30/6/10

Robert Downey Jr.: de convicto a superhéroe

Por Walter Kirn
Publicado en ROLLING STONE

Sentado en una silla de jardin en una franja desierta de Venice Beach, entre la rambla llena de casas de tatuaje y el vacío y chato océano gris, Robert Downey Jr. está vestido en su modo particular, con un buzo negro de lana con capucha y un enorme par de anteojos oscuros Blublocker que lo hacen parecido al famoso retrato del Unabomber que tenía el FBI. Viste unos pantalones amplios que se ajustan con cordón, como los que la mayoría de los hombres se ponen sólo cuando todos sus otros pantalones están secándose y les suena el timbre. A Downey, esa ropa suelta le permite moverse mucho -libertad para girar, flexionarse, estirarse, estar inquieto, y hasta rodar por la arena o tirarse boca arriba a mirar el cielo- y descargar su turbulenta energía cuando le agarra un derroche verbal. Sobrio y exitoso, el pilar de los miles de millones de recaudación de las franquicias Sherlock Holmes y Iron Man es, como mínimo, igual de vibrante y ciclónico que aquel viejo drogón y problemático figurón de tapa de tabloide de hace una década. Una conversación con él es como una tormenta de partículas en el espacio, paréntesis dentro de paréntesis, digresión tras digresión, una emanación cósmica no lineal pero tampoco incoherente. Downey se niega a seguir un guión, y nunca termina de enfocarse en una sola cosa, siempre preso de otra idea. Esa es la esencia de su mente y su espíritu, y, quizás, de su genial talento como actor.

"Ahora hagamos asociación de palabras", dice.

"Viral", comienzo. No sé por qué digo eso.

"Redundante", responde Downey. No sé por qué dice eso.

"Esotérico", digo.

El hace una pausa. "Accesible."

Me quedo en blanco. Este juego no resultó ser el ejercicio jazzero de Método actoral que yo esperaba. Quizá sea que Downey está cansado, simplemente. Es un fuerte adepto al Wing Chun, una disciplina del kung fu, pero hoy se estuvo quejando por una lesión en el hombro. Por ahora, igual, se resiste a tomarse un Advil, reflejo de su riguroso compromiso con una autosuperación totalmente natural. Pruebo con otra táctica:

"Vaginal", digo.

"Parfait" [postre refinado].

Es perfecto. Es más que perfecto. Es escalofriante, elegante, raro. Y se le ocurrió sin hacer ninguna pausa, como si esa absurda delicadeza lingüística -"parfait vaginal", no puedo dejar de decirlo- ya existiera en el inconsciente colectivo, y el sólo hubiera hecho un movimiento y lo hubiese recuperado.

Continúan las voleas, pero gradualmente pierden vigor, y se estancan en "remordimiento" y "lamer". Downey, cuyo talento está basado en el instinto -en la fe y obediencia que tiene con respecto a su instinto; y si no, miren su bizarra transformación en Una guerra de película, una interpretación que es como una corazonada o un capricho hecho compulsión-, sabe perfectamente cuándo es hora de volver al trabajo.

El único problema consiste en que es difícil saber con exactitud cuál es nuestro trabajo. ¿Iron Man 2? Downey no la menciona. Más tarde, cuando lo presione, dirá que hacer esa película fue "la lección profesional más grande de mi vida", y me dejará con la sensación de que "lección", en este caso, es un eufemismo para decir "suplicio". Prefiere mantenerse en temas más abstractos.

"Dejame que lo diga de esta forma", dice, respondiendo a una pregunta abierta sobre su estado general en estos días: "Estoy en el continuo proceso de trascender los rituales basados en el miedo". Le pido que lo desarrolle, que clarifique. Se tuerce en su silla inclinando la cabeza, primero para un lado, después para otro, después para otro. No se termina de acomodar nunca. Para Downey, que hace mucho tiempo se entrenó como bailarín de ballet y todavía se mueve como uno de ellos -la espalda arqueada, los hombros rectos, los pies plantados ligeramente, el cuello derecho, el mentón levantado-, pensar también es una actividad física.

