26/9/10

American Alien

Por Rodrigo Fresán
Publicado en RADAR


Aunque ustedes no lo crean: el escritor que convoca vía tweet a festejar la muerte de J. D. Salinger y el espectador que rompe a llorar frente a la pantalla de Toy Story 3 son la misma persona: Bret Easton Ellis. Alguna vez enfant terrible de las letras norteamericanas y hoy autor de un escandaloso clásico moderno llamado American Psycho, Ellis ha decidido celebrar su cuarto de siglo en sísmica actividad volviendo a los orígenes. Así, Suites imperiales es una réplica y onda expansiva de Menos que cero y, al mismo tiempo, para él, un volver a empezar.

¿Estaba ya en sus fantasías, hace veinticinco años, reencontrarse con los jóvenes perdidos de Menos que cero?
El libro es algo así como una sorpresa –dice Ellis–. Un nuevo principio en más de un sentido aunque, paradójicamente, remita directamente a mi debut como novelista. Una nueva dirección. Aunque esto no haya sido algo calculado. No soy del tipo de escritor que traza un mapa o plantea una estrategia y luego lo sigue. Escribo lo que siento. Lo que no quiere decir que, una vez decidido el tema y trama o tono del libro, no lo planifique cuidadosamente antes de plantarme frente a la computadora. Tenía perfectamente claro cuál sería la primera oración y cuál sería la última y las cosas que ocurrirían entre una y otra. Lo que no puedo –y no me interesa controlar– es la idea para una novela. De dónde viene y por qué.

Lo que, supongo, no le impedirá precisar unas mínimas coordenadas en cuanto a la génesis del asunto...
Digamos que no soy uno de esos escritores pragmáticos. Tampoco soy uno de esos escritores, como Chuck Palahniuk, que sienten la necesidad de publicar todos los años. Yo me tomo mi tiempo. Varios años. Y el libro acaba siendo una especie de espejo más o menos deformante de lo que ocurre en mi vida mientras lo escribo. Empecé con Suites imperiales y me mudé de Nueva York a Los Angeles para trabajar en una película. La experiencia resultó ser un desastre. De pronto, estaba rodeado de mucha gente que me mentía. Y me puse muy paranoico. Y me puse a leer de nuevo a Raymond Chandler. Los Angeles nunca se me hizo tan solitaria como entonces. Y tuve una relación con alguien muy inestable. Y fue una época espantosa. Pero, como siempre, todo eso me llevó a escribir acerca de lo que me pasaba. No como crónica sino como reflexión emocional, como estado de mente. Y nada se pierde y todo se transforma y –presto– resulta que Clay, mi viejo personaje, era guionista de cine.

Supongo que esto significa que no se ve a sí mismo, dentro de otros veinticinco años, escribiendo una continuación de Suites imperiales con un Clay casi septuagenario.
No. Es decir: no puedo imaginármelo desde el aquí y el ahora.

Lo pregunto porque pienso que el tema de Menos que cero era ser joven durante los ‘80 mientras que el tema de Suites imperiales es ya no ser tan joven aquí y ahora. La edad aparece en todos sus libros como factor decisivo y en Suites imperiales Clay se define como “adolescente viejo”.
Puede ser... Aunque el tema de envejecer no es algo que me interese. Es como hablar del clima: todo el mundo lo hace, todos envejecemos. Pero sí es verdad que en todos mis libros los protagonistas tienen la edad que tengo yo mientras los escribo. Dieciocho o diecinueve años en Menos que cero. Patrick Bateman tiene veinte y algo en American Psycho. Treinta años en Glamorama. Lunar Park es la frontera con los cuarenta... En realidad, si hay que pensar en un tema para Suites imperiales... en realidad hay que definirlo en términos de estilo y género: Chandler, la novela de Hollywood, el Los Angeles noir y la adicción a cierto tipo de narcisismo inseparable del mundo del cine.

De ahí el tránsito natural de Clay hacia las películas.
Clay, con todos sus problemas es un romántico. Y también es un masoquista. La capacidad de amar está siempre ligada a la voluntad de sufrir amando. Volviendo a lo de antes: no me interesaba la idea de un Clay más viejo. Sí me interesaba en lo que Clay se había convertido habiendo sido educado en el ambiente lujoso y permisivo de Menos que cero. Me interesaba su personalidad, no sus arrugas. Y, sobre todo, me interesaba saber qué pensaba Clay acerca de cómo habían salido las cosas. Y así, de algún modo, supe que Clay era ahora un guionista de cine.

Y sabe cómo es Ellis. Es decir: ¿existe un Personaje Easton Ellis o un Lector Ellis? ¿Le preocupa el cómo se lo ve desde afuera?
Nada me interesa menos. Pero tal vez esto suene un poco brusco así que intentaré explicarme... Por un lado, el lector no tiene nada que ver con la construcción de un libro. Yo escribo el libro porque quiero escribirlo y porque significa algo para mí: yo descubro y hasta corrijo cosas sobre mi persona mientras estoy ahí dentro. Es decir: soy un novelista. Y eso es algo que sucede solamente entre la novela y yo. No tienen nada que ver mi agente o mi editor o mi mejor amigo o, mucho menos, mis lectores. Empieza y termina en mí. Por y para eso escribo. Porque me gusta y me sirve estar en esa situación. En absoluto pienso en las reacciones de segundos y terceros.

Pero el público o los lectores siempre suelen esperar algo de usted.
Sí, y me divierte mucho que la gente piense que yo intento escandalizarlos con mis libros. Esa idea de que soy una especie de provocateur que tiene que vivir todo eso para recién después ponerlo por escrito. Y no es así en absoluto. Hay lugares a los que sólo voy en mis ficciones. Lugares muy oscuros a los que ni se me ocurre ir más allá de mi teclado. De ahí que siempre me extrañe ser considerado “el chico malo de la literatura norteamericana” o “el príncipe oscuro de las letras de Estados Unidos”. No hay problema si les resulta cómodo verme así. Pero yo jamás tuve ni tengo la intención o tentación de ganarme ese título.

O sea que está cansado de la idea de Ellis como personaje de Ellis.
Sí. O no. Es decir... Ya son veinticinco años viviendo con eso; así que me he acostumbrado a ser una especie de marca. A que la gente diga “ayer tuve una noche muy Bret Easton Ellis”. En cualquier caso, el que tus ficciones sean el referente automático para una determinada situación o estado de ánimo no deja de ser una suerte de elogio.

La obra como definición...
Así es. No está mal el que tu apellido salga en conversaciones como referente y que la gente entienda de inmediato qué significa. No deja de ser una etiqueta reconocible. Dicho esto, repetiré lo que digo siempre: mi vida no es tan agitada y mientras todos andan por allí teniendo “noches muy Bret Easton Ellis” lo cierto es que Bret Easton Ellis está en su casa, solo, viendo televisión.

¿Y qué hay de esa otra etiqueta, “escritor generacional”?
Puro y completo accidente. Con Menos que cero lo que hice fue nada más escribir una novela sobre la alienación que yo sentía siendo un adolescente en Los Angeles. Empecé esa novela mientras estaba en el bachillerato y jamás pensé que sería publicada. La empecé como un diario íntimo, un lugar donde descargarme. Y en algún momento mutó a novela y se editó; pero yo no pensaba nada más que en mis amigos como posibles lectores. Resulta que la leyó bastante más gente y me convertí en escritor generacional. No hay problema. Pero no fue algo calculado.

Y luego American Psycho, clásico moderno y una de las novelas más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX...
Bueno, gracias... pero de nuevo... Mirá, recién ahora me siento cómodo y sincero hablando sobre American Psycho. Cuando salió, con todo el escándalo, yo repetí una y otra vez, a modo de defensa, que era una novela satírica o una denuncia virulenta que se reía de o condenaba al universo de Wall Street, de los yuppies y sus excesos. Pero lo cierto es que se trata de algo mucho más personal.

¿American Psycho c’est moi?
Algo así. Es una novela sobre mi soledad, mi alienación, mi dolor, mi frustración por convertirme en un hombre dentro de una sociedad que me resultaba tan atractiva como repulsiva. Un sitio en el que quería encajar pero al mismo tiempo me daba tantas ganas de vomitar.

¿Habrá American Psycho II?
Definitivamente no.

