29/3/10

El teatro y mi trabajo

Por Eduardo de Filippo
No les hablaré de mis obras de teatro (no me corresponde a mí juzgadas) sino de los diversos elementos que concurren en su nacimiento, desde aquellos más esenciales del fondo a los no menos importantes de la forma.
Quiero resaltar que, salvo algunas pocas cosas escritas de joven para ir ejercitándome, o más tarde por puras necesidades de trabajo, en la base de todo mi teatro siempre hay un conflicto entre individuo y sociedad.
Debo decir que todo se inicia siempre con un estímulo emotivo: reacción ante una injusticia, desprecio hacia la hipocresía (mía y de otros), solidaridad y compasión humanitaria hacia una persona o grupo de personas, rebeldía frente a leyes superadas y anacrónicas en el mundo de hoy, temor ante hechos que, como la guerra, pertuban la vida de los pueblos, etcétera.
En general, si una idea no tiene significado y utilidad social, no me interesa trabajar sobre ella. Naturalmente, me doy cuenta de que aquello que es cierto para mí puede no serlo para otros, pero estoy aquí para hablarles de mí y dado que la compasión, el desprecio, el amor... las emociones, en suma, se advierten en el corazón, en ese sentido puedo afirmar que las ideas me nacen en el corazón antes que en el cerebro. Luego trabajo sobre ellas con la mente, y necesito el entendimiento para hacer las ideas concretas, comunicables, confiándoselas a los personajes y otorgándoles a éstos palabras para expresarse. Mis ojos y oídos siempre han estado dominados, y no exagero, por un espíritu incansable, obsesivo, de observación, que me ha tenido y me tiene clavado al prójimo y que me lleva a fascinarme con el modo de ser y de expresarse de la humanidad.
En el fondo, no es tan difícil tener una idea, pero sí lo es comunicarla, darle forma. Sólo gracias a haberme empapado ávidamente y con cariño de la vida de tantas personas he podido crear un lenguaje que, si bien elaborado teatralmente, llega a ser medio de expresión de los diferentes personajes, y no sólo del autor. Para mí, cualquier lugar constituye un campo de observación, y sin duda uno de los más importantes es el Tribunal de Nápoles. A los catorce o quince años tenía un amigo, nieto de un abogado napolitano, llamado Triola y que vivía en Portalba; fue él quien me llevó al Tribunal por primera vez. Me acuerdo de lo que vi una mañana de invierno, en aquellas desnudas salas de la Sección Penal: tres pícaros rufianes napolitanos, demacrados, flacos, harapientos, sucios, encadenados y esposados los tres juntos (no sé si con esposas de acero o de hierro) debían ser juzgados por hurtos –seguramente serían algunas raterías– cometidos Dios sabe cuánto tiempo antes. Lo que verdaderamente me impresionó fue lo siguiente: el primer ladronzuelo fue juzgado y condenado, pero no podía resignarse a esperar a que fueran juzgados los otros dos que iban esposados con él. Naturalmente, entre una sentencia y otra pasa tiempo, porque en los tribunales tienen tanta costumbre de tratar con estos desgraciados que no sienten pena de ninguno; pasa un poco como con los cirujanos, que después de las primeras experiencias de estudiantes se acostumbran a la sangre y dan tajos... El juez impartía órdenes, el ujier hablaba en voz alta de sus cosas con otras personas; en suma, reinaba la indiferencia en torno al muchacho condenado, el cual, en un momento dado, se levantó y dijo: “Me quiero ir. Me han condenado, háganme salir. ¡Basta! No quiero seguir aquí”. No le prestaron atención y lo obligaron a sentarse. De pronto, estallaron la violencia y la rebelión en el joven: para desahogarlas, se golpeó con las cadenas y las esposas en la frente tan fuertemente que chorros de sangre mancharon las paredes y su rostro se convirtió en una máscara sanguinolenta. Ni aún entonces se lo llevaron... El presidente hizo desalojar la sala, todos salieron y yo me sentí feliz de volver a respirar aire puro. Para mí fue una