"¿Tiene que ver con un sentido debilitado de pensamiento mágico o estoy realmente rumbeado?", me dice, con unas formas que son mezcla de distancia meditativa y conexión directa alma con alma mientras me explica cómo esos rituales que para él están "basados en el miedo" son distintos de todos los otros. "¿Es espontáneo o es premeditado sobre la base de algún tipo de necesidad de control?"

Sería muy fácil responder todos esos dichos que suenan a perorata new age encogiendo los hombros, pero no es tan fácil cuando la persona que los dice es una prueba tan estupenda de su potencial restaurador. Downey -el nuevo Downey de tests de orina limpios, que es el nuevo Downey desde hace ya tanto tiempo que se volvió el Downey común- es el mejor resultado posible del combo movimiento de recuperación, más poder del pensamiento positivo, más búsqueda de la iluminación. Antes de que termine el día, lo voy a ver abrazando y besando a su socia productora, y esposa desde hace cinco años, la prolija y delgada Susan, que irradia serenidad. Es un beso y un abrazo reales que expresan cariño real. Voy a estar al lado de él mientras me muestra en su computadora una canción de Indio, su hijo de 16 años. Es una canción real de una pasión y destreza reales, y también es real la compenetración de Downey con ella. Voy a ver cómo toma sorbos epicúreos de una gaseosa orgánica de frutas. Es una instancia de alegre frescor líquido bien real. Downey no sólo parece estable y descontaminado, sino que luce respaldado y destilado.

Sus palabras sobre iluminación y liberación se vuelven un poco más inteligibles una vez que uno acepta que su dialecto privado y la cosmología híbrida que hay detrás son más una forma de música mental que un sistema completamente racionalizado. "Cuando estás en el momento, si llevás a cero tu tablero, todo es posible", dice, y yo tengo que asumir que cuando dice "tablero" se refiere a algo parecido a una consola de mezcla o, quizás, al tablero de puntajes en el que cada uno registra lo que ganó y perdió en la vida. En una onda similar -elusiva pero evocativa-, describe una etapa de su carrera que atravesó después de sus años de ferviente inmolación, pero antes de su etapa actual de constante lucha y autoevaluación perpetua: "En el mundo Joseph Campbell, en el que ya no estás en medio del camino de nadie, estoy ahí afuera, y es frondoso y verde y hay abundancia, pero no creo que esté acumulando ninguna otra cosa que no sea supervivencia en la jungla".

La traducción, creo, es: estaba haciendo nada. Y se aburrió.

El tao de Downey es borroso y enigmático, pero sus principios, correctamente ampliados, parecen dar resultado. Una vez que se limpió y puso en cero su tablero, Downey comenzó a hacer ejercicios de flexibilidad artística, aumentados por magia blanca ceremonial, como preparación para la etapa siguiente. El cambio dimensional que lo convirtió en lo que es hoy: la estrella de la secuela del film de un superhéroe que está entre los estrenos más exitosos en la historia del cine, pero también el presidente de una productora en ascenso (su personal, cuando atiende el teléfono, dice: "Equipo Downey") y el dueño de un edificio de oficinas ultramoderno en Venice y de una enorme propiedad paradisíaca con vista al mar en Malibú.

