21/9/10

Aunque no lo veamos

Por Gerald Howard
Editor de DOUBLEDAY
Publicado en PAGINA 12

En 1973, El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon impactó en mi cerebro y explotó como si fuera un misil V-2. Era precisamente el libro que necesitaba en ese entonces, lo que resulta revelador acerca de mi condición mental y espiritual en aquel momento. Atención: eran los ‘70. El país estaba hundido, y yo también. Un humor negro como el alquitrán, dificultades que te aplastaban, una paranoia rampante, la entropía que avanzaba a pasos agigantados, una perversidad que hacía que se nos cayeran las mandíbulas de asombro: la historia parecía una conspiración de las fuerzas conjuntas de la tecnología, la muerte y el Control. Todo eso. Pero yo prefería que a mi espíritu lo aplastara una gran novela norteamericana antes que las humillaciones cotidianas de mi primer año de vida posuniversitaria y las desmoralizaciones culturales y políticas de la era. El año anterior, me había graduado en Cornell, alma mater de Pynchon, con una licenciatura en Literatura Inglesa instrumentalmente inútil –al menos, en los términos de aumentar mis probabilidades para conseguir empleo–. Me vi de nuevo viviendo, aturdido y confuso, en mi barrio natal de Bay Ridge, en Brooklyn. Si digo que crecí precisamente en la misma calle que el Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche, creo que se puede empezar a entender mi situación. Luego de seis semanas caminando Manhattan de arriba abajo en busca de un empleo para “graduado universitario” –llevando conmigo, y aquí me estremezco, un ejemplar usado de Ada, de Nabokov, para leer en los momentos muertos– conseguí un trabajo donde no me sentía motivado, como el más insulso pasante en la historia del periodismo amarillo. Lisa y llanamente, yo era un enorme problema para mí mismo (y para mis pobres padres) y el mundo no acudía a socorrerme.
Ante la ausencia de cualquier otra alternativa, decidí arrancarme del abismo de la desesperación a fuerza de leer. Nuestra lista, a veces bromeo, se basaba en tres principios: nada más simple que Donald Barthelme; nada menos gótico y desesperado que Harry Crews; nada más atractivo y menos denso que William Gaddis. Avidos de alcoholes fuertes y de música furiosa, nos zambullimos precipitadamente en los matorrales de los primeros posmodernos norteamericanos, perdiéndonos en el parque de diversiones con Barth y Abish, Coover y Elkin, Reed y Sukenick, Mathews y Sorrentino (¡un chico de Bay Ridge!), Gass y Hawkes. Desde luego, nos importaban poco los Grandes Nombres estándares. Bellow se había puesto imposible con su grosera Mr. Sammler’s Planet; Cheever y Updike eran demasiado suburbanos; Vidal escribía novelas históricas con tramas, por el amor de Dios (enormes ensayos, sin embargo); y Malamud era un sedante pero no nuestra clase de sedante. Sólo dos Grandes Nombres escapaban a nuestro desdén: Philip Roth, como resultado de todo el brillante problema que provocó con Portnoy’s Complaint, y Norman Mailer, por su rabia en contra de la máquina dirigida en todas las direcciones.
Y entonces llega el Comandante Pynchon, como un entero gobierno en el exilio que consistiera en un único hombre, que desciende desde las montañas hacia la capital de la conciencia norteamericana pertrechado con algo así como la última y más moderna arma: El arcoiris de la gravedad.
Fue nuestro gran libro. Un texto visionario e instructivo que condensaba en nuestra propia época todo lo que era posible decir acerca del sentido y el significado de la historia de la posguerra. Y el universo literario apoyó mucho esta idea. El arcoiris de la gravedad recibió el National Book Award en 1974, junto a –en una decisión extraña y dividida– Crown of Feathers, de I. B. Singer.
La novela de Pynchon tomó residencia en mi cabeza en términos de cima del descubrimiento poshumanístico, una obra finalmente adecuada para la belleza y el terror de un mundo transformado completamente por la ciencia y la tecnología. Y de algún modo conseguí mi primer trabajo en el mundo editorial, lo que me llevó al puesto de asistente de editor en Viking Penguin, y lo que me llevó, de manera casi natural, a mi primer encuentro con Corlies M. Smith, que durante mucho tiempo fue el editor de Pynchon (universalmente) llamado Cork.
Cork había sido el joven editor asociado de una casa editorial de Filadelfia llamada Lippincott. En 1960 compró uno de los primeros relatos de Pynchon, “Low-lands,” para la revista literaria New World Writing.
Antes, Cork había visitado a su nuevo escritor durante un “viaje en busca de talentos” a Seattle, donde Pynchon trabajaba como redactor técnico para los Boeing en proyectos tales como el del misil Minuteman –una investigación perfecta para el bardo del V-2–.
