Por Pablo Lettieri
Publicado en revista TEATRO
Una “biografía del silencio”. Esa fue la feliz fórmula que encontró el historiador español Ángel Valbuena Pratt para caracterizar el recorrido vital de Pedro Calderón de la Barca. Y es cierto que, frente a la extroversión íntima de la que hizo gala Lope o a la monótona existencia frailuna de Tirso, la de Calderón, el más madrileño del ilustre trío, deja en las sombras los rasgos de su personalidad. Esa escasez de noticias sobre los avatares del “hombre” contrasta con la inmensa polifonía de voces que ofrecen sus personajes y que rompen con todo silencio. Pero esos seres tienen la talla de los mitos, demasiado altos como para raspar en ellos elementos biográficos. Aunque nunca se sabe. Al fin y al cabo, vida y literatura son dos formas supremas de la contradicción.
Entre las anécdotas que desparramó don Juan de Vera Tassis, amigo del poeta, editor de sus obras y primer biógrafo (hoy considerado poco confiable, acusado de censurar e incluso mutilar sus escritos) figura una más bien risueña sobre el origen del apellido Calderón: parece que un antepasado nacido muerto fue introducido en un caldero de agua caliente para, según costumbre de la época, confirmar su fallecimiento, momento en el cual éste rompió en gritos. Es seguro, en cambio, que Calderón nació en Madrid el 17 de enero de 1600 y que su padre, Don Diego, fue un funcionario de poco rango, descendiente de una aristocracia burócrata venida a menos, que se casó por conveniencia con una mujer acomodada. Pedro fue el tercero de cuatro hermanos: Diego, José y Dorotea completan la progenie, sin contar a Antonia, que murió apenas nacida, y a Francisco, un hermanastro fruto de la unión de su padre con una amante. Al parecer, el rigor autoritario de Don Diego llenó de tensión la vida familiar, situación que se agravó con la muerte de su madre, cuando el autor contaba con apenas diez años. Para peor, el padre volvió a casarse, lo que originó la hostilidad de los hijos, según se desprende del pleito que los hermanos entablaron contra su madrastra a poco de morir el padre. El hispanista británico Alexander Parker conjeturó una sombría historia de despotismo e incesto, sospechando la existencia de una relación amorosa entre el ilegítimo Francisco y su medio hermana Dorotea, por la que terminó uno en la calle y la otra en un convento. Este trauma familiar explicaría, según Parker, la frecuencia con la que el tema del incesto aparece en sus primeras obras y la construcción extremadamente negativa de la figura paterna que hace el dramaturgo en sus obras trágicas.
Es probable que la iconografía un tanto sombría del autor, siempre vestido de sacerdote, con su severo rostro de mirada amenazante, haya contribuido a formar la imagen de un hombre extremadamente serio y reservado. Sin embargo, cabe suponer que Calderón tuvo una intensa relación con el agitado mundo de los corrales y que gozó de la vida cortesana recibiendo los favores de Felipe IV, por lo que puede haberse exagerado la adustez de su carácter. Al menos en su juventud, hay sucesos comprobados que dan cuenta de un temperamento más fogoso, hasta pendenciero, que desmienten esa imagen monacal de sus retratos. Un verano de 1621 volvía a su casa con sus hermanos y se vio envuelto en una riña en la que cayó muerto Nicolás de Velasco, pariente del Condestable de Castilla, por lo que fue acusado de homicidio y, para salir del aprieto, tuvo que pagar 600 ducados al padre del muerto. No fue el único incidente violento en el que estuvo involucrado. En 1629, el actor Pedro Villegas hirió a un hermano de Pedro quien –al parecer con unas copas de más– salió a perseguirlo hasta el Convento de las Trinitarias, violando la clausura de las monjas y provocando un escándalo mayúsculo.
No hay dudas de que Calderón de la Barca fue un hijo de la Iglesia y protegido de la monarquía cristiana. Como tal aduló a los reyes a los que prestó sus servicios y hasta celebró la “Santa Inquisición” en sus autos sacramentales. Aunque temeroso de Dios como cualquiera, también es cierto que fueron otros los motivos que lo llevaron a abrazar el sacerdocio en 1951. La muerte de Pedro José, hijo natural fruto de una relación que supo esconder más que ningún otro incidente de su silenciosa biografía, sumada al cierre de los teatros públicos que lo dejaron sin sustento para el oficio con el que había alcanzado fama y prestigio, mellaron su ánimo y lo sumieron en el abatimiento. Desde entonces, abandonó los corrales y sólo escribió dramas mitológicos para la corte.
Al sentir que la vida se le escapaba, el 20 de mayo de 1681 escribió su testamento, donde dispuso que sus exequias fueran modestísimas y que su cadáver fuera conducido sin cubrir, “por si mereciese satisfacer en parte las públicas vanidades de mi mal gastada vida con públicos desengaños de mi muerte”. Don Pedro falleció cinco días después y fue enterrado con gran asistencia de fieles en la capilla de San José de la Iglesia del Salvador. Contradiciendo su último deseo, su funeral fue solemne, como correspondía.