"En términos de mi carrera laboral, los estaba preparando", dice sobre los años precedentes a su gran retorno. "Había un poco de Zodíaco por acá, un poco de Fincher por allá, algo de Un papá con pocas pulgas, resolví lo del seguro y ahí... ¡boom!" El boom fue el protagónico en Iron Man, que Downey venía codiciando explícitamente. La idea de interpretar a un superhéroe de historietas no sólo no le parecía una ofensa contra aquella devoción por la complejidad que le había valido el favor de la crítica y la credibilidad entre los actores, sino que incluso la veía como un escándalo tonificante, "totalmente viable en su carácter profano", con efectos que lo iban a lanzar de nuevo a la vida; a una vida mejor. Así que se puso a hacer algunos conjuros astrales. Antes de su prueba de cámara para Iron Man, construyó, de verdad, con materiales físicos, un "altar de las posibilidades del yo", usando "algunos objetos elegidos en forma intuitiva" que incluían una foto del superhéroe y -acá se pone raro- "una varita mágica de arenisca".

La colgadez acuariana de Downey y las metamegaconceptuales respuestas que da a preguntas básicas (acerca de su inesperado surgimiento como el más importante intérprete de roles icónicos exagerados de la actualidad, dice: "Me encanta cuando el vacío más improbable se vuelve un vacío, porque me recuerda que las cosas no son tan prohibitivas como creo que son cuando estoy en punto muerto") hacen que sea difícil entrevistarlo de una manera convencional, estructurada, pero también hacen de él alguien divertido para sentarse a boludear. Downey tiene una de esas mentes cuyas puertas de la percepción siempre están sin llave, abiertas a cualquier clase de posibilidades rocambolescas. Le fascinan los márgenes de la ciencia y las conspiraciones (por ejemplo, si existe acaso un lenguaje de las aves). O lo que los militares realmente están llevando adelante en el laboratorio Brookhaven Nacional de Long Island, donde, dice Downey, los investigadores han estado haciendo experimentos secretos para crear "supersoldados" con un aparato capaz de obtener "tres niveles" de cobertura: "Escondido", "Invisible" y "Desaparecido." ¿Cree realmente Downey en estas cosas tan extremas o es, en sus palabras, una imaginativa diversión "hidropónicosónica"? Eso no queda claro y probablemente sea irrelevante. Es un omnívoro mental. En términos de ideas, se alimenta de casi cualquier cosa, y lo que no, al menos lo mastica. Lo que sí termina tragándose forma parte de otra discusión, en cierta medida, porque toda esa psicodelia sale de un espíritu lleno de sentido común, bien informado, atenuado por la experiencia y moralmente sólido. De hecho, es algo así como un duro de la vieja escuela.

¿Cree que hay que legalizar las drogas? Para nada, ni siquiera la marihuana, a la que hace referencia como "el más grande destructor de ambiciones", y la considera una sustancia particularmente insidiosa porque, en general, se la tiene por benigna. "El porro, para mí, es agarrá la mesa más filosa de todas, redondeale las esquinas y después quedate pensando por qué te seguís abriendo las rodillas con ella. Porque la ves como algo distinto de lo que realmente es."

También tiene concepciones sorprendentes acerca de la vida en la cárcel, que según él está descrita de manera muy "bidimensional" en los medios, que enfatizan su supuesta brutalidad. Entre 1999 y 2000, Downey fue un interno de una cárcel estatal de California, debido a sus infames y repetidos fracasos a la hora de reducir a cero el tablero en términos de narcóticos durante la última mitad de los 90. "Cuando la puerta se cierra y hace clic, estás a salvo", dice. "Si te tocó el compañero de celda adecuado, no hay nada que te pueda hacer daño, por fuera de algún guardia pícaro. Estás, de hecho, en el lugar más seguro de la Tierra. A salvo de los intrusos. De cualquier cosa que pueda frustrar la espiral de la mortalidad." Siempre y cuando no compres falopa en la cárcel: "Si te guiás por esos impulsos, vas a terminar muy endeudado con alguien que es tan peligroso para la seguridad pública que tenerlo encarcelado resulta poco".

