Andy Warhol, 1986
Isabella Rosellini, 1988
William Burroughs, 1979
Por María Gainza
Publicado en RADAR
Aunque a Robert Mapplethorpe se lo conoce sobre todo por sus fotografías de hombres, su retrato exquisitamente andrógino de Patti Smith con la camisa blanca, los pantalones negros y la campera echada hacia atrás a lo Frank Sinatra para la tapa del disco Horses es un clásico. En su libro Just Kids, Patti relata cómo conoció a Mapplethorpe cuando aún no era Mapplethorpe, el fotógrafo de estudio más grande de su generación. La primera vez que lo vio estaba en un cuarto alquilado, un joven dormido arropado en luz, parecía un pastor hippie. Se volvieron amigos, amantes y feroces influencias: “Juntábamos nuestros lápices de colores y papeles y dibujábamos como salvajes, niños alados adentrándose en la noche, hasta que exhaustos caíamos en la cama”. Parecían Hansel y Gretel en un estado de delicia mutua, extáticamente inconscientes del camino que les esperaba.
No vivían exactamente en una alcantarilla pero no les sobraba nada. Iban a museos y sólo podían pagar una entrada. El que veía la muestra se la describía después al que se había quedado esperando afuera. Y todo el tiempo los dos rezaban por el alma de Mapplethorpe: “El para poder venderla, y yo para lograr salvarla”, cuenta Patti y sugiere cáusticamente que fueron las plegarias de Robert las atendidas.
Punk dandy, poeta maldito del submundo neoyorquino, Mapplethorpe se embarcó en un flirt peligroso con su obra y el dinero, pero tenía el temple, y navegando cerca de las velas de Oscar Wilde conquistó las cumbres nevadas del arte. A nivel artístico su gran logro fue darle expresión definitiva a la transformación de los derechos civiles que se había iniciado en los años sesenta, un proceso donde lesbianas, gays y transexuales peleaban por su derecho a vivir en una sociedad abierta. Pero a la vez, Mapplethorpe creó fotografías de verdad y belleza. Cuando la decadencia fashion de los ochenta que elevó su obra a alturas de lo chic menguó, curiosamente sus fotografías no se vieron afectadas. Otros estilos cayeron en desuso pero Mapplethorpe siguió más radiante que nunca demostrando que su obra es eterna aun cuando está inmersa en el momento.
Comenzó a sacar fotos en los años ’70. Al principio trabajó con Polaroids y en ellas se anticipan todos los sellos y temas de su producción: el sexo, la belleza, la celebridad, el fetichismo, la elegancia. Después del ’75, y a medida que se iba haciendo famoso gracias al mecenazgo de su amante Sam Wagstaff, Mapplethorpe se compró una Hasselblad y contrató una corte de asistentes que lo ayudaban en todo. Entonces se dedicó a crear imágenes ultracontroladas y compuestas, de factura exquisita. La muestra Eros and Order que inaugura este jueves en el Malba enfoca este período, lo que la curadora, Anne Tucker, llama “la etapa madura de su producción” y explica por qué cuando apareció Mapplethorpe en escena los fotógrafos del circuito neoyorquino se preocuparon no sólo por el tema sino también por su gusto por la belleza decididamente fuera de moda.
La belleza de la composición le dio una forma, la cultura sadomasoquista le dio su gran tema, y combinándolas expuso algo que hasta ese momento no había salido del closet. Guiado por “una sensación en el estómago” (sensación que reconoció por primera vez frente a un kiosco de revistas porno en Times Square), Mapplethorpe trabajó con espíritu minimalista para refinar sus metáforas sexuales. Creó entonces teatralizaciones de ritos sadomaso, transformó en íconos fetichistas a sus modelos negros. Y todo el tiempo eludió la idea de gratificación sexual o estética: sus fotos son demasiado elegantes para ser pornografía, demasiado ávidas para ser moda.
