Desde que una vez vivió convencido, durante casi un año, de que había perdido el habla, cada frase que el escritor anotaba, y con la que incluso experimentaba el arranque de una posible continuación, se había convertido en un acontencimiento. Cada palabra no pronunciada pero hecha escritura traía las demás, y él respiraba sintiéndose de nuevo unido al mundo; únicamente con uno de esos apuntes logrados empezaba el día para él y entonces se encontraba a salvo, o así lo creía, hasta la mañana siguiente.
Peter Handke
La tarde de un escritor