¿Piensa que, a su manera, Clay padece la misma “enfermedad” que Patrick Bateman? ¿Es otro american psycho o un american paranoid?
Mmmmmm... No suelo responder a ese tipo de preguntas porque me suenan a material para tesis universitaria. No pienso en mi obra a ese nivel. No diagnostico. Aunque te podría inventar en el acto un buen puñado de ideas literarias. Pero me niego a eso. Ya que estamos: ¿a vos qué te parece? ¿Padecen el mismo virus?

Me parece que no.
Ok. Me alegra que pienses eso... Así que no era una duda tuya sino curiosidad acerca de lo que yo pensaba.

Sí.
Y te vas a quedar con la curiosidad, ja.

¿Me quedaré también con la curiosidad de cuál fue el disparador de Suites imperiales?
La idea de Suites imperiales no es algo nuevo. Pensé por primera vez en una secuela de Menos que cero mientras estaba metido en Lunar Park. Y releí entonces mi primera novela, porque el protagonista de Lunar Park es un escritor llamado Bret Easton Ellis. Una exageración de Bret Easton Ellis. Y, para redondearlo como personaje, necesitaba volver a leer aquello que lo había convertido en Bret Easton Ellis a los ojos de los lectores y, me temo, del público en general. Y releyendo Menos que cero fue inevitable para mí pensar “¿En qué andarán Clay y sus amigos por estos días?”

Y, una vez lanzado, ¿qué es lo que ocurre? ¿Cómo trabaja?
Yo siempre sigo dos pasos a la hora de escribir una novela. Primero me encargo de lo que yo llamo la parte emocional: decidir qué les va a pasar a los personajes y cómo les afectará eso que les ocurre, cómo se expresan, cómo piensan. Y después viene la parte técnica. Y tanto en una como en otra parte, lo importante es no tener miedo. Y tener claro que escribir es divertido. Algo excitante que te puede llevar a sitios en los que nunca estuviste y en los que, de pronto, estás viviendo y donde vas a pasar un tiempo largo. Para mí no hay momento de mayor felicidad que cuando se me ocurre la idea de un libro. De pronto tengo un sentido, una dirección, algo que me saca de las miserias del mundo. Y tiene su gracia: porque mis novelas a menudo surgen a partir del dolor y la confusión y la pérdida. Y tratan sobre todo eso. Pero yo soy tan feliz poniendo todo eso por escrito...

¿La ficción como catarsis de la no-ficción?
No, como drama. La novela surge del drama y uno escribe sobre momentos tristes para averiguar cómo fue que te pasó o sentiste todo aquello. Pero el acto de la escritura en sí es para mí la felicidad absoluta. Todo esto para decir que me gusta mucho escribir.

Y aun así no le gusta sentirse un escritor entre escritores.
No me siento parte de ningún gremio o hermandad. Soy completamente ajeno a todo paisaje literario. Soy una especie de alien. Y no tengo ningún problema con ello. Si muchos consideran a Chuck Palahniuk como mi aprendiz, bueno, está claro que el aprendiz ha tenido mucho más éxito que el maestro, ja. Vende más que yo y es más popular y supongo que la gente tiende a ponernos el rótulo de “transgresores” aunque seamos escritores completamente distintos. Conozco a Chuck y jamás conversamos acerca de mi posible influencia en lo suyo. Una cosa es cierta: el tratamiento que se me da como escritor no es el mismo que el que reciben Michael Chabon o Jonathan Franzen o Jonathan Lethem. Son muy buenos escritores. Kavalier y Clay y Las correcciones y La fortaleza de la soledad son muy buenos libros. Mejores que American Psycho... No, no mejores: distintos. Tal vez ellos sean más talentosos en términos de escritura y fraseo. Yo no creo que pueda escribir el tipo de oraciones que escribe Franzen. Pero American Psycho significó y significa mucho para mucha gente que conectó con él de un modo en que no conectaron con sus libros. No sé por qué. Definió algo y es muy extremo y nada convencional.

¿Y qué pasa con el ambiente del cine? Tiene varios proyectos en puerta y parece sentirse más cómodo allí.
Mi vínculo con el mundo del cine es muy superficial. La gente piensa que es mucho más importante de lo que en realidad es. De pronto empezaron a encargarme trabajo como guionista. Pero nunca fue mi ambición ser parte de Hollywood aunque es mucho más divertido que vivir en la pedestre y moribunda cultura neoyorquina. Así que huí de todo aquello. Tampoco me pagan mucho, no me estoy haciendo rico escribiendo blockbusters. Estoy más metido en proyectos independientes de esos que tal vez se hagan y tal vez no. Y alguna cosa en televisión, medio que está pasando por un momento muy interesante. Lo que me atrae en este momento de mi vida es relacionarme con gente creativa e intentar que alguno de esos proyectos prospere. Eso sí: hay que saber mantener cierto equilibrio y no dejar que te devore el cine o la televisión porque son, también, medios muy frustrantes. Nunca hay que entregarlo todo allí. Hay que guardarse buenas cartas para jugarlas en la mesa de la novela. Yo sé que mi novela será publicada; pero no puedo asegurar que mi película o mi serie serán producidas, estrenadas o emitidas. Ser creativo en Hollywood no significa, necesariamente, crear algo para que los demás lo vean.

Lo que significa que no cree, como muchos, que la Gran Novela Americana pase hoy por las series.
No. Pero, en cualquier caso, todo pasa ahora por la imagen. La gente ha perdido la paciencia con los libros. No dispone de tanto tiempo. Ni siquiera posee la capacidad de atención que solíamos dedicarle antes. Es un hecho. Me pasa a mí, que soy un escritor. Imagínate lo que le pasará a alguien que es nada más que un lector. Yo ya no aprendo nada del mundo a través de una novela. Yo ahora leo novelas como alguna vez leí poesía. Para relajarme. Ahora estoy leyendo un libro asombroso: Ghostwriting, la primera novela que publicó, hace años, David Mitchell. Es hermosa. Y la prosa es admirable. Pero hemos alcanzado un punto en el que... Si lo hubiera leído hace unos diez años, cuando apareció, me habría resultado fascinante y habría aprendido mucho de él y de sus personajes y de las muchas y muy diferentes vidas que llevan. Pero ya no. Eso se terminó. Esa manera de leer no va más. Hubo un tiempo en que las Grandes Novelas Americanas eran parte inseparable de la cultura americana porque ofrecían, además de una historia, información que no se podía obtener en ninguna otra parte. Menos que cero es un buen ejemplo de ello: leyéndola la gente se enteró de cosas y de ambientes y de costumbres que desconocía. Ya no. La novela ha dejado de funcionar en ese sentido y tiene que ver con la caída del imperio de la novela. Lo que no quita que sea conmovedor el hecho de que Time ponga a Franzen en su tapa como forma de asegurar y certificar la supervivencia de la especie. Buena idea. Bonito gesto. Me encanta. Pero... Escucha, no puedes mirar a otro lado para no ver. Los seres humanos evolucionamos, las cosas cambian y ciertas tecnologías se vuelven obsoletas.

De ahí que llore con Toy Story 3...
Lloré todo el tiempo; no sólo en al final. Es una obra maestra y, por mucho, la mejor película que he visto ese año. Tomen nota: El Príncipe Oscuro llora viendo Toy Story 3.

Pero no llora cuando muere Salinger, con quien se lo comparó al salir Menos que cero. Fue muy comentado su mensaje en Twitter: “¡Yeah! Gracias a Dios que por fin se murió. Llevo esperando este jodido día desde siempre. ¡¡¡Party Tonight!!!” ¿No es un poco fuerte ese “¡¡¡A festejar esta noche!!!”?
Así es el Mondo Twitter: algo que asquea y fascina. Hay que escribir dentro de ese registro. En cuanto a lo de Salinger... Ese viejo gruñón que siempre nos odió a todos... Claro que me puso triste; pero fue mi manera de oponerme a la avalancha de necrológicas sentimentales que, sabía, caerían sobre nosotros. A mí me gusta Salinger y ese tweet en realidad no era exactamente sobre Salinger. No voy a explayarme sobre el asunto. Sólo diré que sirvió para volver a experimentar la percepción que la gente tiene de mí: la mitad de los que lo leyeron querían matarme, la mitad pensó que era el tweet más gracioso que jamás habían leído. Otra vez, lo de siempre: se me ama o se me odia.

Comenzamos hablando de la juventud y del envejecer y ahora terminamos con la muerte. ¿Alguna idea de cómo serán los tweets que comenten la futura muerte de Ellis?
Que digan lo que quieran... Pero no me lloren. Y por qué no: Se murió Ellis. Por fin. ¡¡¡Party Tonight!!!