V., publicada en 1963, es considerada ahora una de las mejores novelas del siglo XX. Tres años después, Lippincott publicó The Crying of Lot 49, recibida en ese entonces como algo así como una elegante coda a V. pero que en realidad era algo más que una obertura elegante para la producción operística que estaba por venir. En ese entonces, Cork había dejado Lippincott por Viking Press, y, como hacen los editores, se llevó con él la estrella que había descubierto.
El 24 de enero de 1967, Pynchon firmó un contrato opcional con Viking, por el que le pagaron una de las cifras más bajas que se pueden componer con cinco dígitos, para una “novela todavía sin titular”, y cuyos términos finales, incluidos avances y regalías, debían confirmarse con la entrega. La fecha de entrega fue fijada, con un optimismo que invita a la sonrisa, para el 29 de diciembre de 1967. El tiempo pasó. El 21 de enero de 1969, Cork le escribió a Edward Mendelson, acaso el más astuto y devoto crítico académico de Pynchon, que “hemos estado aguardando un manuscrito de su nueva novela durante algunos meses... No sé qué estará haciendo Pynchon por todos los lugares de Los Angeles, pero me gustaría pensar que escribe una novela”. El 20 de octubre del mismo año le escribe de nuevo al impaciente crítico: “Lo siento, nada acerca de la novela de Pynchon”. En marzo de 1970, Pynchon le escribió a Cork para disculparse porque no iba a llegar con la entrega el 1º de abril. Le pidió si era posible postergar la entrega para el 1º de julio de 1970.
¡Y qué gran novela sin titular que era ésta! La primera lectura, por sí sola, llevó mucho tiempo. Alida Becker, la asistente de Cork por aquellos días, me dijo que un día, no mucho después de haber hecho la entrega, Pynchon llamó a la editorial para hablar con Cork. Como él no estaba, Pynchon le preguntó a Becker qué pensaba del libro. Cautelosamente, ella le contestó que lo estaba disfrutando mucho, pero que era un libro muy exigente y que todavía no lo había terminado. “Es muy larga”, le explicó, a lo que Pynchon respondió orgullosamente: “La tipeé toda yo mismo, usted sabe”.
Luego estaba la espinosa cuestión del título. Pero ahora se presentaba el verdadero problema: cómo publicar un libro de más de setecientas páginas a un precio que no fuera desmesuradamente prohibitivo teniendo en cuenta la audiencia natural de Pynchon, universitaria y posuniversitaria. V. y The Crying of Lot 49 habían vendido cada una más de tres millones de ejemplares en ediciones baratas y masivas. (Hagamos una pausa y contemplemos lo que dicen estos números acerca de la extensión del público lector en la Norteamérica de los ‘60. Ahora sugiero que nos suicidemos todos.)
Viking procedió a hacer lo que hacía cualquier editorial norteamericana por aquellos días: generar excitación literaria entre los autores consagrados. Se les enviaron las pruebas, para que redactaran posibles comentarios elogiosos que extractar en la contratapa, a Irving Howe, Alfred Kazin, Leslie Fiedler, Frank Kermode, Ken Kesey, William Gaddis, Benjamin DeMott, Paul Fussell, John Updike, John Cheever, George Plimpton, Lionel Trilling, Richard Ellmann, Kurt Vonnegut, y gente de ese tipo.
Así es como se hacían las cosas tres décadas atrás. Incluso si Pynchon no hubiera sido el sujeto reclusivo que era, las lecturas de autor y presentaciones eran del todo inexistentes, y la idea de hablar sobre un libro larga y ceñudamente con Carson o Cavett producía hilaridad. Las artes oscuras de la publicidad de un autor estaban en su más tierna infancia; eran los reseñistas quienes hacían el trabajo por él. Y con Pynchon lo habían hecho. La fecha de publicación de El arcoiris de la gravedad fue el 28 de febrero de 1973. El 9 de marzo, un comunicado de prensa de Viking aseguraba que estaban recibiendo setecientas órdenes por hora como resultado de las reseñas extasiadas publicadas por todas partes. El arcoiris de la gravedad estuvo cuatro semanas en la lista de best-sellers de ficción del New York Times y vendió aproximadamente 45 mil ejempales de tapa dura y tapa blanda. La edición popular en Bantam, publicada un año después, vendió cerca de 250 mil ejemplares en el curso de 10 años.
Las nominaciones a los premios fueron desde luego inevitables. Por aquellos días, el National Book Award se anunciaba antes de la ceremonia, de modo que la editorial sabía de antemano que El arcoiris de la gravedad había ganado la mitad de los premios en ficción. No había expectativas de que Pynchon se mostrara, pero la editorial estaba nerviosa porque él podía rechazarlo –como hizo un año después, con la medalla Howells de la American Academy of Arts and Letters–.
Recuerden: nadie sabía cómo era Pynchon. Así que el sujeto despeinado que alcanzó de un salto el podio desde la audiencia realmente podía ser él.


