Publicado en LA NACIÓN
Un baúl lleno de palabras
seductoras encubre el veneno que contiene la publicitada épica kirchnerista. La
alienación, en gran parte, se consigue mediante bellos vocablos, como nacional,
popular, inclusión, equidad, derechos humanos, modelo, justicia social,
proyecto y otras por el estilo. Equivalen a las que usan y usaron los
autoritarismos de diverso tinte. Basta echar un vistazo a la historia y la geografía. No hay
dictador que no se autocondecore como el "elegido" de su pueblo.
Hasta la dinastía comunista familiar que hubiese puesto los pelos de punta a
Karl Marx -el "progresista gobierno de izquierda" que hambrea a Corea
del Norte- designa al abuelo, padre y nieto "Amado Líder".
Acá ya tenemos el
"Eternauta" y la
"Bella Dama ". No hay mucho que esperar para que
también se los llame "Amados", pero antes tendrían que sacarse de
encima a un verdadero Amado, que es Boudou.
Cuando Néstor Kirchner accedió a
la presidencia de la Rep ública con
el menor número de votos que registre la historia nacional (incluso menos que
Arturo Illia), no se esmeró en ocultar los frascos de veneno que traía bajo el
poncho. Las pócimas que había derramado en Santa Cruz no le impidieron
apropiarse de la presidencia con toda la fuerza de su cuerpo. Al contrario, esa
ponzoña lo llevó a la
consagración. Estaba tan contento que empuñó el bastón de
mando al revés (¿el cielo mandó una alerta?) y pronto se arrojó sobre la
multitud que lo aclamaba hasta herirse la frente con una cámara de TV. De inmediato
se puso a replicar en el ámbito nacional la química que le permitió apropiarse
de toda una provincia.
Desde La Plata había vuelto a
Río Gallegos al comenzar la última dictadura militar (¿o un poco antes, cuando
el gobierno de Isabelita?). Importaba poco en esa emergencia. Al llegar al Sur
olvidó su militancia y se puso a ejecutar a los pobres diablos que estrangulaba
la circular 1050. El comienzo de su fortuna equivale en su biografía a un
bíblico pecado original. Después conquistó la intendencia, se rodeó de
colaboradores a los que exigía lealtad antes que eficacia, aumentó su fortuna y
se dedicó a conquistar la provincia. Instalado en la Casa de Gobierno, puso
en marcha una política autoritaria desprovista de piedad. Reformó la
Constitución para ser reelegido hasta que él mismo dijese basta. Persiguió a
los medios de comunicación con dientes de lobo para conseguir la supresión de
toda crítica. Amedrentó al Poder Judicial. Pisoteó a la oposición. E impuso
la identidad entre Estado y gobierno o -más claro aún- entre Estado, gobierno y
él mismo. La fórmula del omnipotente Luis XIV. Su última proeza fue mandar al
exterior e inscribir a su nombre la impresionante fortuna de varios cientos de
millones de dólares que pertenecían a la provincia. Hasta
ahora no se ha efectuado una transparente rendición de cuentas. No se sabe por
dónde circularon los dólares, cuánto perdieron o ganaron los depósitos. Es un
trayecto tan misterioso como el tenebroso viaje al que fue sometido el cadáver
de Evita.
Cuando Duhalde convocó a
elecciones presidenciales, Kirchner era el gobernador con más dinero para hacer
la campaña. Un
sector democrático del país, representado entonces por López Murphy y Elisa
Carrió, no logró unirse en una sola fórmula y Kirchner accedió a un angosto
segundo lugar. Carlos Menem no se atrevió a otra vuelta y Kirchner quedó
elegido. Pero lleno de resentimiento, porque asumía con un anémico porcentaje
de sufragios.
No demoró mucho en soltar su
temperamento destructor (de todo menos de su fortuna). Fue desagradecido con
Eduardo Duhalde, que le obsequió los votos e influencias que le permitieron
llegar al segundo sitio en la carrera presidencial. Además, Duhalde ya había
superado lo peor de la crisis desatada en 2001, acompañado por Lavagna, su
eficiente ministro de Economía. Le entregaba un país en marcha, que ascendía
hacia una buena cicatrización de sus heridas. También llegaba un fabuloso
viento de cola.