Pero la opinión más anticuada de Downey tiene que ver con la grandeza, la creatividad y la vitalidad transformadora de Los Angeles. No quiere escuchar ni una palabra en contra del lugar o en contra de la industria del entretenimiento. "En sí misma", dice, con voz firme y formal de patriotismo municipal, "es, como dice su nombre, una ciudad de ángeles". La gente que tiene una visión más cínica de Los Angeles, y llega a ella pensando que le van a ganar a las probabilidades -las mismas chances desfavorables que castigaron a otros como él-, está condenada a perder, dice, y no puede culpar más que a sus propios prejuicios negativos. "Me encanta que haya un poco de amargura, pero si querés zambullirte en una situación en la que tu amargura puede ser completa y calculablemente justificada, bienvenido. Entrá ahora y fijate si acaso estás en una parte distinta del casino."

El sol, borroso y pálido detrás de las nubes, ya cayó casi en su totalidad sobre el horizonte. Hace frío en la playa, y Downey ajusta su capucha y se rodea con sus brazos. La charla se apaga y nuestra atención vira hacia un pequeño y particular drama que vino desarrollándose toda la tarde a unos metros de nuestras sillas. El fornido asistente de Downey, un chabón llamado Jimmy Rich, al que le queda poco lugar para tatuajes nuevos en sus brazos cubiertos de tinta, se agacha entre medio de un montón de cables, baterías y manuales de instrucciones, a fin de prepararse para lanzar un cohete de juguete. ¿Por qué? No hay explicación. Tal vez sea un cortés intento de darle a un periodista una pegadiza metáfora visual para la trayectoria de Downey de adicto a superestrella. O quizás el lanzamiento signifique sólo una forma de agitar las neuronas del jefe, que dejó los narcóticos pero sigue necesitando de placeres pequeños para seguir naturalmente entonado.

El cohete está listo. Downey se niega a tomar los controles, así que Jimmy da un paso atrás respecto del control y enciende el interruptor. Nada. Toquetea algunos cables, intenta de nuevo y el estrecho misil de juguete vuela, describiendo un suave arco platónico en cuyo apogeo el paracaídas se abre y es capturado por una brisa que hace que el cohete lentamente retrase su recorrido y aterrice con suavidad a sólo unos metros del lugar de donde despegó.

Downey está maravillado por el elegante espectáculo. Casi levita sobre su asiento. Por estos días, imaginar y manifestar resultados increíbles es habitual. El lanzamiento fue uno más. La armonía abunda.

"Lo manejaste de puta madre, loco", le dice a Jimmy. Eso fue el Día Uno, en Venice Beach. Se discutieron muchos principios espirituales, se avanzó en muchas teorías acerca de la autosuperación, se acuñó el brillante término sin sentido "parfait vaginal", y todo finalizó bien, con el encantador y preciso aterrizaje de un bonito proyectil de juguete que parecía encarnar la mágica nueva vida de la estrella.

El Día Dos fue un poco más desprolijo.

El plan hoy era que yo me encontrara con Downey en sus oficinas, un búnker modernista de concreto cuya planta baja se parece a un relajado cuartel de campaña poblado por unos diez jóvenes vestidos con ropa casual, tan generacionalmente cómodos entre computadoras, y smartphones con touchpads, que no parecen para nada estar trabajando. Su misión es avanzar con lo que Downey denomina "la marca". Parece disfrutar su rol de ejecutivo y saborear la jerga del management moderno tanto como el lenguaje de la psicomitología cuántica. Cuando habla de su motivación para crear este equipo, la describe como "tratar de armar una infraestructura que flexione y moldee a presión la situación".

Pero nuestra reunión en sus oficinas no tendrá lugar. Media hora antes de que enfile hacia Venice, suena mi celular. "Habla Downey", dice. Alude a una mañana frustrante en la oficina, alguna clase de lío o pelea que agotó su paciencia, y me informa que está camino de mi hotel. Su impulsiva decisión de abandonar al Equipo Downey le hace ganar mi cariño, lo admito, porque parece acompañar, de una manera demasiado humana, ciertas declaraciones difíciles y definitivas, formuladas ayer sobre la autodisciplina y la madurez, que me hicieron sentir un debilucho, blando, caótico, un ser totalmente inferior. Dijo: "Fui llevado a un punto en el que nada que no sea mi mejor intento de tener una existencia honrada es suficiente". Y más intransigente aun: "Para cierto tipo de individuo, creo que el camino hacia la libertad es simplemente cargar tus acciones de una responsabilidad irrevocable".

