Por Silvina Friera
Publicado en PAGINA 12
Ningún paisaje está en un solo sitio; se
desplaza en los ojos de quien lo contempla. Las pupilas entristecidas por la
partida del sabio y magistral narrador que fue Héctor Tizón rememoran Yala,
Casabindo, Humahuaca, Cochinoca; silabean bajo el temblor de la emoción la
aridez de esa geografía atravesada por la melodía del viento, la polvareda del
camino y el compás minucioso que teje el silencio. El árbol de la infancia
vuelve a crecer en otros suelos. Cualquier tierra puede ser propia y extraña.
Vivir es olvidar, viene a la mente lo que propone el protagonista de uno de sus
relatos. El arte del escritor jujeño, que murió ayer en San Salvador de Jujuy a
los 82 años, consistió en alivianar su equipaje para viajar con mayor comodidad
a través de una red de cuentos y novelas en los que configuró una intensa épica
de la austeridad desde experiencias de alcance universal como la iniciación, el
amor, la traición, la locura y el exilio. Su escritura se forjó en el cruce de dos
lenguas –el castellano de los libros que leyó mestizado con las inflexiones de
la oralidad quechua– en las que resplandece lo dicho, pero también aquello que
permanece en los márgenes, lo que no es audible o no tiene expresión. El
refinamiento, la belleza poética, emerge justo en el preciso instante en que la
lengua apenas puede emitir susurros desperdigados sobre las páginas, al pie de
la letra. “Las palabras sólo son sombras de los hechos”, postulaba en otro de
sus relatos. El olvido no comienza en la tumba, como creía. Mientras haya un
solo lector memorioso, la llama de Tizón seguirá encendida.
El lugar de nacimiento a veces es
accidental. Si en todo escritor anida un gran mitómano, la biografía puede
estar intervenida por lo que el interesado prefiere orquestar. Aunque en este
caso es otro cantar. A diferencia de lo que se cree, Tizón nació el 21 de
octubre de 1929 en Rosario de la Frontera (Salta), en el Hotel de las Termas,
durante un viaje de sus padres, oriundos de Jujuy, el lugar en el mundo que
siempre consideró como su tierra de pertenencia. El mismo se enteró cuando
necesitó ordenar papeles para rumbear hacia el exilio, en 1976, y pidió una
partida de nacimiento. “Como no me la daban, le dije a mi padre: ‘¿Qué pasa, se
han olvidado de inscribirme o qué?’. ‘No –dice–, no la vas a encontrar nunca
porque naciste en otro lado.’ Y cuando di con ella, le pregunté: ‘¿No
encontraron a ningún criollo para ponerme de testigo de mi nacimiento?’. No,
porque mis padres eran los dos únicos pasajeros del hotel.” El abuelo paterno
del escritor –“español cubano casado con cristiana vieja”– llegó a Yala (Jujuy)
por error, buscando Africa, el calor y las palmeras. Los habitantes del pueblo
lo evocaban como el primer plantador de bananas de la zona. Algunos de sus
mejores libros como Fuego en Casabindo (1969) y El gallo blanco (1992) son
lecturas obligatorias en las escuelas del Noroeste. Vivió en Salta, entre 1943
y 1948, donde cursó el secundario y publicó sus primeros cuentos en el diario
El Intransigente, relatos que nunca quiso editar en un libro. Intuía, no
obstante, que no faltará algún investigador entusiasta que escarbe en los
archivos hasta dar con esos textos. “Uno empieza dando tropiezos memorables.
Tanto el bípedo como el ave: se empieza a los golpes”, reconocía el escritor
con esa sencillez que lo caracterizaba. La expectativa literaria era como una
olla a presión donde se cocinaban los sueños y deseos del joven Tizón, que
estudió Derecho en La Plata y arrancó con su periplo diplomático en 1958.
Estuvo en México, donde fue agregado cultural y conoció a Juan Rulfo, Augusto
Monterroso, Ernesto Cardenal y a Ezequiel Martínez Estrada, entre otros autores. Dos
años le bastaron para decidir regresar nuevamente a Jujuy, en 1962.
