Por Roberto Fontanarrosa
Cuando Walter Jeremy Rathbone modeló e impulsó a Roy T. Thomas hacia los umbrales de la fama, no lo hizo por un elemental cariño por los animales sino por pura desesperación.
La crisis del 30 había caído sobre la familia Rathbone como una furiosa tormenta de nieve y su padre, Estabel, perdió de la noche a la mañana todas las esperanzas de enriquecerse. Estabel había sido siempre pobre como una rata pero alentaba día a día, con tenacidad de inmigrante, el americano sueño de alcanzar fortuna. La aciaga mañana del 14 de octubre de 1934, el padre de Walter se despertó con la infausta nueva de que las dos acciones de la United Westinghouse que había comprado valían menos que una cucharada de cocoa y que sus ambiciones de prosperar entre la sórdida sociedad de Plymouth se habían esfumado como humo aventado en la borrasca. Para colmo, Walter perdió aquella misma tarde el abono para viajar en ómnibus, con lo que el mandoble del destino sobre la familia se tornó demoledor. Con la vista vacía, fijos sus ojos sobre la celeste pantalla del televisor, Walter J. Rathbone comprendió que debía aguzar su ingenio si no quería que él y su padre terminaran sus días en un asilo.
Y fue allí, en aquel momento de zozobra y desasosiego, en tanto sostenía lánguidamente en su mano derecha una botella de cerveza tibia, cuando su embotado cerebro detectó la idea que estaba buscando. La respuesta estaba allí, enfrente suyo, a dos metros tan sólo, en la pequeña pantalla que impregnaba de tintes azulinos el comedor de la humilde casa. Era obvio que algo faltaba en el mágico recuadro. Prestó atención. Estaban poniendo una nueva entrega de uno de sus personajes favoritos, Rin Tin Tin, pero ni siquiera la magia de la TV podía engañar a aquel espectador aventajado.
Rin Tin Tin ya no era el mismo, comprobó Walter, echándose hacia adelante en el desventrado sillón. Su pelo, de común sedoso y esponjado, lucía ahora quebradizo y ralo y ni siquiera lo monocromo de la televisión de aquellos años podía ocultar la enfermiza palidez de su paladar. La mirada del perro, otrora viva y exultante, era ahora una mirada errática, vaga, con dificultad para posarse en los objetos móviles. Con aflicción, porque amaba a aquel animal, Rathbone se hincó de rodillas casi con su nariz pegada a la pantalla para estudiar al astro. Hasta el ladrido, aquel ladrido enérgico, sano, resonante, que procuraban imitar todos los niños de Plymouth cuando jugaban en la calle, ya no era el mismo. Poco había quedado de ese ladrido de modulación cantora que, grabado en una placa de la Voice Record Corporation en abril de 1928, vendiera más copias que Navidad Blanca por Bing Crosby para la misma época. Y algo convenció a Walter de que se hallaba ante el ocaso del perro maravilloso: las escenas de acción eran interpretadas por un doble. Para quien, como Walter, algo conocía del mundo de la televisión, no era difícil percatarse de la triquiñuela ya que el perro que suplantaba a Rin Tin Tin cuando éste debía trepar a un tejado, caer por una barranca o soportar que un alud de rocas cayera sobre sus dorsales, era un chihuahua de pelaje oscuro, sin duda originario de México. Por más esfuerzos que hacía el pequeño animal por remedar los movimientos mayestáticos del astro, se notaban su falta de entrenamiento y escuela. “Mexicanos”, musitó Walter, condolido quizás por aquellos sufridos extras que llegaban a Hollywood atravesando la frontera por las noches, ocultos en camiones llenos de estiércol, disimulados entre arreglos ornamentales de cactus, y que luego morían como moscas por cinco dólares o un plato de frijoles, a manos de los directores de producción de la industria.
Aquella noche Rathbone no pudo conciliar el sueño. Se la pasó caminando de un lado al otro del pequeño living de su casa, la misma cerveza tibia entre las manos, hasta que el balazo con que su padre puso fin a su desengaño trizó la calma de la noche como un ramalazo de impotencia.