Downey estaciona frente al hotel una llamativa camioneta Audi blanca, luminosa, recién desvirgada de la concesionaria, las gomas negras inmaculadas y un parabrisas que parece invisible; quizá sea un modelo especial, únicamente para estrellas de cine. Está solo en el auto: sin chofer ni asistente ni buzo con capucha antifama. Ayer era una persona que tenía un plan -ayudar al periodista a que hiciera su trabajo, armarle una silla de jardín, un lanzamiento de cohete y un cesto de picnic con comida sana-, pero hoy está en modo "pase lo que pase". En su estéreo suenan los Doobie Brothers, con lo cual es claro que no le interesa parecer cool, y está quejándose sobre el costoso intercomunicador que le acaban de instalar en su nueva casa. Se queja de que al teclado le falta un botón que lo comunique directamente con Indio (el detalle que más quería). Se quejó con su esposa de que la ausencia de ese botón para él hacía que todo el sistema fuera inútil, y cuando ella le pidió que se calmara, él defendió agresivamente su derecho a expresar su insatisfacción por un producto defectuoso por el que había pagado una buena cantidad de dinero. Dejó el asunto sin resolver, me cuenta, porque esta noche tiene sesión de terapia de pareja. Downey reserva dos horarios por semana -pagados por adelantado- con un analista al que llama "el mejor psicólogo de Estados Unidos". Una sesión es para el mantenimiento regular de la relación con su mujer. La otra es una "flotante" que usan para lo que necesiten. Susan y él pueden resolver la cuestión esta noche, dice. La idea parece relajarlo. Sube el volumen de la música.

Todo ese despliegue de maquinaria dedicada a solucionar problemas es algo en lo que Downey confía para que lo proteja de sus propias debilidades y cagadas, no es un mero accesorio típico del famoso. Al menos no en este caso. "Las consecuencias de un pequeño desliz no son lo que eran antes", me contó ayer. "Ya no es cosa de chicos." La verdad es que para Downey esas cosas de chicos nunca fueron cosas de chicos. Eran crack, cocaína, heroína, audiencias judiciales bien publicitadas, encarcelaciones. Su primer matrimonio, con la actriz Deborah Falconer, se hundió en tamaña infelicidad y conflicto que Downey se pasó su cumpleaños número 30 afuera, hecho un ovillo en el piso por la abstinencia, mientras su mujer lo miraba de arriba vibrando de furia. Las recaídas en general eran seguidas de un retorno que sólo hacía que la siguiente caída fuera más brusca y terrorífica.

Extrañamente, una parte del problema era el terco profesionalismo y la energía de Downey, o quizá su orgullo por las dos cosas. "Antes me sacabas del asiento de atrás de una camioneta de fiesta, me tirabas en el set, me dabas un sándwich de atún y podía funcionar." Esta capacidad de poder trabajar en medio del dolor "era la esencia. Era mi autoestima", dice. "Es tan triste que es hermoso. Habla mucho de la condición humana. Hay algo en eso que, de una manera muy adolescente, es una especie de honor."