Hipocresía política y mediática

Por Sol Torres Minoldo (*)
Publicado en CASH

El 82 por ciento para los jubilados es un deseo muy noble. Sirviéndose de esa valoración, el posicionamiento político a favor o en contra es presentado por la oposición política y mediática como una discrepancia entre “generosos” e “impopulares”. Pero hay en ella una manipulación conceptual que urge desenmascarar. Es fácil estar de acuerdo con el 82 por ciento cuando se habla de pagar a los jubilados pero sin mencionar a quién se le sacará para ello. Hay que tener en claro que para aumentar el ingreso de la población pasiva es necesario reunir el dinero. No sólo el necesario para pagarlo este mes o los siguientes. Ese dinero debe ser un flujo permanente, que tampoco puede inventarse emitiendo perpetuamente. Evidentemente para pagar más a los jubilados hay que generar una transferencia de algún otro sector. ¿Estos fervientes defensores de los derechos de los jubilados estarían dispuestos a tocar los privilegios de los sectores más favorecidos? O aún más fácil de imaginar: ¿Estarían dispuestos a que sus propios beneficios jubilatorios se redujeran para poder pagar lo que es justo? Esquivar esta discusión es sostener una postura sin estar dispuesto a asumir sus costos. Es decir, un acto de hipocresía política.
Cuando se han querido tocar los ingresos de los jubilados privilegiados (en el caso de la provincia de Córdoba), las ganancias de los empresarios o las del agro, no han tardado miles de voces en poner el grito en el cielo diciendo que el Gobierno es autoritario, chavista o cubano, saliendo a manifestarse y hasta parando el país, si fuera necesario. El Gobierno tampoco ha abordado esta discusión. Simplemente se pronunció rechazando el 82 por ciento “porque no se puede financiar”. Es cierto, no se puede si no se genera una nueva fuente de ingreso fiscal.
Es posible pagarles un aumento a los jubilados. Para que el Estado lo pague, algún sector tiene que transferir fondos a las cuentas públicas. Asumir honestamente la defensa del 82 por ciento implica necesariamente tomar posición a favor de un incremento de los aportes patronales, de las retenciones o del Impuesto a las Ganancias o la creación de un nuevo tributo para captar recursos de los sectores rentables, o bien –lo único que la oposición quizás permitiría– cargar el costo sobre los trabajadores (aumentando su contribución) o sobre los jubilados mismos, emparejando sus haberes, siendo esto último difícil por la existencia de “derechos adquiridos”. ¿Simplemente se tildará al Gobierno de tibio o reaccionario, o se recordará la inviabilidad política que tuvo la 125 como paradigma de la reacción demoledora que generan los intentos de impulsar una redistribución del ingreso? Si la 125 fue tan controvertida, es difícil imaginar cuánto se escandalizarían esos nobles argentinos si se tomaran las drásticas medidas distributivas que requiere el aumento de las jubilaciones. Cuando los medios y la oposición reclamen que los que más tienen aporten para pagarle a los jubilados, nos uniremos de manera unánime con ellos los que hoy rechazamos el 82 por ciento. Recién entonces, si el Gobierno sigue en contra, se podrá sospechar de su impopularidad


* Socióloga becaria de Conicet, especialista del sistema previsional.



23/9/10

Saturno devorando a sus hijos

Francisco de Goya, 1819

22/9/10

Despedida en espiral: Algunas madres también se mueren

Algunas madres también se mueren, el flamante libro de Inés Ulanovsky editado en el marco de la colección Confesiones de Capital Intelectal, es un pequeño tratado sobre la el amor, la belleza y la felicidad. Es, también, un ejercicio catártico, un desahogo literario en forma de crónicas entrañables, una despedida emotiva, un retrato íntimo de la relación entre Inés y su madre y también de Inés, su madre, su padre y su hermana. Su familia nuclear (y talentosa). O, como ellos se autodefinían (se autodefinen), "los nosotritos".
La mamá de Inés era (es) Marta Merkin, periodista, escritora y fotógrafa, talentosísima y muy querida por muchos colegas, fallecida en 2005. Allí están las palabras de Juan Sasturain en el epílogo de esta edición: "(...) Nos hemos reído mucho con ella. Hemos disfrutado –todos sus infinitos amigos y conocidos- con su amistad, su filoso humor, su maravillosa inteligencia (...)".
El papá de Inés es el gran Carlos Ulanovsky, un periodista talentoso, cálido, respetado y reconocido. Un referente ineludible en el periodismo argentino (para muchos, el más importante), y autor de libros hondos como Seamos felices mientras estamos aquí (sus crónicas del exilio en México), o la flamante (auto) biografía de Tato Bores, entre muchísimos otros.
La hermana de Inés es Julieta Ulanovsky, prestigiosa diseñadora gráfica (ZkySky su estudio de diseño en sociedad con Valeria Dulitzky, es ejemplar) y talentosa bajista y cantante, fundadora del grupo Rosal y, actualmente, al frente de La Musical Mexicana.
Inés, por su parte, ha desarrollado una carrera ligada a la imagen, como fotógrafa de Clarín, como investigadora y curadora del proyecto Fotos tuyas (en base a fotografías de familiares de desaparecidos), como coordinadora de la Fototeca de la Asociación de Reporteros Gráficos de la Argentina y del Archivo Nacional de la Memoria. Además, junto a Julieta, realizaron El libro de los colectivos, un fantástico tratado gráfico sobre los bondis porteños.
Algunas madres también se mueren es el primer libro de Inés como escritora. Y es sencillamente maravilloso. Es uno de esos libros que te cierran la garganta, te arrancan lágrimas y, en medio de esa emoción te provoca risas y carcajadas. Una montaña rusa emocional, a partir de recuerdos íntimos y personales, pero también universales. La anécdota como eje formal de un relato que encuentra en el humor un respiro para las angustia de una pérdida irremediable y fatal.
A principios de 2002, Daniel Riera lanzó una hermosa edición diseñada por Alejandra Bliffeld de apenas cien ejemplares numerados de Vas a extrañarlo, porque es justo (Editorial Meridion), un libro tan entrañable como éste que escribió Inés Ulanovsky, donde se despedía de su padre, Aurelio Juan Riera. "La historia que necesito contar ahora no es de ficción, es la historia de mi padre o, mejor dicho, la historia de su vida como mi padre, que es a la vez, inevitablemente, la historia de mi vida", explicaba Riera. Hermanados en la temática, en el talento y en la sensibilidad, comparten un espacio especial en mi biblioteca. Entre los libros de un cariño profundo, perpetuo y trascendental.