Walter, él lo sabía, había tenido siempre una particular relación con los animales. De niño podía torcer el curso de una columna de hormigas con el único imperativo de su silbido. Había conseguido el milagro, ya adolescente, de enseñarle a repetir la palabra “Quaker” a un canario, aunque éste se negaba luego a demostrar tal suerte, aduciendo que el esfuerzo le afectaba la garganta. Y hasta había conseguido que una tortuga, Ileana, le trajera los zapatos cuando él se lo solicitaba, siempre y cuando lo hiciera de buenas maneras. Walter se había desilusionado un tanto cuando Ileana demoraba una eternidad para traerle el calzado, y en muchas ocasiones aparecía con zapatos que pertenecían a los vecinos, lo que le ocasionó innumerables peleas y contratiempos. Eso y la fulgurante patada que le aplicó un mulo cenizo, a quien procuró enseñarle que se subiera a una tapia, lo alejaron del adiestramiento de las bestias domésticas.
Convencido sin embargo de que aquélla era una de las pocas habilidades de las que podía ufanarse a lo largo de una vida que no le había sido pródiga en satisfacciones, Rathbone comenzó misteriosamente a atisbar por calles, avenidas y callejones. El destino, por fin, lo premió un 18 de mayo de 1934, ya cuando el otoño oscurecía el atardecer junto a las arremolinadas aguas del Delaware. Entre una jauría de perros que cruzó la Avenida Tremont con escaso cuidado y comportamiento ruidoso, Rathbone creyó descubrir su objetivo. Se trataba de un pincher pequeño, tal vez más pequeño que lo que ambicionaba Walter, pero de buenos cuartos traseros y cabeza noble. Y una lengua carnosa y larguísima que colgaba, algo procaz, sobre los belfos húmedos. El animal se entreveraba con los demás, excitados todos ostensiblemente por la presencia de una perra. La conducta del animal estudiado por Walter era, sino vergonzosa, equívoca.
Una hora después, cuando la noche era un piélago negro que apretaba a Plymouth como una tenaza, Rathbone, entre puntapiés y manotazos audaces, pudo desprender al animal de la jauría. Llegó a su apartamento con el pincher en brazos, destrozadas sus ropas por las dentelladas de los descontrolados animales, manchados sus pantalones y solapas por humedades pestilentes..., pero feliz por la conquista.
De allí en más, fue ímprobo el trabajo para dotar al pincher de un bagaje mínimo de conocimientos para que pudiera enfrentar con éxito el impertinente ojo de una cámara de televisión. En más de una oportunidad, Rathbone cayó en el desaliento cuando el animal confundía sus órdenes de sentarse, hacerse el muerto, saltar sobre una mesa, fingir desinterés, cojear con tres de sus patas o encrespar el pelo hasta parecer una cotorra. Pensó seriamente en matarlo una tarde en que lo iniciaba en la vocalización, cuando llegó a sus oídos, desde la magnética y monocorde voz de un locutor de radio, una noticia que lo dejó helado: Rin Tin Tin había sido encontrado muerto en su casilla de madera de Beverly Hills. La noticia no era muy clara, pues dentro de la casilla había sido encontrado también un mapache, desvanecido, el agua en su plato con iniciales no había sido tocada y un hueso de goma que conservaba el astro desde pequeño había desaparecido y sería hallado días después al pie del monumento a Abraham Lincoln, en Boston. La novedad, aunque cruel, retempló a Rathbone.