Afiliado a la UCR –solía definirse como
“yrigoyenista”–, fue juez de la Corte Suprema jujeña. No se refugiaba en el
impacto de una metáfora para escamotear el humus de sus pensamientos. Le
gustaba tirar del hilo para desembrollar la madeja convulsionada del tiempo que
le tocó vivir, como lo hizo en los ensayos de No es posible callar, donde
reflexionó sobre el lugar que ocupa el artista, el destino de la sociedad
occidental y el discurso tramposo de la globalización. En
2003 inauguró la Feria del Libro en el predio de La Rural. “Hubiese preferido
un tiempo diferente para abordar el lema ‘Los argentinos y los libros’, pero ni
siquiera en ceremonias como ésta es posible callar ante actos tan brutales;
hacernos los distraídos sería, más que una mera cobardía, un acto inmoral”,
dijo el autor de La casa y el viento (1984) por la invasión de los EE.UU. a
Irak. Esgrimía que no podía hablar de la literatura cuando “los pistoleros
cibernéticos aplastan pueblos y amenazan con asolar al mundo”. La memorable
ovación estalló cuando afirmó que el cinismo del discurso único ya no puede
disfrazarse: “La fuerza imperial no necesita a un Conrad o a un Kipling. Le
basta apelar a citas de Al Capone”.
Tizón ha profesado su orgullo y devoción
por la majestuosidad del paisaje donde vivió; atesoraba las voces de los
relatos con los que las niñeras indias esculpieron su infancia y reconocía que
la mujer introduce al hombre en la tierra, que transmite la palabra. “El mundo
–decía Strasser, uno de sus personajes– es siempre lo que una mujer ha hecho de
él.” Más que un paisaje o frontera geográfica, su obra se construye a través de
un narrador que asume una condición lingüística al proclamarse parte de la
cultura altoperuana. Mientras bosquejaba los cuentos del que sería su primer
libro, A un costado de los rieles, publicado en México en 1960, zanjó la
tensión entre la lengua libresca, aprendida en la biblioteca paterna –el
castellano de Calderón, Quevedo, Lope–, con la lengua de los indígenas, “el
dulce habla de las criadas”. Cuando esos mundos aparentemente contradictorios
se contaminan –comprendió–, se reconocen mejor. El escritor no se cansaba de
repetir que la materia de su oficio son “las imágenes mentales que fija con
palabras”. Sin embargo, era consciente de la tentación a la que está sometida
la literatura que se amasa lejos de las grandes urbes, esos focos de
irradiación que toman una parte por el todo de la literatura argentina. “En las
provincias podemos ver los pecados capitales caminando por las calles, con
nombre y apellido. Y aprender a observarlos, conviviendo con ellos, es una de
las grandes primeras lecciones para el incipiente escritor”, señala en un
ensayo. “La segunda es olvidarlo para que de todo ello quede su esencia y poder
usar libremente esos atributos, huyendo de la perspectiva provinciana.”
En “Más allá del regionalismo: las
transformaciones del paisaje”, texto de Enrique Foffani y Adriana Mancini que
integra el volumen La narración gana la partida de Historia crítica de la
literatura argentina, se plantea que el jujeño ejecutó el gesto sugerido por
Roland Barthes. En uno de los ensayos de El grado cero de la escritura, el
crítico francés asegura que la novedad en el pensamiento proustiano es haber
desplazado el problema del realismo y haber ubicado “el lugar de lo imaginario
en el significado; no en la relación entre ‘la cosa y la forma’, sino en el
signo, en la relación del significado con el significante. ‘El lenguaje del
escritor no tiene como objetivo representar lo real sino significarlo’”.
Foffani y Mancini subrayan que la literatura de Tizón “significa un paisaje, un
lenguaje, historias y personajes que responden por sus características a ese
espacio referencial al que el escritor pertenece”. En la configuración espacial
de sus cuentos y novelas –precisan– es donde con mayor nitidez “se observa el
trabajo a partir del cual el lenguaje actúa como mediador que procesa la
belleza natural del paisaje original”. En la premura con la que se rebobinan
fragmentos, frases, remates o principios, tal vez los lectores recuperen esa
sensación de que todos los sentidos oscilan por el entredicho. “Acaso la
historia podría ser sólo este mismo paisaje, las montañas sombrías de un color
confuso cambiante hora a hora
desde el amanecer al crepúsculo, el valle verde y el río y
las dos, tres, cinco casas desperdigadas...; queremos decir: un escenario donde
es casi obligado imaginar personajes como los protagonistas de esta historia
que se va a narrar. Por otra parte, todos estos personajes fueron aquí ellos
mismos, con sus nombres y circunstancias reales. Gente que quizás en otras
tierras no hubiera despertado la atención de nadie”, se lee al comienzo de La mujer
de Strasser (1997).
