Por Horacio González
Publicado en PAGINA 12
Las cifras contundentes de los comicios arrojan tanto el aliento como la dificultad. Al primero hay que redoblarlo; a la otra, vencerla. Momento, pues, de algunas preguntas. ¿Cómo se formó el macrismo? Incluso esta expresión –macrismo–, ¿cómo usarla para que describa la situación que atraviesa la conciencia política de una ciudad? ¿Podría perder su estado vaporoso y decirse con ella algo referido a las ideologías, a las formas colectivas de lo político? No es un fenómeno genuinamente popular, pero sus votantes forman alarmantes mayorías electorales. No lo es, a pesar de su red de punteros en barrios, sus coqueteos con las formas más macilentas del peronismo, sus arabescos plebeyos y los ornatos de una supuesta juvenilia en francachela. Sin embargo, no es fácil penetrar en la formación anímica de esta masa numerosísima de votantes. ¿Vienen de antiguas configuraciones de la ciudad-puerto, con sus acciones refractarias a una modernidad abierta y justa, o el macrismo anuncia otra modernidad posible para la ciudad, donde ya no importe la ciudadanía renovadora sino un conservadurismo que festeja tecnologías y renueva un pacto de beneficencia populista con sectores desposeídos? ¿Y éstos? ¿Son herederos de antiguas epopeyas, conservan el legado ya deformado de la inmigración democrática o expresan también oscuros prejuicios y gozan con virulencia de una inconsciente subalternidad?
Quien quisiera escribir la historia del macrismo deberá tropezar con la falta de sus antecedentes en el tejido político nacional, pero tiene referencias anteriores en todos los intentos de generar “fuerzas nuevas” despojadas de las marcas onerosas de la política nacional. Los precursores del macrismo se encuentran en el propio intento de crear movimientos “sin precursores”. No tener “historia” es lo que se exhibe como señal adecuada. ¿Reconoce tradiciones, legados, momentos precedentes en que inspirarse? Ya sabemos la respuesta. El macrismo parece portador del orgullo de haber sido creado ex nihilo. Todo en medio de globos de cumpleaños (“bienvenidos”) y de un desenfado para exhibirse orgullosamente sin marcas de una historia nacional, cualquiera que fuera. El arte de refutarlo no es deshistorizarse del mismo modo, sino haciendo atractiva la insospechada epopeya que ahora será necesaria para derrotarlo.
Gana el macrismo con una vulgaridad sutil. Lo vulgar del macrismo no fue siempre visto como un etéreo ingenio publicitario sino como un modo de encubrimiento de su verdadera raíz ideológica, rellena por demás de pliegues empresariales, gerenciales y mercadotécnicos. Nada de eso es ajeno a su realidad, pero hay algo más a decir. Esa superficie lisa, sobradora, desdeñosa de lo que es sustancial a la política –su complejidad–, no sólo encubre sino que ha encontrado una buena manera de presentarse publicitariamente como el ser mismo de lo político. La política como el extremismo de la simplicidad; la elocución plana, crasamente uniforme; lo meloso, lo esquivo, lo previsible servido en bandeja. En Buenos Aires, una mayoría social sorprendente lo viene escuchando. Mucho se ha escrito sobre los enigmas culturales de esta ciudad. La relación de la vida popular con los actuales resultados electorales es uno de ellos.
Imaginemos la historia misma de este precursor aparentemente sin nada atrás suyo: Mauricio Macri fue a colegios de primera, privilegios notorios combinados con una rebeldía señoritil respecto al orden paternal y empresarial, en el que la empresa –respaldo, al fin, de sus devaneos aventurescos– es invocada y abandonada como en toda ambigua relación del heredero con los poderíos que lo atraen y en los que se inspira para buscar, sin embargo, esos “caminos propios”. Boca Juniors fue una larga jornada preparatoria, lógicamente de más importancia que sus primeros trabajos como “analista senior” en la empresa de papá. Cuando hablaba con Martín Palermo u otros jugadores, un aroma de paternalismo se desprendía de ese joven que gozaba del infrecuente entretenimiento de ser presidente del club más popular del país como quien cae en una realidad ajena, a la que se llega con saltos sociales más largos que los que luego realizara sobre módicos baches urbanos. Su secuestro por parte de una banda policial ocurrió hace dos décadas y por un instante su suerte se pareció a los terribles acontecimientos que habían paralizado al país de espanto. Evidentemente, sólo quiso percibir ahí un aciago episodio particular que le ocurría al niño señalado por la fortuna y no un vestigio que lo introducía en jergas secretas y actos criminales surgidos de la urdimbre sobrante del terrorismo en el Estado. Por el contrario, vio allí procedimientos que achicaban su mundo entre policías que pedían rescate y policías que lo rescataron.