Desconcertante como un espejo
Por Lorrie Moore
Publicado en PAGINA 12

La mente de Pynchon es la trampa de hierro de la literatura norteamericana: nada, amplio o pequeño, se le ha escapado. Cada “novela de ideas” –porque Pynchon es polémicamente nuestro novelista más cerebral, esa etiqueta anémica y desagradable queda pegada a sus libros como una calcomanía– está construida detalle por detalle, dolorosamente, por un hombre con una mirada inagotable y un apetito incansable por el mundo. El mosaico narrativo que emerge es fuerte y desconcertante como un espejo, no tan reflectivo como un espejo, y, no como una casa de espejos, cada novela se dirige a comprender toda una era, sus hechos y energías sueltas, aunque rara vez lo haga impiadosamente.
Pynchon tiene un sentido historiográfico del relato (de frente y de espalda), un sentido musical de la frase, un sentido filosófico de la verdad y la aflicción, un ingenio vaudevilliano. Sus libros desentierran a una Norteamérica oculta y reinventan el lenguaje en el que pensamos y hablamos de eso –o podríamos pensar y hablar de eso, o pronto podremos pensar y hablar sobre ello–. Sus novelas saltan y penetran en territorios prohibidos, y aun desoyen la recomendación tantas veces repetida de que nunca hay que empezar una historia con un personaje que se despierta (El arcoiris de la gravedad; Vineland). Todas demuestran su validez política actual, aun cuando se las cite al azar.
La obra de Pynchon es valiente, graciosa, misteriosa, rica en todo tipo de originalidades y sorpresas.