21/9/10

Aunque no lo veamos

Por Gerald Howard
Editor de DOUBLEDAY
Publicado en PAGINA 12

En 1973, El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon impactó en mi cerebro y explotó como si fuera un misil V-2. Era precisamente el libro que necesitaba en ese entonces, lo que resulta revelador acerca de mi condición mental y espiritual en aquel momento. Atención: eran los ‘70. El país estaba hundido, y yo también. Un humor negro como el alquitrán, dificultades que te aplastaban, una paranoia rampante, la entropía que avanzaba a pasos agigantados, una perversidad que hacía que se nos cayeran las mandíbulas de asombro: la historia parecía una conspiración de las fuerzas conjuntas de la tecnología, la muerte y el Control. Todo eso. Pero yo prefería que a mi espíritu lo aplastara una gran novela norteamericana antes que las humillaciones cotidianas de mi primer año de vida posuniversitaria y las desmoralizaciones culturales y políticas de la era. El año anterior, me había graduado en Cornell, alma mater de Pynchon, con una licenciatura en Literatura Inglesa instrumentalmente inútil –al menos, en los términos de aumentar mis probabilidades para conseguir empleo–. Me vi de nuevo viviendo, aturdido y confuso, en mi barrio natal de Bay Ridge, en Brooklyn. Si digo que crecí precisamente en la misma calle que el Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche, creo que se puede empezar a entender mi situación. Luego de seis semanas caminando Manhattan de arriba abajo en busca de un empleo para “graduado universitario” –llevando conmigo, y aquí me estremezco, un ejemplar usado de Ada, de Nabokov, para leer en los momentos muertos– conseguí un trabajo donde no me sentía motivado, como el más insulso pasante en la historia del periodismo amarillo. Lisa y llanamente, yo era un enorme problema para mí mismo (y para mis pobres padres) y el mundo no acudía a socorrerme.
Ante la ausencia de cualquier otra alternativa, decidí arrancarme del abismo de la desesperación a fuerza de leer. Nuestra lista, a veces bromeo, se basaba en tres principios: nada más simple que Donald Barthelme; nada menos gótico y desesperado que Harry Crews; nada más atractivo y menos denso que William Gaddis. Avidos de alcoholes fuertes y de música furiosa, nos zambullimos precipitadamente en los matorrales de los primeros posmodernos norteamericanos, perdiéndonos en el parque de diversiones con Barth y Abish, Coover y Elkin, Reed y Sukenick, Mathews y Sorrentino (¡un chico de Bay Ridge!), Gass y Hawkes. Desde luego, nos importaban poco los Grandes Nombres estándares. Bellow se había puesto imposible con su grosera Mr. Sammler’s Planet; Cheever y Updike eran demasiado suburbanos; Vidal escribía novelas históricas con tramas, por el amor de Dios (enormes ensayos, sin embargo); y Malamud era un sedante pero no nuestra clase de sedante. Sólo dos Grandes Nombres escapaban a nuestro desdén: Philip Roth, como resultado de todo el brillante problema que provocó con Portnoy’s Complaint, y Norman Mailer, por su rabia en contra de la máquina dirigida en todas las direcciones.
Y entonces llega el Comandante Pynchon, como un entero gobierno en el exilio que consistiera en un único hombre, que desciende desde las montañas hacia la capital de la conciencia norteamericana pertrechado con algo así como la última y más moderna arma: El arcoiris de la gravedad.
Fue nuestro gran libro. Un texto visionario e instructivo que condensaba en nuestra propia época todo lo que era posible decir acerca del sentido y el significado de la historia de la posguerra. Y el universo literario apoyó mucho esta idea. El arcoiris de la gravedad recibió el National Book Award en 1974, junto a –en una decisión extraña y dividida– Crown of Feathers, de I. B. Singer.
La novela de Pynchon tomó residencia en mi cabeza en términos de cima del descubrimiento poshumanístico, una obra finalmente adecuada para la belleza y el terror de un mundo transformado completamente por la ciencia y la tecnología. Y de algún modo conseguí mi primer trabajo en el mundo editorial, lo que me llevó al puesto de asistente de editor en Viking Penguin, y lo que me llevó, de manera casi natural, a mi primer encuentro con Corlies M. Smith, que durante mucho tiempo fue el editor de Pynchon (universalmente) llamado Cork.
Cork había sido el joven editor asociado de una casa editorial de Filadelfia llamada Lippincott. En 1960 compró uno de los primeros relatos de Pynchon, “Low-lands,” para la revista literaria New World Writing.
Antes, Cork había visitado a su nuevo escritor durante un “viaje en busca de talentos” a Seattle, donde Pynchon trabajaba como redactor técnico para los Boeing en proyectos tales como el del misil Minuteman –una investigación perfecta para el bardo del V-2–.
V., publicada en 1963, es considerada ahora una de las mejores novelas del siglo XX. Tres años después, Lippincott publicó The Crying of Lot 49, recibida en ese entonces como algo así como una elegante coda a V. pero que en realidad era algo más que una obertura elegante para la producción operística que estaba por venir. En ese entonces, Cork había dejado Lippincott por Viking Press, y, como hacen los editores, se llevó con él la estrella que había descubierto.
El 24 de enero de 1967, Pynchon firmó un contrato opcional con Viking, por el que le pagaron una de las cifras más bajas que se pueden componer con cinco dígitos, para una “novela todavía sin titular”, y cuyos términos finales, incluidos avances y regalías, debían confirmarse con la entrega. La fecha de entrega fue fijada, con un optimismo que invita a la sonrisa, para el 29 de diciembre de 1967. El tiempo pasó. El 21 de enero de 1969, Cork le escribió a Edward Mendelson, acaso el más astuto y devoto crítico académico de Pynchon, que “hemos estado aguardando un manuscrito de su nueva novela durante algunos meses... No sé qué estará haciendo Pynchon por todos los lugares de Los Angeles, pero me gustaría pensar que escribe una novela”. El 20 de octubre del mismo año le escribe de nuevo al impaciente crítico: “Lo siento, nada acerca de la novela de Pynchon”. En marzo de 1970, Pynchon le escribió a Cork para disculparse porque no iba a llegar con la entrega el 1º de abril. Le pidió si era posible postergar la entrega para el 1º de julio de 1970.
¡Y qué gran novela sin titular que era ésta! La primera lectura, por sí sola, llevó mucho tiempo. Alida Becker, la asistente de Cork por aquellos días, me dijo que un día, no mucho después de haber hecho la entrega, Pynchon llamó a la editorial para hablar con Cork. Como él no estaba, Pynchon le preguntó a Becker qué pensaba del libro. Cautelosamente, ella le contestó que lo estaba disfrutando mucho, pero que era un libro muy exigente y que todavía no lo había terminado. “Es muy larga”, le explicó, a lo que Pynchon respondió orgullosamente: “La tipeé toda yo mismo, usted sabe”.
Luego estaba la espinosa cuestión del título. Pero ahora se presentaba el verdadero problema: cómo publicar un libro de más de setecientas páginas a un precio que no fuera desmesuradamente prohibitivo teniendo en cuenta la audiencia natural de Pynchon, universitaria y posuniversitaria. V. y The Crying of Lot 49 habían vendido cada una más de tres millones de ejemplares en ediciones baratas y masivas. (Hagamos una pausa y contemplemos lo que dicen estos números acerca de la extensión del público lector en la Norteamérica de los ‘60. Ahora sugiero que nos suicidemos todos.)
Viking procedió a hacer lo que hacía cualquier editorial norteamericana por aquellos días: generar excitación literaria entre los autores consagrados. Se les enviaron las pruebas, para que redactaran posibles comentarios elogiosos que extractar en la contratapa, a Irving Howe, Alfred Kazin, Leslie Fiedler, Frank Kermode, Ken Kesey, William Gaddis, Benjamin DeMott, Paul Fussell, John Updike, John Cheever, George Plimpton, Lionel Trilling, Richard Ellmann, Kurt Vonnegut, y gente de ese tipo.
Así es como se hacían las cosas tres décadas atrás. Incluso si Pynchon no hubiera sido el sujeto reclusivo que era, las lecturas de autor y presentaciones eran del todo inexistentes, y la idea de hablar sobre un libro larga y ceñudamente con Carson o Cavett producía hilaridad. Las artes oscuras de la publicidad de un autor estaban en su más tierna infancia; eran los reseñistas quienes hacían el trabajo por él. Y con Pynchon lo habían hecho. La fecha de publicación de El arcoiris de la gravedad fue el 28 de febrero de 1973. El 9 de marzo, un comunicado de prensa de Viking aseguraba que estaban recibiendo setecientas órdenes por hora como resultado de las reseñas extasiadas publicadas por todas partes. El arcoiris de la gravedad estuvo cuatro semanas en la lista de best-sellers de ficción del New York Times y vendió aproximadamente 45 mil ejempales de tapa dura y tapa blanda. La edición popular en Bantam, publicada un año después, vendió cerca de 250 mil ejemplares en el curso de 10 años.
Las nominaciones a los premios fueron desde luego inevitables. Por aquellos días, el National Book Award se anunciaba antes de la ceremonia, de modo que la editorial sabía de antemano que El arcoiris de la gravedad había ganado la mitad de los premios en ficción. No había expectativas de que Pynchon se mostrara, pero la editorial estaba nerviosa porque él podía rechazarlo –como hizo un año después, con la medalla Howells de la American Academy of Arts and Letters–.
Recuerden: nadie sabía cómo era Pynchon. Así que el sujeto despeinado que alcanzó de un salto el podio desde la audiencia realmente podía ser él.