El artista sabía bien el revuelo que iban a producir sus imágenes pero había cierta militancia en ellas y también, por qué no, mucha ambición. Mapplethorpe genuinamente creía que los órganos masculinos era espléndidos y que tenían el mismo valor estético que una naturaleza muerta o un busto griego. Dijo: “Hice una foto de un chico metiéndose un dedo en la pija. Creo que tal como es, es una imagen perfecta porque los gestos de la mano son hermosos”. Era su forma de predicar, ya que no se engañaba y veía al mundo del arte por lo que era: otro closet chiquito del que había que salir.
Lo cierto es que Mapplethorpe no inventó el desnudo erótico, simplemente hizo más explícitas las corrientes subterráneas que la historia del arte había venido develando. El crítico Germano Celant propuso un parentesco entre sus imágenes y el manierismo flamenco. En las fotos de hombres negros las pieles exudan la pátina de esculturas de bronce. En esa idealización y en el foco casi exclusivo en la forma humana aislada, una sensibilidad clásica está en juego. Pero su alta definición, sus superficies inmaculadas, van siempre acompañadas por una mezcla de distorsión y bravura: un clasicismo artificial y exagerado que por momentos recuerda también las imágenes de Aubrey Beardsley, el gran manierista de fin de siglo XIX.
Se necesita un tiempo para ajustar el ojo a las maravillosas luces y no menos maravillosas sombras de la obra de Mapplethorpe. La luz esculpe sus flores (los órganos sexuales del mundo botánico) como si fueran un cuerpo. Las fotos de flores son especialmente llamativas por su diversidad de lecturas: “Unos ven servidumbre, otros trascendencia”, escribe la curadora. Pueden emerger retorcidas de una caja como cuerpos en un ataúd o aparecer hacinadas en espacios claustrofóbicos. Son la mirada urbana y antibucólica de la naturaleza: flores que parecen oler como un pedazo de carne podrida.
En 1989 la muestra Robert Mapplethorpe: The Perfect Moment levantó una polémica. Su serie homosexual “Portfolio X” subió la temperatura corporal de los miembros del Congreso de EE.UU. y la muestra se canceló en Washington bajo la acusación de “promover la obscenidad”. ¿Qué causaba semejante polvareda? Las imágenes de “Portfolio X” eran elegantes, malvadas, excursiones noir hacia el sadomasoquismo metafísico. Mientras existieron en circulación privada eran bellas y perturbadoras, pero no dejaban de ser artefactos clandestinos como la erótica de Delacroix. Venían de los muelles, del mundo de Fassbinder, de los malos hábitos, el lenguaje crudo, las habitaciones llenas de humo y las paredes de ladrillo a la vista. El problema es que Mapplethorpe las llevó a los muros helados de los museos y las enfrentó a las sonrisas conocedoras de los expertos. De golpe, hizo colapsar nuestras jerarquías de respuesta al sexo, al arte y a la religión.
No eran imágenes documentales que registraban los estragos de la epidemia del sida y sustentaban la idea de que la marginalidad era riesgosa. No, esas imágenes hubieran sido aceptadas. El espanto ante Mapplethorpe era que el artista se había animado a mostrar a sus protagonistas homosexuales bajo una luz hermosa, y al hacerlo, a celebrar aquel modo de vida.
El Senador Helms, que lideró la campaña contra las obras, podía ser un chupacirios pero estaba en lo correcto al ver lo que veía en la obra de Mapplethorpe. No se trataba, como intentaba subrayar el mundo del arte, de un formalismo a lo Greenberg. Había más en estas fotografías que la calidad de la luz o la perfección de las impresiones. Mapplethorpe se había convertido en el poeta de nuestros violentos deseos por saber. Y eso era lo que generaba semejante ansiedad. Los senadores entrarían y eventualmente se irían de sus oficinas, pero lo que era insoportable para ellos era el hecho de que la terrible belleza de las imágenes de Mapplethorpe aún permanecería allí cuando Helms ya no tuviera una plataforma desde donde protestar.