La taza de Berlín
Por Jeffrey Eugenides
Publicado en PAGINA 12

Tengo una taza de café de Berlín. Trae una bonita imagen de un misil V-2 y el nombre de la localidad turística alemana donde la compré: Peenemünde.
El epígrafe más brillante en la historia de la literatura (no hago un rápido alarde de omniscencia sino de entusiasmo salvaje) está al comienzo de El arcoiris de la gravedad: “La Naturaleza no conoce la extinción; todo lo que conoce es la transformación. Todo lo que la ciencia me ha enseñado, y continúa enseñándome, refuerza mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual después de la muerte. Wernher Von Braun”. Cuando leí al principio estas palabras, siendo un joven y fresco universitario, las tomé como una prueba científica de valor nominal (muy de moda en la época) de la realidad del marco espiritual. No tenía idea de que Von Braun, que desarrolló el V-2, era funcionario de Hitler, jefe misilístico.
Veinte años después de haber leído El arcoiris de la gravedad, alquilé un auto y manejé hasta la isla de Usedom, que queda en el Báltico, en lo que solía ser Alemania del Este. No sabía mucho de la isla y enfilaba hacia el hotel en la playa de Heringsdorf cuando vi una señal que indicaba el camino a Peenemünde.
Inmediatamente me desvié. Pero no me desesperaba por ver Peenemünde o el misil V-2 en las vidrieras del local de ventas del museo. La misión que había emprendido, en mi Mercedes alquilado, era de peregrinaje. Quería visitar un escenario crucial en El arcoiris de la gravedad y, al hacerlo, rendir homenaje al escritor que, probablemente más que ningún otro, dio el ejemplo para mi generación de lo que un novelista norteamericano debía ser. La ficción de Pynchon dejó bien en claro que, si querés escribir, tenés que saber acerca de todo: todo sobre historia, ciencia, política, incluso sobre cálculo diferencial e integral; tenés que saber todo y al mismo tiempo no perder la gracia, y ser lírico, otorgándole soltura a la novela, una voz norteamericana coloquial y poética, en libros que sean como historias de aventuras y rutinas cómicas.
Nunca he estado bien dispuesto, por temperamento, a las teorías conspirativas, y las oscuras preocupaciones de la obra de Pynchon no eran lo que me atraía. Pero los grandes escritores no sólo describen el pasado o el presente; predicen el futuro. La estimación de Pynchon, hecha en 1973, acerca del recorrido que podría trazar el imperio norteamericano de posguerra parece haberse vuelto más exacta, válida y presciente que lo que ya era en su tiempo. Las cosas que intentaba enseñarme a los veinte recién ahora comienzo a entenderlas, luego de vivir toda otra vida. Cuando compré el souvenir de la taza de café, se me ocurrió enviárselo a Pynchon. Ya no es tan difícil hallarlo. Probablemente le encantara. Pero terminé quedándome con ella. Cada verano, cuando regreso a Berlín, mi taza Peenemünde sale de su caja, vuelve al armario de la cocina. Nunca la usé. La tengo allí, intacta. Para mí es un objeto sacramental, el pequeño misil V-2 a un lado, como Shiva, ya no como un destructor de mundos, sino un creador, también

Estás soñando
Por Richard Powers
Publicado en PAGINA 12

“Información. ¿Qué tienen de malo la droga y las mujeres? ¿Alguien se pregunta si el mundo se está volviendo loco, con la información que se vuelve el único y verdadero medio de cambio?”
“Yo pensé que eran los cigarrillos.”
“Estás soñando.”

(El arcoiris de la gravedad)

Recuerdo eso que entraba, silenciosamente, por supuesto, sobre su arco parabólico, que purificó la forma latente en el cielo. Ninguna pista, ninguna precaución hasta que golpeó. Pensé que sabía cómo funcionaba la ficción, lo que la ficción había hecho, el objeto propio de su único tema. Entonces esas frases, gritando a través de la página: estás soñando.
Durante tres décadas, volví sobre ese arco una vez por año, esa forma que no tenía sorpresas, no tenía segundas oportunidades, que no tenía regreso. Y siempre, todas las veces, me veía arrojado nuevamente al mutismo, a la salvaje conjetura. La guerra está en todos lados y es real, nuestros terrores amenazan para perfeccionarnos, las tecnologías de nuestro deseo se extienden en redes demasiado complejas por cualquier cosa pero la ficción trastornada y gratinada todavía insinúa.

Los confines de la imaginación
Por Don DeLillo
Publicado en PAGINA 12

Fue como si Hemingway muriera un día y Pynchon naciera al siguiente. Una literatura que se reconcentra en otra. Pynchon le ha dado a la ficción norteamericana una mayor fuerza y una mayor amplitud. Descubre rumores y apariciones al filo de la conciencia moderna pero no reduce nuestro sentido del carácter físico de la prosa norteamericana, el vigor de escopeta, el humor de la calle, los fluidos corporales, la escenificación.
Estaba escribiendo publicidad para las llantas para camiones de Sears cuando un amigo me pasó un ejemplar de V. en paperback. La leí y pensé, ¿de dónde viene esto? La escala de su trabajo, amplia en geografía y sin temor por los grandes temas, ayudó a colocar nuestra ficción no sólo en pequeñas y anónimas esquinas, humanas y siempre esenciales, sino también afuera, en los confines de la alta imaginación y los sueños colectivos.


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