Desconcertante como un espejo
Por Lorrie Moore
Publicado en PAGINA 12

La mente de Pynchon es la trampa de hierro de la literatura norteamericana: nada, amplio o pequeño, se le ha escapado. Cada “novela de ideas” –porque Pynchon es polémicamente nuestro novelista más cerebral, esa etiqueta anémica y desagradable queda pegada a sus libros como una calcomanía– está construida detalle por detalle, dolorosamente, por un hombre con una mirada inagotable y un apetito incansable por el mundo. El mosaico narrativo que emerge es fuerte y desconcertante como un espejo, no tan reflectivo como un espejo, y, no como una casa de espejos, cada novela se dirige a comprender toda una era, sus hechos y energías sueltas, aunque rara vez lo haga impiadosamente.
Pynchon tiene un sentido historiográfico del relato (de frente y de espalda), un sentido musical de la frase, un sentido filosófico de la verdad y la aflicción, un ingenio vaudevilliano. Sus libros desentierran a una Norteamérica oculta y reinventan el lenguaje en el que pensamos y hablamos de eso –o podríamos pensar y hablar de eso, o pronto podremos pensar y hablar sobre ello–. Sus novelas saltan y penetran en territorios prohibidos, y aun desoyen la recomendación tantas veces repetida de que nunca hay que empezar una historia con un personaje que se despierta (El arcoiris de la gravedad; Vineland). Todas demuestran su validez política actual, aun cuando se las cite al azar.
La obra de Pynchon es valiente, graciosa, misteriosa, rica en todo tipo de originalidades y sorpresas.


La taza de Berlín
Por Jeffrey Eugenides
Publicado en PAGINA 12

Tengo una taza de café de Berlín. Trae una bonita imagen de un misil V-2 y el nombre de la localidad turística alemana donde la compré: Peenemünde.
El epígrafe más brillante en la historia de la literatura (no hago un rápido alarde de omniscencia sino de entusiasmo salvaje) está al comienzo de El arcoiris de la gravedad: “La Naturaleza no conoce la extinción; todo lo que conoce es la transformación. Todo lo que la ciencia me ha enseñado, y continúa enseñándome, refuerza mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual después de la muerte. Wernher Von Braun”. Cuando leí al principio estas palabras, siendo un joven y fresco universitario, las tomé como una prueba científica de valor nominal (muy de moda en la época) de la realidad del marco espiritual. No tenía idea de que Von Braun, que desarrolló el V-2, era funcionario de Hitler, jefe misilístico.
Veinte años después de haber leído El arcoiris de la gravedad, alquilé un auto y manejé hasta la isla de Usedom, que queda en el Báltico, en lo que solía ser Alemania del Este. No sabía mucho de la isla y enfilaba hacia el hotel en la playa de Heringsdorf cuando vi una señal que indicaba el camino a Peenemünde.
Inmediatamente me desvié. Pero no me desesperaba por ver Peenemünde o el misil V-2 en las vidrieras del local de ventas del museo. La misión que había emprendido, en mi Mercedes alquilado, era de peregrinaje. Quería visitar un escenario crucial en El arcoiris de la gravedad y, al hacerlo, rendir homenaje al escritor que, probablemente más que ningún otro, dio el ejemplo para mi generación de lo que un novelista norteamericano debía ser. La ficción de Pynchon dejó bien en claro que, si querés escribir, tenés que saber acerca de todo: todo sobre historia, ciencia, política, incluso sobre cálculo diferencial e integral; tenés que saber todo y al mismo tiempo no perder la gracia, y ser lírico, otorgándole soltura a la novela, una voz norteamericana coloquial y poética, en libros que sean como historias de aventuras y rutinas cómicas.
Nunca he estado bien dispuesto, por temperamento, a las teorías conspirativas, y las oscuras preocupaciones de la obra de Pynchon no eran lo que me atraía. Pero los grandes escritores no sólo describen el pasado o el presente; predicen el futuro. La estimación de Pynchon, hecha en 1973, acerca del recorrido que podría trazar el imperio norteamericano de posguerra parece haberse vuelto más exacta, válida y presciente que lo que ya era en su tiempo. Las cosas que intentaba enseñarme a los veinte recién ahora comienzo a entenderlas, luego de vivir toda otra vida. Cuando compré el souvenir de la taza de café, se me ocurrió enviárselo a Pynchon. Ya no es tan difícil hallarlo. Probablemente le encantara. Pero terminé quedándome con ella. Cada verano, cuando regreso a Berlín, mi taza Peenemünde sale de su caja, vuelve al armario de la cocina. Nunca la usé. La tengo allí, intacta. Para mí es un objeto sacramental, el pequeño misil V-2 a un lado, como Shiva, ya no como un destructor de mundos, sino un creador, también

Estás soñando
Por Richard Powers
Publicado en PAGINA 12

“Información. ¿Qué tienen de malo la droga y las mujeres? ¿Alguien se pregunta si el mundo se está volviendo loco, con la información que se vuelve el único y verdadero medio de cambio?”
“Yo pensé que eran los cigarrillos.”
“Estás soñando.”

(El arcoiris de la gravedad)

Recuerdo eso que entraba, silenciosamente, por supuesto, sobre su arco parabólico, que purificó la forma latente en el cielo. Ninguna pista, ninguna precaución hasta que golpeó. Pensé que sabía cómo funcionaba la ficción, lo que la ficción había hecho, el objeto propio de su único tema. Entonces esas frases, gritando a través de la página: estás soñando.
Durante tres décadas, volví sobre ese arco una vez por año, esa forma que no tenía sorpresas, no tenía segundas oportunidades, que no tenía regreso. Y siempre, todas las veces, me veía arrojado nuevamente al mutismo, a la salvaje conjetura. La guerra está en todos lados y es real, nuestros terrores amenazan para perfeccionarnos, las tecnologías de nuestro deseo se extienden en redes demasiado complejas por cualquier cosa pero la ficción trastornada y gratinada todavía insinúa.

Los confines de la imaginación
Por Don DeLillo
Publicado en PAGINA 12

Fue como si Hemingway muriera un día y Pynchon naciera al siguiente. Una literatura que se reconcentra en otra. Pynchon le ha dado a la ficción norteamericana una mayor fuerza y una mayor amplitud. Descubre rumores y apariciones al filo de la conciencia moderna pero no reduce nuestro sentido del carácter físico de la prosa norteamericana, el vigor de escopeta, el humor de la calle, los fluidos corporales, la escenificación.
Estaba escribiendo publicidad para las llantas para camiones de Sears cuando un amigo me pasó un ejemplar de V. en paperback. La leí y pensé, ¿de dónde viene esto? La escala de su trabajo, amplia en geografía y sin temor por los grandes temas, ayudó a colocar nuestra ficción no sólo en pequeñas y anónimas esquinas, humanas y siempre esenciales, sino también afuera, en los confines de la alta imaginación y los sueños colectivos.


