Por Pedro B. Rey
Publicado en ADN
Se diría que Mark Twain no sufría del síndrome de Enoch Soames. A diferencia de aquel rarísimo autor que inventó Max Beerbohm, el estadounidense no necesitaba desplazarse al futuro para verificar su fama póstuma. La daba por descontada: cuando murió en 1910, su alta estima seguía siendo alimentada por una popularidad pocas veces vista. Samuel Clemens (así se llamaba en realidad Twain) determinó que, después de su deceso, debía transcurrir un siglo para que pudieran publicarse, completas, las desbordantes memorias que fue dictando a lo largo de décadas. Es una enormidad de tiempo, pero las cuentas cerraban: a la estela de su celebridad, que sin duda alcanzaría aquella fecha, bien le vendría el empujoncito de una reaparición póstuma. El interés que despertó en su país el primer volumen de esas memorias, recién publicado, confirma esas previsiones. Pero quizá no se trate sólo del olfato absoluto del autor en materia editorial. En una época de autobiografías solemnes, Twain fue descubriendo, a medida que avanzaba en la redacción, las imposibilidades de un género. Porque, ¿qué es una vida? Y ¿cómo puede contarse, si es que puede contarse? Hernán Iglesias Illa lee con desenfado esas memorias y encuentra en ellas un artefacto digresivo y anárquico emparentado con algunas escrituras de actualidad, como si Twain hubiera presentido que la única posteridad garantizada es la de ser contemporáneo de los que vendrán.