Se trata de una carrera política atípica y afortunada, y se inscribe allí aquel momento de infortunio que es como si hubiera ocurrido en una zona ajena a la sociedad argentina, donde se movieran solamente ángeles y demonios de una pesadilla exterior solucionada, olvidada. Pero ésas son las estaciones del aprendizaje de Macri y centro crucial, acaso, de su vida. Sin duda, el estilo de juerga estudiantil que su grupo ha adoptado es la otra punta o el resultado de la densidad histórico-política cancelada, lo que opera como taponamiento de los poros de sensibilidad social, aun las mínimas que todo ser político contiene.
El PRO surgió en algún momento como la última instancia de una borradura; sigla dentífrica, despojada de huellas, alisada de manera que con ella se pudiera hablar sin modular conceptos; sólo con sensaciones, chascarrillos o mohínes de desaire. Macri se expresa así, con el evangelio del buen muchacho. Su estilo desembarazado es el de quien busca siempre ser exonerado. Su opinión sobre la inmigración es apenas sobre el desorden. ¿Alguien escuchó racismo ahí? Su opinión sobre la cuestión policial es apenas sobre el autonomismo de la ciudad. ¿Alguien escuchó ahí espionaje, patoterismo o sorda disputa territorial? Su opinión sobre los vínculos sociales es un acariciar a la gente, la protección que palmea al anciano o se reconforta con el músico con rastas (el “juntos venimos bien” cierra de pinza de los que ya están respecto a los que se les da “bienvenida”, publicidad meliflua y eficaz que en su tontería tiene un activismo que le falta a las otras). ¿Alguien ahí escuchó demagogia o desprecio publicitario por las vidas reales? Dijimos que al hablar busca ser exonerado. ¿Por qué vamos a pretender que hable con el lenguaje real de las implicaciones sociales si él viene a negarlas con su negligencia deshistorizada? ¿De qué hablan?, pensará él cuando escucha palabras “ideológicas”, a las que tacha así sin ningún problema. Si él sólo quiere ser exonerado de ellas para mostrar actos desnudos de gobierno, parecerse a una tuneladora o a una parada de metrobús. Por primera vez en la historia de la ciudad rige la exoneración como ideología supina en el lenguaje público gobernante.
A pesar de todo esto, Macri pudo dar su mensaje y encontrarse finalmente con una gran médula empedernida de creencias de un vasto sector social porteño, que hace varias décadas viene amasando una ideología soterrada basada en diversos encriptamientos: de la ciudad frente a los flujos nuevos de población; de los domicilios privados frente a un mal exterior indefinido que atacaría en forma inminente; de las conciencias ciudadanas, agrias de carácter, frente a imaginarias amenazas sin rostro culpadas de las frustraciones imanentes del vivir metropolitano. La ciudad ha perdido así su espíritu, como si el cínico desenfado de un Durán Barba fuera por fin la última forma encontrada de vivir en una urbe donde decrecen las libertades espontáneas y aumentan las devociones planificadas. El mencionado asesor electoral hace tiempo ha propuesto a los iconos de Internet como modelo de vida y los clichés existenciales (“antes era prestigioso el cazador, ahora el ecologista”) como nueva ontología ciudadana.
La ciudad autónoma estaría pareciéndose a aquella que marchaba hacia la Batalla de los Corrales, en 1880, con líneas cruzadas entre el gobierno nacional y el gobierno de la ciudad, que ahora sólo podrán resolverse no con el autonomismo de derecha de Macri (autonomismo porteñista, desconfiado, sedimentado de oscuras vindictas) sino con un nuevo autonomismo frentista que pueda convocar –para la segunda vuelta estamos hablando– no sólo a fuerzas políticas coalicionadas, sino también –para hablar más especialmente el idioma de las grandes tradiciones políticas de cambio– a trabajadores, sectores medios, estudiantes, intelectuales, profesionales, a pequeños y medianos empresarios, a compañeros de las izquierdas o a los nacionalismos populares, que son un ala crítica de la ilustración argentina, sin dejar de integrarla. A cambio de la respuesta a ese llamado, los que lo hagan –evidentemente, los conglomerados que apoyan a Filmus y Tomada– deben a su vez adentrarse en el espíritu de la ciudad, indagar aún más en esa médula pertinaz de la urbe ensimismada, con un macrismo popular amasado en miedos harapientos que habrá que interrogar con más eficacia argumental.
La fusión macrista de lo político con una imagen de fiesta de adolescencia se mezcla con toda clase de tosquedades –a la manera de las que expresa Miguel Del Sel–, aunque no se las ofrece en forma directa porque también el macrismo tiene una mediatización cultural que, hay que decirlo, no es la mera proyección del género “Midachi”, sino que se las reviste del género “Unesco”. Pero es hora de pulsar las cuerdas aún no exploradas de una respuesta a las grandes jugadas de las derechas económicas, publicitarias, culturales y comunicacionales, con sus marionetas gozosas de extinguir la política como felices cumpleañeros. La política trata de cómo entender el presente. Y el presente trata de cómo desarrollar una política de entendimiento sobre lo que aparece resistente u oscuro. En las próximas tres semanas, una épica social necesaria deberá implicar esa clase de entendimientos.