20/9/10

O'Neill, entre dos hoteles

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Eugene O’Neill pretendía que sus obras fueran juzgadas en los términos de la tragedia, pues “sin importar la grandeza que pueda tener un hombre, su estatura última ha de medirse según su capacidad para experimentar la tragedia en su propia vida y en la de los demás”. Porque “sólo la tragedia posee esa belleza significativa que representa la verdad”.
Fiel a ese anhelo, su propia experiencia vital le proporcionó un material a la medida de esa tragedia moderna a la que aspiraba. Tanto como para pensar si el mismo autor no se propuso tensar al máximo sus dolorosas relaciones personales como para enriquecer la representación final de Viaje de un largo día hacia la noche, su obra maestra, donde narró la historia psicológica de su propia familia, casi sin ficcionalizarla, en los hechos de un único día.
O’Neill nació literalmente en Broadway, más precisamente en una habitación de Barret House, un hotel de segunda situado en la confluencia de Broadway con la calle 43. Su padre, James O’Neill, era un actor de cierta fama que desperdició su talento dedicándose a interpretar un solo papel: el del Conde de Montecristo, en una adaptación de la novela de Dumas que recorrió triunfalmente el territorio norteamericano. El joven
Eugene pasó por eso sus primeros años viajando con sus padres, obligado por los continuos desplazamientos que la vida profesional de James le imponía al resto de la familia. Proveniente de un humilde hogar de inmigrantes irlandeses, O’Neill padre había encontrado con el melodramático personaje la posibilidad de alcanzar el bienestar económico que tanto ambicionaba y de acceder a una clase, la burguesía, donde halló reconocimiento.
Esas ilusiones no parecían ser las mismas de Mary Ellen Quinlan, la madre del dramaturgo, quien se había convertido en adicta a la morfina, un poco por causa de un tratamiento extremo impuesto por los médicos para aplacar los dolores que el parto de Eugene le había provocado y otro poco por sus sueños frustrados de convertirse en concertista de piano.
La familia disfuncional más famosa de la historia dramática norteamericana se completaba con Jamie, hermano mayor de Eugene, quien intentó convertirse en actor como su padre pero terminó siendo un alcohólico y mujeriego cuya principal contribución parece haber sido la de introducir a su hermano en los burdeles de Nueva York, amén de inspirarle el más trágico personaje de la saga familiar.
Las particularidades de los miembros del clan O’Neill hicieron de Eugene, el menor de ellos, un niño solitario y retraído, demasiado impresionable y enfermizo, características que se agravaron por los años que pasó luego como pupilo en varias instituciones. Expulsado años más tarde de Princeton por su escaso rendimiento académico, su escuela pasó a ser la bohemia del Greenwich Village (una bohemia auténtica y no la imitación para turistas que se difundió en los años sesenta). Allí conoció a Benjamin Tucker, un viejo anarquista propietario de la librería The Unique Bookshop, donde entró en contacto con la literatura europea de vanguardia.
En 1909 conoció a Katherine Jenkins, con quien contrajo matrimonio a espaldas de sus padres obligado por el embarazo de la joven, a quien no obstante abandonó inmediatamente después de la boda para embarcarse en una expedición a Honduras en busca de oro. Los resultados del viaje no resultaron satisfactorios, ya que contrajo la malaria y tuvo que regresar con urgencia a Nueva York. Pero no se acobardó y un año después volvió a embarcarse, esta vez en un navío noruego que zarpaba de Boston con destino a Buenos Aires, compelido por la “emoción de vivir” que le prometía la vida en alta mar.
Es bien conocido que, en estas costas, el futuro premio Nobel no hizo sino sumergirse en el ambiente marginal del Bajo porteño, emborrachándose y alternando con prostitutas, sobreviviendo penosamente gracias a la caridad de los marineros del puerto. “No había banco de plaza en toda la ciudad sobre el que no durmiera alguna vez. Llegué a Buenos Aires como un caballero y terminé siendo un vagabundo”, diría luego sobre aquellos nueve meses que habían significado un verdadero descenso a los infiernos a los que, a pesar de ello, recordaría siempre con nostalgia, ya que le proporcionaron ambientes y personajes que luego utilizó en varias de sus obras. Terminada su experiencia como marino regresó a Nueva York y se instaló en The Hell’s Hole, un bar del puerto donde pasaba el tiempo cultivando su alcoholismo hasta que un día de 1912 tocó fondo e intentó suicidarse.
Ese mismo 1912 (año en el que luego quedará anclado su célebre “largo día hacia la noche”), O’Neill descubrió que padecía una tuberculosis e ingresó en un sanatorio. Acontecimiento decisivo en su vida ya que, durante los meses que permaneció internado, leyó intensamente (Baudelaire, Ibsen, Wilde, Shaw, Zola, Nietzsche y, por supuesto, su admirado Strindberg, modelo no sólo literario sino también filosófico), escribió sus primeras obras y salió decidido a convertirse en dramaturgo.
Recuperada en parte su salud siempre frágil, O’Neill consiguió un empleo como redactor del Telegraph de New London y emprendió una breve aventura como estudiante de arte dramático en Harvard con George Pierce Baker, un renovador de la enseñanza teatral de comienzos del siglo XX, por cuyo reputado Taller 47 pasarían George Abbott, Philip Barry, Sidney Howard, Stanley McCandless, Edward Sheldon y Thomas Wolfe, entre otros grandes de la escena neoyorquina. Aún así, el entusiasmo innovador de O’Neill resultó demasiado para el renombrado pedagogo, quien con frecuencia hacía duras críticas a lo que escribía el novel dramaturgo, por lo que éste decidió abandonar el curso. Conservó sin embargo las relaciones que había iniciado con otros artistas del Greenwich Village, fundamentalmente con George “Jig” Cram Cook y Susan Glaspell, fundadores de los Provincetown Players. Este grupo precursor de la escena alternativa en Broadway dio a conocer las primeras obras de O’Neill, incluyendo Más allá del horizonte, con la que obtuvo su primer Pulitzer y la ansiada consagración.
No obstante, la buena estrella que empezaba a alcanzar como dramaturgo no se reflejaba en su vida personal. Como si la herencia de infortunio que pesaba sobre los O’Neill fuera vivida como una verdadera maldición cuyo origen está en la existencia misma (hipótesis muy al gusto del autor), sus intentos de formar una familia propia resultaron experiencias tan traumáticas como las que había vivido con la de sus padres en la infancia y juventud. A su primer hijo, Eugene Jr. (nacido durante su viaje a Buenos Aires que en verdad había resultado una huída), recién lo conoció a los doce años y mantuvo con él una relación distante e indiferente. Junior llegó a ser un catedrático destacado de Yale, pero más tarde se abandonó a una vida muy parecida a la que había llevado su padre de joven y terminó suicidándose en 1950.
Con la escritora Agnes Boulton, su segunda esposa, pasó un período inicial sin demasiados sobresaltos (coincidente con su consolidación como escritor) hasta que la llegada de su hijo Shane produjo una desestabilización de la armonía matrimonial. Con el tiempo, Shane se volvería asimismo un reflejo siniestro de lo que había sido su tío Jamie (el hermano mayor de O’Neill) y su destino terminó siendo el mismo: una clínica psiquiátrica para tratar sus adicciones de la que nunca salieron con vida.
Justo cuando el matrimonio con Agnes Boulton se desbarrancaba sin remedio nació su hija Oona, quien con los años alcanzó una escandalosa notoriedad por casarse con Charles Chaplin, que la triplicaba en edad. El disgusto del padre al enterarse de la noticia fue tal que no volvió a recibirla nunca más y terminó desheredándola.
Finalmente, durante los ensayos de El mono velludo y mientras aún estaba casado con la Boulton, conoció a Carlotta Monterrey, una hermosa actriz que se convirtió más tarde en su tercera esposa. De gustos refinados y modales exquisitos, el autor creyó encontrar en ella a la mujer que pudiera brindarle el ambiente adecuado para su nuevo status de dramaturgo famoso y apreciado. Sin embargo, la relación estuvo signada por permanentes peleas (ambos llegaron a ser internados en el hospital de Salem: Carlotta en la sección de psiquiatría, O’Neill con una fractura en la rodilla que no supo explicar), que provocaron innumerables alejamientos y reconciliaciones de la pareja hasta la muerte del autor.
Al promediar la década del 30, a pesar del éxito y la fama alcanzados (tres premios Pulitzer y nada menos que el Nobel en 1936), de ser un autor con ganancias millonarias, O’Neill se fue convirtiendo de a poco en el terror del ambiente teatral neoyorquino, debido a su compulsión por probar cuanta nueva teoría teatral apareciera en el horizonte. Las máscaras de Oskar Schlemmer, la Bauhaus, los actores-marionetas de Meyerhold, el psicoanálisis, el budismo, el futurismo, las concepciones espaciales de Gordon Craig y Adolphe Appia, todo le parecía digno de explorar, aún cuando la realidad escenográfica de entonces lo hiciera casi imposible. Para peor, esa tendencia a la desmesura coincidió con el derrumbe de la Bolsa de Nueva York y el comienzo de la Gran Depresión, por lo que la fortuna de O’Neill comenzó a declinar y durante doce años, entre 1934 y 1946, no se representó ninguna de sus obras en los Estados Unidos.
Curiosamente, cuando el autor dejó de lado las aspiraciones grandilocuentes y abandonó su empeño desmedido por crear “La Gran Tragedia de la Nación Norteamericana” para enfrentarse a los espectros de su doloroso pasado familiar, Eugene O’Neill construyó su obra de mayor aliento trágico. Con Viaje de un largo día hacia la noche fundó finalmente un nuevo teatro americano en base a la fuerza dramática de su propia conciencia torturada.
Los constantes problemas de salud derivados del alcoholismo y del Parkinson le impidieron escribir en sus últimos años de vida y lo llevaron a la muerte, ocurrida en una habitación del hotel Shelton de Boston en 1953. Quien había confesado amar la vida “porque es hermosa aún en su fealdad”, usó sus últimas palabras para señalar la curiosidad de haberla terminado tal como la había empezado: en la habitación de un hotel.



