto "decoro", pues su razón es la del exceso. En escena hay una constante correlación entre lo limitado y lo abierto, una quiebra de lindes, un desnudarse de lo concreto en la abstracta intemperie de lo genérico. Y para abarcar lo concreto individual como constituyente de lo abstracto genérico Monti se vale, con gesto contemporáneo, del arquetipo y del mito.
En las piezas de Monti el arquetipo aparece, pero a través de una desgarradura de lo individual. En Marathón, el mismo personaje que baila por su casita encarna la figura del conquistador arquetípico, arrasado por la enfermedad, en busca de su morada, la tierra que habrá de conquistar; el mismo mezquino y violento guardaespaldas es el fascista arquetípico que asegura :"El sufragio universal, más que una ficción, es una conspiración contra el orden social" (13). El espectador de Marathón presencia en continuidad un hecho circunstancial y un mito, no porque estén confundidos sino porque el ser del individuo y el ser de la sociedad están enlazados en la obra de Monti. Al respecto, la síntesis lograda en Marathón es fruto de una creciente tendencia a lo arquetípico iniciada desde la primera pieza. Magnus es un símbolo complejo que, al mismo tiempo, representa una fuerza autoritaria en el nivel psicológico, en el nivel socio-histórico y en el nivel metafísico.
Esta discriminación, acaso arbitraria, no es otra que la que la pieza postula, pues tales aspectos están muy diferenciados. De ellos, el discernible nivel socio-histórico era, no obstante, el más oculto. En Historia tendenciosa...se acentúa el matiz ideológico político pero, como dijimos, con clara tendencia farsesca. En Visita prevalece un cierto hermetismo, una acentuación del aspecto señalados en Magnus..., pero allí no están adicionados, sino que se presentan en una contigüidad mediante el pasaje mítico; por otra parte, la reflexión histórica se vuelve más genérica y se afina lo arquetípico. En Historia tendenciosa...el general de 1930 es una caricatura; en Marathón, el guardaespaldas será luego un arquetipo, que pronuncia palabras semejantes pero, si cabe, con un acento más lírico. Es decir, a la yuxtaposición de los niveles en Magnus se opone la correlación en Marathón; a la sátira política que distancia en Historia tendenciosa...se opone el mito en Marathón, que actualiza la historia y la hace circular comprensivamente en nuestra conciencia. La cortina de abalorios implica un grado más de abstracción, porque se elimina uno de los términos y sólo persisten los arquetipos, aunque a los monólogos líricos de Marathón se enfrenten los diálogos casi esperpénticos de esta pieza. Cabría preguntarse hasta qué punto el discurso artístico de Monti fue cambiando (si bien no en lo esencial) en relación con las circunstancias sociopolíticas, interpretando las modificaciones estéticas a la luz de las fechas de estreno: 1970, 1971,1977,1980 y 1981. El exasperado expresionismo de Magnus...y el hermetismo de Visita ¿no eran acaso asertos políticos?. No olvidarán los espectadores de Visita, en la ominosa Argentina Argentina de 1977, que ese ámbito mortuorio de la escena era también una imagen estilizada y fantasmal de las calles y de las casas que recorrían y habitaban a diario.
Entre otros, hay cuatro motivos que se repiten en la obra de Monti: la familia, los espacios cerrados, los rituales y las máscaras.
La familia es la célula y parte de un entramado social. Las relaciones que establecen y los códigos y valores que transfiere en tales relaciones son, de algun modo, homólogos a los de la sociedad que incluye a tal familia (14). En los dramas naturalistas de Sánchez o en los grotescos de Discépolo, la familia es índice y vehículo significativo para manifestar una situación social. En Monti también lo es, pero como los elementos realistas de sus mayores han desaparecido, la familia es ahora símbolo (como en Magnus...o Visita) y no admite una referencia concreta individual. La familia es una suerte de paradigma institucional que reproduce las relaciones jerárquicas y de poder que el individuo padece en una sociedad autoritaria. Un gesto fenomenológico en la estética de Monti. Jean-Francois Lyotard anota que "el individuo no existe como entidad específica, puesto que significa lo social, como lo demuestran las historias de vida, y tampoco la sociedad existe a título de en sí coercitivo, puesto que simboliza junto con la historia individual" (15). Según tal premisa, en la obra de Monti la familia no es signo de un referente particularizado e individual sino símbolo polisémico.