experiencia tremenda. Creo que aquel muchacho me había dado la idea para un personaje, De Pretore Vincenzo. Como ya he dicho, el episodio me había impresionado profundamente; volví varias veces al tribunal con mi amigo, luego continué yendo solo, y poco a poco conocí una muchedumbre de desheredados, de ignorantes, de víctimas y verdugos, de ladrones, prostitutas, estafadores, de ángeles considerados diablos y de diablos considerados ángeles. Todavía hoy siguen conmigo, junto a tanta humanidad que poco a poco ha ido acrecentando aquella turba inicial. Cuando parientes y amigos se maravillan de que pueda permanecer tanto tiempo solo, apartado y aparentemente inactivo, no saben que es con esa gente con quien sigo hablando y razonando, escuchando sus casos, sus aspiraciones, seguidas demasiado a menudo de sus desilusiones e indefectibles protestas. Pero, volviendo a la cuestión: después de haber tenido la idea y haberla revestido sumariamente de forma, comienza otro período, largo y laborioso, en el cual durante meses, muy a menudo incluso durante años, tengo la idea dentro de mí, y nunca me he arrepentido de haber esperado para ponerme a escribirla. Si una idea no es válida, va palideciendo, desaparece, no te obsesiona más; pero si es válida, con el tiempo madura, mejora, y entonces la obra se desarrolla como texto y también como teatro, como espectáculo completo, puesto en escena e interpretado en sus más mínimos detalles, exactamente como yo lo he querido, visto y sentido y como, desgraciadamente, no lo veré jamás cuando se haya convertido en realidad teatral. Mientras que cuando apenas he terminado de escribir la palabra “fin” me invade una profunda antipatía hacia ese montón de hojas que espera impaciente llegar al público, cuando la obra está dentro de mí y soy el primer, único y feliz espectador de la misma, intento hacer que mis tres actividades teatrales se ayuden recíprocamente sin que una prevalezca sobre la otra, de manera que autor, actor y director colaboran estrechamente, animados por la misma voluntad de dar al espectáculo lo mejor de sí mismos.
Solamente cuando tengo claros el inicio y el fin de la acción y cuando conozco perfectamente vida y milagros de cada personaje, aunque sea secundario, me pongo a escribir. Este momento lo retraso todo lo posible, porque me doy cuenta de la responsabilidad que asumo y sé cuántas dificultades deberé superar para permanecer fiel al pensamiento, sin dejarme seducir por los imprevistos caprichos de la fantasía. Sin embargo, una vez que me he sentado y he llenado la primera página, trabajo rápidamente y con entusiasmo, como si me dictase a mí mismo.
Nunca me faltan las incertidumbres del oficio y a menudo me estanco con una situación buscando la forma de desarrollarla de manera que pueda anudarla mejor con otra que viene después. En esos casos dejo a un lado lo que estoy redactando, y para no levantarme del escritorio con un problema no resuelto –lo que significaría no tener más ganas de retomar el trabajo por quién sabe cuánto tiempo– allí mismo, amarrado al escritorio, me pongo frente a una hoja en blanco y escribo unos versos, que normalmente tienen relación con el argumento y con los personajes del trabajo interrumpido. Y esto me ayuda mucho, me permite acercarme cada vez más a lo esencial.
La historia de mi trabajo termina con la palabra “fin”, escrita al final de la última página del original. Después comienza la historia de nuestro trabajo, lo que hacemos juntos actores y público, porque no quiero dejar de decirles que no sólo cuando interpreto, sino ya cuando escribo, estoy pensando en el público. Si en una obra hay dos, cinco, ocho personajes, el noveno para mí es el público: el coro. Es a lo que doy mayor importancia, porque es él, en definitiva, quien debe darme las verdaderas respuestas a mis interrogantes.

Traducción: Borja Ortiz de Gondra

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