20/9/10

O'Neill, entre dos hoteles

Por Pablo Lettieri
Publicado en TEATRO

Eugene O’Neill pretendía que sus obras fueran juzgadas en los términos de la tragedia, pues “sin importar la grandeza que pueda tener un hombre, su estatura última ha de medirse según su capacidad para experimentar la tragedia en su propia vida y en la de los demás”. Porque “sólo la tragedia posee esa belleza significativa que representa la verdad”.
Fiel a ese anhelo, su propia experiencia vital le proporcionó un material a la medida de esa tragedia moderna a la que aspiraba. Tanto como para pensar si el mismo autor no se propuso tensar al máximo sus dolorosas relaciones personales como para enriquecer la representación final de Viaje de un largo día hacia la noche, su obra maestra, donde narró la historia psicológica de su propia familia, casi sin ficcionalizarla, en los hechos de un único día.
O’Neill nació literalmente en Broadway, más precisamente en una habitación de Barret House, un hotel de segunda situado en la confluencia de Broadway con la calle 43. Su padre, James O’Neill, era un actor de cierta fama que desperdició su talento dedicándose a interpretar un solo papel: el del Conde de Montecristo, en una adaptación de la novela de Dumas que recorrió triunfalmente el territorio norteamericano. El joven
Eugene pasó por eso sus primeros años viajando con sus padres, obligado por los continuos desplazamientos que la vida profesional de James le imponía al resto de la familia. Proveniente de un humilde hogar de inmigrantes irlandeses, O’Neill padre había encontrado con el melodramático personaje la posibilidad de alcanzar el bienestar económico que tanto ambicionaba y de acceder a una clase, la burguesía, donde halló reconocimiento.
Esas ilusiones no parecían ser las mismas de Mary Ellen Quinlan, la madre del dramaturgo, quien se había convertido en adicta a la morfina, un poco por causa de un tratamiento extremo impuesto por los médicos para aplacar los dolores que el parto de Eugene le había provocado y otro poco por sus sueños frustrados de convertirse en concertista de piano.
La familia disfuncional más famosa de la historia dramática norteamericana se completaba con Jamie, hermano mayor de Eugene, quien intentó convertirse en actor como su padre pero terminó siendo un alcohólico y mujeriego cuya principal contribución parece haber sido la de introducir a su hermano en los burdeles de Nueva York, amén de inspirarle el más trágico personaje de la saga familiar.
Las particularidades de los miembros del clan O’Neill hicieron de Eugene, el menor de ellos, un niño solitario y retraído, demasiado impresionable y enfermizo, características que se agravaron por los años que pasó luego como pupilo en varias instituciones. Expulsado años más tarde de Princeton por su escaso rendimiento académico, su escuela pasó a ser la bohemia del Greenwich Village (una bohemia auténtica y no la imitación para turistas que se difundió en los años sesenta). Allí conoció a Benjamin Tucker, un viejo anarquista propietario de la librería The Unique Bookshop, donde entró en contacto con la literatura europea de vanguardia.
En 1909 conoció a Katherine Jenkins, con quien contrajo matrimonio a espaldas de sus padres obligado por el embarazo de la joven, a quien no obstante abandonó inmediatamente después de la boda para embarcarse en una expedición a Honduras en busca de oro. Los resultados del viaje no resultaron satisfactorios, ya que contrajo la malaria y tuvo que regresar con urgencia a Nueva York. Pero no se acobardó y un año después volvió a embarcarse, esta vez en un navío noruego que zarpaba de Boston con destino a Buenos Aires, compelido por la “emoción de vivir” que le prometía la vida en alta mar.
Es bien conocido que, en estas costas, el futuro premio Nobel no hizo sino sumergirse en el ambiente marginal del Bajo porteño, emborrachándose y alternando con prostitutas, sobreviviendo penosamente gracias a la caridad de los marineros del puerto. “No había banco de plaza en toda la ciudad sobre el que no durmiera alguna vez. Llegué a Buenos Aires como un caballero y terminé siendo un vagabundo”, diría luego sobre aquellos nueve meses que habían significado un verdadero descenso a los infiernos a los que, a pesar de ello, recordaría siempre con nostalgia, ya que le proporcionaron ambientes y personajes que luego utilizó en varias de sus obras. Terminada su experiencia como marino regresó a Nueva York y se instaló en The Hell’s Hole, un bar del puerto donde pasaba el tiempo cultivando su alcoholismo hasta que un día de 1912 tocó fondo e intentó suicidarse.
Ese mismo 1912 (año en el que luego quedará anclado su célebre “largo día hacia la noche”), O’Neill descubrió que padecía una tuberculosis e ingresó en un sanatorio. Acontecimiento decisivo en su vida ya que, durante los meses que permaneció internado, leyó intensamente (Baudelaire, Ibsen, Wilde, Shaw, Zola, Nietzsche y, por supuesto, su admirado Strindberg, modelo no sólo literario sino también filosófico), escribió sus primeras obras y salió decidido a convertirse en dramaturgo.