El espacio cerrado adquiere una tendencia negativa en Monti (la casa, el salón de baile, el prostíbulo). En su Poética del espacio Bachelard escribe: "frente a la hostilidad, frente a las formas animales de la tempestad y del huracán, los valores de protección y de resistencia de la casa se transponen en valores humanos. La casa adquiere las energías físicas y morales de un ser humano" (16) . En las piezas de Monti la casa (o los espacios cerrados) son el sitio imaginario que concentra ese mundo exterior que se condena. Adquiere, por cierto, energía física y moral, pero negativa. Allí la casa, sin duda, ensimisma la hostilidad.
En el inteligente artículo del crítico norteamericano Peter Podol se señalan los elementos grotescos y surrealistas en el teatro de Monti. Una señal del grotesco es la reiterción de la máscara o, mejor dicho, del rostro que aparece una máscara; los ritos, por otra parte, son indicios del surrealismo visto con amplitud en Artaud, Genet, Ionesco y Arrabal (17). Podemos, no obstante, ampliar la significación de estos elementos. Los rostros como máscaras caracterizan, con descripciones muy similares, a personajes como Magnus, Pola, los viejos, el animador o Mamá, que son símbolos totalizadores y que manifiestan cierta ambigüedad, oscilando entre la nada y la plenitud. Magnus, "Gruesos labios rojos, semicalvo (...) el tono de su piel es sanguíneo, la barba le deja un rastro azulado en las mejillas. Espesas cejas negras" (18). En Historia tendenciosa..., Pola dice: "Hay tanto maquillaje que a veces tengo la sensación de mirar por dos agujeros. O que debajo del polvo y la pintura no me queda piel" (19). En Visita, la cara de Perla es una "máscara blanca (...), labios de un rojo intenso y chillón (...), ojos helados" (20). El animador de Marathón tiene "rostro empolvado, ojos ocultos bajo el negro de sus pestañas, labios pintados" (21). El rostro de Mamá, "recargado de maquillaje, tiene algo de máscara siniestra" (22), la máscara indica, precisamente, la ausencia de persona, muchos y nadie, múltiple nada. El ritual, por otra parte, se vincula con algunos de estos personajes para conservar la inmutabilidad de su orden, otorgar validez a su situación dominante para separar los roles y condenar como tabú aquello que se aparte del rito. Es entonces un símbolo que denota dominio. El ritual es un comportamiento institucionalizado, generalizado y repetitivo. Esa reiteración que lo signa, sanciona como impuro lo innovador. Los ritos proliferan en Magnus o en Visita, y con ellos el símbolo de Magnus y su casa y la casa de Lali y Perla se completa. El rito implica, entonces, un tiempo detenido y un sistema de reglas inmodificables (23). En el interior de la representación Monti cuestiona las representaciones sociales y con una estética que privilegia el ritualismo explicita los ritos vacíos que fundamentan una sociedad. Doble juego espejeante: la representación, de suyo irreal, acentúa el carácter irreal de lo representado, revela la máscara, distancia y parodia, en suma, carnavaliza (24).
En cuanto a la filiación del teatro de Monti, podría remitírselo a modelos esternos. Sin embargo, Monti ha pensado su teatro en relación con Discépolo, Defilippis Novoa, Arlt, y en la última década, con griselda Gambaro. Sin duda esa relación es más justa y, por demás, el teatro de Monti aguza la percepción de ciertos elementos latentes en esa línea del teatro argentino. El propio Monti aprecia en He visto a Dios ese entrecruzamiento tan particular entre lo concreto y lo metafísico. Se ha insinuado también que la profusión de espacios cerrados en la obra de Monti se relaciona con el paso del patio a la habitación, que se da en el grotesco.