Pero el veneno de la épica
kirchnerista no presta atención a esas minucias. Néstor carecía de políticas de
Estado, no le interesaba el beneficio de su país, sino el propio. Desde Santa Cruz evidenció que su
meta, siempre, era saciar su adictiva hambre de poder y de las fortunas que el
poder brinda. En lugar de sentirse un servidor del pueblo, el pueblo debía
servir a sus ambiciones. "El Estado soy yo", le recordaba un sincero
Luis XIV.
Sólo cabe mencionar algunos de
los daños que produce su veneno, ahora convertido en epopeya.
Conviene empezar por la ingratitud. Es un
instrumento poderoso, porque aterroriza en especial a los cercanos. No sólo
apartó a Duhalde, sino que humilló enseguida a su vicepresidente Scioli porque
se reunía con empresarios. Scioli lo hacía para poner paños fríos y ayudar,
pero no había solicitado permiso. Entonces, sin anestesia lo despojó de toda
otra función que no fuera tocar la campanilla del Senado. Néstor odiaba que
algún ministro, secretario, gobernador o intendente se sintiera seguro, porque
le rebanaba un pedazo de su poder total. No le tembló la mano al echar a Béliz
o desprenderse de Lavagna o sacar de su puesto a cualquiera que se le
ocurriese. Después Cristina siguió sus enseñanzas (las peores, se debe
consignar) repartiendo guadañazos a diestra y siniestra según sus
cortoplacistas amores y perspectivas.
Kirchner convirtió el
"escrache" en un nuevo recurso político de doma. Desde el atril
señaló a empresarios, empresas, periodistas, sacerdotes, militares, políticos y
otros ciudadanos a los que buscaba someter. La gilada -como el mismo Perón
solía llamar con humorismo a sus seguidores más fanáticos- se ocupaba después
de convertir la amenaza en un acto concreto.
Otro componente notable del
veneno kirchnerista es la prédica del odio. El maduro consejo de Perón en el
sentido de que "para un argentino nada es mejor que otro argentino"
fue convertido en lo opuesto. Gracias a la épica kirchnerista ya no se pueden
reunir familias enteras ni grandes grupos de amigos porque estalla la confrontación. Ahora
hay elegidos y réprobos, progresistas y reaccionarios, izquierda y derecha que
ni pueden dialogar. El oficialismo decide quiénes son unos y otros. Quienes
disienten -cualquiera que fuesen sus méritos- deben cargar el sambenito
inquisitorial de calificativos degradantes.
La corrupción se ha vuelto
septicémica. El modelo consiste en profundizarla. Nada importante se hace para
disminuirla. Desde lo alto se dibuja el camino. Si la yunta presidencial ha
conseguido amasar una fortuna que no se podría fundir en varias generaciones,
quienes se acercan a ella esperan lograr lo mismo. o un poco, aunque sea. Las
fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las
Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y
despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin,
como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares
kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas
igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita
para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación. Muchos de
los blogueros que se ocuparán de insultar este artículo lo harán por la rabia
que les produce un desenmascaramiento y el temor de perder sus mal habidos
ingresos.
Asombra que tan poca gente
(primero El y Ella, ahora sólo Ella) haya conseguido armar una tan poderosa
legión de autómatas. Es patético ver cómo gente grande aplaude y sonríe ante el
mínimo gesto que se manda la Presidenta mientras actúa por cadena nacional.
Sometió a millones de argentinos, de los cuales una pequeña porción obtiene
beneficios caudalosos y la mayoría debe conformarse con los subsidios de la mendicidad. En realidad,
la épica kirchnerista no quiere terminar con la pobreza porque necesita de los
votos que se retribuyen por subsidios y otros favores.
La reforma de la Constitución es
otro frasquito del veneno -no el último- traído desde Santa Cruz y que los traidores
de la democracia pretenden hacer beber a la ciudadanía. Pero
¡ojo!: hay algo peor que la reelección indefinida. Es terminar con el actual y
débil Estado de Derecho. "Ir por todo" requiere una Constitución que
permita a los actuales dueños del poder hacerse del cuerpo y el alma del país.
Hacerse dueños de "todo". Ese es el veneno. Ese es el proyecto.