6 7 8

En marzo de 2009, 6 7 8 salió por primera vez al aire en la Televisión Pública. La emisión irrumpió con fuerza inusitada en el medio y, en poco tiempo, ya despertaba por igual admiración y críticas, pasión y rechazo, fanatismo y desconfianza.
El fenómeno se potenció aún más con la discusión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisuales, que estuvo en boca de todos y polarizó la opinión pública. Utilizando la red social Facebook, los seguidores del programa convocaron y se autoconvocaron a una marcha –que resultó multitudinaria– en apoyo a la ley que tan agónicamente comenzaba a ver la luz.
Fraguado al calor de los debates que actualmente ocupan a la sociedad argentina, 6 7 8. La creación de otra realidad aporta una dialogada reflexión sobre este fenómeno que involucra, entre otras cuestiones, el papel que cumplen hoy en día los medios de comunicación –tanto hegemónicos como independientes–, los intereses privados y los estatales en la imposición de la agenda mediática y la construcción de lo que, en definitiva, percibimos como real.
Con el invalorable aporte de la primera conductora del programa, María Julia Oliván, y la justeza interpretativa del sociólogo Pablo Alabarces –a los que se suman otras voces y opiniones, como las de Diego Gvirtz (ideólogo y productor del ciclo) y Pablo Sirvén (secretario de redacción y editor de Espectáculos en La Nación)–, estas páginas entretejen una esgrima discursiva que –desde puntos de vista por momentos heterogéneos, por momentos coincidentes– ilumina origen, características y tradiciones de un formato que se perfila como lo más novedoso de la televisión argentina de las últimas décadas.

18/9/10

Iglesias

Por Luis Bruschtein
Publicado en PAGINA 12

Desde un determinado sector hay un reclamo contra el kirchnerismo por haberse convertido en una especie de Iglesia que administra el credo del centroizquierda. Se quejan porque el kirchnerismo se arrogaría el derecho de medir con su vara la pertenencia a ese espacio ideológico. Los que se quejan son los que antes del kirchnerismo pretendían hacer lo mismo con los demás y apenas llegado el kirchnerismo le cerraron la puerta.
Más allá de que las iglesias ideológicas son antipáticas, el cambio en ese cuadro resulta significativo porque está indicando que antes el kirchnerismo era el que tenía que pedir permiso y se lo negaban y ahora es al revés. Si el kirchnerismo es una Iglesia o no está por verse porque, para bien o para mal, todavía no ha coagulado hasta ese punto de homogeneidad. 
Lo que está planteando esa queja del centroizquierda antikirchnerista es que el kirchnerismo terminó por instalarse con comodidad en ese espacio, trasponiendo a duras penas sus dificultades para penetrar las clases medias de las grandes ciudades y haciendo pie en una parte de ellas. Han sido desplazados y sienten ese desplazamiento. La vía para ocupar ese espacio por parte del oficialismo fue concretar una batería de reivindicaciones que se planteaban desde ese sector que, en cambio, había demostrado poca capacidad para llevarlas a la realidad.
Pero el fenómeno de enroque en ese lugar de “administrador” de un espacio político ideológico se produjo porque la inercia antikirchnerista llevó a ese centroizquierda a oponerse a sus viejas reivindicaciones. En ese plano, la iniciativa la lleva el Gobierno y la oposición queda relegada a optar por el sí o el no y como es oposición siempre dice que no. Al centroizquierda opositor le pasa eso.
Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia, su ubicación como centroizquierda era menos creíble para la sociedad en general que la de esta corriente de la oposición que tradicionalmente había estacionado allí. Cuando este sector, que incluye periodistas, intelectuales y corrientes políticas y gremiales, protesta ahora por los desplantes que le llegan desde el oficialismo, en realidad lo hace porque siente que su credibilidad como centroizquierda ante la sociedad ya es menor que la del kirchnerismo. En un escenario donde confrontan un gobierno hiperquinético, que emite acciones de tipo reformista o progresista o como se le quiera llamar, y una oposición que se limita a repetir todo el tiempo que el Gobierno está mintiendo, el Gobierno terminó por ganar credibilidad.
Esto no quiere decir que no exista centroizquierda en la oposición, pero sí que este centroizquierda es cada vez menos creíble ante la sociedad cuando quiere reafirmar un progresismo que aparece rechazando todo el tiempo. Una manifestación de este fenómeno de poca credibilidad fue el mínimo efecto que tuvo el reclamo del 82 por ciento móvil para las jubilaciones. El centroizquierda opositor lo planteó con sinceridad. En cambio, la mayoría de la oposición lo hizo sólo como una forma de restar legitimidad al oficialismo en su intento de forzar el veto. El resultado de esa mezcla fue que ni siquiera los jubilados –incluyendo a los de oposición– les creyeron. No hubo ni gran debate ni gran movilización ni gran festejo cuando lo aprobaron en Diputados. Apareció como algo sacado de la manga incluso por el centroizquierda opositor.
La paradoja de esta rotación de la escena es que comienza a producirse con más fuerza en el momento de más debilidad del Gobierno, cuando se produjo el conflicto por la 125. Es el punto donde el Gobierno pierde más apoyo. Pero al mismo tiempo es cuando homogeneiza sus filas, impulsa a una nueva militancia juvenil y lleva a tomar partido a un amplio sector de intelectuales. Frente a lo que había perdido, esa capitalización parecía mínima, pero estaba expresando la punta de un fenómeno que se fue ampliando a lo largo del año y que culmina con este nuevo paisaje.
Un destello de este proceso fue el acto del martes en el Luna Park con un activismo político juvenil que no se veía desde hacía muchos años, quizá desde la época de la Coordinadora radical a la salida de la dictadura. El entusiasmo de esa militancia solamente puede apoyarse en una identidad. Además de muchos jóvenes, también había mucha gente suelta que se sintió convocada y asistió por un impulso espontáneo. La buena noticia para el oficialismo es que ha logrado proyectar una identidad desde el peronismo que es claramente visualizada y aceptada por algunos sectores de capas medias.
Si ese fenómeno de cristalización de una identidad comienza a darse en el kirchnerismo a partir de la disputa por la 125, hubo otros grupos, en especial los de izquierda y centroizquierda que apoyaron a una Mesa de Enlace conducida por la Sociedad Rural y la CRA, para los que comienza un fenómeno inverso de pérdida de credibilidad en cuanto a su discurso izquierdista.
La inercia opositora es tan fuerte, por ejemplo, que lleva a la lista del estatal Pablo Micheli, que se opone a la conducción del maestro Hugo Yasky en la CTA, a aliarse con la Corriente Clasista y Combativa, que apoya activamente a los empresarios del campo y que siempre antagonizó con la CTA. Para la CCC, la CTA y la CGT eran dos centrales de burócratas, y eso lo decía cuando en la conducción de la CTA estaban sus ahora aliados en la confrontación con Yasky.
Estos movimientos de identidades generan perplejidad en uno y otro lado, en unos porque se les deshilacha y en otros por asumirla. Los derechos humanos han sido siempre emblemáticos en los últimos treinta años en cuanto al aporte más importante del centroizquierda. Es asombrosa la frivolidad con que algunos en el centroizquierda opositor tratan ahora de desembarazarse del tema porque lo consideran copado por el kirchnerismo. Quieren ser provocativos o incisivos cuando argumentan esa resignación ideológica, fruto de su impotencia, pero resultan patéticos y superficiales. Desde el kirchnerismo se escuchan voces enojadas contra el progresismo por su “gorilismo” e “inoperancia” y buscan otros términos que los definan. No quieren ser llamados progresistas y se autodefinen como “nacionales y populares” o de otras maneras cuando muchos de ellos provienen de ese progresismo, y con esa reacción corren el riesgo de sectarismo a las clases medias a las que pertenecen. Sobre todo ahora que ante la sociedad el que aparece como más “progre” es el Gobierno.
Es cierto que para el centroizquierda y el progresismo todos estos corrimientos han conflictuado identidades porque hay de todo en todos lados. Son términos tan amplios que en un momento de transición no alcanzan para describir los campos en pugna. Pero al mismo tiempo son términos que tienen un sentido porque se fueron resignificando durante los mismos procesos, desde la derrota del llamado socialismo real hasta las transformaciones del capitalismo a partir de la globalización financiera, la revolución informática y mediática y el desarrollo de tecnologías de punta en los procesos de producción.
Ninguno de los nuevos gobiernos reactivos al neoliberalismo que se han dado en América latina podría calificarse como “revolución” en un sentido ortodoxo. Todos provienen de elecciones democráticas y todos se mantienen en el marco del capitalismo. Y, sin embargo, esa mezcla de progresismo, indigenismo, bolivarianismo, populismo o laboralismo constituye el aporte más valioso en estas épocas a la transformación de las sociedades en un sentido progresivo, es decir favorable a los pobres, a los pueblos, o a los sectores más desguarnecidos.
Por último, también hay un centroizquierda o progresismo, el de Martín Sabbatella, que ha evitado oponerse a lo que siempre reivindicó y apoya esas propuestas al mismo tiempo que trata de resguardar una identidad diferente a la del peronismo. Es la posición más difícil porque pierde visibilidad en la fuerte polarización entre oficialismo-oposición. Así como el centroizquierda opositor se desdibuja en la derecha, el centroizquierda que apoya con independencia y visión crítica tiende a desdibujarse en el oficialismo. Sabbatella apuesta a que ese lugar poco visible le reditúe, ahora o más adelante, como reconocimiento a una actitud coherente y no gorila o antipopular, como se les recrimina a sus primos de la oposición.