Durante dos años más pulió al pincher, consumiendo con morosidad de esclavo los pocos ahorros que había reunido durante años trabajando de lavacopas en una fábrica de cristales. Finalmente, un 13 de octubre de 1935, el “Día de San Ignacio Inmisericorde”, para la congregación beata de Halifax, presentó a su perro, con el nombre artístico de Roy T. Thomas, a Frank Mojardo, director general de los estudios Mountain & Little Mountain. Cualquier iniciado en las lides cinematográficas se habría percatado de que las iniciales del pupilo de Rathbone eran las mismas que las del recordado Rin Tin Tin, a título de simbólico homenaje, pero Mojardo no reparó en el detalle. Su cabeza era una simple y fría máquina de calcular y consideró que Roy T. Thomas podía hacer sus primeras armas en la televisión, como animal de reparto. No era esto lo que ambicionaba Rathbone, pero su olfato de descubridor de estrellas le dijo que aquél no era un mal comienzo. Con Roy metido en el aceitado engranaje de la Mountain & Little Mountain, sólo habría que tomarse tiempo para que el gran público lo descubriera.
Y pronto tuvo oportunidad la audiencia de conocerlo. Fue cuando Roy, haciendo equilibrio sobre sus dos patas traseras, alcanzó un plato lleno de naipes a Randy, el ilusionista, en el Show de Merly, una tarde como tantas del año 1935. Nadie pareció reparar en él, salvo Rod M. Boettich, crítico del Magician Affairs, quien le destinó un par de líneas, advirtiendo que el paso de Roy había lucido más firme y elegante que el mismísimo caminar de la orgullosa Merly. Bien sabía Rathbone que aquel estiletazo no estaba destinado a exaltar la labor de su pupilo, sino a defenestrar a Merly Leominster, pero la mordaz ironía de Boettich acercaba, ciertamente, agua para su molino. Fue un golpe de suerte. La Leominster no soportó el agravio y en el show siguiente respondió airadamente al crítico, tratándolo de homosexual de izquierda, lo que era cierto y aceptado, incluso por el Politburó. Cuando en la posterior entrega de Magician Affairs Boettich volvió a abofetear a Merly con lo mismo, Rathbone y Roy ya habían sido despedidos del show.
Pero la semilla estaba echada y toda la farándula de Hollywood comentaba el asunto. Al poco tiempo, Custer W. Benetton, el zar de las películas de acción, llamó a Rathbone para salir a cenar junto con su perro. Fue una prueba de fuego, pero Roy se comportó como un caballero en la elegante mesa de La Côte Basque, donde se suscribió el contrato de su próximo trabajo. El dinero no era mucho, pero compensaba, en parte, los gastos de Rathbone y ponía al pincher compartiendo el cartel con John Wayne, Robert Preston y una joven inquietante que surgía, Teresa Farnum, quien con el tiempo terminaría su carrera triunfal siendo la secretaria de Zero Mostel.
La película Caravana de carretas no fue un éxito para la crítica, pero obtuvo gran suceso en el público, cosa habitual en los productos de Benetton, considerado por los popes del espectáculo como “el buitre sangriento del celuloide”. El casting registró a Roy T. Thomas como “perro II”. Aquello no conformaba a Rathbone, pero su experiencia en el medio le dijo que estaba en buen camino y su olfato percibió, como el de un tiburón hambriento, que el vil dinero grande navegaba cercano. Roy compartió luego el reparto de Montañas de repugnacia con Lee Samella, donde hacía de lobo; Hurgando en las narices, comedia con Sally Véneto, donde interpretaba a un gato, y otro par de películas menores de la MCA.
Luego el trabajo se cortó. La Segunda Guerra Mundial requería toda la hojalata posible para las escudillas que contenían la comida de las tropas de ultramar y las clásicas “latas” de películas pasaron a tener un costo inalcanzable para la industria.
Cuando ya Rathbone comenzaba a preocuparse, apareció una propuesta desde el teatro. Roy debía acompañar a Raoul Franciosa, el mismo de Fea horchata de la ira, en El arenque, una obra bastante hermética de Eneas Semegunda. Rathbone pensó mucho la propuesta. Aquella obra, sin duda alguna, no tendría ninguna trascendencia, no alcanzaría a juntar ni una docena de espectadores y moriría en el anonimato de alguna sórdida sala de Off Broadway, alimentada por el gusto pervertido de un grupo de intelectuales.