Hoy, en lugar de hablar acerca de las ideas, los regímenes y las creencias en que se basa después de haber terminado su larga y truculenta parranda, parece compelido a limpiar su memoria de todo eso. Vamos en su auto a las colinas de Hollywood para que me muestre la primera casa que se compró luego de poner un pie firme en la industria, y después a Sunset Boulevard para pasear por los sitios de sus crímenes nocturnos, que compartía con compañeros de joda como el ex ídolo teen Leif Garrett, cuya compañía en bares y boliches, dice Downey, "siempre le subía un poco el volumen a las cosas". Recuerda su gusto por los boliches metaleros y lugares más cool como el Flaming Colossus (rebautizado por un amigo como Flemish Colostomy, colostomía flamenca), y el afecto que le tenía a la banda de culto Faster Pussycat. También se acuerda de su sensación de vacío cuando todos los boliches cerraban a las 4 de la mañana, y del alivio que sentía cuando volvía la acción al mediodía.

En auto hacia el Oeste, en dirección a la costa, en el Audi nuevo cuyo complicado tablero lo ofusca, le sube el volumen a un oscuro tema de Elvis Costello, "The Long Honeymoon". Su sueño es colaborar con Costello algún día y hacer un musical o un espectáculo teatral del cual no da mucho detalle, y que todavía ni se lo mencionó a Costello. Quizá suceda, quizá no. Downey está lleno de ideas y planes así, incluyendo algunas situaciones para películas bastante detalladas, pero hoy carga con una agenda ocupada, gracias a su condición taquillera, su dinamismo y su aparente inmunidad frente a la sobreexposición. Este año empezará a filmar la secuela de Sherlock Holmes, pero ya está filmando una película del espacio en 3-D llamada Gravity, en la que hace de un astronauta atrapado en una estación espacial averiada que trata de reparar desesperadamente.

Mientras vamos por la costa, Downey explica el incidente en la oficina que hoy lo puso loco. Empezó con su decisión de cancelar el viaje familiar al festival de Coachella que hacen todos los años. Había razones de logística, pero su principal preocupación era de padre: pronto iba a llevar a su hijo de vacaciones a Italia y le pareció que la excursión a un festival de música, que implicaba perderse días de escuela, era una indulgencia, un lujo de más. Downey no quería malcriar al chico. Antes de poder darle la noticia a su hijo, sin embargo -noticia que Downey sabía que no caería bien e iba a requerir firmeza-, un miembro del Equipo Downey llamó antes y reveló el secreto. Downey sintió que sus derechos como padre habían sido usurpados, y se lo hizo saber al autor de la ofensa. El jefe no está contento.

Almorzamos en una choza frente al mar en Malibú y Downey bebe un Dr. Pepper porque la gaseosa está asociada, en términos de marketing, con Iron Man 2, y él quiere ser leal a la causa. Cuando la canción "A Whiter Shade of Pale" llega desde un parlante ubicado en el techo, sacude su cabeza reflexivo y serio y me dice que ése es el tema más triste del mundo. ¿Por qué será?, se pregunta. El acertijo queda sin resolver. Rompo con el momento melancólico haciéndole la pregunta inevitable que la mayoría de los actores del calibre y estatus de Downey responden de manera afirmativa: ¿Le gustaría dirigir? La verdad que no. "¿Qué pensás que estuve haciendo los últimos cinco años?", dice.

Minutos después aprieta un botón para abrir la reja de la casa que está renovando desde hace casi un año. Tiene un jardín de estilo inmaculado e irreal, como el de un libro de cuentos. Las frutas en los árboles parecen puestas a mano, espaciadas a la perfección en las ramas perfectamente podadas. Los senderos, tan alisados y cepillados, y definidos por bordes tan claros y uniformes, parecen rutas en miniatura de un mundo de hadas. El interior de la casa no está tan pulido. A los cuartos todavía les faltan los muebles y, aunque brillan, lucen un poco austeros.