Podríamos apuntar algunos aspectos de esa filiación, en contrapunto con ciertas reflexiones de David Viñas, que ha discurrido con aguda eficacia tanto sobre teatro argentino como sobre la ecuación literatura y política. En el estudio de Viñas sobre Discépolo leemos una frase clave: "el sainete, al refinarse en grotesco, gana en potencia simbólica lo que pierde en referencia social" (25). Quizá con esta frase Viñas señaló el elemento dinámico que se transforma hasta Monti y lo alínea en la tradición. Ese paso de referencia a simbolismo tendría diversos grados de desapego y una incidencia concreta en soluciones estéticas diversas. En Los disfrazados, de Pacheco, 1906, el conflicto entre el ser y el parecer que acentuará el grotesco está sugerido con timidez por un motivo elemental: la máscara se pierde en la mascarada. Hay emoción dramática, sin duda, pero el motivo de la máscara no se aparta de su referente típico. En He visto a Dios, de Defilippis Novoa, hay un paso más, la acentuación de una incongruencia. Si en Los disfrazados la máscara implica una moraleja, en el grotesco supone una condición moral. En esta pieza, la apariencia resalta, aparece ferozmente bajo el haz de luz que enciende el vendedor de Biblias. El fantasma tiene un soporte humano, se adiciona a él, se individualiza, pero desaparece cuando aparece Vittorio a plena luz. En El fabricante de fantasmas, de Arlt, el desdoblamiento antes insinuado ya se ha producido: Pedro se halla junto a su consciencia, objetivada. No es una mascarada difusa, no es un disfraz transfigurado por la luz. Dando cuenta de un desgarramiento, de una escisión, la conciencia es otro personaje junto a su contemplador. En Visita, de Monti, Equis cortó amarras con el mundo real. Setenta años después el fenómeno de la mascarada se ha hecho esencial apariencia, símbolo completo. El resabio naturalista que persistía en los antecesores se ha liberado y ahora prevalece un estado de irrealidad. Si el sainete se interioriza en el grotesco, el grotesco se mitifica en el teatro de Monti. Esta hipérbole que ha sufrido el grotesco, que ahora se volvió fantasmagórico, también puede rastrearse en el conflicto central que plantean obras como El organito o Relojero, de Discépolo: el enfrentamiento entre padres e hijos, que en Monti devendrá parricidio (26). Dice Viñas que el grotesco presenta a "los hijos en oposición cerrada frente a los padres, el nihilismo frente a lo establecido" (27). Ese enfrentamiento entre el padre grotesco y sus hijos verdugos ¿no es el mismo enfrentamiento, magnificado y exasperado por los arquetipos, que son uno y todos, en el teatro de Monti? Si el teatro de Discépolo es el grotesco del proyecto liberal, en La cortina de abalorios Monti ha mitificado las instancias de ese proyecto, pero no apeló a individuos excéntricos como Discépolo, sino a arquetipos, fuerzas brutales en oscuro fluir de pesadilla. Esa exasperación, esa magnificación tiene su correlato histórico. Viñas señala el acuerdo entre ejército y oligarquía que prevalece en la época del liberalismo conservador o república conservadora, hasta 1916. Y agrega: "Conjunto social que si en 1930 logra de por sí una equívoca reaparición de diez años, hoy, después de un siglo, se obstina en prolongar -con una creciente dureza que se lee en el revés de su trama triunfalista- un circuito que ya evidenció sus aportes más fecundos, su eficacia si se quiere, pero cada vez más sus límites, su agotamiento y sus categóricas contradicciones. Entre las que se destaca, precisamente, su crispada acción represiva" (28). Del mismo modo, Monti erige una violencia que es la de la década del setenta y una consecuente rebeldía ética y estética. La interrogación y la memoria de esa década se hallan, de un modo profundo y elusivo, en sus obras.
El teatro de Monti es vanguardista en su aparición, no complaciente. A su modo impugna y se rebela, seduce con crueldad y no con mera belleza a la conciencia. El eco del horror, el vacío giro de la frustración y el trunco deseo, la violencia son facultades estéticas. Paradójicas virtudes para ampliar la libertad intelectual y conjurar la otra, la violencia real, la violación sombría, el sometimiento.