Pero no había otra propuesta, y el solo hecho de que apareciera una noticia en las revistas especializadas anunciando que Roy trabajaría secundando a Franciosa sería por demás prestigioso para el animal. Si bien Rathbone moría por ver a su perro en el brillo incomparable de las marquesinas de Hollywood, comprendió que el respeto que el mundo actoral profesaba por Franciosa podría derramarse también, como un baño de oro, sobre el lomo de su discípulo. Franciosa había sido considerado como el “mejor actor dramático” del año 1942, cuando hiciera de paralítico autista que come saltamontes en Oscura deidad y el mundo de la crítica hablaba de ¬él como “el seguro sucesor de Richard Dru”.
Fue así como Roy T. Thomas accedió a las tablas, interpretando el perro vagabundo que acompaña a Franciosa en El arenque, una lluviosa noche de estreno en marzo del 43.
Casi durante un año Walter J. Rathbone se cansó de visitar productores, directores y compañías conocidas, buscando un trabajo digno para su estrella, en tanto ésta perdía su tiempo en un sótano-concert para 15 butacas en el Soho. Por fin, Erwin Manifiesto, dueño de la Airline Fiesta y amigo personal de Howard Hugues, quien había comprado por mera diversión la O’Meaghan Pictures, lo llamó por teléfono para informarle que había pensado en Roy para el personaje central de su próximo éxito, Foobie, the Dog. Rathbone no podía creer lo que escuchaban sus oídos y una lluvia de almíbar, polvo de estrellas y luces multicolores se abatió sobre él al escuchar la oferta. Por fin su perro maravilloso tendría la verdadera y ansiada oportunidad en el séptimo arte, la instancia que lo pondría en los umbrales de la fama definitiva y, quizás, del preciado “Oscar”.
Tomó el tren nocturno a Rockland, ebrio de euforia, hacia la ignota sala teatral donde Roy despilfarraba su tiempo y su esfuerzo, para informarle de que debía ponerse al frente de un elenco de 476 actores y 249 actrices. La noche del 15 de octubre de 1945 será recordada siempre por Walter J. Rathbone pues la respuesta de Roy puso en su corazón una carga de acíbar, contrariedad y amargura, carga a la que muchos médicos atribuirían un año después la culpa de lo que le ocurriera.
Roy fue franco y cortante con su entrenador. Le hizo saber que había descubierto el verdadero teatro, que había percibido el maravilloso sabor del contacto con el público y que, gracias a los consejos y al sabio diálogo con Franciosa, había logrado desatar, dentro de sí, el “muñeco” actoral y perceptivo del que tanto hablaba Stanislavsky en sus libros. Rathbone no lo pudo creer. Gritó, insistió, rogó, lloró y hasta amenazó a Roy con llamar a la perrera. Roy le dijo que El arenque ya bajaba de cartel, pero que había comprometido con Franciosa su presencia para actuar la temporada entrante en Hedda Gabler de Ibsen. Rathbone, esa misma noche, tomó el tren de vuelta a Plymouth, para informar a Manifiesto de la desconcertante decisión de Roy.
De Roy T. Thomas no se supo más durante mucho tiempo. En 1965 reapareció su nombre, como actor de reparto, en La balandra, una obra experimental del escritor yugoslavo Voivodinic. Luego, su rostro se pierde para siempre, sospechándose incluso que varió su nombre para no ser detectado por la industria.
De Walter J. Rathbone, se conoció un año después la infausta nueva, en tipografía sagala condensada 8, en las páginas interiores de un diario de Kingston.
Foobie, the Dog se filmó con éxito relativo en el 46, y la negativa de Roy T. Thomas posibilitó el auspicioso debut de un actor joven, de físico abusivo y rictus de desagrado, que respondía al nombre de Victor Mature.
(Incluido en El mayor de mis defectos y otros cuentos, Roberto Fontanarrosa, Buenos Aires, Ediciones De la Flor, 1990.)