"Esta es la peor cafetera del mundo", gruñe Downey en la cocina, mientras trata de preparar un espresso con un aparato que lo hace esperar y esperar por su dosis de cafeína, y una lucecita verde en el costado se prende y se apaga, aparentemente solicitando la paciencia del usuario con un oscuro proceso interno. "De todas las opciones que había online, cómo pude haber elegido ésta, Blinkie el Rompebolas Japonés", dice Downey. Está bromeando, por supuesto, y exagerando su amargura, pero en algún punto parece genuinamente irritado. Primero, el intercomunicador inadecuado. Ahora esto. En ese momento, aparece en la puerta de la cocina el miembro del Equipo que se adelantó y le contó al hijo de Downey que no iba a ir al festival. Se lo nota avergonzado, pero Downey no lo mira aunque el empleado trata de arreglar las cosas anunciando que grabó, para disfrute de Downey como fan de las artes marciales, un especial del Ultimate Fighting Championship. El jefe no es frío ni amenazador, sólo está en otro lado, ausente, como si mantuviera una conversación telefónica inexistente.

Después de tomar el café, Downey me muestra el hermoso y expansivo terreno, parando para charlar con las cuadrillas de jardineros que están ocupados podando, apisonando y cavando. Uno de ellos le señala, de manera indirecta, que un tractor podría resultar de ayuda para sus esfuerzos, y Downey promete comprarle uno inmediatamente, luego continúa y tira: "¿Ves? Hasta de las infracciones me hago cargo". Creo que entiendo su estado de ánimo. Los eternos problemitas de ser terrateniente y respetable luego de haber sido, no hace mucho, alguien sin rumbo y de notoria mala reputación, quizá, lo estén cansando un poco. "El problema es", se ríe, "que debés tener una doble franquicia para poder costear el mantenimiento".

Mientras pasea por ese espléndido lugar del que ahora es amo y señor, Downey tiene algo de Gatsby. Está orgulloso del lugar, pero de una manera distante, como si no estuviera totalmente convencido de que es real. Me muestra el complejo de macizos corrales de madera y establos profundamente pulidos, acerca de los que continúa dudando si llenar con caballos reales. "Quizá nos volvamos una familia estilo ecuestre." Yo no la veo. No me suena a alguien que tenga la disposición del clásico jinete, o el tipo de persona que encuentre placer en desenredar crines, vaciar morrales, ajustar monturas y trotar en círculos. Pero quién sabe, ya se reinventó una vez.

En el borde del patio que mira hacia la autopista costera, finalmente, deja ver lo que la nueva casa significa para él: no una impresionante pieza inmobiliaria, sino una marca de cómo cambió su vida, de tal manera que a veces le debe resultar majestuosamente inexplicable. "Ahí es donde todo se fue abajo", dice, mirando una parte de la ruta debajo de nosotros. "Yo solía pasar con el auto y mi sensación era de desagrado, de remordimiento agrio. Ahí es donde desperdicié todo por estar enfermo. Y ahora pienso: «Uh, Dios, la patrona y yo vamos a vivir acá hasta que los nietos vengan a nuestros funerales. Vamos a quedarnos siempre acá. No nos vamos a mudar nunca. Qué loco»."

Hablando de la patrona, ya es hora, me dice Downey, de volver a la costa para la sesión de terapia que mencionó más temprano cuando contó su pataleta por el pésimo intercomunicador nuevo: "Tengo que explicarle mi reacción a mi mujer durante noventa minutos junto a un profesional".

Cuando Downey gira el Audi hacia la autopista, todos esos fastidiosos recuerdos y persistentes traumas salen de repente, de manera espontánea (una cascada cáustica, cómica y catártica de palabras, imágenes y energías que estuvieron haciendo presión en su cráneo todo el día). Emergen así de rápido, casi involuntariamente. Es 1996, el año en que todo lo alcanzó: no sólo la ley, también la justicia en un sentido más profundo. Y, según lo cuenta él, fue justo a tiempo.