13/9/10

Un anatomista de las pasiones humanas

Por Luciano Monteagudo
Publicado en PAGINA 12

Se lo veía tan bien, tan a gusto en los festivales, disfrutando no sólo de presentar cada una de sus películas sino también –reconocido sibarita– aprovechando las bondades de cada ciudad para probar sus vinos y manjares, que parece aún más sorpresiva la muerte de Claude Chabrol, ocurrida ayer, a los 80 años, en su casa de París. Director emblemático del cine francés y uno de los padres fundadores de la Nouvelle Vague, Chabrol fue autor de una obra inmensa, tanto por la cantidad (más de sesenta largometrajes llevan su firma) como por el sello personal que le infundió a cada una de sus películas, al punto de que vista ahora, en su conjunto, su filmografía parece conformar una unidad indisoluble, apenas dividida en sucesivos capítulos, como si se tratara de una gran novela, cruel y desencantada, sobre la comedia humana.
Desde su primer largometraje, El bello Sergio (1958), que abrió las puertas de la Nueva Ola, hasta el último, Bellamy (2009), protagonizado por Gérard Depardieu, que pasó injustamente inadvertido por la cartelera porteña, Chabrol siempre abrevó en las fuentes más consecuentes de su cine: las perversas relaciones de clase y de poder; las ridículas formas rituales de la pequeña burguesía, particularmente de provincia; la ambición como siniestro motor social; y la mediocridad humana como horizonte insondable. Que toda esa declarada misantropía se expresara muchas veces con humor –sobre todo en la última etapa de su obra– no le restaba causticidad a su cine. Por el contrario, le sumaba filo, impertinencia, libertad a una obra que no dejaba títere con cabeza. Políticos, magistrados, pequeños comerciantes, trabajadores e incluso analfabetos: nadie quedaba a salvo de su impiadoso bisturí, con el que diseccionaba el cuerpo social.
En esa tarea encontró en Isabelle Huppert un alma gemela, un espíritu afín. Con ella hizo siete de sus mejores películas, desde Niña de día, mujer de noche (1978), donde una joven pecosa y frágil pero de mirada siniestra se convertía en la parricida Violette Nozière, hasta La comedia del poder (2006), en la que encarnaba a la jueza de instrucción Charmant-Killman, o sea –siguiendo una traducción literal– una encantadora matadora de hombres. Entre esos dos títulos, Huppert también fue para Chabrol la abortista de Un asunto de mujeres (1988), que ayuda a sus vecinas a liberarse del estigma de un hijo engendrado por el enemigo durante el infame gobierno de Vichy; la desafiante heroína de Flaubert en Madame Bovary (1991); la resentida y violenta femme du ménage de La ceremonia (1995), sin duda uno de los mejores films del dúo; la fría estafadora de No va más (1997), en pareja con Michel Serrault (otro actor favorito de Chabrol); y el centro más amargo de Gracias por el chocolate (2000).
“La admiro tanto...”, le reconoció a este cronista durante una entrevista para Página/12 en el Festival de Berlín de 2006. “Lo increíble de Isabelle es que puede interpretar cualquier personaje, con todas sus emociones y sus rasgos físicos. Después de todos estos años, no deja de sorprenderme. No sé, creo que si algún día escribiera un guión para una actriz obesa, lo cual parece imposible para ella, se me aparecería un día tan gorda como la que más y no me quedaría más remedio que darle el papel. Lo notable del caso es que nunca deja de ser ella misma. Tiene esta notable cualidad: puede convertirse en el personaje de la película sin perder su propia personalidad. Isabelle se las ingenia para aportar siempre su propia marca, y eso es lo que le da volumen, dimensión, realidad a su composición. Nos llevamos muy bien y no necesitamos hablarnos mucho, nos basta con darnos mutuamente pequeñas sorpresas en el rodaje. Lo notable de Isabelle es que, al menos yo, no tengo la necesidad de escribir un guión a su medida, como el traje que le corta a uno el sastre. Por el contrario, puedo pensar en un proyecto con gran libertad, tratando de escribir el mejor guión posible, sabiendo que luego, una vez terminado, si a ella y a mí nos parece bien, ella lo va a poder habitar, lo va poder hacer suyo. Ella siempre va a estar muy bien, salvo que el guión sea demasiado estúpido. E incluso si se trata de un guión estúpido, ella siempre va a encontrar la manera de hacer interesante su personaje.”
Nacido el 24 de junio de 1930 en el seno de una familia de clase media, Chabrol pasó los años de la Ocupación en el pueblo de Sardent, en la Francia central, una región a la que volvería para rodar su primer largo, El bello Sergio, donde no la evocó precisamente con buenos ojos. Empujado por sus padres para estudiar Medicina en París, rechazó el mandato familiar y se dedicó a frecuentar los cineclubes del Barrio Latino y la Cinemateca Francesa, donde conoció y se hizo amigo de otros jóvenes que compartían la misma pasión por el cine clásico de Hollywood: Jean-Luc Godard, François Truffaut y Eric Rohmer. Junto a ellos, integraría –bajo la tutela del maestro André Bazin– la legendaria redacción de los Cahiers du Cinéma, que a mediados de los años ’50 desarrolló la teoría del cine de autor y revolucionó la manera de pensar el cine, al punto que aún hoy se percibe su influencia. A su vez, junto con Rohmer, Chabrol escribió en 1957 el primer estudio serio sobre la obra de Alfred Hitchcock, una exhaustiva exégesis formal y temática que fue la piedra basal sobre la cual se construyó luego todo análisis posterior sobre el director inglés.
Simultáneamente, todos empezaron a pasar de la teoría a la praxis. Gracias a una herencia que cobró su mujer, Chabrol pudo producir Le beau Serge, premiada en el Festival de Locarno 1958 y con la que probó que en Francia se podía hacer cine al margen del sistema de los estudios. Al año siguiente, con Los primos, se llevó el Oso de Oro de la Berlinale 1959 y aunque esa película hoy luce irremediablemente fechada, sentó sin embargo las bases de su cine posterior. Un cine en el que –según la teoría del crítico británico Ronald Bergan– se suelen enfrentar dos personajes de personalidades opuestas, uno de carácter peligroso y dionisíaco y otro representante del orden y el statu quo. Con el paso del tiempo Chabrol fue privilegiando el lado más oscuro de esta dualidad, como lo prueban los psicópatas y asesinos seriales que pueblan una parte importante de su obra y que en apariencia no se distinguen demasiado de cualquier otro ciudadano común: el amable protagonista de El carnicero (1970), el simpático sombrerero de Les Fantômes du Chapelier (1982), el famoso asesino de mujeres Landru (1962) o el motociclista que trae el amor y la muerte en Estas buenas mujeres (1960).
La novela policial siempre fue una fuente de inspiración para Chabrol y aunque lo adaptó en apenas dos oportunidades –en Los fantasmas del sombrerero y en Betty (1992)–, la sombra inmensa de Georges Simenon planea sobre gran parte de su cine. Tanto que el que ahora se convirtió en su largometraje final, Bellamy, está dedicado a sus dos queridos Georges: el cantante y compositor Brassens y el gran Simenon. Se diría que Chabrol aprendió de Simenon a trabajar a partir de un fait divers, de un vulgar caso policial, que solía tomar de las páginas olvidadas de la prensa amarilla, como fue, por ejemplo, el caso de Violette Nozière. Y como solía hacer Simenon, allí hundía su escalpelo en la que para Chabrol era la única clase social que quedó en Europa, la burguesía, con sus pequeñas miserias cotidianas, su mezquindad, su arribismo, su afán de éxito, de ascenso social y figuración. Que todo esto lo analizara con un humor ácido, vitriólico, con el que iba arrancando –ligeramente, como al pasar– gajos enteros de sus criaturas es el sello que hizo de Chabrol un impiadoso anatomista de las pasiones humanas.


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