“A veces, percibimos la vida más
intensamente cuando la recordamos, con más tranquilidad que en el momento en el
que transcurre”, postula en El resplandor de la hoguera (2008), que aglutina
sus memorias, anticipo crepuscular de la despedida, donde despliega
perspectivas sobre lo real y lo ficticio, lo biográfico y lo literario. “Este
es el impulso que lleva a un escritor a escribir diarios o anotaciones
autobiográficas; esto y la certeza de que el pasado no permanece en su lugar, nunca
se mantiene estático. Sólo puede revivirse en la memoria, y la memoria es un
mecanismo que nos permite tanto olvidar como recordar; la memoria es
arbitraria: redescubre, inventa, organiza. El verdadero instrumento de la
creación es la memoria y de allí también que todo lo que un escritor escribe
sea autobiográfico, con más o menos matices.” En este libro –donde logra estar
“mano a mano con los fantasmas, regresado a lo que más quise y dispuesto a
desaparecer como una sombra, sin ruido, sin memoria, por esa misma rendija de
la vida que lograra vislumbrar y convertir en palabras”– desfilan el niño que
se subía a los techos para pasar horas leyendo, su visita a la casa de Benito
Lynch en La Plata, los prolegómenos de la publicación de Fuego en Casabindo, la
amistad con Martínez Estrada y Rulfo y su encuentro con Onetti en Madrid, donde
se exilió durante la dictadura.
Tizón conjuró la inexorable sensación de
epílogo –la antesala al silencio– con un tímido anhelo del porvenir. Acaso
pasado cierto umbral, la memoria se vuelve silenciosa y opta por callarse. La
prórroga al silencio, esas páginas que de pronto reparó que valía la pena
escribir, está en Memorial de la Puna, de reciente publicación, seis bellísimos
relatos imbricados por la Puna, tierra “lijada por los vientos y la sal”, “el
gran desierto lunar cálido y frío”, región que asume como destino vital y
literario. “Nacer es una casualidad, pero también una fatalidad, puesto que
nadie elige por sí mismo el lugar donde nacer. De modo que un escritor ronda y da
vueltas sobre el mismo tema, los mismos hombres y las mismas cosas”, escribió
en un ensayo de los ’90. La Puna es la Comala o la Santa María de viento
y polvo; las luces y sombras de una obsesión –todo transmite una especie de
“mensaje cifrado”– que sólo la muerte vino a clausurar. Quedan los gestos
modestos, las pinceladas mínimas con las que labraba la densa complejidad de
sus criaturas y ese cielo tramando preguntas durante el atardecer. ¿O serán los
lectores que miran esas puestas de sol con el interrogante a flor de piel, como
si estuviéramos ahí mismo, contemplando los murmullos de la tierra cuando se
abre a la noche?
Al principio no quiso irse: continuaba
presentando hábeas corpus por sus amigos perseguidos en 1976. Su mujer, Flora
Guzmán, lo interpeló con la espada de Damocles de un terror letal. Le dijo que
estaba loco si pensaba discutir con Hitler. Y lo convenció. La familia se
exilió en Madrid; recién volvió tras la guerra de Malvinas. El viejo soldado
(2002), “el menos querido de mis libros, si ello fuese posible”, es la única
novela que escapa a las reglas del mundo tizoniano. Quizá por eso eligió
publicarla casi veinte años después de escribirla. Como el protagonista Raúl
–que para sobrevivir en un país ajeno se emplea como escritor a sueldo de un
viejo fascista decidido a publicar sus memorias–, Tizón se las ingenió en
España para hacerse del dinero para subsistir sin dejar de escribir. “Fui un
negro de la
literatura. Presté mi pluma a otros que ni siquiera pensaban
como yo, y eso es tremendamente humillante”, recordaba. El también, como Raúl,
soportó en tierras lejanas el tedio, el miedo y la tristeza.
El autor de Sota de bastos, caballo de
espadas (1975), El hombre que llegó a un pueblo (1975), Luz de las crueles
provincias (1995), Extraño y pálido fulgor (1999) y La belleza del mundo
(2004), entre otros títulos notables, despliega en Memorial de la Puna una
meditación “casi póstuma” sobre la muerte: “Nada ni nadie puede reprimir los
recuerdos que iluminan de pronto aquello que creíamos perdido y desaparecido.
El olvido es más fuerte e irremediable que la muerte. Sólo está
muerto aquello que definitivamente hemos olvidado”.