"Este es el lugar histórico donde, hace años, en una Ford F-150, cuando el semáforo se puso verde, y recién salía de una interacción atroz con una de esas chicas muy tóxicas, ¿viste la clase de chicas con las que probablemente te arresten después de dieciséis horas de metérsela en la boca? La había conocido la noche anterior y habíamos ido a cenar a un restaurante. Ella se empezó a atragantar con una espina de pescado; le tuve que hacer la Heimlich. Me acuerdo de que era una noche gloriosa. Me contó que había un productor musical que la estaba espiando -cosa que no me importaba- y ella se enojó porque me drogaba. Estaba llena de límites.

"Era más o menos mediodía. Ya me sentía como para volver a mi casa en Malibú. Tengo que manejar con cuidado el auto, porque hay un arma de fuego adentro. Estoy destruido. La llevo de vuelta a la ciudad; ella se enoja porque sigo haciendo lo que siempre hago. La dejo y me voy de su casa, supongo que todavía espiado por el productor musical. Me siento bien. Me subo al auto que tiene el arma. Sólo tengo que llegar a salvo a casa, y justo cuando paso por ese lugar, piso el acelerador.

"Veo a un policía que me había parado y me había hecho el test de alcoholemia al menos dos veces en unos pocos meses. Prende las luces, me para, y había muchos delitos. Por supuesto, me sacó bajo fianza el novio de mi dealer, que trajo los 10.000 dólares en billetes chicos, de diez y veinte, y me acuerdo de que cuando volví a casa, estaba este tipo que tenía un local -su antiguo socio, Gary, era el dealer de merca más elegante del mundo, como un ingeniero de Seals and Crofts en versión alta costura-, que tenía la única merca que estaba tan buena como la que había tomado con mi papá y Jack Nicholson. Esto es lo que me acuerdo: vuelvo a casa después de todo ese lío del primer arresto, me acuerdo de que antes de todo eso había hecho una fiesta con el hijo de un famoso. Sus amigos y él vinieron en el viejo Jaguar de su papá, que iba tan rápido que los pájaros no tenían tiempo de correrse. Eran como unos tipos onda cerveza y achuras pero con plata, y yo procedí a sacar un enorme pedazo de heroína negra de uno de mis bolsillos; la apoyo en un plato de cartón, caliento una percha, hago el tubo de papel aluminio más grande de la historia, y los dejo relocos a estos tipos -cinco putos Embajadores del Miedo en mi living durante dos días- y después me agarran. Y yo sigo pensando: «Dónde quedó toda esa coca genial.». Y ahí estaba yo, necesitando anestesiarme como nunca antes. Mi mujer se había mudado; mi hijo, también. Mi vida es un puto desastre, y de repente hago la conexión neuropática y se me ocurre que la merca no puede estar en otro lugar que no sea la basura, y me meto a escarbar y ahí está, y la puta es tan pura y tan limpia y ahí estoy, en mi cocina, cocinando una piedra -nada de Vicodin, ni Valium, nada para bajar un poco, apenas un resto de Absolut Citron en la heladera-, y ahí pienso: «Esto es lo mejor que se puede estar ahora». Y me mando: «¡Bam!», triunfo del espíritu. Y acto seguido, estoy bajo custodia por dos semanas por razones aun más extrañas, y suena el teléfono y es el hijo del famoso que me dice: «Ey, loco, ¿te queda algo de ese opio?». Claro, yo le había dicho que era opio. Nunca le digas heroína, es muy tabú. Pero esta cosa, este barro mexicano directamente te agarraba de las entrañas y te rompía todo. Todos esos años de inhalar cocaína... y termino accidentalmente metido en la heroína después de haber fumado crack por primera vez. Finalmente me hizo caer. Fumando porro y fumando merca quedás indefenso. La única forma de salir de ese estado desesperado es con una intervención."

Día Dos, la autopista del Pacífico en Malibú. Así terminó. Con Downey contando la verdad -toda la verdad y nada más que la verdad, sin estar obligado por ninguna autoridad o juramento, sólo por su propio frenético y salvaje apetito por seguir perdurando y evolucionando- sobre lo que había pasado antes de que (todo) pudiera finalmente empezar de nuevo.



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