Recuperada en parte su salud siempre frágil, O’Neill consiguió un empleo como redactor del Telegraph de New London y emprendió una breve aventura como estudiante de arte dramático en Harvard con George Pierce Baker, un renovador de la enseñanza teatral de comienzos del siglo XX, por cuyo reputado Taller 47 pasarían George Abbott, Philip Barry, Sidney Howard, Stanley McCandless, Edward Sheldon y Thomas Wolfe, entre otros grandes de la escena neoyorquina. Aún así, el entusiasmo innovador de O’Neill resultó demasiado para el renombrado pedagogo, quien con frecuencia hacía duras críticas a lo que escribía el novel dramaturgo, por lo que éste decidió abandonar el curso. Conservó sin embargo las relaciones que había iniciado con otros artistas del Greenwich Village, fundamentalmente con George “Jig” Cram Cook y Susan Glaspell, fundadores de los Provincetown Players. Este grupo precursor de la escena alternativa en Broadway dio a conocer las primeras obras de O’Neill, incluyendo Más allá del horizonte, con la que obtuvo su primer Pulitzer y la ansiada consagración.
No obstante, la buena estrella que empezaba a alcanzar como dramaturgo no se reflejaba en su vida personal. Como si la herencia de infortunio que pesaba sobre los O’Neill fuera vivida como una verdadera maldición cuyo origen está en la existencia misma (hipótesis muy al gusto del autor), sus intentos de formar una familia propia resultaron experiencias tan traumáticas como las que había vivido con la de sus padres en la infancia y juventud. A su primer hijo, Eugene Jr. (nacido durante su viaje a Buenos Aires que en verdad había resultado una huída), recién lo conoció a los doce años y mantuvo con él una relación distante e indiferente. Junior llegó a ser un catedrático destacado de Yale, pero más tarde se abandonó a una vida muy parecida a la que había llevado su padre de joven y terminó suicidándose en 1950.
Con la escritora Agnes Boulton, su segunda esposa, pasó un período inicial sin demasiados sobresaltos (coincidente con su consolidación como escritor) hasta que la llegada de su hijo Shane produjo una desestabilización de la armonía matrimonial. Con el tiempo, Shane se volvería asimismo un reflejo siniestro de lo que había sido su tío Jamie (el hermano mayor de O’Neill) y su destino terminó siendo el mismo: una clínica psiquiátrica para tratar sus adicciones de la que nunca salieron con vida.
Justo cuando el matrimonio con Agnes Boulton se desbarrancaba sin remedio nació su hija Oona, quien con los años alcanzó una escandalosa notoriedad por casarse con Charles Chaplin, que la triplicaba en edad. El disgusto del padre al enterarse de la noticia fue tal que no volvió a recibirla nunca más y terminó desheredándola.
Finalmente, durante los ensayos de El mono velludo y mientras aún estaba casado con la Boulton, conoció a Carlotta Monterrey, una hermosa actriz que se convirtió más tarde en su tercera esposa. De gustos refinados y modales exquisitos, el autor creyó encontrar en ella a la mujer que pudiera brindarle el ambiente adecuado para su nuevo status de dramaturgo famoso y apreciado. Sin embargo, la relación estuvo signada por permanentes peleas (ambos llegaron a ser internados en el hospital de Salem: Carlotta en la sección de psiquiatría, O’Neill con una fractura en la rodilla que no supo explicar), que provocaron innumerables alejamientos y reconciliaciones de la pareja hasta la muerte del autor.
Al promediar la década del 30, a pesar del éxito y la fama alcanzados (tres premios Pulitzer y nada menos que el Nobel en 1936), de ser un autor con ganancias millonarias, O’Neill se fue convirtiendo de a poco en el terror del ambiente teatral neoyorquino, debido a su compulsión por probar cuanta nueva teoría teatral apareciera en el horizonte. Las máscaras de Oskar Schlemmer, la Bauhaus, los actores-marionetas de Meyerhold, el psicoanálisis, el budismo, el futurismo, las concepciones espaciales de Gordon Craig y Adolphe Appia, todo le parecía digno de explorar, aún cuando la realidad escenográfica de entonces lo hiciera casi imposible. Para peor, esa tendencia a la desmesura coincidió con el derrumbe de la Bolsa de Nueva York y el comienzo de la Gran Depresión, por lo que la fortuna de O’Neill comenzó a declinar y durante doce años, entre 1934 y 1946, no se representó ninguna de sus obras en los Estados Unidos.
Curiosamente, cuando el autor dejó de lado las aspiraciones grandilocuentes y abandonó su empeño desmedido por crear “La Gran Tragedia de la Nación Norteamericana” para enfrentarse a los espectros de su doloroso pasado familiar, Eugene O’Neill construyó su obra de mayor aliento trágico. Con Viaje de un largo día hacia la noche fundó finalmente un nuevo teatro americano en base a la fuerza dramática de su propia conciencia torturada.
Los constantes problemas de salud derivados del alcoholismo y del Parkinson le impidieron escribir en sus últimos años de vida y lo llevaron a la muerte, ocurrida en una habitación del hotel Shelton de Boston en 1953. Quien había confesado amar la vida “porque es hermosa aún en su fealdad”, usó sus últimas palabras para señalar la curiosidad de haberla terminado tal como la había empezado: en la habitación de un hotel.



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